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II. En Sicca

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Dos días después, los mercenarios salieron de Cartago.

Se le dio a cada uno de ellos una moneda de oro, a condición de que fueran a acampar en Sicca, y se les había halagado con toda clase de lisonjas.

—¡Sois los salvadores de Cartago! Pero la reduciríais al hambre si permanecierais; la arruinaríais y no podría pagaros. ¡Alejaos! La república premiará más tarde vuestra condescendencia. Inmediatamente vamos a imponer nuevos impuestos; os pagaremos íntegramente y se equiparán galeras para llevaros a vuestros países.

No sabían qué contestar a tales promesas. Aquellos hombres, acostumbrados a la guerra, se aburrían en el recinto de una ciudad; costó poco trabajo convencerlos y el pueblo subió a las murallas para verlos partir.

Desfilaron por la calle de Kamón y la puerta de Cirta, mezclados arqueros con hoplitas, capitanes con soldados, lusitanos con griegos. Marchaban con paso firme, haciendo resonar en las losas sus pesados coturnos. Sus armaduras estaban abolladas por las catapultas, y sus rostros curtidos por la intemperie y el polvo de las batallas. Broncos gritos salían de entre las espesas barbas; sus cotas de malla, desgarradas, entrechocaban con los pomos de las espadas, y a través de los agujeros del bronce se veían sus miembros desnudos, espantosos como máquinas de guerra. Las sarissas, las hachas, los venablos, los gorros de fieltro y los cascos de bronce oscilaban al unísono, en un solo movimiento. Llenaban la calle, rebosante hasta estallar sus paredes, y aquella interminable masa de soldados armados fluía entre las altas casas de seis pisos, embadurnadas de betún. Detrás de sus rejas de hierro o de cañas, las mujeres, con la cabeza cubierta con un velo, contemplaban en silencio el desfile de los bárbaros.

Las azoteas, las fortificaciones y las murallas desaparecían bajo la muchedumbre cartaginesa, vestida de negro. Las túnicas de los marineros resaltaban como manchas de sangre entre aquella sombría multitud, y niños casi desnudos, cuya piel brillaba bajo sus brazaletes de cobre, gesticulaban entre el follaje de las columnas o en las ramas de las palmeras. Integrantes del consejo de los ancianos ocupaban las plataformas de las torres, y admiraba ver, de trecho en trecho, un personaje de luenga barba y actitud meditabunda. Parecía de lejos, sobre el fondo del cielo, tan vago como un fantasma y tan inmóvil como las piedras.

Todos, sin embargo, se sentían agobiados por la misma inquietud: temían que los bárbaros, conscientes de su fuerza, tuvieran el capricho de continuar en la ciudad. Pero se iban con tanta confianza, que los cartagineses se animaron y se mezclaron con los soldados. Se los abrumaba con promesas, juramentos y abrazos. Algunos los incitaban a que no abandonaran la ciudad, por ardid de política y audaz hipocresía. Arrojaban a su paso perfumes, flores y monedas de plata. Les daban amuletos contra las enfermedades, pero no sin haber escupido antes tres veces encima de ellos para atraer la muerte o encerrado tres pelos de chacal, que vuelven al corazón cobarde. Se invocaba a grito herido el favor de Melkart y, por lo bajo, su maldición.

Vino luego la barahúnda de los bagajes, de las acémilas y de los rezagados. Los enfermos gemían sobre los dromedarios; otros se apoyaban, renqueando, en el asta de una pica. Los borrachos cargaban con odres de vino; los glotones con cuartos de carne, dulces, frutas, manteca envuelta en hojas de higuera y nieve en sacos de tela. Había algunos que llevaban quitasoles en la mano y papagayos en el hombro. Seguían a otros dogos, gacelas o panteras. Mujeres de raza líbica montadas en asnos increpaban a las negras que por seguir a los soldados habían abandonado los lupanares de Malqua; algunas amamantaban a sus críos, sujetados al pecho con una correhuela de cuero. Los mulos, aguijoneados con la punta de las espadas, hundían el lomo bajo el peso de los fardos de las tiendas de campaña; pululaban innumerables criados y aguadores, pálidos, consumidos por la fiebre y llenos de parásitos, hez de la plebe cartaginesa que seguía a los bárbaros.

Una vez que salieron se cerraron las puertas, sin que el pueblo bajara de las murallas; el ejército se esparció enseguida por la anchura del istmo.

La soldadesca se dividía en masas desiguales. Luego las lanzas aparecieron como altas briznas de hierbas, desvaneciéndose al fin todo en una densa polvareda. Los soldados que se volvían para mirar a Cartago no distinguían más que sus largas murallas, cuyas almenas desiertas se recortaban en el horizonte.

Entonces los bárbaros oyeron un recio clamor. Creyeron que algunos de los suyos se habían quedado en la ciudad, pues ignoraban cuántos eran, y se entretenían en saquear algún templo. Se rieron con todas sus ganas ante semejante idea; luego continuaron su camino.

Se sentían alegres de encontrarse, como en otros tiempos, marchando juntos al aire libre, en pleno campo. Los griegos cantaban la antigua canción de los mamertinos:

Con mi lanza y mi espada, aro y cosecho.

¡Yo soy el amo de la casa!

El hombre desarmado cae a mis pies

y me llama señor y gran rey.

Gritaban, saltaban; los más festivos comenzaban a relatar cuentos; la época de las calamidades había terminado. Al llegar a Túnez, algunos advirtieron que faltaba una tropa de honderos baleares. No estarían lejos, sin duda; nadie volvió a preocuparse más de ellos.

