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NORMALIDAD Y LOCURA. APORTACIÓN PSICOANALÍTICA A LA CONDUCTA CRIMINAL

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GUSTAVO DESSAL

Hablar sobre la locura en el contexto de una interlocución con personas encargadas de administrar esa función tan decisiva como improbable que se denomina «justicia», es tal vez una de las mejores formas de introducir la concepción que el psicoanálisis tiene sobre el ser humano.

Arriesgándome a insistir en argumentos que ya han sido comentados por mis colegas, quiero recordar que el psicoanálisis aborda al hombre y a la mujer desde una triple perspectiva que no reconoce excepción alguna: su condición de seres hablantes, sexuados y mortales. Esta triple perspectiva, que no solo orienta al psicoanálisis en su doctrina teórica sino también en el método y la práctica que emplea para tratar el sufrimiento psíquico, es la consecuencia de afirmar lo que calificamos como acontecimiento primario, en cuanto fundamental y creador del ser humano: el encuentro del cuerpo, del ente biológico, con el lenguaje, una materialidad que le es heterogénea y exterior.

Que el lenguaje sea en el hombre, y ante todo, fundador de lo que denominamos «subjetividad», es el principio decisivo y definitorio que el psicoanálisis sostiene para deducir de allí un enfoque que asume, en toda su gravedad, lo singular de la existencia humana: el hecho de que ella se eleva por encima de sus puras determinaciones biológicas, las transforma, las altera, las manipula, las contradice, las contamina, hasta el extremo de anular casi por completo todo rastro de lo que en el terreno de lo viviente reconocemos como el automatismo de los instintos. Dicho esto, avancemos hacia el segundo aspecto de esta perspectiva triple que anunciaba al comienzo, y que ha sido prácticamente ignorado por la tradición filosófica. La condición sexuada del ser hablante nos mete de lleno en una problemática específica, por tratarse del único ser vivo que no solo carece de una información innata que lo habilite para el ejercicio de sus funciones sexuales, sino que, más aún, aquello que denominamos masculinidad o femineidad forma parte de algo extremadamente voluble, impreciso, no solo sujeto a los factores de la cultura dominante en cada época, a los símbolos de la tradición o de la vanguardia, sino marcadamente variable en cada individuo, sin que al respecto pueda deducirse una norma, salvo deslizándose hacia el más absoluto y ridículo de los prejuicios ideológicos.

Lo que denominamos «sexuación» en el enfoque psicoanalítico es el complejo proceso por el cual un sujeto, con independencia de su género biológico, debe declarar una identidad sexual, involucrarla en el lazo social y encontrar en el campo de la realidad aquellas peculiaridades que suscitan lo que entendemos por deseo, y que en modo alguno sigue un patrón colectivo y uniforme.

Por último, la tercera dimensión implicada en ese específico nudo con el que el psicoanálisis procura atrapar algún saber sobre la condición humana, me refiero a la muerte, sería tan solo un acontecimiento de la especie si no fuese porque el lenguaje le otorga al sujeto la posibilidad de incluirla en el seno de la existencia, de su existencia única, pero a la vez como un verdadero agujero, es decir, como el enigma mayor que puede ser rodeado de palabras, símbolos, rituales y creencias, ninguna de las cuales logrará jamás saturar una experiencia que, al igual que la del nacimiento, es irrepresentable. Es decir, que su vivencia solo puede asumirse a partir de lo que sucede en el otro, el semejante, pero jamás en uno mismo.

En síntesis: palabra, sexo y muerte constituyen las tres dimensiones que orientan la posición del psicoanálisis. Si la locura es una puerta privilegiada hacia la comprensión del sujeto, es porque el psicoanálisis promueve la abolición del concepto de normalidad, salvo para hacer justicia a la aseveración de Pascal de que existe la locura de todos, esencial al ser humano, y que sería una locura de otro estilo no tener la locura de todos.

