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El miedo tiene los ojos grandes

Envidiaba la vida de Eugenia. ¿Cómo podía ella haber hecho tanto? Podía atravesar el mundo con la mera fuerza de su convicción, se ganaba la vida día a día sin que le pesaran las nostalgias o la aplastaran las expectativas de los otros. Porque los demás siempre quieren cosas de uno, incluso los que no están; y eso esclaviza. Eugenia no le paraba bolas a eso. O eso creía yo, que ella era libre, una mexicana que se propuso viajar el continente sola, pero mirada de cerca, así como cuando una mira a un tipo a ver si aguanta o no, la vida de Eugenia daba tristeza y hasta rabia.

Eugenia decidió abandonar la universidad y salió a rodar tierras. Arrojó por la ventana los pequeños modelos de edificios en los que llevaba semanas trabajando. Lanzó contra su padre el título de bachiller que colgaba enmarcado en la sala. No la detuvo el llanto de su madre cuando cruzó la puerta sin fecha de regreso. Cargaba una mochila repleta de cosas inútiles que luego tuvo que botar para quedarse con lo esencial. De eso se trataba todo, de aprender a vivir con lo básico, consigo misma. Se dirigió al único hostal del centro de Ciudad de México y permaneció allí varios días aprendiendo de los viajeros experimentados. Cuando nos conocimos en Bogotá, ella me hablaba con alegría de estos primeros días en que comenzó su conversión hacia “las alternativas para vivir al margen de una existencia tiranizada por el dinero”. Yo reía. Le respondía que yo quería una montaña de plata y tal vez así haría un viaje como el que ella planeó ¿Cómo pretendía llegar lejos con apenas dos o tres mesadas ahorradas? Es cierto que escribía y dibujaba unos cuentos para niños muy bonitos, pero no hay que pedirle pan y techo al arte. También me contó que esa primera noche fuera de casa soñó que volaba sobre las selvas centroamericanas, luego se trepaba a las alturas andinas y saltaba a las pampas patagónicas. Despertó con la vida que le desbordaba el cuerpo.

Cada año nuevo corro con mis maletas alrededor de la cuadra, pero de nada ha servido. ¿Tendré algún karma, como solía decir Eugenia de ella misma? Dizque andaba pagando yo no sé qué maldición. Tardó unos días más en Ciudad de México antes de dirigirse al sur. Platicaba con los huéspedes del hostal que se quedaban una o dos noches. Todos iban y venían. A excepción de un colombiano invariable que en silencio observaba el vaivén de viajeros desde el maloliente sofá del lobby. No hablaba con nadie, no salía a turistear, no trabajaba. Si intentabas amistarte con él, regresabas asqueado del tipo. No por sus desagradables monólogos, sino por su aliento. Eugenia decía que era una enfermedad; yo creo que las tripas se le habían podrido ahí aplastado como estaba en ese sofá. Cuando hablaba lo hacía cubriéndose la boca con la mano, ninguna tapa de cañería hubiera ayudado. Sus obsesiones no eran menos nauseabundas: siempre montaba un monólogo sobre las masacres en Sinaloa, los desmembramientos en Sonora, los derretidos en ácido a los que se refería como pozole. Día y noche leía periódicos que mandaba traer por cajas. Coleccionaba las noticias más sangrientas, las recortaba con cuidado y luego cubría las paredes del hostal, antes adornadas con imágenes aztecas y promociones para turistas. Eugenia lo contemplaba como a un misterio. Recuerdo que lo llamó «Encanto Aterrador», pero su nombre era Camilo.

El día que se conocieron Eugenia desayunaba intranquila. Estaba por decidir si marcharse ese mismo día de la ciudad. No sabía bien a qué lugar. Atravesaba el lobby cuando tropezó con un libro. Lo levantó y leyó con notable placer y familiaridad, hasta que sintió la mirada fría del colombiano. El invariable Camilo se veía perturbado por la extraña imagen de una mujer tumbada sobre el suelo, demasiado cerca de él, gozando de manera descarada del único libro que le pertenecía.

