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a. Psicología: ¿individual o social? Consecuencias lógicas de dos concepciones sobre la psicología, lo social y lo institucional
Оглавление¿Por qué psicología social e institucional? ¿Qué relación hay entre lo individual y lo colectivo? ¿Cómo establecer un dispositivo que permita intervenir sobre lo instituido, sobre lo que ya está establecido, lo que funciona?
El enfoque que intentaré desarrollar resulta de importancia, ya que entiendo los límites en términos de conceptualización que ofrecen los modelos actuales para la comprensión de las complejísimas situaciones que se producen en el campo educativo, por lo que considero necesario un abordaje conceptual transdisciplinario que nos permita lecturas creativas y novedosas respecto de los fenómenos educativos en particular, y sociales en general. Si somos exitosos en esta empresa, habremos habilitado, al menos en términos argumentales, una serie de prácticas que puedan dar material de análisis e intervención conforme a las necesidades actuales en lo que refiere a la práctica docente.
Conviene iniciar con una propuesta actitudinal frente a todo lo que se presenta como saber tanto sobre el campo educativo, como también para otros campos. Esto es, el dispositivo de la “duda” y la “desconfianza” incluso sobre las ideas que intento demostrar a partir de la presente propuesta. En este sentido, por ejemplo, podemos dudar de la diferencia tajante entre individuo y sociedad, entre cuerpo y mente, o desconfiar de las ideas que sostienen el saber del docente sobre la ignorancia del estudiante, o dudar incluso de la “naturaleza” esencial de la escuela, o del interés del Estado en la educación, o el interés “privado” por la gestión de instituciones escolares, etcétera.
Para ser más concretos, diré que optamos por la perspectiva pragmática que pregunta; ¿nos son útiles los modelos actuales para abordar las problemáticas que se presentan en el ámbito de la educación, la cultura y los saberes?
Pero volviendo a lo que nos convoca en este apartado, que es la cuestión de los límites, de los márgenes o de las fronteras que se piensan de manera “establecida” respecto del individuo y la sociedad, de la naturaleza y la cultura, de la institución escolar y su comunidad de referencia.
Tal vez, nos convenga, en términos estratégicos, establecer márgenes grises, difuminados entre lo que se nos presenta o como claramente diferente, o como claramente continuo.
Si admitimos esta hipótesis, podríamos aceptar incluso que la escuela se extiende aún más allá de sus muros, que la intervención de una docente se extiende más allá del individuo al que se expuso una estrategia de enseñanza, etcétera. O al revés. Tal vez los problemas familiares y sociales se hagan presentes en cada una de las prácticas que se llevan adelante dentro del aula, o la escuela. La falta de trabajo en una sociedad, la muerte de un referente comunitario, el debate que se da en el Congreso Nacional respecto de la interrupción legal del embarazo, el desarrollo del mundial de fútbol, la discusión del salario docente, el aislamiento social obligatorio, etcétera, no pueden ser dejados de lado al momento de intentar comprender por qué un estudiante no aprende, o por qué este estudiante tiene problemas de conducta, o por qué un docente tiene tal o cual expresión en una clase, o por qué el mismo docente se encuentra más o menos frustrado con su práctica, etcétera.
Si no admitimos que las paradojas se dan debido a la manera en que categorizamos el mundo, el enunciado que reúna las palabras “psicología” y “social”, es decir, la “psicología social”, se presenta como una contradicción, y ya partimos de un problema, ya que, si “suponemos” que lo mental es individual, es decir, de los individuos, y lo social tendría que ver con los otros, ¿cuál sería el punto de contacto posible entre lo social y lo individual, entre yo y el otro?, ¿o que no hay sujeto sin la figura del otro?
Si bien sabemos que “lo social” representa en sí mismo un concepto abstracto, podemos decir que desde el sentido común “lo social” se muestra, se percibe o se piensa como la suma de individuos que constituyen un entorno necesario para la supervivencia del individuo humano, pero claramente y de ningún modo “lo social” podría constituirnos. Lo social, desde el sentido común, está afuera del individuo. Se da como suma de personas.
Sin embargo, desde nuestra propuesta, ¿podríamos admitir la idea de que “somos lo social”?, ¿o que somos el otro?, ¿o que el sujeto es “en” el campo del otro?
Cabe aquí nuestra primera aclaración: no es lo mismo cuando hablamos de sujeto que cuando hacemos referencia al individuo. Diremos, en principio, que un individuo hace referencia a una entidad tridimensional, podríamos decir, un ser vivo considerado independiente de los demás, separado de los otros. En un sentido etimológico, la palabra individuo viene del latín individuus, que quiere decir indivisible (la unidad mínima y no divisible menor en un grupo es el individuo). De aquí podríamos decir que esta idea de “individuo” es tomada como referencia, principalmente para el discurso de la biología, pero también para otras disciplinas que buscan dar cuentas de las conductas, en nuestro caso, de los seres humanos.