Comencemos, pues, por referirnos a esa «locura de todos», paradigma sobre el que debemos reflexionar más que nunca en la actualidad que vivimos, la de un mundo en el que sufrimos el creciente empuje a una definición globalizada y única de la vida. La locura de todos debe subdividirse en dos partes. Por una, el hecho de que las palabras, que supuestamente deberían obrar al servicio de la comprensión y el entendimiento mutuo, por el contrario, nos confunden, nos extravían y nos desorientan. Esto sucede porque el sentido, lejos de estar fijado por las leyes que rigen la estructura gramatical, semántica y lexical de una lengua, no solo está sometido a una pluralidad de evocaciones, sino que en cada uno dicho sentido se escucha y se decodifica siguiendo el curso de una interpretación, de una historia y de un contexto subjetivo que lo vuelve intraducible a una significación común o compartida. Dicho de otra manera, mi mujer, mi perro, mi patria, mi vocación y mis zapatos, son cada uno de ellos términos cuyo alcance no solo rebasa la definición establecida, sino que supera lo que yo mismo soy capaz de saber cuando hablo de lo que hablo. La locura de todos es, entonces, una manera de nombrar lo que en psicoanálisis conocemos como el inconsciente. El inconsciente, más allá del misticismo y la mistificación que una grotesca vulgata le haya atribuido, es el hecho irrefutable de que al ser humano le está negada la potestad de la autotransparencia, y que está condenado a ignorar la causa de la mayoría de los deseos y acciones de su vida, gobernados ellos por una fuerza significativa que supera por entero lo que entendemos bajo la idea de intención. La locura de todos es también el reconocimiento de que cada uno tiene su locura: vive, actúa, siente y piensa en el marco de una locura que le es propia, de la que al fin de cuentas es muy poco lo que sabe, y que solo gracias al tenue arreglo de la convención, el acuerdo, el pacto social, la empatía y otros apaños imaginarios, podemos simular que compartimos eso que calificamos de «sentido común», lo cual hace posible disimular esa locura personal, intransferible, secreta y, a menudo, inconfesable.

Lejos de suponer que estas afirmaciones solo tienen el valor y la consistencia de una metáfora poética, hemos de tomarlas en todo su alcance real, que consiste en decir que la sinrazón no es un mero accidente, una contingencia en el recto devenir de la conducta humana, sino que es literalmente consustancial al ser del hombre. Y si se desea una prueba fehaciente, convengamos en que no hallaremos en la locura de un sujeto individual menos lógica razonante que la que comprobamos en esa gigantesca y colectiva locura a la que el discurso científico técnico, paradigma de la sublime razón, nos ha conducido.

Claro está que el genio de Pascal no ha pasado por alto que existe otra locura, a la que con el divino arte de su retórica supo distinguir como aquella «de otro estilo» que no sería la de todos. Nos internamos aquí en el territorio —familiar al hombre del derecho, al juez, al legislador, al fiscal, al abogado— que la psiquiatría clásica ha establecido como psicosis, atribuyéndole la categoría de enfermedad mental. El psicoanálisis es heredero de esa clasificación, a la que le otorga una causalidad enteramente psíquica, afirmando a la vez la necesidad de no convertirla de manera sistemática en un sinónimo de locura. Es decir, que si estamos advertidos de la locura general del ser hablante, debemos aumentar la complejidad del tema añadiendo que ser psicótico no implica necesariamente estar loco, puesto que en algunos casos la psicosis no manifiesta los signos clínicos de la locura, los cuales permanecerán más o menos estabilizados mediante mecanismos estudiados por la clínica psicoanalítica, pero cuya explicación excede el tiempo del que disponemos hoy.

No obstante desearía enfatizar hasta qué punto la idea de normalidad carece de todo fundamento clínico, que es tan solo un producto ideológico, es decir, una falsa representación. Para ello nos basta el sencillo y paradójico ejemplo de que un sujeto es tanto más «normal», en el sentido vulgar de la palabra, cuando conserva cierta distancia, incluso un determinado descrédito, del personaje con el que se disfraza cotidianamente, mientras que uno de los signos patognomónicos del psicótico es la absoluta e inconmovible convicción de sentirse idéntico al yo con el que se identifica, sea este el del perseguido, el redentor, el salvador de la humanidad, la reencarnación de un espíritu o el elegido de Dios.

Sería imposible sintetizar aquí la extraordinaria riqueza y variedad que presentan las estructuras psicóticas, los sistemas delirantes, los fenómenos alucinatorios, y todas esas fascinantes manifestaciones que se hacen presentes en el campo clínico. Pero en virtud del público al que me dirijo, debo circunscribirme al interés que ello pueda despertar en ustedes, o sea, la posibilidad de que alguna de estas variaciones patológicas se sospeche o se demuestre como subyacente a un acto que desafía, ignora o traspone la frontera de la ley, posibilidad que, en ausencia y desconocimiento de datos estadísticos, me atrevo a suponer que constituye una proporción relativamente pequeña en las numerosas e inmemoriales formas con las que los seres humanos han sabido cruzar esa barrera.