—¿Te gusta eso? —preguntó Camilo, despectivo.

—Es la mejor novela de Roberto Bolaño. ¡Besaría a cualquiera de los detectives salvajes!

—Me la regalaron antes de salir de Colombia. No entiendo a esa parranda de vagos perdidos en la vida que solo follan y hablan de poesía.

Eugenia escuchó este comentario como un halago a la novela y rio. Me la imagino así, como es ella, con ese habladito dulzón hablando sobre su amor a los libros, abierta a altas intensidades espirituales y a la contradicción de sus emociones. Y al idiota de Camilo oyéndola como quien oye el viento.

—Entonces no conoces nada de México, ¿cuánto tiempo llevas aquí?

—Unos dos meses, poco más; pero sí, sí conozco gracias a los periódicos que leo.

Eugenia miró con preocupación los recortes de noticias que oscurecían el lobby, y empequeñecían cada vez más el espacio en el que Camilo se atrevía a moverse con soltura. Ella lo invitó a tomar una cerveza al bar de la esquina, y Camilo con la mano sobre la boca, la rechazó. Entonces Eugenia decidió marcharse esa misma tarde a Xochimilco. Antes de despedirse, intercambiaron números de celular.

Sobre el suelo del zócalo de Xochimilco, Eugenia extendió un trozo de tela sobre el que mostraba sus productos. No vendió ningún libro en dos días. Al final del segundo día se marchaba derrotada y comenzó a recoger la tela cuando un joven se acuclilló para ver los librillos. Compró dos y además invitó a Eugenia a una fiesta que organizaba en su casa para el sábado. Le dijo que podía ir acompañada, ojalá de amigas viajeras, porque él deseaba viajar por el mundo.

Dos días después –un miércoles– Eugenia recibió una llamada a las tres de la madrugada. El timbre la despertó de un brinco. Era Camilo, llamaba para decirle que Roberto Bolaño era un loco. Si me hacen eso a mí, yo lo puteo; la mexicanita, en cambio, le montó conversación y acabó por invitarlo a la fiesta del sábado ¿Qué tenía esta mujer en la cabeza? No sé cómo lo convenció, pero logró mover a ese tipo que se había asentado como piedra en un sofá y le había rechazado una cerveza. Camilo aseguró que llegaría a la mañana del día siguiente y, a pesar de tanta insistencia, no apareció. En la mañana del sábado, Eugenia empacó sus cosas y eligió su siguiente destino. Consideró que la fiesta de aquel chico –su único comprador en Xochimilco– sería una pérdida de tiempo, y que mejor buscaría suerte en otro sitio. Justo a la salida del hostal se encontró con Camilo, vestido con una larga gabardina, un sombrero negro de ala ancha y gafas de sol. Algo ocultaba él, pero a ella no le importó y lo abrazó. Creo que desde ahí tuvo que acostumbrarse al hedor que salía de la boca de Camilo y lo envolvía como una niebla verde.

La fiesta fue en una casa de dos pisos llena de estudiantes universitarios. Camilo se negó a quitarse la gabardina y todo ese atuendo aterrador, y no se molestó en moverse del sofá más recóndito que encontró. Eugenia, por su parte, se liberaba en la pista de baile improvisada en una pequeña sala. La marihuana la relajó al punto de moldear su cuerpo de acuerdo con las ondulaciones del aire. Pensó que por fin había comenzado el gran viaje y bailó con más frenesí. Unos chillidos de dolor interrumpieron la música. Eugenia dudó, pero, sí, eran chillidos y golpes lo que escuchaba. Abrió los ojos y vio, sobre el suelo, el sombrero de Camilo, rajado a la mitad. En la siguiente habitación, un puñado de estudiantes pateaban a Camilo. Él, desnudo, se revolcaba en su propia mierda y gritaba que Roberto Bolaño tenía las piernas flácidas. Un estudiante flaco le disparó con un rifle de balines metálicos, y otro levantaba un bate sobre su cabeza. Eugenia lo detuvo antes de que lo dejara caer en el cuerpo desnudo de su amigo.