Pero también sabemos que un individuo es divisible. Hay órganos, tejidos, células. Dividamos como se quiera el cuerpo del humano. ¿Podremos ser uno y muchos a la vez?
En este texto, sin embargo, utilizaremos la palabra “sujeto”, que no es sinónimo de individuo. Cuando hacemos referencia a un “sujeto”, hacemos referencia a una composición. Un sujeto no es sólo un individuo. Un sujeto es también un conjunto de elementos históricos y sociales en tensión. Un sujeto no es un individuo, sino que los individuos estamos capturados por los entramados de elementos que conforman un sujeto, en el sentido de una traza textual, epocal, social e histórica.
Desde el presente modelo, haremos referencia a los dos conceptos, aunque con estos dos sentidos específicamente establecidos.
Por ejemplo, si optamos por una perspectiva individualistas en la cual los seres humanos serán concebidos como individuos, es decir, como entidades biológicas tridimensionales, la relación con otros individuos será como la relación de una bola de billar con otras bolas de billar. Esto nos conduce a una psicología social en la cual se trata de dilucidar cómo actúa un individuo en solitario y en comunidad. A esta relación de un individuo con otros, si somos benevolentes, la llamaremos “interacción”.
Pero, entonces, ¿por qué la insistencia en una psicología social institucional?, si somos todos individuos, que tal vez sumados, demos como resultado la sociedad. ¿O será más complejo?
Hablar desde el punto de vista de la psicología representaría, como ya lo hemos mencionado anteriormente, un reduccionismo, ya que es necesaria toda una batería de conceptos, que no son propios del campo de la psicología para poder pensar lo institucional o lo social, como quieran llamarlo, ya que hablar de “la psicología” representa de por sí un inevitable recorte que en nuestros días peca de individualista.
¿A qué me refiero? A que al hablar de “psico”-logía, ya estamos tomando el indeseado camino del dualismo. Lo “psi” evoca una referencia directa a la idea de alma o, para decirlo en términos modernos, de mente como una entidad “real” diferente del soma, el cuerpo. Y, si seguimos esta lógica, la mente pertenece a un soma, a un cuerpo, a un individuo. ¿O será que puede haber una mente grupal o social?, ¿una construcción que se produzca de manera inmanente en un “lugar otro”?
Si actualizamos aquella noción, entonces, y nos ubicamos ya sí en el campo de la psicología propiamente dicho, que es el saber sobre lo “psico”, conviene dirigirnos a la etimología de la palabra misma, que como en un mapa nos remite, por un lado, a la raíz griega Psyche, entendida como alma, y por otro lado, a la palabra logos, concebida como saber, discurso, estudio…
En definitiva, la psicología vendría a ser como un saber sobre el alma. Y ahí ya aparecen los problemas para la psicología social, ya que como mencionamos anteriormente, “la sociedad”, “lo social”, remite al compañero, al aliado, al socio (socius).
Así, lo social remitiría al otro. Pero, ¿es posible entonces una psicología social?, ¿o toda psicología debe sí o sí ser individual y consistiría más bien en ver cómo interactúan los individuos entre sí?
Ahora, si tomamos en serio esta idea, se podría decir que la psicología social es un discurso sobre el alma del otro, y el otro ya remite a un más allá del individuo. ¡Vaya paradoja!
Nos encontramos en este punto con una elección por tomar. La lógica o la paradójica.
Por un lado, la lógica implica que, si nosotros nos concebimos como individuos, también nos consideramos “parte” de una sociedad, lo que nos conduce a una psicología social que nos estudie como individuos que se relacionan a través del fenómeno de la “interacción”.
Por otro lado, podemos optar por la vía de la paradoja, admitiendo que es posible la existencia de una trama transindividual, un saber inmanente que excede a los individuos, pero que los conduce en sus modos de pensar, actuar, sentir. En este caso, el objeto de estudio de esta psicología social e institucional se remitiría a develar la naturaleza de esta trama transindividual en la que se hace posible la existencia de “lo humano como social e histórico”.
En nuestro modelo, optamos por la segunda vía. En un sentido más amplio, podemos iniciar estableciendo que no hay individuo sin otro. Un otro que antecede al individuo, y del cual desciende, pero también otro como que como semejante coexiste, por último, un otro que lo sucede. Se podría decir que advenimos como individuos del otro, así como coexistimos y desistimos.
Sin embargo, haré otra aclaración técnica. Cuando hacemos referencia al otro, también lo hacemos en su polifonía. Por un lado, el otro es el semejante, es la otra persona. Pero también el otro hace referencia a la alteridad absoluta, lo social, lo institucional, lo cultural, lo discursivo, el lenguaje en su conjunto inabarcable.
Para ser más técnicos, a esta entidad la llamaremos el Otro, con mayúscula, indicando a esta instancia transindividual que puede encarnar en un individuo, en un grupo, o en la sociedad toda.
El Otro es lo social en nosotros. Somos el otro. Pero también el Otro es un lugar que puede ser ocupado, haciendo posible la pregunta: ¿quién es el otro?
