Читать книгу El retorno de lo real - Hal Foster - Страница 7

Оглавление

Robert Morris, Sin título, 1977.

INTRODUCCIÓN

No hace mucho tiempo, me encontraba yo con un amigo junto a una obra de arte compuesta por cuatro vigas de madera dispuestas en un largo rectángulo, con un espejo colocado detrás de cada esquina de modo que reflejara los otros. Mi amigo, un artista conceptual, y yo conversábamos sobre la base minimalista de aquella obra: su recepción por los críticos entonces, su elaboración por los artistas más tarde, su importancia para los practicantes hoy en día, todos ellos temas de los que este libro también se ocupa. Enfrascados en nuestra charla, perdimos de vista a la hija de mi amigo mientras jugaba entre las vigas. Pero entonces, avisados por su madre, levantamos la vista y vimos a la niña atravesar el espejo. En el interior del salón de espejos, la mise-en-abîme de vigas, cada vez se alejaba más de nosotros, entró en la lejanía y también en el pasado.

Sin embargo, de pronto allí estaba ella justo detrás de nosotros: todo lo que había hecho había sido saltar por entre las vigas en la habitación. Y allí estábamos nosotros, un crítico y un artista informados sobre arte contemporáneo, aleccionados por una niña de seis años, incapaces de encajar nuestra teoría con su práctica. Pues su juego con la obra no sólo llamaba la atención sobre temas específicos del minimalismo –las tensiones entre los espacios que sentimos, las imágenes que vemos y las formas que conocemos–, sino también sobre algunos deslizamientos generales que se han producido en el arte durante las últimas tres décadas, como son las nuevas intervenciones sobre el espacio, las diferentes construcciones de la visión y las definiciones ampliadas del arte. Su acción tenía asimismo una dimensión alegórica, pues describió una figura paradójica en el espacio, una recesión que es también un retorno, lo cual me hizo evocar la figura paradójica en el tiempo descrita por la vanguardia. Pues incluso cuando vuelve al pasado, la vanguardia también retorna del futuro, reubicado por el arte innovador en el presente. Esta extraña temporalidad, perdida en las historias del arte del siglo XX, es uno de los temas principales de este libro.

Parcial en intereses (nada digo sobre muchos acontecimientos) y parroquial en ejemplos (yo no dejo de ser un crítico con base en Nueva York), este libro no es una historia: se concentra únicamente en algunos modelos del arte y la teoría de las tres últimas décadas. Pero tampoco celebra el falso pluralismo del museo, el mercado y la academia posthistóricos en los que todo vale (hasta donde las formas aceptadas predominan). Por el contrario, insiste en que las genealogías específicas del arte y la teoría innovadores existen más allá de esta época, y rastrea estas genealogías a través de notables transformaciones. Crucial resulta aquí la relación (abordada en el capítulo 1) entre los giros [turns] en los modelos críticos y los retornos [returns] de las prácticas históricas: ¿cómo una reconexión con una práctica pasada apoya una desconexión de una práctica actual y/o el desarrollo de una nueva? Ninguna cuestión es más importante para la neovanguardia de la que este libro se ocupa; es decir, para el arte desde 1960 que recupera inventos de la vanguardia con fines contemporáneos (por ejemplo, el análisis constructivista del objeto, la manipulación de la imagen a través del fotomontaje, la crítica premeditada de la exposición).

La cuestión de los retornos históricos es antigua en la historia del arte; de hecho, en la forma del renacimiento de la antigüedad clásica, es fundacional. Preocupados por abarcar diversas culturas en una narración única, los fundadores hegelianos de la disciplina académica representaron estos retornos como movimientos dialécticos que hacían avanzar la peripecia del arte occidental y propusieron figuras apropiadas para esta narración histórica (así, Alois Riegl sostuvo que el arte avanza a la manera en que gira un tornillo, mientras que Heinrich Wölfflin aportó la imagen afín de una espiral)[1]. Pese a las apariencias, esta noción de una dialéctica no fue rechazada en la modernidad; al menos por lo que se refiere al formalismo angloamericano, se continuó, en parte, por otros medios. «La modernidad nunca ha significado nada parecido a una ruptura con el pasado», proclamó Clement Greenberg en 1961, en los inicios del período del que aquí me voy a ocupar; y en 1965 Michael Fried fue explícito: «hace ya más de un siglo que en las artes visuales funciona una dialéctica de la modernidad»[2].