Fue engorroso cargarlo malherido de regreso al hospedaje. Tendido ya en la cama, temblaba y seguía diciendo incoherencias. Decía ver a su propia madre untada en las paredes, como embarrada, y mantenía una insólita conversación con esa mancha. No respondía a las preguntas de Eugenia, quien le curaba las heridas y limpiaba su cuerpo con un trozo de seda blanca que había rasgado de una de sus blusas. La mano de Eugenia recorría el torso lastimado y delineaba con cariño la figura de Camilo. Pronto la tela se tiñó de rojo y café. Eugenia se inclinó, puso sus pechos sobre el cuerpo cubierto de sangre y mierda seca, y preguntó: ¿qué hiciste; ¿qué pasó? Camilo respondió: probé la marihuana. Eugenia lo cubrió con una cobija, lo besó en la boca y se acostó a su lado. No sé qué pudo haberle visto a ese tipo, que además de feo siempre la metía en problemas.

Eugenia planeó seguir con él hasta la frontera con Guatemala y luego continuar su propio camino. Por esos días despertaban juntos, ocultos por una nube verde que Camilo exhalaba cada noche. Este tipo era un cobarde que no salía de la habitación sino para trasladarse a otra habitación en el pueblo siguiente. Salía anidado en su gabardina, lanzando miradas para todas partes para cerciorarse de que nadie los persiguiera, y leía –con actitud de espía– el periódico frente a la parada del bus. En una ocasión, Eugenia, sentada en el zócalo de Tetecala con sus libritos, recibió un buen susto. No sintió el momento en que llegó Camilo detrás de ella, la alzó del suelo y la cargó sobre su espalda. Él no había soportado la habitación del hotel y no consideró seguro ningún lugar en la ciudad, entonces se cargó a Eugenia fuera de allí. Una madrugada en Oaxaca Camilo arrojó a Eugenia –envuelta en cobijas– por la ventana del hospedaje. La inquietud paranoica de Camilo no la dejaba ni dormir, pero Eugenia, que es puro amor del torpe, le agradeció porque huyeron sin pagar. Pocos días después Camilo quemó los libros de Eugenia y le dijo que no trabajara más porque los estaba exponiendo demasiado, y que él se encargaría de los gastos. Ella aceptó y con eso su viaje cambió. Ahora Eugenia tampoco saldría del hotel. Las paredes se repetían como los canales de televisión. De día dormían desnudos y aprovechaban la noche para huir quién sabe de qué.

En Tamaulipas Camilo se hizo con algo de valentía. En horas de la tarde el bar del pequeño hotel de Tamaulipas hervía de gringos y chilangos ebrios. Bebían en mesitas de madera ubicadas sobre la vereda. A media noche la barra cerró y las mesas se guardaron. Sin embargo, los turistas insistieron con el mezcal sentados a la orilla de la calle. Desde el interior del hotel, Camilo vigilaba a Eugenia, quien conversaba alegre entre el círculo de turistas. Ella le insistía con gestos para que saliera a tomar aire, pero no quiso salir. Camilo conversaba con un gringo borracho que tampoco salía. Se cubría con la mano para no molestar con su aliento hediondo y discutía su nueva obsesión paranoica con los bancos, que lo perseguían sin cesar, eso decía con preocupación, y cada vez más emocionado, al punto que olvidó cubrir su boca y la nubecilla verde golpeó el rostro del gringo, que acabó vomitando de asco sobre Camilo. Camilo continuó indiferente su monólogo cubierto de una costra de indigestión y solo volvió en sí cuando el tumulto de turistas que antes vigilaba entró al hospedaje en tropel asustadizo.