Pero volvamos a la etimología de la palabra “psicología”, para luego volver sobre nuestra concepción sobre lo social.
Decíamos que fragmentamos al humano en dos partes por lo menos: una Psyche (alma, mente, interioridad) y un soma (cuerpo, exterior). Es decir, nos pensamos como cuerpo y alma, cerebro y mente.
Y luego inmediatamente pensamos que esta Psyche (alma, mente, interioridad) es individual.
En resumen, pensamos que “somos” una Psyche, ubicada “en” un cuerpo. Somos una mente, que se encuentra en el cerebro, y desde allí manejamos nuestro cuerpo conforme a nuestra voluntad. ¿Pero es tan así? ¿Puede lo social hacer cuerpo?
La propuesta del presente trabajo es paradójica justamente por cuestionar esta idea y algunas otras ideas asociadas, ya que el título mismo de la disciplina que abordamos parece contradictorio: psicología (Psyche) social (común).
¿Podrá haber un alma social? Ya que, si el alma está en el cuerpo, o lo que es lo mismo, la mente está en mi cerebro, ¿cómo es posible una psicología social? ¿Cuáles son las condiciones para que una disciplina así pueda existir?
Suena rara esta pregunta. Pero les propongo avanzar por ese sendero.
Si desde el sentido común occidental suponemos, tal vez desde una impronta religiosa apoyada en el pensamiento filosófico clásico, que somos portadores de un alma, que en verdad somos un alma que habita en un soma, nuestro trabajo, desde el dispositivo institucional que proponemos, es justamente cuestionar esta idea, ir a sus fundamentes para hacer vacilar la certeza.
Pero eso no es lo peor. Lo más dramático, tal vez, es que jerarquizamos. Ubicamos el alma, la mente, como centro, como esencia de nuestro ser. ¡Lo importante es lo de adentro! Rezará el dicho popular. O al revés, ubicamos el cuerpo como centro. Todo lo explica la biología. Por esta senda, una tomografía de cerebro muestra más sobre nosotros que un diálogo establecido desde conceptos teóricos, más allá de que la tomografía es “leída” por alguien, es interpretada desde un saber.
Elijamos un camino: tal vez el “pensar” que tenemos un alma, una mente, y que esta constituiría nuestra esencia se nos presenta como una obviedad. ¿De qué otra manera puede ser?
Esta obviedad, al presentarse así como único sendero posible del pensar, puede que obture otras ideas que nos permitan pensarnos desde otras coordenadas; sin embargo, parece que priman los siguientes enunciados: “somos una mente en un cuerpo”, o también: “es mi cuerpo el que tiene una mente”.
Como si mi alma o mi mente fueran una cosa, un ente material que está en un lugar… Una cosa con partes que funciona según las mismas leyes que rigen el funcionamiento de las cosas del mundo. Y además, esa cosa sería uno mismo, o parte de uno mismo, que nos encontramos dentro de otra cosa (soma).
Sin embargo, este texto se nos va a presentar como un embrollo, ya que buscaremos, tal vez de manera un tanto tímida, interrogar estas ideas.
Sostener el interrogante será nuestro método. La interrogación y la selección.
¿La selección de qué? De aquello que queremos cuestionar. De aquello que funciona. De aquello que pensamos como obvio. De aquello que no presenta grieta. De aquello que tal vez presente un modo sufriente, y cuya repetición, por su consistencia institucional, parece irremediable.
Para ahondar un poco más en la cuestión, diré que buscaremos desarticular algunas ideas que “funcionan”. Y algunas de las ideas que “funcionan” son, por ejemplo, la idea de que “tenemos” una mente, que la mente es una cosa, que hay un interior y un exterior en nosotros mismos, que somos “dueños” de lo que pensamos, que los docentes sabemos, que los estudiantes no saben, que la escuela es una institución donde solamente se debe enseñar, que enseñar es transmitir conocimientos, que aprender es incorporar saberes.
En este sentido, el presente texto es también un desafío. Pero un desafío colectivo, y que busca adrede colectivizar. Multiplicar.
Este texto, y algunas ideas que aquí se presentan, pueden ser pensadas como un problema matemático para resolver.
Mi desafío es persuadirlos, es convencerlos, aunque sea un poco, y calculando su “duda” y “desconfianza”, de que hay otro mundo de posibles, queriendo decir con esto que son posibles otras lecturas, otras interpretaciones, otras verdades, otras realidades que no se agotan en estas palabras.
Quisiera que, a partir de la lectura de estas líneas, nos veamos habilitados a pensar por otras vías, para poder intervenir de maneras creativas y diversas en los dispositivos institucionales en los cuales estamos y vamos a estar insertos.