Unos se alojaron en las casas, otros acamparon al pie de las murallas; la gente de la ciudad fue a charlar con los soldados.

Durante toda la noche se vieron brillar unas fogatas que iluminaban el horizonte, hacia el lado de Cartago; sus resplandores, como antorchas gigantescas, se reflejaban en la inmóvil superficie del lago. Nadie, en el ejército, sabía decir qué fiesta se celebraba.

Al día siguiente, los bárbaros atravesaron una campiña muy bien cultivada. Las quintas de los patricios se alineaban unas tras otras a lo largo del camino; las acequias corrían entre palmerales; los olivos trazaban largas líneas de color verde grisáceo; vapores sonrosados flotaban en las gargantas de las colinas, y por detrás, cerrando el horizonte, se elevaban varias montañas azules. Soplaba un viento cálido. Por las hojas anchas de los cactos se arrastraban los camaleones.

Los bárbaros aminoraron la marcha.

Se disgregaban en destacamentos aislados, o se arrastraban unos detrás de otros, con grandes intervalos. Comían uvas en las lindes de las viñas. Se tendían en la hierba y miraban asombrados los grandes cuernos de los bueyes, retorcidos artificialmente; las ovejas cubiertas de pieles para proteger su lana, los surcos que se entrecruzaban formando rombos y las rejas de los arados, como anclas de navíos, junto a los granados que rociaban con silfo. La opulencia de la tierra y aquellos inventos del saber los deslumbraban.

Por la noche se echaron sobre las tiendas sin desplegarlas, y al dormirse de cara a las estrellas pensaban en el festín de Amílcar.

Al mediodía siguiente hicieron un alto a orillas de un río, entre matas de adelfas. Tiraron rápidamente sus lanzas, sus escudos, sus cinturones. Se lavaban dando gritos, cogían agua en sus cascos, en tanto que otros bebían de bruces, entremezclados con las acémilas, a las que se les caía la carga.

Spendius, sentado sobre un dromedario que había robado en los parques de Amílcar, vio a lo lejos a Matho, quien, con el brazo en cabestrillo, sin nada a la cabeza y la mirada baja, dejaba beber a su mulo, viendo correr el agua. Enseguida se abrió paso a través de la turba, llamándolo:

—¡Amo! ¡Amo!

Apenas si Matho le dio las gracias. Sin preocuparse por ello, Spendius echo a andar detrás de él, y de cuando en cuando volvía sus ojos inquietos hacia Cartago.

Era hijo de un retórico griego y de una prostituta de Campania. Al principio se había enriquecido en el comercio de mujeres; luego, arruinado por un naufragio, había hecho la guerra a los romanos con los pastores samnitas. Lo cogieron prisionero, pero logró escapar; lo volvieron a apresar y entonces trabajó en las canteras, se quemó en las estufas, gritó en los suplicios, fue esclavo de muchos amos y conoció toda clase de calamidades. Al fin, un día, desesperado, se arrojó al mar desde lo alto del trirreme en que navegaba. Marineros de Amílcar lo recogieron moribundo y lo llevaron a Cartago, donde lo encerraron en la ergástula de Megara. Pero como los tránsfugas debían ser devueltos a los romanos, se aprovechó del desorden para huir con los soldados.

Durante todo el camino permaneció cerca de Matho; le llevaba comida, le ayudaba a apearse del mulo y por la noche le extendía un tapiz bajo su cabeza. Matho acabó por conmoverse ante estas atenciones y, poco a poco, contó al esclavo su historia.

Había nacido en el golfo de las Sirtes. Su padre lo llevó en peregrinación al templo de Ammón. Después cazó elefantes en las selvas de los Garamantes. En seguida se alistó al servicio de Cartago. Lo nombraron tetrarca en la conquista de Drepanum. La república le debía cuatro caballos, veintitrés medimnas de trigo y la soldada de un invierno. Temía a los dioses y deseaba morir en su patria.

Spendius le habló de sus viajes, de los pueblos y templos que había visitado, así como de las muchas cosas que sabía: tejer redes, hacer sandalias, forjar venablos, domesticar fieras y cocer pescados.

A veces se interrumpía, lanzando desde el fondo de su garganta un grito ronco; el mulo de Matho apretaba el paso; los demás se apresuraban a seguirlos; luego Spendius volvía a empezar, agitado siempre por su angustia, hasta que se calmó en la noche del cuarto día.

Caminaban juntos, a la derecha del ejército, por la ladera de una colina. Abajo se prolongaba la llanura, perdida entre los vapores de la noche. Las columnas de soldados que desfilaban a sus pies serpenteaban en la sombra. De vez en cuando remontaban eminencias iluminadas por la luna; entonces las puntas de las picas brillaban como el temblor de una estrella, los cascos espejeaban un instante, desaparecía todo y volvía a centellear continuamente al pasar los demás. A lo lejos balaban los rebaños y una infinita dulcedumbre parecía cernerse sobre la tierra.

Spendius, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entornados, aspiraba a bocanadas el aire fresco; extendía los brazos y movía los dedos para sentir mejor la caricia que envolvía su cuerpo. De nuevo, se sentía arrebatado por el deseo de venganza. Se tapó la boca con la mano para contener sus sollozos y, embriagado de placer, soltaba el cabestro de su dromedario que avanzaba a pasos largos y acompasados. Matho había vuelto a su tristeza; sus piernas colgaban hasta el suelo, y las hierbas, al rozar con sus coturnos, producían un chasquido agudo y continuado.