Un acto criminal podrá obedecer a la locura, como puede serlo también un matrimonio, pero su intencionalidad, su impulsividad, su premeditación o su obnubilación no necesariamente nos conducirán al diagnóstico de psicosis. Por otra parte, no es menester del psicoanalista determinar de qué modo la psicosis, una vez demostrada en el sustrato causal de un pasaje al acto criminal, debe ser o no considerada un atenuante. Entramos aquí de lleno en ese complejo terreno en el que la filosofía del derecho y el psicoanálisis confluyen con sus aproximaciones y diferencias. Sin embargo, esta es una excelente ocasión para sostener que la experiencia clínica psicoanalítica ha permitido sacar a la luz una serie de consideraciones fundamentales, cuyo conocimiento puede aportarle a los oficiantes del derecho y la justicia no solo una materia de reflexión, sino también algo que podría desembocar en una profunda renovación de algunos de los fundamentos esenciales del derecho.

En primer lugar, hemos de establecer un axioma del psicoanálisis, y que en términos de Jacques Lacan se expresa del siguiente modo: «De nuestra posición de sujetos, somos siempre responsables». Llevar a cabo aunque no sea más que un pequeño desarrollo de esta breve frase, que situada en su contexto revela un alcance que justificaría cientos de páginas, me permitirá proporcionarles algunos elementos que considero indispensables para lo que podríamos calificar como la «conciencia legal», es decir, la locura de todos ustedes, si se me permite jugar con el humor de Pascal.

Que el inconsciente haya sido admitido en el campo médico, psicológico, sociológico y otras disciplinas que incumben a lo subjetivo, no significa que el psicoanálisis haga de ese concepto y de la función que cumple en la vida humana algo que nos autorice a sostener la idea de un determinismo absoluto. Si la conclusión del psicoanálisis fuese que el ser humano es un mero juguete de su inconsciente, una víctima ignorante de la causalidad que mueve los hilos de sus deseos, sean estos sublimes o pervertidos, deberíamos exonerar a todos y cada uno de nosotros de cualquier responsabilidad sobre nuestros actos y sus consecuencias. Nos veríamos conducidos a la absurda idea de que el inconsciente sería la coartada perfecta, la proclamación de que la libertad del hombre está por principio inhabilitada, maniatada, o es sencillamente inconcebible. En este punto, la frase antes citada encuentra su sentido y su plena resonancia, puesto que conjuga dos términos en apariencia irreconciliables: el de sujeto y el de responsabilidad.

El sujeto, tal como el término lo expresa, está sujetado a una serie de marcas, representaciones, símbolos y significaciones enigmáticas que conforman la trama textual de toda vida humana. Lo que el psicoanálisis ha descubierto bajo el término «inconsciente», es que ninguno de nosotros es el autor de su texto, sino el personaje que actúa en el interior de una ficción escrita por Otro, en particular por ese Otro primario, preexistente, determinante, que es el deseo de los padres. El sujeto está sujetado a la inexorable acción, seducción, subducción de ese deseo, que puede imponérsele bajo las figuras del ideal, la extorsión, la amenaza, la culpabilidad, el deber o tantas otras. Pero la frase que estamos analizando comienza así: «De nuestra posición de sujetos...». La clave es aquí el término posición, que introduce de forma subrepticia pero decidida la afirmación de que el sujeto toma una posición frente a aquello que lo constituye. Tomar posición no significa que el sujeto elija en términos de libertad y de conciencia. Pero todo el desarrollo que el psicoanálisis ha hecho de la ética parte de ese instante, absolutamente contingente y cronológicamente imposible de fechar, en el que un ser humano le imprime su propio sesgo a las determinaciones y los azares de la vida que le han salido a su encuentro, sesgo que le confiere a ese sujeto su carácter único, irrepetible, y cuya causa es imposible de atrapar. De ahí que el psicoanálisis contemple como deber ético el compromiso que todo sujeto debe tener en la búsqueda y en la elaboración de las cartas de su destino, así como en la asunción del estilo singular con el que ha jugado la partida.