En definitiva, y desde una perspectiva que busca intencionalmente ser heterogénea, diversa, heterodoxa, intentaremos sostener, es decir, brindar argumentos para poder concebir una idea de que lo social, lo institucional, lo cultural (entendidos como conceptos que presentan alguna equivalencia) producen ciertas condiciones que se reproducen en nuestras conciencias, haciendo que, como continuidad de aquello, estas piensen, perciban, sientan y actúen de determinadas maneras. En este sentido, podríamos decir con Foucault que hay un saber-pensar que disciplina. Hay un saber que sujeta, y el sujeto, en este sentido, es en verdad sujetado.
Lo mental, lo psicológico, lo psíquico, lo cultural, lo social, lo institucional, en la presente propuesta, podrían funcionar como conceptos que buscan intencionalmente cortocircuitar la forma tradicional de pensar al individuo y a lo sociedad, entendidos como contrarios.
El uso de dichos conceptos como equivalentes es un acto rebelde sobre la obviedad del saber que lo individual es distinto de lo social.
Lo podría plantear, por ejemplo, afirmando que incluso el deseo más personal que se nos ocurra, el más íntimo, el más individual, no deja de responder a un deseo que va más allá de nosotros mismos. Y ese más allá es lo histórico-social.
Una fuerza que viene más allá de nosotros que encarna y busca concretar una moción (pulsión dirá Freud) que no viene de adentro, sino de afuera, si es que pueden sostenerse aún las categorías de adentro-afuera.
Una apuesta central, o mejor dicho, una hipótesis fundamental para la construcción del presente trabajo, es “uno no piensa con la mente, sino, más bien, uno es pensado”, o “uno fue pensado”. Y ese pensar es efectivo, es decir, produce efectos.
Pintoresca propuesta, ¿no? Tal vez inadmisible aún para quien se encuentra leyendo estas líneas, pero a quien le propongo me dé la posibilidad de construir juntos un argumento que permita lecturas que a todas luces y en una primera lectura resultan incomprensibles, anti-intuitivas e incluso falsas.
Espero ser convincente en esto, ya que es esta imposibilidad la que nos tienta, la que nos motiva a no dejar de seguir buscando.
¿Podremos suponer que la mente “no sea”? Es decir, concebir la mente como algo no físico. Algo que no es perceptible. Algo que no sabemos dónde está. Algo que no sabemos si es algo. Incluso, suponerla simplemente como un concepto que aglutina una serie de fenómenos que no pueden abarcarse desde el modelo somático, naturalista, o en términos cartesianos, como fenómeno “extenso”.
Quisiera que, si pensamos lo mental, lo hagamos en términos de acontecimiento, de movimiento, tal vez como un proceso que se está ejecutando, un sinfín de vínculos que se están estableciendo, contactos cristalizados y posibles, puentes tendidos y en construcción, nexos, agenciamientos. Lo mental es “lo que está sucediendo” en un plano continuo de inmanencia. Hume dirá en su hora “un haz de percepciones”, haciendo referencia a la fugacidad y a las mutaciones vertiginosas que se dan en el plano de lo que podríamos llamar “la subjetividad”, o en términos de Gilles Deleuze, “la singularidad”.
Pero vamos a ver que esto también podemos plantearlo para lo que nosotros llamamos lo institucional, como dimensión histórica y social de lo que existe.
Sin embargo, como propuesta multidimensional, nos parece interesante incorporar una propuesta del psicoanalista Jaques Lacan para poder concebir de manera topológica al sujeto.
Lo que quiero decir es que, además de conceptualizar al sujeto a través de palabras y enunciados, podemos recurrir como hizo este autor a la riqueza que proporciona el pensamiento matemático para poder habitar desde otro discurso la noción de sujeto.
En este sentido, Lacan toma de la topología la noción de “superficie”, para conceptualizar al sujeto, y específicamente a una superficie con características muy particulares llamada “banda de Möbius-Listing”.
Habilitar este concepto para pensar lo subjetivo, sea individual o colectivo, es decir, la idea de que los fenómenos que se producen en nuestra conciencia se producen en una superficie bidimensional, tal vez nos permita despegarnos de una representación imaginaria de las cosas, también del “aparato” psíquico, desde el cual se conciben como elementos tridimensionales, y los fenómenos mentales responderían, según esta idea, a las mismas reglas que los fenómenos de la tridimensionalidad.
Si nos distanciamos un paso solamente de estas concepciones, se nos abre un camino que tal vez sea más fructífero para explicar los procesos mentales. Y este paso tal vez haya que darlo en dirección a la bidimensionalidad de las superficies.
La tridimensionalidad no nos ayuda a pensar lo mental, ni lo social, ni la relación entre lo individual y lo comunitario.
Teniendo esto en cuenta, sea tal vez lo superficial, en términos bidimensionales, el plano en el que se inscribe lo mental, y este plano, sea el mismo plano en el que se inscribe lo social.
Si aceptamos en nuestro modelo lo mental como bidimensional, implica establecer una superficie topológica de tan solo dos dimensiones, y esta superficie es la misma superficie de lo social-cultural-institucional, la cual admite la continuidad de las dimensiones mencionadas.