Todos, excepto Eugenia, que estaba afuera peleando con un policía.

—Señorita gringa, beber en espacio público es ilegal —dijo el policía a Eugenia.

—Esta vereda le pertenece al hostal, y no, mamón, no soy gringa.

—¡Donde yo pueda escupir es espacio público! —gritó y escupió en el zapato de Eugenia.

—Señorita –continuó el policía—, yo la puedo robar y violar; nadie me va a tocar.

—¿Cuánto quiere? —preguntó Eugenia con miedo. Sabía que no tenía dinero.

En ese momento Camilo se acercó y levantó la voz al policía. Sin embargo, no logró pronunciar palabra alguna. Tampoco levantó el puño, cuando ya miraba satisfecho cómo el policía huía completamente asqueado, repelido por la nube verde de tripas podridas y vómito que Camilo traía como espíritu guardián. Resultó ser un policía bastante delicado. Camilo, por su lado, se siente audaz y, en un consecuente acto heroico, decidió regresar a Colombia, el terruño del que nunca comentaba nada con Eugenia. Sometido a la intensa curiosidad de ella, Camilo callaba casi como si no tuviera pasado. Decidió regresar a su país y llevarse a Eugenia consigo.

El bar «A seis manos» es conocido en Bogotá. No nos pagaban mucho, pero a Eugenia le daban mejores propinas que a mí por su acento mexicano. El sueldo yo lo gastaba en nimiedades de estudiante. En cambio, Eugenia contaba con cuidado los billetes al final de cada jornada para pagar la habitación del hotel que compartía con Camilo –un orinado hotel de la Avenida Jiménez– y la deuda que él había adquirido con los pasajes de avión. Vivían mal esos dos. Si no fuera porque en el bar nos regalaban comida del menú, Eugenia se hubiera muerto con eso de ahorrar embobando el hambre a punta de arroz. Camilo volvió a ser el mismo miedoso que en Ciudad de México: se hundió en el catre del hotel a leer periódicos financieros. Tenía las paredes de la habitación empapeladas, esta vez con gráficas del alza de las acciones de empresas petroleras, las variaciones del dólar, el peso mexicano y el argentino. Solía asomarse por la ventana agitando un cuchillo y usando un viejo casco de bicicleta –que había encontrado roto en la calle–, para preguntar a los que por allí caminaban si eran banqueros o espías.

Yo estiraba el descanso que nos daban a las meseras con un cigarrillo que fumaba en el zaguán. Algunas veces Eugenia me acompañaba y me contaba todo esto. Llegó a decirme que se marcharía pronto hacia la Patagonia sin Camilo. Creo que sentía compasión por ese idiota, como si pudiera aportar al mundo una imperceptible fracción de justicia arreglándole la cabeza a Camilo, o había confundido el amor con el miedo, porque en verdad podía largarse en cualquier momento con el dinero que ganaba.

Una noche Camilo nos sorprendió. Salió de su encierro porque venía a darle una buena noticia a Eugenia. Ella no lo vio entrar, solo se percató de que algo sucedía porque todas las meseras estábamos murmurando frente a la barra desde la que despachábamos los pedidos. Era inconfundible con su casco de bicicleta, y le dije hasta a los de la cocina que había llegado un personaje. Me disponía a llevarle una cerveza que había pedido, cuando Eugenia, sorprendida, me detuvo, me quitó la botella y se la llevó a Camilo, que estaba en la mesa dieciséis.

—Me gusta que me visites en el trabajo, pero ¿cómo vas a pagar esto? —preguntó Eugenia a Camilo, y él extendió un billete de cincuenta.

—Tengo lo suficiente para irnos a Perú.

En el otro extremo del bar, una mesa de seis amigas, la mesa número cuatro, solicitaba a Eugenia a gritos; ya la conocían como la mesera chilanga.

