Читать книгу Michelín no es una gata cualquiera - Gustavo Tatis - Страница 4
Оглавление2
Tía Lala dice que no sabe de dónde salió la gata. Se le apareció mientras caminaba a la oficina. Era como si la estuviera siguiendo.
La gata venía por la avenida, cerca del parqueadero del periódico donde ella trabaja, y le seguía los pasos, sin que la tía se diera cuenta. Cuando se volteó para mirar, la gata desapareció. Así, de pronto. Y ella siguió caminando y la volvió a ver después, durmiendo al lado de las llantas de un camión de la empresa. Entonces, le preguntó a Omega, uno de los conductores, de dónde había salido la gatita. Él dijo:
—Apareció ahí, junto a la llanta.
Y la tía le advirtió:
—Ten cuidado, Omega. La gatita está durmiendo debajo del camión.
Entonces Omega, que ya se iba a subir al vehículo, se acercó a la gatita y le dijo:
—Miss, Miss, quítate de la llanta.
La gata se había deslizado como una pelusa blancuzca con pintas negras, en el parqueadero, huyendo de la lluvia.
“Se estará muriendo de hambre”, fue lo que se le ocurrió pensar a Omega, al descubrirla en un parpadeo antes de subirse al camión.
—Pude haberte matado sin darme cuenta. —Y se le acercó como un papá tierno—: ¿De dónde saliste, gatita? Quítate de esa llanta, por favor —insistió.
La gata no se mosqueó, pero él siguió diciendo:
—¡Miss, Miss!
Pero ella no se movía. Abrió uno de sus ojos, tal vez molesta por ese nombre tan simple, que parecía un silbido. No respondió al llamado de Miss, porque ese no era su nombre. Y Miau, menos. Si Miss era como un silbido, Miau fue una ofensa total. Era como si le tiraran a la cara un balde de agua sucia. Le parecía horrible oír “miss” y “miau”. Ella se hacía la sorda.
—¡Qué falta de consideración para una gatita! —afirmó mi tía.
Omega buscó el nombre más sencillo y sonoro, y se le ocurrió al mirar las llantas de su camión: Michelín. Y cuando Omega la llamó de esa manera, la gata sacudió las orejas. Omega volvió a llamarla:
—¡Michelín!
Y ella se volteó a mirarlo a los ojos. Se estiró y volvió a su pereza, sin dejar de verlo. Omega notó que era una gata muy bonita, que tenía unos ojos amarillos como luciérnagas que alumbran en la oscuridad. Ella lo observó de pies a cabeza.
—Los gatos escanean con sus ojos a todos los que ven —explicó la tía Lala.
Lo reparó sin escuchar su voz. Y Omega le estiró sus manos:
—Ven acá, nenita. —Y cuando ya la tuvo entre sus brazos, le acarició la cabeza y agregó—: Michelín, no seas una gata terca y no vuelvas a dormir al lado de las llantas. ¡Pueden aplastarte!
Mi tía Lala sintió una punzada en el estómago al oír aquellas palabras:
—No vuelvas a decirlo, Omega. Nadie va a hacerle daño a Michelín.
Y al tenerla muy cerca de ella, se dirigió sonriente a Omega:
—La gatita tiene cara de llamarse Michelín. Si no se llamara así, no levantaría las orejas. Un día bauticé a una gatita con el nombre de Loren y no respondía; en cambio, le gustó llamarse Marilyn. Un amigo sofisticado le puso a su gato Bach y nunca se mosqueó; solo quería que lo llamaran Joe. Era que le gustaba más la salsa que la música clásica —contó tía Lala—. ¿Será que a Michelín solo le gusta dormir junto a las llantas de los camiones? No creo. Pero Michelín suena bonito.
—¿De dónde viniste, gatita? —continuó la tía— Michelín movía sus orejas y dejaba en el aire su cola delgada, que parecía de algodón.
—¿Dónde la dejamos? —preguntó Omega.
—En el jardín, cerca al parqueadero, mientras le encontramos una casita —contestó tía Lala.
Pero ¿cómo fue a parar Michelín a ese patio?, se preguntaba mi tía. Lo cierto es que, desde que entró, no volvió a salir.
—Tal vez le atrajo el olor fresco a papel y el aroma de los cartones de la empresa de periódicos, o el perfume que usa Lala —dijo Omega, riendo.
Tal vez fue el perfume de Lala, porque no se despegó de allí.
Antes de cruzar la puerta de entrada, la fragancia que usaba la tía Lala flotaba en el aire.
El celador Álvaro, al que llaman Cabeza de Puerco, se quedaba lelo mirando a mi tía.
—¿Por qué le dicen Cabeza de Puerco? —le pregunté a ella.