Desde esta perspectiva, la topología de lo mental se configuraría desde una lógica diferenciada de los procesos de lo perceptible, que se convertirían en un accidente más en la geografía de la superficie de Möbius.
Esto, que parece a prima facie un avance conceptual, a la vez representa una dificultad para concebir lo bidimensional, ya que implica el ejercicio de abstraer aquello que se nos presenta como tan obvio, que es la tridimensionalidad de lo real.
Tal vez por la inmediatez que nos propone el acceso al espacio-tiempo de lo perceptible, y entendiendo a lo perceptible, tridimensional, establezcamos desde el sentido común como lo perceptual, como “lo verdadero” y “lo real”, sin poder hacernos idea de la relación con el lenguaje y lo común del mundo y lo subjetivo (individual en este caso).
Por esto, también comprendemos la dificultad de aceptar y aprehender un modelo teórico que parta de una concepción ontológica de lo social y lo individual como integrantes de una misma superficie topológica, de características moebianas, y que suponga como estofa sin sustancia a la bidimensionalidad, una cuestión que resulta ampliamente compleja, no por su abstracción, sino porque deviene completamente anti-intuitiva.
Este texto va a dar material y tiempo lógico para desarrollar estas ideas. Unas ideas que tal vez choquen con el sentido común, entendido este último como una lógica que funciona en automático y que se repite ad infinitum, en tanto no exista posibilidad, experiencia o intervención de “corte”.
En este sentido, estas ideas se ofrecen como un corte en el funcionamiento automático, como un elemento cortante y reconectante. Como un elemento de protesta, y por qué no, de lucha contra el “no pensamiento”. Contra el automático de repetición del sentido común y como apertura a nuevos agenciamientos.
Tal vez esto, planteado ahora y de este modo, tiene la imagen de una pequeña locura.
Y esto es intencional.
Una locura no patológica, pero sí entendida como modo alternativo y subversivo del pensar.
Ojalá con estas ideas demos espacio a la pequeña locura personal, expresada en lo individual o en lo colectivo. Locura, no en el sentido de idealización desbocada e identificada al sujeto (individual, colectivo).
Porque sí, nuestro planteo supone que aquella superficie donde se inscribe “lo mental” es la misma superficie en la que se inscriben los procesos sociales, y las lógicas del pensar se continúan y funcionan bajo los mismos regímenes que las inmensas extensiones de la geografía social.
Notemos cómo en esta concepción quedan en suspenso las categorías de “interior” y “exterior” aplicadas al sujeto, ya que él tendría existencia en ambos espacios, que a su vez no son más que conceptualizaciones del espacio.
El sujeto, al no tener consistencia tridimensional, no ocupa lugar en el espacio, ni tampoco puede ubicárselo en alguna localización espacial.
Lo individual y lo colectivo se confunden en el plano superficial. Y esto parece una locura. Somos lo social, y lo social es nosotros.
Pero aquí la locura pierde su negatividad. Permitirse la locura es permitir que germine una lógica alternativa a partir del corte con lo que sucede. Se dinamizan agenciamientos diversos, múltiples, dirá Guattari. Unos agenciamientos que dan cuenta de una ontología que se distancia del “ser” monolítico y amo.
Para que florezca la locura, hay que crear un espacio y un tiempo. Y en este acto creativo, es también el sujeto el que se recrea, entendiendo al sujeto como una siempre nueva forma de percibir, sentir, pensar y hacer.
Salirse de “una” lógica es provocar la locura, pero respecto de aquella lógica. No planteo que no haya lógica. Planteo que puede haber una lógica otra. Buscar una alternativa a lo que se repite, intentar una lógica diferente a la lógica que se tradicionaliza y que cristaliza en y desde el sentido común para que todo siga funcionando, ¿no tendrá esto que ver con el sufrimiento que provoca lo institucional? Repetir, y esforzarse en que todo siga así. No porque crea que es mejor así, sino, simplemente, porque es así.
Vayamos a un ejemplo relacionado con la cuestión de género.
Podríamos decir que estamos acostumbrados a pensar que hay dos sexos. Quiero decir que podemos suponer que desde el sentido común “se piensa que hay dos sexos”. O para ser más precisos, que existen dos géneros sexuales manifestados en diferentes expresiones: nene-nena, varón-mujer, macho-hembra masculino-femenino, o de la manera en la que pueda expresarse esta bipolaridad en el lenguaje cotidiano, del “sentido común”.
Esto no sólo se manifiesta en diferentes expresiones del lenguaje y diferentes enunciados, sino que este “saber” se puede leer en que “se sabe” que hay juguetes para niños y para niñas, hay colores para niños y para niñas, hay baños para varones y baños para mujeres, hay profesiones y actividades para hombres y mujeres, etcétera. Todos estos saberes que cristalizan en el sentido común y recrean una máquina que funciona son lo que podría llamarse, desde los estudios de género, estereotipos de género.
