Читать книгу Obras escogidas - Guillermo Jiménez - Страница 9

Оглавление


La riente campana del seminario anunciaba la salida de clase. Después de rezar, todos los estudiantes abandonábamos el aula ávidos de libertad y de sol; se oían risas jocundas, gritos jubilosos y, en medio de tanta algarabía, vibraba la voz grave del rector (Sr. Pbro. Ignacio Chávez Gutiérrez), que imponía silencio.

Éramos muchachos de trece a catorce años de edad y parecíamos una parvada de pájaros que, agitando sus ligeras alas en la opulencia de un cielo azul, en una diáfana mañana de primavera, emprenden el vuelo al país del ensueño.

Dios mío: ¿por qué no guardaste siempre blanco mi espíritu, como una flor de nieve bañada de sol?

¿Por qué permitiste que manchara mi cándida vestidura de niño?

¡Oh! Señor, ¿para qué pondrías esa gota de púrpura en el suave armiño de mi alma?

¡Qué hermosos tiempos aquellos!

Era un enfermo día de febrero; parecía que un gran manto de tristeza envolvía los contornos de las cosas… El día anterior habíase celebrado el onomástico de nuestro amado rector con una flamante fiesta literaria.

Tarareando el melancólico ritornello de unos misterios religiosos, se pasaba el rector Chávez por los corredores del colegio jugando unas llaves minúsculas y viendo a todos los colegiales que descomponían el adorno del salón. Unos desprendían de los arcos y de las columnas los festones de aromático pino y de flores de papel de china, descoloridas ya por la brisa de la tarde; otros, bajaban los pabellones de gasa, las grandes lámparas de gas que habían iluminado la fiesta.

El patio estaba saturado de sillas y de escombros, y un sonido ensordecedor producía el caer de los telones del foro provisional, de las decoraciones y de las bambalinas que ostentaban horribles cariátides de reír eterno…

—Venga jovencito —me dijo con voz preñada de cariño el virtuoso padre Chávez, tendiendo sobre mi hombro su mano paternal; luego continuó—: ¿Por qué no se acomoda esa corbata y se abrocha el chaleco? Ya sabe, no me gusta que mis estudiantes sean jarochos —Me dio mil consejos y ofreció hacerme bibliotecario.

Había tanta bondad y dulzura en las frases amables del casto varón, que me pareció que de sus labios brotaban pétalos de nardo llenando el ambiente de un perfume celeste. Me sentí envuelto con la ternura de sus palabras, bañado con la humildad de sus pupilas, acariciado con la seda de sus manos y pensé ser bueno.

Señor: ¿por qué no vuelves a encender en mi alma el oro de mi fe?

Señor: ¿por qué no haces que vuelva a florecer en mi pecho esa rosa de fuego?

***

Dos días después por orden del rector, entré a la biblioteca.

Abrí las maderas de una ventana y un magnífico chorro de sol inundó el silencioso salón, salón oliente a papeles viejos.

Brillaron los aurinos lomos de los libros, los pergaminos parecía que temblaban con la suave caricia de la luz y ésta besaba reverente las góticas letras de oro de los misales, que ocultaban viñetas admirables, hechas por linfáticos artistas, ascetas y monjes demacrados…

Los cristales azulosos de la vieja estantería espejearon con mágicos fulgores.

Comencé a ver títulos y libros.

La Patrología, ocupaba tres grandes estantes, seguían Opera Omnia, Scripturam Sacram, Theologiae… No pude resistir la tentación de hojear la espléndida edición de La Santa Biblia: lo primero que vi fue «Adán y Eva en el Paraíso», encantadora estampa del atormentado dibujante Gustavo Doré. Eva aparecía en su radiante hermosura como una excelsa figura de alabastro; Adán ostentaba la belleza de un dios pagano, y en sus ojos de terciopelo brillaba la inocencia de los ángeles.

Después «Eva tentada por la serpiente». ¡Oh!, cuánta vida palpitaba en aquellos cuerpecitos núbiles, cuánto fuego en los ojos y deseo en los purpúreos labios… y la serpiente se retorcía en el árbol del «bien y del mal» que pródigo ofrecía frutas de oro.