Y ella me contó que ese apodo se lo puso su amigo, el Mono Mendoza. Él no se molesta cuando le dicen así, porque es una manera cariñosa, juguetona y chistosa de saludarse. Y no es que Álvaro tenga cara de puerquito. No. Es porque es gordito y risueño. El Mono Mendoza lo saluda siempre:
—¡Ajá, Cabeza de Puerco!
Y Álvaro responde:
—¡Ahí bien, por las buenas, Mono Mendoza!
Pero Álvaro también se burla de Germán y le dice:
—¡Germán, tienes cara de perro alemán!
Solo ellos se dicen cosas que para otros serían horribles, pero al final, los dos terminan riéndose. Cuando llega mi tía, Álvaro aspira el aroma que queda en el aire, mucho tiempo después de que ella se va, como si se derramara un perfume de su cabellera de oro. Un perfume que encanta a los gatos. Y a los celadores que se quedan embriagados con la fragancia de Lala, que permanece en el jardín y en el taller de mecánica, donde Víctor Hugo arma y desarma los camiones que se han varado.
Michelín fue tras su perfume, desde siete cuadras atrás.
Sintió el olor de los cangrejos y mariscos de la bahía, el de la gasolina de los talleres de mecánica de la avenida; el olor de una fábrica de chicles y el de los quesos de una tienda de esquina. El provocativo olor de una panadería, el olor a caballos de una vieja caballeriza de cocheros y, finalmente, el olor a rosas frescas de mi tía Lala. Allí elevó sus orejas y sacudió sus bigotes.
En un momento, tía Lala se detuvo, porque sintió que alguien la seguía y, al darse vuelta, vio a la gata. Tía Lala y Michelín se miraron como si se conocieran desde siempre, pero, de pronto, la gatita desapareció.
Michelín vivió sesenta días en el jardín, pero ya sabía que el camión de Omega se detenía durante dos horas en el parqueadero, después del mediodía, y en ese tiempo, ella hacía su siesta al lado de las llantas.
La segunda vez que Omega la vio, la regañó:
—Michelín, ¿no te dije que no durmieras junto a las llantas?
Michelín levantó sus orejas para explicarle que solo lo hacía con las llantas de su camión y en ningún otro, porque ya tenía su confianza, y sabía que Omega no se subiría al camión sin antes despertarla. Aquello era otro pretexto para que el hombre le dijera con ternura:
—Nenita, Michelín, despiértate, ya voy a viajar. Vete para el jardín.
Pero esta amistad de Omega y Michelín, y sus demostraciones de cariño, comenzaron a inquietar a celadores, mecánicos, aseadoras y periodistas, y a incomodar a los jefes de Omega. Fue así como Michelín se convirtió en su mascota invisible.
Ya todos lo habían sorprendido hablando con la gata a la hora de la siesta.
Ya todos llamaban a la gata por su nombre.
Oculta en un rincón oscuro, Michelín observaba las pisadas de quienes bajan las escaleras e imaginaba cómo sería la vida de los que trabajaban en aquel edificio de piedra amarilla.
—¿Qué es lo que haces allí, tía Lala? —le pregunté.
Mi tía escribe en un periódico que se llama Diario de Santos de Piedra y cada día publica notas sobre nacimientos, bautizos, matrimonios, grados, viajes, y también cuando alguien se enferma o se muere. Ella está al tanto de todo lo que ocurre en Santos de Piedra; hasta se preocupa cuando se pierde alguna mascota y desde el periódico intenta ayudar a buscarla. A mi tía no la dejan caminar por ninguna parte, porque alguien, a quien ella ni siquiera conoce, se le acerca y le pide el favor de que le publique algo en el periódico. A la gente le gusta aparecer en las páginas del diario. Siempre son los mismos favores: el niño que va a tomar la primera comunión, la niña que va a celebrar sus 15 años, el muchacho que se va a graduar o el que se va a casar. Así que mi tía es la que lleva sobre sus hombros lo que en Santos de Piedra llaman “Página Social”. La gente compra el periódico para ver quién apareció en esa importante sección.
Todas las mañanas llega con pasos lentos y, con disimulo, sin que nadie la vea, y le entrega una bolsa de comida para la gata a uno de los celadores de turno.
—No le digas a nadie que tenemos esta gata aquí —advierte.
La voz de mi tía es más dulce cada vez que nombra a Michelín, mientras otros dicen Michelín, con una voz desafinada. Ella dice que los gatos les ponen más cuidado a las voces dulces que a las que suenan como una trompeta. Los vozarrones los asustan; las voces dulces los atraen. Los gatos se dan cuenta cómo se les habla, como cuando un padre regaña a su hijo o cuando alguien está reclamando algo. Y Michelín sabía, con solo escuchar, quién la quería y quién la despreciaba.