Para no dejar a medias la frase que venimos analizando, nos falta realzar el «siempre», lo que introduce en lo contingente de la posición de un sujeto el universal de una responsabilidad que ni siquiera en la psicosis hallaría su excepción. Si el cuerdo y el loco comparten esta condición de sujetos responsables, también participan, aunque en distinta medida, en algo que nadie mejor que Kafka supo expresar, y que el discurso analítico formalizó teóricamente: el hecho de que hay algo en la ley que no puede ser enteramente comprendido, que el ser hablante no está habilitado para subjetivar la totalidad de la ley, y que su introyección está siempre condicionada a una cierta imposibilidad. Lo prueba el hecho, verificado en la experiencia del clínico a poco que se encuentre familiarizado con los complejos laberintos mentales, de que se puede burlar la ley como forma inconsciente de demandar un castigo. Que el psicoanálisis haya descubierto los mecanismos causales de la psicosis no significa que le atribuya a esa causalidad el carácter de una acción mecánica, como lo sería si acaso se descubriera que el origen de la psicosis, conforme al deseo científico, se encontraría en una determinada secuencia de alteraciones genéticas, cromosómicas o enzimáticas. Señalemos al pasar que, incluso si alguna vez ello llegase a demostrarse, el psicótico no quedaría exento de afrontar sus síntomas en un plano existencial, del mismo modo en que una ceguera congénita no le ahorra a quien la padece la labor de asumirla y reconducirla de alguna manera. Es en ese «de alguna manera» donde más allá de su clasificación diagnóstica encontramos la huella del sujeto, la marca de su singularidad, lo que lo distingue a pesar de las determinaciones recibidas. Como comenta Imre Kertész en una de sus novelas: frente al trozo de pan sobre el cuerpo de un hombre que acaba de morir en el tren que viaja hacia Auschwitz, alguien puede estirar la mano y devorarlo, y otro puede subordinar a su propia dignidad la desesperación del hambre. ¿De qué depende? No los diferencia ni el bien ni el mal, solo la marca del sujeto. El psicoanálisis no señala dónde se encuentra el bien. Prefiere tomar sus recaudos frente a toda ideología que predica un saber sobre la respuesta.

Mi colega Luis Seguí, en su excelente libro Sobre la responsabilidad criminal, ha dedicado un buen número de páginas, ilustradas con casos de la literatura jurídica, a analizar con sumo detalle los distintos grados de responsabilidad que un clínico debe saber distinguir en las psicosis, pero sin olvidar que en ningún caso habremos de encontrarnos con una excepción a la fórmula que he tratado de explicar: «De nuestra posición de sujetos, somos siempre responsables».

Esta frase muy bien puede —y debe— complementarse con esta otra: el sujeto tiene el deber de reconocerse en la estructura, que también compromete al psicótico, al hombre al que en ocasiones se le supone carecer de todo juicio para comprender sus actos. El psicótico, como cualquier otro ser hablante, debe ser dignificado con la posibilidad de brindarle el lugar donde reconocer su locura, e intentar darle un cauce diferente. Desde luego, esta apuesta del psicoanálisis no solo no está reñida con la reclusión, sino todo lo contrario. La ausencia de castigo puede ser suplida por el propio sujeto mediante el autocastigo, que por lo general será más implacable.

No quisiera concluir sin al menos referirme de pasada a una temática que también nos concierne, aunque su tratamiento exigiría numerosos encuentros. Me refiero a la cuestión, controvertida por su impacto y que requeriría una revisión conforme a los conocimientos que el psicoanálisis ha logrado extraer a partir de su experiencia clínica, de que crímenes abominables hayan sido cometidos por personas consideradas «normales». Me refiero sobre todo a las agudas consideraciones que Hannah Arendt ha puesto de relieve en su libro Eichmann en Jerusalén. La catástrofe histórica del nazismo ha sacado a relucir dos cuestiones fundamentales. La primera es que el delirio es intrínseco a la razón. La segunda es que un delirio no es una proposición falsa, sino un determinado estado de la verdad que puede incluso ser compartido por millones de personas. A estas sabias observaciones de Hannah Arendt, el psicoanálisis le añade la revelación de que la figura del hombre normal es una ficción definitivamente caduca: más aún, concluida. Vemos asomar ya en el presente los signos anticipatorios de un mundo en el que todo podrá ser normal, y es precisamente esta extensión indefinida del concepto lo que le ha asestado el golpe mortal. Aplastados los límites éticos bajo el peso disolutivo de los ideales de la civilización contemporánea, que adoptan con toda claridad la forma de un imperativo sádico al servicio de los más oscuros intereses corporativos, todo se volverá normal, lo cual equivale a decir que nada lo será.

Por ese motivo el psicoanalista, desde el modesto y reducido lugar donde puede hacer escuchar su reflexión, está comprometido «pascalianamente» a defender el derecho de la locura de todos, y también la dignidad de aquella que solo es la de algunos.

Psicoanálisis y discurso jurídico

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