Muchas tardes duré hojeando aquel sagrado libro, que guardaba tantos secretos y un raudal de emociones; un gran número de veces me deleité con los maravillosos dibujos del artista francés; ¡cuántos paisajes ideales, qué esbeltez en las figuras, qué suave armonía en las líneas impecables, qué delicadeza en el todo y qué soberbia de luz…!

En otros entrepaños, dormía El año cristiano, las historias de los confesores y de los mártires… unos macerados, otros arrojados a las fauces asquerosas y sanguinarias de las bestias; aquellos, sumergidos en calderas de aceite hirviendo; pero todos con la sonrisa a flor de labio, poseídos del divino amor, glorificados por la gracia del Mártir de los Mártires.

Ahí estaban las vírgenes con epidermis de rosa y lino, ahí lucían sus rostros anémicos las santas viudas; ahí ostentaban su estupenda hermosura Magdalena y Margarita de Cortona… el purísimo rey de Francia con un lirio en las liliales manos, y el inmaculado San Estanislao.

Mis ojos se inundaron de lágrimas al ver el cuerpo dardeado de San Sebastián y mi boca se impregnó de amargura al contemplar los maravillosos ojos de Lucía en una bandeja de plata.

¡Qué ganas de ser santo! —me decía— y ahora… ¡Oh, Dios mío!, ¿por qué no guardaste siempre blanco mi espíritu como una flor de nieve bañada de sol?

Estaban empastados con gran lujo los volúmenes de la Historia Universal y los de la Historia de la Iglesia.

En otros estantes velaban en compañía del rojo Dante, los poetas latinos, griegos y los clásicos españoles.

Entonces conocí a nuestro adorable padre Don Quijote, y saludé al buen Sancho.

Seguía una legión de autores místicos: Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Fray Luis de Granada… y en un rincón obscuro, condenados con un mohoso candado, Voltaire, Spencer, Rousseau, los dos Dumas, Víctor Hugo y el tétrico Leopardi.

Una vez que estaba engolfado viendo las estampas de una «Mitología», entró el rector Chávez y lleno de afabilidad me preguntó qué leía.

—Es la historia de los dioses paganos, mire usted a Leda, y a Júpiter, que tomó la forma de cisne blanco…

—No lea usted eso, le voy a prestar un libro hermoso, a diario lea un trocito y verá cuánto provecho sacará de él —y me tendió un libro pequeño, empastado en tela negra que se titulaba Imitación de Cristo, y continuó diciéndome:

—Kempis es un escritor admirable, divino; su libro es el más popular, después de La Santa Biblia.

Leí el librito con suprema curiosidad de estudiante, y al terminarlo no me dije: Kempis es un escritor admirable; dije: Kempis es un gran beato.

En aquellos tiempos no me preocupaba por las bellas letras, y el Thomas V., se extinguió en mi memoria con la rapidez con que se apaga el fulgor de una estrella errante.

***

Dos años más tarde, cuando en mi «jardín interior» comenzaba a brotar la flor del arte: vi unos místicos versos escritos por Fray Amado —como le llamaron un tiempo a Nervo— dedicados a Kempis.

Entonces volví a leer la Imitación de Cristo, y al concluirla me dije: bien decía el sabio rector: es un libro admirable, escrito por un asceta divino.

Y siempre que he releído esos versículos singulares, la figura de Thomas de Kempis, en medio de mis pesares y tristezas surge como un astro esplendoroso de luz consolatriz que alienta mi esperanza enferma…

***

Ahora tengo una gran duda.

¿Thomas de Kempis es el autor de ese libro universal y único?

Guillermo Jünemann, en su Historia de la literatura afirma categóricamente que la Imitación de Cristo la compuso Thomas de Kempis, canónigo regular de San Agustín (Pag. 105).

En la Historia general de la Iglesia, escrita por el señor Abad de Chorsi, impresa en Madrid el año de MDCCLV (Tomo décimo, págs.: 333 y 334); se pone en duda que Thomas de Kempis sea el autor del mencionado libro.