Pero fíjense lo que estamos afirmando. Estamos “diciendo” que hay dos géneros. Estamos estableciendo, en términos de lenguaje, que hay dos, y es “fácil” arribar a los enunciados que constituyen este “saber”, principalmente porque el feminismo lo ha cuestionado fuertemente pudiendo convertirlo en tema de agenda de la discusión pública. Observen incluso cómo la sexualidad, y todos sus márgenes no están librados de la cuestión política.
Hay un saber. Se sabe que hay hombres y mujeres. ¿Pero este “saber” de qué naturaleza es? ¿Cuál es la estofa de este “saber”?
Sobre la base de este saber que dice “hay dos”, clasificamos al mundo humano entre personas hombres y personas mujeres… Pero ¿de dónde viene este saber?, ¿en qué lugar lo encuentro? Ni siquiera podemos afirmar que es algo que alguien sabe, ya que es un saber que existe previamente a mi existencia, así como seguramente seguirá existiendo después de que me muera. Se podría decir que es algo que “se” sabe. Todos y todas sabemos. Se sabe.
Se sabe en términos impersonales. Inindividuales. ¿Subjetivos? Se sabe que hay dos géneros. Se sabe que si alguien no es ninguno de los dos… ¿qué es?… Porque ni si quiera la biología me ayuda a sostener el “argumento” de que hay solo machos y hembras en el reino de lo humano. Aquí nuevamente sospechamos la injerencia interesada del discurso religioso que lucha por imponer su interpretación de los libros sagrados y de un biologicismo arbitrario y desactualizado.
Se libran guerras teóricas y guerras armadas, cada una con sus muertos y sus heridos. Guerras conceptuales y escraches brutales, persecuciones, encierros en el clóset. Saberes que se imponen como verdades y que producen prácticas excluyentes, incluso aberrantes. Discursos que enferman y normalizan. Discursos que sujetan. Cárceles a cielo abierto, como dirá nuestro filósofo Gilles Deleuze.
Observemos que estos saberes, que podemos llamar casi de modo coloquial “sentido común”, son lo que en los términos técnicos de nuestro modelo, si cristalizan, si se fijan como verdades inamovibles y normalizadas, llamamos instituciones.
Saberes que engendran un sentido específico. Saberes que nos arrastran a pensar de ese modo y no de otro. Ya que, si pensamos de otro modo, pueden calificarnos de marginales, ignorantes, irracionales o locos. Y la locura asusta o avergüenza.
Estamos conducidos a pensar, estamos arrastrados a pensar… pero de un modo determinado.
Como si naturalmente las cosas fueran así… ocultando que justamente estamos “arrastrados” a “pensar” así, porque no hay naturaleza en el campo del lenguaje, no hay naturaleza en el campo de lo humano, o dicho en términos spinozianos: “la naturaleza del hombre es su potencia”, sus infinitas posibilidades de ser y de pensar, que representan las dos dimensiones de la existencia. Si la esencia es potencia, no hay esencia, solo inmanencia.
Pero, entonces, ¿qué es lo que nos arrastra a que pensemos de determinada manera? ¿A quién le interesa establecer determinadas categorías sobre lo real para que percibamos las cosas de determinada forma?
Pierre Bourdieu llama a esta cuestión, aunque específicamente en el campo de las ciencias sociales, la “lucha por las etiquetas” (Bourdieu, P., 1990).
Nosotros proponemos avanzar un poco más con la hipótesis bourdiana, y ampliar los márgenes de lucha a toda dimensión del saber, incluyendo lo que podríamos llamar, la cartografía del “sentido común”.
Por ejemplo, si avanzamos con esta afirmación para realizar la lectura de la cuestión de género que planteábamos previamente, podemos decir dos cosas.
Por un lado, cómo se produce nuestra aprehensión de tal o cual fenómeno, en este caso, poder pensar a los géneros sexuales también como categorías del pensamiento, y que se han establecido como la instancias “normales” o “naturales” de la sexualidad. O más simplemente, que estamos habituados a “pensar” que “hay dos”, lo que produce un empuje hacia eso: “vemos dos”, por lo tanto, aquello que no encaja en los atributos de “esos dos” es “anormal” o “antinatural”.
Por otro lado, ¿cómo intervenir sobre “lo que se piensa”?
Imagínense la inversión de tiempo, dinero, deseo, energía, etcétera, que puede requerir introducir una tercera o una cuarta categoría a la lógica de las diferencias sexuales. Ni que hablar de refundar la sexualidad humana sobre la base de un discurso que no sea el de la biología. Por esto entendemos a la intervención en el sentido de una lucha, y por lo tanto, como una cuestión política.
Nuestro enfoque sobre lo institucional nos conduce a deconstruir, o mejor dicho, a tomar conciencia de la artificialidad de todas las clasificaciones, incluso también, y aquí un punto central, las categorías y las construcciones de sentido a las que estamos “sujetos”, capturados, tanto de manera individual como colectiva.