Sin embargo, el camino se alargaba interminablemente. Al término de una llanura, se llegaba siempre a una altiplanicie circular, luego se descendía de nuevo a un valle, y las montañas que parecían cerrar el horizonte, retrocedían lentamente a medida que se acercaban a ellas. De trecho en trecho surgía un riachuelo entre el verdor de los tamariscos, para ir a perderse detrás de las colinas. A veces, se erguía una roca enorme, parecida a la proa de una nave o al pedestal de algún coloso desaparecido.

A intervalos regulares encontraban templetes de forma cuadrangular, que servían de estaciones a los peregrinos que se dirigían a Sicca. Estaban cerrados como tumbas. Para que los abrieran, los libios daban recios golpes en la puerta. Nadie respondía desde el interior.

Después los labrantíos fueron escaseando. Entraban de pronto en terrenos arenosos, erizados de matas espinosas. Rebaños de carneros pacían entre las piedras; una mujer, con una faja azul ceñida a la cintura, cuidaba de ellos. Echó a correr dando gritos tan pronto como vio entre las rocas las picas de los soldados.

Marchaban por una especie de gran corredor, bordeando por dos cadenas de montículos rojizos, cuando un olor nauseabundo hirió el olfato de los mercenarios, que creyeron ver en la copa de un algarrobo algo extraordinario: la cabeza de un león se erguía por encima de las hojas.

Corrieron a verlo. Era un león atado a una cruz por los cuatro miembros, como un criminal. Su enorme hocico le caía sobre el pecho; sus dos patas delanteras casi desaparecían bajo la abundante melena y estaban tan separadas como las alas abiertas de un pájaro. Sus costillas se marcaban una a una por debajo de la piel distendida; sus patas traseras, clavadas una sobre otra, estaban un poco encogidas, y la sangre negra, al manar entre su pelaje, formaba estalactitas en la punta de su cola, que colgaba recta a lo largo de la cruz. Los soldados se divirtieron a su costa; lo llamaron cónsul y ciudadano de Roma, y le arrojaron piedras a los ojos para espantar a los moscardones.

Cien pasos más adelante vieron a otros dos; luego apareció, de improviso, una larga fila de cruces con leones clavados. Algunos llevaban tanto tiempo muertos, que sólo quedaban en los maderos los restos de sus esqueletos; otros, medio roídos, contraían las fauces en una mueca espantosa; los había de gran corpulencia, el árbol de la cruz se doblegaba bajo ellos y se balanceaban al viento, en tanto que sobre sus cabezas revoloteaban unas bandadas de cuervos, sin detenerse nunca. Así procedían los campesinos cartagineses cuando cazaban alguna fiera; mediante este ejemplo esperaban atemorizar a las demás. Los bárbaros, al dejar de reír, quedaron asombrados. «¿Qué pueblo es éste —se decían— que se entretiene en crucificar leones?».

Por otra parte, sobre todo los hombres del norte, estaban algo inquietos, turbados, enfermos ya; se desgarraban las manos con las espinas de los áloes, nubes de mosquitos zumbaban en sus oídos y la disentería comenzaba a diezmar al ejército. Les preocupaba no llegar pronto a Sicca. Tenían miedo de extraviarse y de ir a parar al desierto, la región de las espantosas tempestades de arena. Muchos se negaban a continuar y otros emprendieron el camino de regreso a Cartago.

Por fin, el séptimo día, después de haber seguido durante largo rato la base de una montaña, el camino torció bruscamente hacia la derecha; apareció entonces una línea de murallas asentadas sobre rocas blancas, confundiéndose con ellas. De pronto surgió la ciudad entera; velos azules, amarillos y blancos se agitaban sobre las murallas, a la luz rojiza del atardecer. Eran las sacerdotisas de Tanit, que acudían a recibir a los bárbaros. Estaban alineadas a lo largo del baluarte, batiendo sus tamboriles, pulsando las liras, castañeteando sus crótalos, y los rayos del sol poniente, por las montañas de Numidia, pasaban por entre las cuerdas de las arpas, acariciadas por los brazos desnudos de las vírgenes. A intervalos, cesaba la música, bruscamente, y estallaba un grito estridente, vivo, furioso y continuado, especie de ladrido que lanzaban las jóvenes azotando con la lengua los dos ángulos de la boca. Otras permanecían acodadas, con la barbilla apoyada en las palmas de las manos, y más inmóviles que esfinges, asaetaban con sus grandes ojos negros al ejército que se iba acercando.

Aunque Sicca era una ciudad sagrada, no podía contener a toda aquella multitud; sólo el templo con sus dependencias ocupaba la mitad del recinto urbano. Los bárbaros acamparon en la llanura para más comodidad; unos disciplinados como tropas regulares, otros por naciones o según su capricho.

Los griegos plantaron en filas paralelas sus tiendas de pieles; los iberos dispusieron en círculo sus pabellones de tela; los galos construyeron barracones de madera; los libios, cabañas de piedra sin argamasa, y los negros cavaron con sus uñas fosos en la arena para dormir. Muchos, no sabiendo dónde meterse, erraban por entre los bagajes y llegada la noche se acostaban en el suelo envueltos en sus mantos agujereados.

* * *

La llanura se extendía a su alrededor, bordeada de montañas. Aquí y allá se cimbreaba una palmera sobre una colina de arena; abetos y encinas sombreaban los flancos de los precipicios. A veces, la lluvia de una tormenta, como un largo chal, pendía del cielo, en tanto que en el resto de la campiña el firmamento seguía azul y sereno; después, un viento tibio levantaba torbellinos de polvo... y un arroyuelo bajaba en cascadas desde las alturas de Sicca, donde se alzaba, con su techumbre de oro sobre columnas de cobre, el templo de la Venus cartaginesa, dominadora de la comarca. El espíritu de la diosa parecía infundir su alma a aquel paisaje. Por los contrastes del terreno, los cambios de temperatura y los juegos de luz, la diosa manifestaba la extravagancia de su fuerza junto con la belleza de su eterna sonrisa. Las cimas de las montañas tenían la forma de una media luna; otras parecían turgentes senos de mujer, y los bárbaros sentían pesar sobre sus fatigas una postración llena de delicias.