Oíd lo que escribe el Abad de Chorsi:

«A Juan Gerson, canciller de la Universidad de París le atribuyeron mucho tiempo el libro del Contemptus Mundi, o Imitación de Jesu.Christo, impreso en su nombre. Después se atribuyó, sin razón, a Thomas de Kempis, canónigo Regular de San Agustín. Vivía Kempis en el decimoquinto siglo y su estilo y modo afectuoso en otras obras se parece en algo a ésta. Otros, fundándose mejor sobre algunos manuscritos, anteriores a Kempis, dijeron, que el Abad de Jesén de la Orden de San Benito era su autor…»

Don Wenceslao Ayguals de Izco, en su Panteón Universal, Madrid, 1853 (Pag. 305. Tomo III), dice lo siguiente:

«Kempis (Thomas Haemmerlen de A.), nació en 1380. Dedicado al estado eclesiástico desde niño, tomó el hábito de canónigo regular del monte de Santa Inés, del cual era prior su hermano, y en aquel retiro se ocupó principalmente en traducir La Biblia y otras obras ascéticas, hasta que electo sub-prior del mismo convento, dio a luz varias copias, muy apreciadas por su belleza caligráfica. Son éstas, el antiguo y nuevo testamento, y una recopilación de las máximas de los libros santos, titulada: Imitación de Cristo, que aun cuando se han encontrado escrita de propio puño y letra de A. Kempis, su verdadero autor es Juan Gerson…»

Ernesto Renan, en sus Estudios religiosos, al ocuparse del autor de la Imitación de Cristo, describe entre otras cosas:

«El libro que bajo el título equivocado de Imitación de Jesucristo, ha alcanzado tan extraordinaria fortuna, ha ejercitado más que otro alguno la sagacidad de los eruditos.

La historia de las diversas literaturas no ofrece acaso ninguna otra obra cuya paternidad esté tan borrada. El autor no ha dejado ni una huella de sí mismo; para él no existe ni el lugar ni en el tiempo; se creería en una inspiración de lo alto que no ha atravesado, para llegar hasta nosotros, la conciencia de un hombre. Desde las relaciones absolutamente impersonales de los primeros evangelistas, jamás voz tan desprendida de todo rasgo individual había hablado el hombre de Dios y de sus deberes.

La hipótesis de que su autor sea Thomas de Kempis, no es mucho más aceptable de que lo sea Gerson, bien que, bajo ciertos puntos de vista, encierre una parte de verdad. La fórmula que se encuentra al final del manuscrito de Amberes: FINITUS ET COMPLETUS PER MANUS THOMAE ANNO DOMINI 1441, indica, seguramente, la mano del copista o del compilador, pero no la del autor.»

El R. P. Mercier, S. J., en su obra Concordancia entre «Imitación de Cristo» y los Ejercicios espirituales de San Ignacio, escribe en Advertencia preliminar (Pag. 11):

«En el siglo XVII, en P. Heser, de la Compañía de Jesús, ardiente defensor de Thomas de Kempis, cuando la discusión acerca del autor de la Imitación de Cristo… Desde aquella época, algunos eruditos de primer orden en Francia, en Italia, en Alemania, en Inglaterra, en Bélgica y en Holanda, no han cesado de reivindicar a favor de Thomas de Kempis la paternidad de la Imitación, pero aún no se ha dicho la última palabra: ADHUC SUB JUDICE LIS EST.»

***

¿Quién será el autor de esas celestiales páginas?

¿Qué pluma divina escribiría esos bellos versículos, que han sido traducidos a todos los idiomas; y que según Tritemio y Belarmino, visitando un religioso la Biblioteca del Rey de Marruecos encontró un ejemplar del Contemptus Mundi traducido en lengua turca?

¿Fuiste tú, divino Kempis?

¿Fuiste tú, iluminado Gerson?

¿De tu pluma de radio, brotó beatífico Abad de Jesén?

Obras escogidas

Подняться наверх