Si asumimos estas premisas, nos resultará admisible la hipótesis de Pierre Bourdieu, respecto de la violencia simbólica, que, aplicada a nuestro caso, nos lleva a reflexionar respecto de lo violento de todas las clasificaciones a las que estamos sometidos, pero también a las que sometemos a los demás, reproduciendo lógicas impuestas desde un lugar Otro.
Pero ¿podemos existir por fuera de las instituciones entendidas de esta manera?, ¿podemos existir sin instituciones con todo lo que esto implica?
Desde nuestra propuesta, vamos a suponer que no es posible la existencia humana por fuera de la lógica, por fuera del lenguaje, y, en definitiva, por fuera de las instituciones. Sin embargo, y más allá de la interpretación optimista o pesimista de la realidad, estamos convencidos de que existen posibilidades de operar con la captura que realizan los discursos sobre nuestras subjetividades. De este modo, las instituciones siempre pueden ser repensadas, revisitadas, reinterpretadas, deconstruidas, e incluso, si es necesario, destruidas para construir desde sus escombros modos de existir menos sufrientes.
Esto no es sencillo, por un lado, por la inversión que uno debe realizar al cuestionar las instituciones que forman parte de nuestra “natural” relación con el mundo; por otro lado, si aplicamos nuestra lógica de que “lo individual es social”, al cuestionar lo social estoy cuestionando mi propia forma de pensar, mi propia forma de ser, mi propia forma de sentir y de ver las cosas.
Por análisis institucional entendemos entonces la producción de las posibilidades de la deconstrucción, la interpretación, el corte, la pregunta sobre una determinada práctica, una determinada manera de sentir, pensar, y que se repite de manera automática, y que tal vez por esto pueda producir algún grado de sufrimiento.
Nos resulta importante que nosotros proponemos para realizar el análisis institucional seleccionar aquello que René Lourau llamó “analizador institucional” (Lourau, R., 1972).
El analizador es aquel fenómeno que se selecciona de entre los elementos que constituyen una realidad dada, y que manifiesta alguna vertiente de lo institucional.
Es fundamental comprender que un analizador no es en sí mismo. Un analizador puede ser constituido como tal, a partir del conjunto de vínculos que podamos establecer, a través de su lectura, con el resto de los elementos que forman parte del segmento institucional que se pretenda analizar, y que pueden hacerse visibles, perceptibles, pensables, a través del trabajo de vinculación, articulación, relación, que establezca el analista.
En este sentido, un analizador puede ser aquello que se repite, de modo automático, tal vez minuto tras minuto, o día tras día, o semana tras semana, o cada 25 de mayo, aquello que manifiesta una verdad velada, aquello que se presenta como verdad única, aquello que se impone como obvio, aquello que, por su modo de presentación, provoca sufrimiento.
Pero avancemos un poco más. Dijimos que de modo similar a las categorizaciones sociales funcionan los modelos y los marcos teóricos en ciencias. El problema, en este último caso, es que el propio agente del discurso, derivado de alguna rama del saber científico, “olvida” el carácter de “artificio” que corresponde a su modo “científico” de entender un determinado fenómeno.
El saber técnico-científico-empírico, dentro del cual se ubican las ciencias naturales, por ejemplo la biología, se enarbola como un saber verdadero en sí mismo. Ya con decir que tal o cual afirmación está confirmada por un estudio de una entidad reconocida (generalmente de países europeos occidentales o de Norteamérica), adquiere una potencia de verdad que inadvertidamente se termina convirtiendo en dogma para aquel “técnico-profesional-científico” que olvida la artificialidad y la inmanencia de cualquier afirmación, de cualquier sentencia, de todo enunciado. Este representa el mayor olvido de Occidente y de la cultura en general.
No hay que olvidar que partimos de determinados marcos epistemológicos que posibilitan, y a la vez limitan nuestro conocimiento de lo que sucede. Por lo cual, y teniendo esto en cuenta, podríamos considerar a la presente propuesta como “anti-dogmática” y “antifascista”, ya que se reconoce a sí misma como un modelo posible dentro de un conjunto de modelos que buscan dar cuenta del fenómeno de lo mental, lo social y lo institucional.
En este sentido, van a notar cómo los marcos teóricos son como esos anteojos que permiten o no ver determinados fenómenos. Incluso, para ser aún más extremistas, podríamos decir que los marcos teóricos son los que van a crear los fenómenos que observamos, al crear ellos mismos su propio objeto de conocimiento.
Es lo que tanto nos han advertido, desde el campo de la epistemología, autores como Popper, Kuhn, Hanson, Koyré hasta Feyerabend llamaron “la carga teórica de la observación”.
No diremos que “uno ve lo que quiere ver”, sino que “uno ve lo que puede ver” en función de los saberes que a ese uno lo atraviesen o lo capturen, es decir, de los conceptos que se articulen y produzcan una observación sujeta y ajustada a la lógica que los propios esquemas permitan.