Spendius, con el dinero de su dromedario, se había comprado un esclavo. Durante todo el día dormía tumbado delante de la tienda de Matho. A menudo se despertaba sobresaltado, creyendo, en su sueño, oír silbar las correas; entonces, sonriéndose, se pasaba las manos por las cicatrices de sus piernas en el sitio donde había llevado tanto tiempo los grilletes, y luego volvía a dormirse.

Matho aceptaba su compañía. Cuando salía, Spendius, con una larga espada a la cintura, lo escoltaba como un lictor, o bien, Matho apoyaba negligentemente el brazo sobre su espalda, pues Spendius era de baja estatura.

Una noche que atravesaban juntos las calles del campamento vieron a unos hombres cubiertos con mantos blancos; entre ellos se encontraba Narr-Havas, el príncipe de los númidas. Matho se estremeció.

—¡Dame tu espada! —exclamó—. ¡Quiero matarlo!

—Aún no —respondió Spendius, deteniéndolo, pues ya Narr-Havas venía a su encuentro.

Le besó el númida sus dos pulgares en señal de alianza, achacando a la embriaguez el acto de cólera que había tenido en el festín; luego habló extensamente contra Cartago, pero no dijo lo que le había traído entre los bárbaros.

«¿Era para traicionarlo o para servir a la república?», se preguntaba Spendius; mas como su intención era aprovecharse de todos los desórdenes, agradecía por anticipado a Narr-Havas todas las perfidias de que lo creía capaz.

El jefe de los númidas se quedó con los mercenarios. Parecía querer intimar con Matho. Le enviaba cabras cebadas, polvo de oro y plumas de avestruz. El libio, conmovido con tantos halagos, no sabía si corresponder a ellos o exasperarse. Pero Spendius lo apaciguaba y Matho se dejaba llevar por el esclavo, pues era irresoluto y lo dominaba siempre una invencible pereza, como quien ha bebido un brebaje del que ha de morir.

Una mañana que salieron los tres a cazar un león, Narr-Havas ocultó un puñal en su manto. Spendius caminó constantemente detrás de él, pero volvieron sin que el númida hubiera sacado el arma.

En otra ocasión, Narr-Havas los llevó muy lejos, hasta las fronteras de su reino. Llegaron a un desfiladero; Narr-Havas sonrió al decirles que había perdido la ruta; Spendius la volvió a encontrar.

Pero lo más frecuente era que Matho, melancólico como un augur, saliera, en cuanto despuntaba el sol, a vagabundear por la campiña. Se echaba en la arena y permanecía allí inmóvil hasta que llegaba la noche.

Consultó, uno tras otro, a todos los adivinos del ejército, a los que observaban el rastrear de las serpientes, a los que leen en las estrellas, a los que soplan en las cenizas de los muertos. Ingirió galbanum, seseli y veneno de víbora, que hiela el corazón; unas mujeres negras, cantando al claro de luna canciones bárbaras, le pincharon en la frente con estiletes de oro; se cargaba de collares y amuletos, y por turno fue invocando a Baal-Kamón, a Moloch, a los siete cabiros, a Tanit y a la Venus de los griegos. Grabó su nombre en una placa de cobre y la enterró en la arena, en el umbral de su tienda. Spendius lo oía gemir y hablar a solas.

Una noche entró.

Matho, desnudo como un cadáver, estaba acostado boca abajo sobre una piel de león, con la cara entre las manos. Una lámpara suspendida del techo alumbraba sus armas, colgadas sobre su cabeza en el mástil de la tienda.

—¿Sufres? —le preguntó el esclavo—. ¿Qué necesitas? Dímelo —y le sacudió por el hombro, llamándolo repetidas veces—: ¡Amo! ¡Amo! Al fin, Matho lo miró con sus grandes ojos velados.

—¡Escucha! —le dijo en voz baja, llevándose un dedo a los labios—. ¡Es la ira de los dioses! ¡Me persigue la hija de Amílcar! ¡Tengo miedo, Spendius! —y se apretaba contra su pecho como un niño asustado por un fantasma—. ¡Háblame, estoy enfermo! ¡Quiero curarme! Lo he intentado todo. Dime: ¿sabes tú acaso de dioses más fuertes o de cualquier invocación irresistible?

—¿Para qué? —preguntó Spendius.

Y golpeándose la cabeza con sus dos puños, contestó:

—¡Para librarme de ella!

Luego, murmurando frases entrecortadas, a largos intervalos, decía como hablándose a sí mismo:

—¿Seré sin duda la víctima de algún holocausto que haya prometido a los dioses?... ¡Me tiene sujeto por una cadena invisible! Si ando, es porque ella camina delante de mí; si me detengo, es porque ella descansa. Sus ojos me abrasan, oigo su voz. Siento que envuelve todo mi ser y penetra dentro de mí. ¡Es como si se hubiese convertido en mi propia alma!... Y, sin embargo, media entre nosotros una distancia tan grande como las olas invisibles de un océano sin límites. ¡Cuán lejana e inaccesible es para mí! El esplendor de su belleza la rodea de un halo de luz; y a veces creo que no la he visto jamás..., que no existe..., que todo esto es un sueño.