—Camilo, ¿de dónde sacaste dinero? No te oigo…; espera, ya vengo, tengo que atender a las chicas de la cuatro.

El bar se quedaba pequeño para tanta gente que venía a bailar y escuchar salsa en vivo. En los trayectos que maquinalmente Eugenia hacía de una mesa a otra, se detenía por instantes para susurrarle algo a Camilo, me imagino que cosas de enamorada; pero, ante todo, le hizo prometer que no gastaría su dinero en alcohol, ni aunque se hubiera ganado la lotería. Las meseras teníamos la orden de Eugenia de no vender nada a Camilo y, sin embargo, lo vi tomarse cerveza tras cerveza. Parece que un par de marranos le invitaron la borrachera esa noche: un calvo y un gafufo que se iban quedando sin asiento. Camilo los invitó a compartir su mesa y conversaron como viejos amigos. En realidad, era una escena poco común. El calvo mantenía un silencio imperturbable y se movía en cámara lenta; en cambio, el gafufo embalado se estrujaba la nariz a cada rato, y el más normal –Camilo– usaba un casco roto de bicicleta. El gafufo intentaba hilar sus sentimientos hacia una mujer:

—Yo la amo; en verdad que amo a esa malparida. No sé dónde está ahora. Quizá follando, porque eso sí que le gusta. ¿Ya le conté que nos vamos a casar en un mes? Sí, sí, me voy a casar con una australiana.

El calvo rio en silencio.

—No es gracioso, no lo es, puede estar ahora en una orgia o en una fiesta con veinte manes echándole los perros; y así como es ella, que la conocí en una rumba salvaje…

El calvo hizo entonces un gesto y formó una pequeña prisión con las manos.

—¿Quiere que la encierre en un calabozo? No es mala idea —rio el de gafas.

—¿Para qué quiere a su mujer encerrada? Mire a la mexicana esta —dijo Camilo y señaló a Eugenia, que correteaba entre las mesas—; ella me enseñó la libertad. ¡Mire lo lejos que ha llegado!

El calvo insistió con el gesto de la prisión y rio sin emitir voz alguna.

—No, encerrarnos los dos tampoco es la solución

—reflexionó el gafufo, enfadado—; quizá Camilo tiene razón. Tiene sentido eso de que el amor es libertad, que ella agarre para donde quiera y yo haré lo que me entre en gana, y en el encuentro de esos caminos se dará el amor.

Y yo pensé: “¿Y si no se encuentran?”. Me mantuve cerca para oírles la conversación y por poco me les acerco a decirles eso, a botarles leña a los borrachos para que se entretuvieran. El gafufo había pedido una botella de whisky, el calvo se puso el casco de Camilo y siguió con sus filosofías.

Eugenia se acercó a Camilo riendo. Venía de la mesa cuatro.

—Esas chicas son unas coquetas, pero la más linda es la de nariz perforada.

—¿Nuevas amigas? —centellearon los ojos de Camilo.

Eugenia reanudó la entrega de cervezas, y Camilo detalló a las chicas de la cuatro. A cinco de ellas les brillaba una argolla en la nariz. Se quedó pensando en silencio con la mirada trastornada. Nada más le dijo a la mexicana que seguía pasando una y otra vez a su lado, comentándole rápidamente y por lo bajo cualquier cosa que estuviera pasando en el bar. Luego de una de esas veloces visitas, el calvo extendió el dedo medio y el índice en forma de V y pasó la lengua por el medio. Camilo no le dio importancia, porque tenía los ojos amarrados a la mesa cuatro. Entonces caminó tambaleante hacia las seis chicas de esa mesa, levantó un billete sobre su cabeza y gritó:

—¡Lesbianas, les invito un trago! Pero no me quiten a mi mexicanita, areperas, yo les curo la maricada con una dosis de verga. ¡Puedo con todas!

El miedo tiene los ojos grandes

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