Con esto quiero decir que, en definitiva, los fenómenos no existen por sí mismos independientes de todo saber. Es el saber el que crea los fenómenos que observamos. Por esto, decimos que es el analista el que “selecciona” al “analizador”, a sabiendas de que es una decisión enmarcada en un campo de saber específico.
El saber es, en términos más técnicos, aquella instancia necesaria para la observación de un determinado fenómeno, a la vez que lo constituye. Y, en nuestro modelo, este saber “conceptual” no está en ningún lugar. Ni en la mente, ni en el mundo. El saber conceptual pertenece al ámbito de lo “entre”.
¿Para qué nos sirve como docentes conocer estas cuestiones?
En primer lugar, porque apuntamos a trabajar sobre un concepto que nos permite expandir nuestra perspectiva sobre lo que sucede en específico en el campo educativo, y así poder concebir prácticas acordes a este modelo. Me refiero al concepto de sujeto, diferenciándolo del de individuo, y que implica una continuidad superficial con el campo social, institucional, político, etcétera.
La práctica docente puede verse profundamente enriquecida a partir de la incorporación de este modelo, ya que amplía y unifica el campo de intervención de dicha práctica, cuyo objeto se constituye en toda la realidad, es decir, en todo lo perceptible y todo lo pensable.
En segundo lugar, y no menos importante, para estar advertido de la artificialidad de todos los dispositivos, de todas las clasificaciones, de todos los modos de ver el mundo.
Si sabemos que algo es un artificio, que la escuela es, según Comenio, “el artificio universal para enseñar todo a todos”, ¿cómo no podría ser modificado su sentido en función de un sujeto (individuo, grupo, comunidad)?
Hay cierta humildad que debemos hacernos los y las docentes respecto de los saberes que sostenemos como obvios, como evidentes, como incuestionables, ya que, como hemos establecido, todos los saberes y todas las prácticas que instrumentamos como integrantes del campo educativo remiten a determinados enunciados que forman parte de una construcción interesada del mundo.
Partiendo desde la clasificación asimétrica entre docente y alumno, pasando por nuestra concepción de aprendizaje y enseñanza, hasta los valores para tener en cuenta a la hora de evaluar y calificar un examen.
Tampoco debemos olvidar la dimensión del poder que se ejerce en todas sus versiones dentro del dispositivo escolar, y son los y las docentes administradores de una porción de las dinámicas relacionales de su campo de intervención.
Como dijimos anteriormente, toda clasificación trae consigo la violencia del clasificador. Bourdieu la denomina “violencia simbólica”. Un tipo particular de violencia en la cual existe una instancia que es capaz de calificar a otra a su antojo, por más que ninguna de las dos instancias estén anoticiadas de esto. Podríamos decir que la adjudicación de calificativos a una persona, por la cuestión que sea, puede encontrar cierto equivalente a la existencia de un prejuicio generalizado, que si bien de alguna manera no podemos eludir, sí podemos intentar derribar a través de la búsqueda de mecanismos de quiebre de tales atributos.
Volvamos a la cuestión de género. Es probable que en nuestros jardines y en nuestras escuelas se continúe clasificando a los estudiantes en varones y mujeres. Esto tal vez se pueda poner de manifiesto en que hay baños para varones, y otros baños para mujeres. Que las mujeres formen sus hileras diferenciadas de las hileras de los varones.
Esto parece bastante inocente. Sin embargo, lo podemos tomar como “analizador” (Lourau, R., 1972) y pensar cuáles son las bases conceptuales que llevan a sostener esta práctica. Se oirá decir: “siempre se hizo así”. Lo que queda ocultado en este fenómeno es la visión dicotómica y biologicista de la sexualidad humana.
A partir de esta clasificación, es probable que, asociado al concepto “nena”, “alumna”, “mujer” se encuentren asociadas una serie de otros conceptos y atributos diferentes a los de “nene”, “alumno”, “hombre”. Cambian los horizontes para los que se ubican en estas categorías, los y las que encajan, y los otros, bueno, ya veremos.
Vayamos a otro ejemplo. ¿Qué concepción de aprendizaje y de enseñanza es la que sostiene la práctica docente?, ¿o qué noción de evaluación?
Coloco estos dos conceptos unidos, ya que en la práctica docente ambos conceptos se presentan de manera conjunta, o por lo menos, cada docente debería construir la lógica propia que en su dispositivo de enseñanza-aprendizaje se articulan estos conceptos con el de evaluación.
Hago referencia, además, a estas nociones tan propias del campo educativo, específicamente el escolar, ya que todos y todas los que ejercemos la función docente lo hacemos sobre la base de nociones sobre la enseñanza, el aprendizaje y la evaluación, que de no ser tramitadas de manera consciente y buscando una articulación lógica singular, operan desde lo inconsciente, capturan nuestros cuerpos y nos hacen actuar del modo instituido. Este modo de actuar, sostenido por un lado en la carga teórica más o menos consciente, por el otro lado tiene una inscripción en el cuerpo bajo la forma de habitus (Bourdieu, P., 1990).