Así lloraba Matho en las tinieblas. Los bárbaros dormían. Spendius, contemplándolo, se acordaba de los jóvenes que, con vasos de oro en las manos, le suplicaban antaño, cuando paseaba por las ciudades su tropa de cortesanas. Sintió por él una gran compasión y le dijo:

—¡Sé fuerte, jefe! ¡Recurre a tu voluntad y no implores más a los dioses, porque éstos no se preocupan de las invocaciones de los hombres! ¡Lloras como un cobarde! ¿No te humilla la idea de sufrir así por una mujer?

—¿Acaso soy un niño? —contestó Matho—. ¿Crees que me enternecen aún sus rostros y sus canciones? Las teníamos en Drepanum para barrer nuestras cuadras. Las he violado en medio de los asaltos, bajo los techos que se derrumban y cuando vibraba aún la catapulta... ¡Pero ésta, Spendius, ésta...!

El esclavo le interrumpió:

—Si no fuera la hija de Amílcar...

—¡No! —exclamó Matho—. ¡No se parece a ninguna otra hija de los hombres! ¿Has visto sus hermosos ojos bajo sus grandes cejas, como soles bajo arcos de triunfo? Acuérdate: cuando ella apareció palidecieron todas las antorchas. Entre los diamantes de su collar resplandecía la piel de su pecho en los sitios que lo llevaba desnudo; dejaba, al pasar, como el olor de un templo, y de todo su ser emanaba algo que era más suave que el vino y más terrible que la muerte.

Iba andando entre tanto, y luego se paró.

Quedó embebido, cabizbajo y con las pupilas fijas.

—¡Pero yo la quiero, la necesito, me muero por ella! Al pensar que la estrecho entre mis brazos siento un arrebato de alegría furiosa y, sin embargo, la odio, Spendius, ¡quisiera maltratarla! ¿Qué he de hacer? Me dan ganas de venderme para llegar a ser su esclavo. ¡Tú lo has sido! ¡Tú podías verla! ¡Háblame de ella! Todas las noches sube a la terraza de su palacio, ¿verdad? ¡Ay, las piedras deben de estremecerse bajo sus sandalias y las estrellas asomarse para verla!

Volvió a enfurecerse, bramando como un toro herido.

Luego Matho cantó:

Perseguía en la selva al monstruo hembra,

cuya cola ondulaba sobre las hojas secas

como un arroyo de plata.

Y arrastrando su voz, imitaba la voz de Salambó, mientras que sus manos extendidas hacían como que pulsaba las cuerdas de una lira.

A todos los consuelos de Spendius respondía siempre con las mismas razones; se pasaban las noches entre gemidos y exhortaciones.

Matho quiso aturdirse bebiendo. Después de sus borracheras estaba aún más triste. Intentó distraerse jugando a la taba y perdió una tras otra las placas de oro de su collar. Se dejó llevar junto a las servidoras de la diosa, pero bajó la colina sollozando como quien vuelve de un funeral.

Spendius, por el contrario, se iba volviendo cada vez más atrevido y alegre. Se lo veía en las cantinas de las enramadas, departiendo con los soldados. Recomponía las corazas viejas. Hacía juegos de manos con los puñales. Iba al campo a coger hierbas para los enfermos. Era chistoso, sutil, ocurrente y decidor. Los bárbaros se acostumbraron a sus servicios y él se hacía querer de todos.

Esperaban a un embajador de Cartago que había de traerles, en una recua de mulos, cestas cargadas de oro; y haciendo siempre el mismo cálculo, dibujaban con sus dedos cifras en la arena. Cada cual arreglaba por anticipado su vida; tendrían concubinas, esclavos, tierras; otros anhelaban esconder su tesoro o arriesgarlo en empresas marítimas. Pero en aquella ociosidad los caracteres se agriaban; estallaban continuas disputas entre jinetes e infantes, bárbaros y griegos, y estaban constantemente aturdidos por la voz áspera de las mujeres.

Todos los días llegaban tropeles de hombres casi desnudos con hierbas en la cabeza para resguardarse del sol; eran los deudores de los cartagineses ricos, obligados a trabajar sus tierras, que se habían escapado. Afluían libios, campesinos arruinados por los impuestos, desterrados y malhechores. Luego venía la horda de los mercaderes, vendedores de vino y de aceite, furiosos porque no se les pagaba, vociferando contra la república. Spendius les hacía coro. Enseguida disminuyeron los víveres. Se hablaba de ir en masa sobre Cartago y de llamar a los romanos.

* * *

Una noche, a la hora de cenar, se oyeron unos ruidos sordos y cascados que se iban acercando, y a lo lejos se vio una cosa roja que aparecía y desaparecía en las ondulaciones del terreno.

Era una gran litera de púrpura, adornada con penachos de plumas de avestruz en sus cuatro esquinas. Sobre su toldo cerrado tintineaban sartas de cristal, con guirnaldas de perlas. La escoltaban unos camellos que hacían sonar sus cencerros colgados del pecho, y en torno a ellos se veían unos jinetes con armaduras de escamas de oro que los cubrían desde los talones hasta los hombros.

Se detuvieron a trescientos pasos del campamento para sacar de los estuches que llevaban a la grupa su escudo redondo, su ancha espada y su casco a la beocia. Algunos se quedaron con los camellos; los demás reanudaron la marcha. Pronto aparecieron las enseñas de la república; es decir, unos bastones de madera azul rematados por cabezas de caballo o pifias de pino. Los bárbaros se levantaron de súbito y aplaudieron: las mujeres se precipitaron sobre los guardias de la legión y les besaban los pies.

