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A mí también me gustan los gatos.

Pero a mi tía Lala, ¡ni se diga! Ella se vuelve loca con los animales.

Le gustan más que a mí.

No puede ver a un gato abandonado en la calle, porque, ¡ay! se va en lágrimas y se lo lleva para la casa. Y cada vez que llega con un nuevo gato, la abuela Mayo pone el grito en el cielo, y la cantaletea:

—¡Esto se está volviendo un zoológico! ¡No hay patio para tanto gato y tanto perro! ¡Ya lo que falta es que metas un gato más debajo de mi cama!

Bajo los palos de mango hay una casona de perros y otra de gatos que encontró en la calle. Tía Lala es como la mamá de esos perros y gatos: los cuida, les da de comer, los lleva donde el médico veterinario y les pone su propio apellido.

La abuela Mayo puso el grito en el cielo cuando vio al primer perro que alguien había dejado tirado en la bahía y las dos discutieron hasta las lágrimas, pero la tía no dio su brazo a torcer y se negó a que la chantajearan con un viaje o un regalo, a cambio de sacar los animales de la casa.

Tía Lala se puso tan triste por esa pelea que perdió el año, porque la mamá no quería un gato más, pero al final, le dejó hacer, en el patio, una casa para perros y gatos de la calle. La abuela decía que estaba compitiendo con una señora que tenía veinte perros y veinte gatos y dormía junto a ellos, en unos cartones enormes, a lo largo de dos aceras, en una calle del centro amurallado de Santos de Piedra.

La abuela creyó que, después de que ella terminara su bachillerato, se iba a olvidar de la idea de seguir recogiendo animales, pero han pasado los años y tía Lala vuelve a ser la niña que se pone a llorar si ve a un gato abandonado en la calle. A la bisabuela Delicia no le gustaban mucho los animales y a mi abuela Mayo tampoco, pero se fue acostumbrando y acabó por quererlos. Las dos terminaron siendo alcahuetas de un zoológico que empezó a crecer en el patio de la casa.

Mi abuela se convirtió en una alegre madrina de gatos y perros. Cuando llega el día del parto de las perras o las gatas, regalamos algunas de las criaturas a amigos, pero la tía está pendiente de las vacunas y de que se sientan bien tratados, como hijos o hijas, en las manos de quienes los adopten.

La abuela se puso enferma y mi tía dejó de llevar animales a casa en los últimos años. Ya no había cama para tanto gato. Luego de estudiar periodismo vivió fuera de Santos de Piedra, y yo, que era una niñita, me quedé cuidando a los perros y a los gatos que dejó mi tía, pero mis abuelos regalaron muchos entre sus amigos, cuando se enfermaron, y se quedaron con muy pocos, hasta que el patio albergó solo cinco perros, nueve gatos y una perrita que hace por mil. Años después, mi tía regresó a casa de sus padres y, más tarde, consiguió un apartamento frente al mar, donde no puede tener ningún gato ni perro. En Santos de Piedra, los gatos y los perros no tienen guarderías y menos una casa grande donde estén tranquilos. Su casa es la calle y nadie los quiere, me ha dicho mi tía.


El sábado, que vino a almorzar con nosotros y a darles vuelta a sus gatos y perros que ya no caben en el patio, nos contó que una gata callejera se metió en la empresa donde trabaja y ya empezó a tener otro dolor de cabeza.

—Cuéntamelo a mí —le digo a mi tía.

—Solo a ti, María José —contesta ella.

Soy su sobrina consentida.


Michelín no es una gata cualquiera

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