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Prólogo

Adentrarse en un buen libro no es viajar sino dejar ir. Dejar ir porque en la distancia renunciamos a todo lo que no nos ha pertenecido. En la distancia nos pertenecen recuerdos de personas y lugares que van a nuestro encuentro tanto como nosotros al de ellas. Y en ese encuentro, sin sincronía alguna, vamos regalando segundos y recibiendo instantes en la construcción de la forma en que recordaremos y seremos recordados. En la cercanía no nos pertenece nada ni nadie. La distancia y el pasado son para escribir, para cuestionarnos, para imaginar, para acercarnos a otras realidades con el puente de la familiaridad humana. La realidad es fiel cuando se transforma y se extiende en busca de otras realidades para escupirlas o complejizarlas; lo demás es autoayuda.

Encuentros y despedidas resumen nuestra vida. De un libro leído nos podemos despedir, pero nunca olvidar, en especial cuando sus personajes se asemejan a nosotros, a nuestra historia y a los que vivimos más acá de la universalidad de los clásicos. Hallamos en El miedo tiene los ojos grandes a personajes y situaciones cercanas que se tornan inverosímiles por el peso de su relato. Podemos caer en cuenta de que nuestra realidad, separada y expuesta en un libro, efectivamente es lo que es; y no dejamos de sorprendernos de ella, a pesar de la cotidianidad que nos involucra.

Los personajes de este libro son como cualquier tipejo que podemos encontrarnos a lo largo de nuestra vida, tan desagradable como el aliento de Camilo en el cuento que da título al libro. Nos es dado identificarnos con la resignación cristiana de las mujeres de la cuarta, primera y segunda historia: Susana con la familia de su esposo; Eugenia con Camilo y Mónica con Bucaramanga, una ciudad de tedio, indiferencia y persecución. Entender en “Hasta la Victoria siempre” –de una vez por todas– que ser militar o policía no es una decisión laboral, sino una actitud ante la muerte y la vida: Ernesto, una vez milico siempre milico. Reconocer a Leonardo, esposo de Susana, como aliciente de la muerte y como emisario de la muerte misma. Saber que da lo mismo estar muerto que seguir a Luardo a “La tumba del alemán”, y que lo mismo es estar muerto que ser Luardo.

Mujeres resignadas y hombres fatales componen los relatos de este libro.

La escritura de Ana es visceral y urbana, devela las grietas humanas de la ciudad, de los personajes hacia el lector, y no al revés. Después de su lectura, cada cuento invita a salir de noche para perderse en los andenes, o por el contrario, quedarse en la cama rehuyéndole a la calle y con las cobijas encima: emprender un sueño incierto o levantar una botella que no se quebró en la caída.

La escritura es lo incierto y a la vez es suelo. Ana, escritora, dibujante, cantante, profesora, andén y vereda. Si algo dejamos es esto, y si por algo más nos recuerdan no queremos saberlo; porque escribir y publicar es soltar, es renunciar a un componente que jamás nos perteneció, porque le pertenece a la sociedad que patea y levanta, la del prójimo y la del enemigo, la de nadie en la cercanía y de todas las personas distantes y ausentes. Y por ellas, salud.

Cada relato, por filosófico, poético y literario, es más nuestro.

José Curiel

El miedo tiene los ojos grandes

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