La litera avanzaba a hombros de doce negros, que caminaban a paso corto, pero rápido y acompasado. Iban tan pronto a la derecha como a la izquierda, al azar, obstaculizados por las cuerdas de las tiendas, por las trébedes en que se cocían los condumios y por los animales que andaban sueltos por el campamento. A veces, una mano carnosa, llena de sortijas, entreabría la litera y una voz ronca gritaba palabras injuriosas; entonces los porteadores se detenían, tomando luego otro camino a través del campo.

Pero se levantaron las cortinillas de púrpura de la litera; sobre un ancho almohadón apareció una cabeza humana, impasible y abotargada. Las cejas formaban como dos arcos de ébano que se unían por las puntas; lentejuelas de oro centelleaban entre sus crespos cabellos, y la cara era tan pálida que parecía espolvoreada con raspadura de mármol. El resto del cuerpo desaparecía bajo los vellones que llenaban la litera.

Los soldados reconocieron en aquel hombre así tendido al sufeta Hannón, el que había contribuido con su lentitud a la pérdida de las islas Aegates. En cuanto a su victoria de Hecatómpila sobre los libios, los bárbaros pensaban que si se condujo con clemencia había sido por codicia, pues había vendido por su cuenta a todos los cautivos, declarando a la república que habían muerto.

Cuando, después de un rato, encontró un sitio cómodo para arengar a los soldados, hizo una señal; la litera se detuvo. Y Hannón, sostenido por dos esclavos, puso los pies en tierra, tambaleándose.

Calzaba borceguíes de fieltro negro, adornados con lunas de plata. Unas vendas se enrollaban en torno a sus piernas, como si fuesen las de una momia, pero sus carnes flácidas asomaban entre los lienzos cruzados. Su vientre desbordaba en el sayo corto de color escarlata que le cubría los muslos; los pliegues de su cuello le caían hasta su pecho, como papadas de buey; su túnica, pintada de flores, parecía que iba a estallar por los sobacos. Llevaba una banda, un cinturón y un amplio manto negro con dobles mangas enlazadas. La profusión de sus vestidos, el gran collar de piedras azules, sus broches de oro y sus pesados aretes hacían más odiosa su deformidad. Se le hubiera tomado por un ídolo ventrudo, tallado en un bloque de granito, pues una lepra pálida, extendida por todo su cuerpo, le daba la apariencia de una cosa inerte. Sin embargo, su nariz, ganchuda como pico de buitre, se dilataba con fuerza para aspirar el aire, y sus ojillos pitarrosos brillaban con un fulgor duro y metálico. Llevaba en la mano una espátula de áloe para rascarse los pies.

Por fin, dos heraldos tocaron sus cuernos de plata; se apaciguó el tumulto y Hannón empezó a hablar.

Comenzó elogiando a los dioses y a la república; los bárbaros debían felicitarse por haberla servido. Pero había que mostrarse más razonables; los tiempos eran duros, «y si un amo no tiene más que tres olivos, ¿no es justo que guarde dos para él?».

De este modo, el viejo sufeta entreveraba su discurso con apólogos y proverbios, haciendo gestos con la cabeza para solicitar aprobación.

Hablaba en púnico, y los que lo rodeaban (los más avispados, que habían acudido sin armas) eran campanios, galos y griegos, de modo que ninguno de ellos lo entendía. Hannón se dio cuenta de esto, dejó de hablar y, sosteniéndose pesadamente sobre una y otra pierna, reflexionó.

Se le ocurrió la idea de convocar a los capitanes; entonces los heraldos gritaron esta orden en griego, lenguaje que, desde Xantipo, se empleaba para las voces de mando en el ejército cartaginés.

Los guardias apartaron a latigazos a la turba de soldados; enseguida llegaron los capitanes de las falanges a la espartana y los jefes de las cohortes bárbaras, con las insignias de su grado y la armadura de su nación. Había caído la noche; un gran rumor reinaba en la llanura; acá y allá brillaban hogueras; iban de un lado para otro, se preguntaban: «¡Qué pasa?», y por qué el sufeta no distribuía el dinero.

Hannón explicaba a los capitanes las cargas infinitas que abrumaban a la república. Su tesoro estaba vacío; el tributo de los romanos la arruinaba:

—¡Ya no sabemos qué hacer!... ¡Es lamentable!

De vez en cuando se rascaba los miembros con su espátula de áloe o se detenía para beber en una copa de plata, que le alargaba un esclavo, una tisana hecha con ceniza de comadreja y espárragos hervidos en vinagre; luego se limpiaba los labios con una servilleta de escarlata y continuaba:

—¡Lo que valía un siclo de plata, vale hoy tres shekels de oro, y los cultivos abandonados durante la guerra no producen nada! Nuestras pesquerías de púrpura están casi perdidas, y las mismas perlas tienen un precio exorbitante. ¡Apenas si tenemos el ungüento necesario para el servicio de los dioses! En cuanto a las cosas de comer, no quiero ni hablar de ello, ¡es un desastre! Por falta de galeras carecemos de especias, y cuesta proveerse de silphium a causa de las rebeliones en la frontera de Cirene. Sicilia, de donde se traían tantos esclavos, está ahora cerrada para nosotros. ¡Ayer mismo, por un bañero y cuatro pinches de cocina, di más dinero que en otros tiempos por dos elefantes!

Desenrolló un largo papiro y leyó, sin omitir ni una sola cifra, todos los gastos que había hecho el gobierno, tanto para la restauración de los templos como para el enlosado de las calles, la construcción de navíos, las pesquerías de coral, el aumento de las syssitas y para el laboreo de las minas en el país de los cántabros.

