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A troche y moche

o la sabiduría del acomodo

Enrique Aguilar R.

Con su voluntad de transgredir las formas narrativas convencionales, Gustavo Sainz volvió a sorprender a los lectores, mexicanos y no, con A troche y moche, su novela número quince y por la cual, a finales de 2003, le otorgaron el Premio Narrativa Colima, “a la mejor novela publicada en ese año”, y también el Premio de Narrativa México-Quebec, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara del mismo lapso.

Esta obra doblemente galardonada es una larga cadena de oraciones sin punto final, enunciados con los cuales se narra por medio tanto de monólogos interiores, como de breves intervenciones de un narrador omnisciente, los pensamientos, reflexiones y percepciones de un escritor víctima de un secuestro, y que en esa incómoda situación recuerda lecturas, datos y anécdotas.

Aquí el narrador creado por Sainz se refiere tanto al programa de televisión de Cristina la cretina —que por la frecuencia con la que sus captores lo sintonizan, al parecer la toman como su filósofa de cabecera—, así como a conocimientos especializados sobre filósofos y narradores griegos, la antigüedad del mundo, la mitología, la poesía y la vida cotidiana.

Desde su incursión en la narrativa mexicana con Gazapo, Sainz fue catalogado como integrante de los escritores de “la Onda”, ese gran grupo de narradores que escribían sobre las aventuras de personajes adolescentes, proclives al rock, al alcohol, al sexo y a las drogas, gran clan que en realidad no era tal, y que en los hechos se redujo a tres integrantes: Parménides García Saldaña, que sí le ponía a la mota y al alcohol, igual que sus personajes, pero él en lo personal no mucho, no por falta de ganas sino de capacidad física, porque a decir de José Agustín, el integrante principal de ese conjunto, el buen Par, con poco más de una cerveza y una bacha se ponía hasta el gorro porque tenía una lesión cerebral. Los otros integrantes de esa banda fueron José Agustín, quien sí se metió en casi todo tipo de aventuras psicodélicas, pero que con justa razón rechaza la clasificación “ondera” por simplista, y Jesús Luis Benítez, el Buker, quien se ahogó en un arroyo de alcohol y nada más produjo un librito de cuentos que, para su mala fortuna, fue editado con las patas y la mayor parte del tiraje acabó mal compaginado y peor encuadernado.

Sirva este breviario cultural para mencionar —porque mi pecho no es bodega, como decía el filósofo de Tlalpujahua—, que si algunos vicios sí tiene Sainz, éstos no son ninguno de los mencionados, sino los de dormirse temprano, leer novelas complicadas, buscar la compañía de chicas jóvenes y bonitas, comer pan de dulce, ver películas (por lo menos una al día) y anotar de manera inexcusable en su diario personal y en su agenda los hechos más relevantes de cada uno de sus días, sus lecturas, sus citas.

Al hablar de Sainz, me refiero al escritor que se atrevió a contarnos casi en forma de bolero romántico —me refiero a su novela Compadre Lobo— cómo es que un par de vagos de un barrio cualquiera logran convertirse en jóvenes intelectuales, uno como pintor y el otro como escritor. También puedo hablar de un novelista tan vanguardista que en La novela virtual escribe sobre los ligues de un casi viejo profesor de universidad gringa, tanto con una chica a la que sólo se le identifica porque está buenérrima y trae un anillo en el ombligo, que se amarra a una jovenzuela a la que impresiona con el erudito contenido de sus mensajes por correo electrónico.

Para no alargarme, sólo agregaré que Sainz ha sido capaz de contarnos la novela dentro de la novela en Muchacho en llamas, o la novela dentro de la novela dentro de la novela, o sea la novela de tres pisos, en Quiero escribir, pero me sale espuma, o una novela sólo a base de preguntas en La muchacha que tenía la culpa de todo, o una historia con base en puras notas de pie de página, como en Con tinta sangre del corazón, o la historia de una chica medio loquita, a partir de un narrador homoextradiegético que recoge y ordena los monólogos de esa chava en La princesa del Palacio de Hierro (como lo demuestro en mi tesis de doctorado), y ha estructurado una novela sólo con puros principios de narración en Fantasmas aztecas…

Con esos retos, motivaciones, obsesiones imaginativas puestas por escrito, Sainz parece decir: todas las demás drogas y excesos, excepto el de la afición por las chicas, salen sobrando… y por ello se puede afirmar también que él es el escritor mexicano más alucinado, o mejor, más alucinante, novela a novela.

Y si se tratara aquí de intentar descubrirle más trucos narrativos al gran magíster, se puede señalar que por ese flujo de la conciencia del escritor secuestrado que aparece en A troche y moche, lo que se puede apreciar son múltiples líneas argumentales que abarcan tanto las enfermedades y diversas formas de morir de infinidad de artistas y escritores, hasta reflexiones sobre el placer, el deseo, la sexualidad, Dios, el tiempo, la filosofía, la oscuridad y el espacio, en un ameno y a la vez sorprendente despliegue enciclopédico.

Hace muchos años, Sainz dijo: la fortaleza de la novela reside en su capacidad de contenerlo todo, o casi todo, y desde hace muchas novelas, como aquí brevemente se ha ejemplificado, una y otra vez se ha arriesgado a demostrar eso que él planteó, y que en A troche y moche se ve mejor que en sus novelas anteriores, y que es el hecho de que, en efecto, todo cabe en una novela, pero con el único, indispensable y complicado requisito de que ese todo es necesario saberlo acomodar.

El asombro, el placer y la admiración que provoca la lectura de A troche y moche, y ahora que lo lean lo van a comprobar, reside en el tino con que Gustavo Sainz ha sabido acomodar este material narrativo que tiende hacia la totalidad.

A troche y moche

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