Pero los capitanes, al igual que los soldados, no entendían el púnico, aunque los mercenarios se saludasen en esta lengua. De ordinario, figuraban como intérpretes en el ejército de los bárbaros algunos oficiales cartagineses; después de la guerra se habían ocultado por temor a venganzas, y Hannón no había pensado en llevarlos consigo. Por otra parte, su voz demasiado sorda se perdía en el aire.

Los griegos, con su cinturón de hierro bien apretado, aguzaban el oído, esforzándose por adivinar sus palabras, en tanto que los montañeses, cubiertos de pieles como osos, lo contemplaban con desconfianza o bostezaban, apoyados en sus mazas con clavos de cobre. Los galos sacudían descuidadamente sus altas cabelleras sonriendo burlonamente, y los hijos del desierto escuchaban inmóviles, bajo las capuchas de sus vestidos de lana gris. Llegaban otros por detrás; los soldados de la guardia, empujados por la turba, vacilaban sobre sus caballos; los negros tenían en las manos ramas de abeto ardiendo, y el obeso cartaginés continuaba su arenga, subido en un cerrillo de césped.

Pero los bárbaros se impacientaban, los murmullos crecieron y todos lo apostrofaron. Hannón gesticulaba con su espátula; los que querían imponer silencio gritaban más fuerte que los demás y aumentaban el alboroto.

De pronto, un hombre de mezquina apariencia saltó a los pies de Hannón, arrancó la trompeta a un heraldo, sopló en ella y Spendius —pues era él— anunció que iba a decir algo importante. Ante esta declaración, rápidamente propalada en cinco lenguas diferentes, griego, latín, galo, líbico y balear, los capitanes, entre alborozados y sorprendidos, respondieron:

—¡Habla! ¡Habla!

Spendius vaciló; temblaba; por fin, dirigiéndose a los libios, que eran los más numerosos, les dijo:

—¡Todos habéis oído las horribles amenazas de este hombre!

Hannón no replicó, pues no entendía el líbico, y para proseguir la experiencia, Spendius repitió la misma frase en los demás idiomas de los bárbaros.

Se miraron asombrados; todos, a continuación, como por tácito acuerdo, creyendo tal vez haber comprendido, bajaron la cabeza en señal de asentimiento.

Entonces Spendius comenzó con voz vehemente:

—¡Primero ha dicho que todos los dioses de los demás pueblos no son sino quimeras al lado de los dioses de Cartago! ¡Os ha llamado cobardes, ladrones, embusteros, perros e hijos de perras! La república, sin vosotros, ¡así lo ha dicho!, no se vería obligada a pagar el tributo a los romanos; por vuestros excesos le habéis privado de perfumes, especias, esclavos y silphium, ¡porque os entendéis con los nómadas de la frontera de Cirene! ¡Y los culpables serán castigados! Ha leído la enumeración de sus suplicios; se les hará trabajar en el enlosado de las calles, en la construcción de navíos, en el embellecimiento de las syssitas, y otros irán a excavar la tierra de las minas, en el país de los cántabros.

Spendius repitió lo mismo a los galos, a los griegos, a los campanios y a los baleares. Al reconocer varios de los nombres propios que habían herido sus oídos, los mercenarios se convencieron de que el esclavo traducía fielmente el discurso del sufeta. Algunos le gritaron:

—¡Mientes! —pero sus voces se perdieron en el tumulto de los demás. Spendius añadió:

—¿No habéis visto que he dejado fuera del campamento una reserva de sus jinetes? A la menor señal acudirán a degollaros a todos.

Los bárbaros se volvieron hacia aquel lado y, al apartarse la multitud, apareció en el centro, avanzando con la lentitud de un fantasma, un ser humano derrengado, escuálido, completamente desnudo y tapado hasta las caderas por largos cabellos erizados de hojas secas, de polvo y de espinas. Alrededor de la cintura y de las rodillas llevaba trenzados de paja y harapos de tela; su piel, lacia y terrosa, colgaba de sus miembros descarnados, como andrajos de las ramas secas; sus manos temblaban con un estremecimiento continuo y caminaba apoyándose en un bastón de olivo.

Llegó junto a los negros que sostenían las antorchas. Una especie de risa idiota dejaba al descubierto sus pálidas encías, mientras con ojos asustados contemplaba a la multitud de bárbaros que tenía a sus alrededor.

Pero, lanzando un grito de espanto, se echó atrás de ellos, escudándose en sus cuerpos, balbuciendo: «¡Ahí están! ¡Ahí están!», señalando a los soldados de la guardia del sufeta, inmóviles bajo sus armaduras relucientes. Sus caballos piafaban, deslumbrados por el resplandor de las antorchas que chisporroteaban en las tinieblas; el espectro humano se agitaba y aullaba:

—¡Los han matado!

Al oír aquellas palabras vociferadas en balear, sus compatriotas se acercaron y lo reconocieron; sin responderles, repetía:

—¡Sí, todos muertos, todos! ¡Aplastados como uvas! ¡Los hermosos jóvenes, ¡los honderos!, ¡mis compañeros y los vuestros!

Se le dio de beber vino y lloró; luego se desahogó hablando.

Spendius no podía reprimir su alegría al explicar a los griegos y a los libios las cosas horribles que contaba Zarxas; no se atrevía a creerlas por lo bien que le venían para sus propósitos. Los baleares palidecían al enterarse de cómo habían caído sus compañeros.

Se trataba de una tropa de trescientos honderos que desembarcaron la víspera, y que el día de la marcha se quedaron dormidos hasta muy tarde. Cuando llegaron a la plaza de Kamón, los bárbaros ya se habían ido y se encontraron sin defensa, porque sus bolas de arcillas se habían cargado en los camellos con el resto de los equipajes. Se los dejó entrar en la calle de Satheb, hasta la puerta de encina forrada con chapas de bronce; entonces el pueblo se lanzó en masa contra ellos.

En efecto, los soldados recordaron haber oído un gran clamor; grito que Spendius, que huía a la cabeza de las columnas, no había escuchado.

Luego los cadáveres fueron colocados en los brazos de los dioses pataicos, que rodeaban el templo de Kamón. Se los acusó de todos los crímenes de los mercenarios: su glotonería, sus robos, sus impiedades, sus desprecios y la matanza de los peces en el jardín de Salambó. Sus cuerpos sufrieron mutilaciones infames; los sacerdotes quemaron sus cabellos para atormentar su alma; se les colgó en pedazos en las carnicerías; algunos incluso les hincaron los dientes, y por la noche, en fin, como remate, se encendieron hogueras en las encrucijadas.

Aquéllas eran las llamas que brillaban de lejos en el lago. Pero, habiéndose incendiado algunas casas, arrojaron rápidamente por encima de las murallas lo que quedaba de los cadáveres y los agonizantes. Zarxas permaneció oculto hasta el día siguiente entre los cañaverales de la orilla del lago; luego vagó a campo traviesa en busca del ejército, siguiendo el rastro de los pasos en el polvo. Durante el día se ocultaba en las cavernas; al atardecer se ponía de nuevo en marcha, con sus llagas sangrientas, hambriento, enfermo, alimentándose de raíces y carroñas; hasta que un día vio unas lanzas en el horizonte y las siguió instintivamente, pues su razón ya estaba perturbada con tantos terrores y miserias.

La indignación de los soldados, contenida mientras estuvo hablando, estalló como una tempestad; querían asesinar a la guardia y al sufeta. Algunos se interpusieron, diciendo que era preciso oírlo y saber por lo menos si les pagarían. Entonces gritaron todos: «¡Nuestro dinero!». Hannón les respondió que lo traía consigo.

Corrieron a las avanzadas, y los bagajes del sufeta, empujado por los bárbaros, llegaron en medio de las tiendas del campamento. Sin esperar a los esclavos, desataron apresuradamente las cestas. Encontraron ropas de color jacinto, esponjas, raspadores, cepillos, perfumes y punzones de antimonio para pintarse los ojos; todo era propiedad de los soldados de la guardia, hombres ricos acostumbrados a estas delicadezas. Enseguida descubrieron en un camello una gran tina de bronce; pertenecía al sufeta para bañarse durante el camino, pues había tomado toda clase de precauciones, incluso la de llevar en jaulas comadrejas de Hecatómpila, a las que se quemaban vivas para prepararle su tisana. Pero como su enfermedad le abría mucho el apetito, había allí además gran cantidad de víveres y vinos, salmuera, carnes y pescados con miel junto con tarritos de Comagene, grasa de ganso derretida, recubierta de nieve y de paja menuda. La provisión era considerable. A medida que se destapaban las cestas aparecían más manjares, y las risas estallaban como las olas que entrechocan.

En cuanto a la soldada de los mercenarios, llenaba poco más o menos dos serones de esparto. En uno de ellos se veía también esos rodetes de cuero de los que se servía la república para ahorrar numerario; y como los bárbaros se sorprendieran, Hannón les manifestó que, por estar tan embrolladas sus cuentas, los miembros del consejo de los ancianos no habían tenido tiempo de examinarlas. Se les enviaba aquello como un anticipo.

Entonces derribaron y revolvieron todo: mulos, criados, litera, provisiones y equipajes. Los soldados cogieron las monedas de las seras para apedrear a Hannón. A duras penas pudo éste montar en un asno: huía agarrado a las crines, dando alaridos, gimoteando, bamboleado y magullado, clamando porque cayera sobre el ejército la maldición de todos los dioses. Su ancho collar de pedrería le saltaba hasta las orejas. Sostenía con los dientes su manto demasiado largo que arrastraba y de lejos le gritaban los bárbaros:

—¡Vete, cobarde, cerdo, cloaca de Moloch! ¡Suda tu oro y tu peste! ¡Más aprisa, más aprisa!

La escolta, en desorden, galopaba a sus lados.

Pero el furor de los bárbaros no se apaciguó. Se acordaron de que muchos de sus compañeros que marcharon a Cartago no habían vuelto; sin duda, los habían matado. Tanta injusticia los exasperó; arrancaron las estacas de sus tiendas, arrollaron sus mantos, embridaron sus caballos, cogió cada uno su casco y su espada, y en un instante todo estuvo dispuesto. Los que no tenían armas corrieron al bosque a proveerse de estacas.

Amanecía. Los moradores de Sicca, despertados por aquel barullo, se lanzaban a la calle. «Van a Cartago», decían, y este rumor se extendió pronto por la comarca.

Surgían hombres de cada sendero, de cada barranco. Hasta los pastores bajaban corriendo de las montañas.

Cuando se fueron los bárbaros, Spendius dio una vuelta al campamento, montado en un semental púnico y acompañado de un esclavo que llevaba de la brida un tercer caballo.

Quedaba en pie una sola tienda. Spendius entró en ella.

—¡Levántate, amo, levántate! ¡Nos marchamos!

—¿Adónde vais? —preguntó Matho.

—¡A Cartago! —gritó Spendius.

Matho montó de un brinco en el caballo que el esclavo tenía a la puerta.

Salambó (texto completo, con índice activo)

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