Evidentemente, estos críticos subrayaban la naturaleza categórica del arte visual à la Kant, pero lo hacían para conservar su vida histórica à la Hegel: se demandaba del arte que se atuviera a su espacio, «a su área de competencia», a fin de que pudiera sobrevivir e incluso prosperar en el tiempo, y así «mantener los pasados niveles de excelencia»[3]. De modo que había una modernidad formal ligada a un eje temporal, diacrónico o vertical; en este respecto se oponía a una modernidad vanguardista que sí aspiraba a «una ruptura con el pasado», la cual, preocupada por ampliar el área de competencia artística, favorecía un eje espacial, sincrónico u horizontal. Uno de los principales méritos de la neovanguardia abordados en este libro es que trataba de mantener estos dos ejes en coordinación crítica. Lo mismo que la pintura y la escultura tardomodernas defendida por los críticos formalistas, reelaboró sus ambiciosos antecedentes y de este modo sostuvo el eje vertical o la dimensión histórica del arte. Al mismo tiempo, recurrió a los paradigmas del pasado para abrir posibilidades presentes y de ese modo desarrolló también el eje horizontal o la dimensión social del arte.

Hoy en día la orientación de muchas prácticas ambiciosas es diferente. A veces el eje vertical es despreciado en favor del eje horizontal, y a menudo la coordinación entre ambos parece rota. En cierto modo, este problema puede achacarse igualmente a la neovanguardia en su implícito deslizamiento de un criterio disciplinario de calidad, juzgado en relación con niveles artísticos del pasado, a un valor vanguardista de interés, provocado por el cuestionamiento de los límites culturales del presente; pues este deslizamiento implícito (tratado en el capítulo 2) comportó un movimiento parcial de las formas intrínsecas del arte a los problemas discursivos en torno al arte. Sin embargo, solamente la neovanguardia temprana no realizó este cambio putativo de «una sucesión histórica de técnicas y estilos» a «una simultaneidad de lo radicalmente dispar»[4]. Únicamente con el giro etnográfico del arte y la teoría contemporáneos, como sostengo en el capítulo 6, es tan pronunciado el giro de las elaboraciones específicas para el medio a los proyectos específicos para el debate[5].

La mayoría celebra esta expansión horizontal, pues ha recuperado para el arte y la teoría sitios y públicos largo tiempo apartados de ellos y ha abierto otros ejes verticales, otras dimensiones históricas, al trabajo creativo. Pero este movimiento también suscita interrogantes. En primer lugar, está la cuestión del valor invertido en los cánones del arte del siglo XX. Este valor no está establecido: siempre hay invención formal que redesplegar, sentido social que resignificar, capital cultural que reinvertir. Renunciar sin más a este valor es un error, estética y estratégicamente. En segundo lugar, está la cuestión de la pericia, que tampoco debería despreciarse como elitista. A este respecto, la expansión horizontal del arte ha depositado una enorme carga sobre los hombros tanto de los artistas como de los espectadores: cuando uno pasa de un proyecto a otro, debe calibrar el aliento discursivo así como la profundidad histórica de no pocas representaciones diferentes, a la manera en que un antropólogo entra en una nueva cultura con cada nueva exposición. Esto es muy difícil (aun para los críticos que hacen poco más), y esta dificultad puede impedir el consenso sobre la necesidad del arte, por no hablar del debate sobre los criterios del arte significativo. Cuando las diferentes comunidades interpretativas se gritan unas a otras o caen en el silencio, los ignorantes reaccionarios pueden apoderarse del foro público sobre el arte contemporáneo, lo cual por cierto ya han hecho para condenarlo.

Una de las principales preocupaciones de este libro es, pues, la coordinación de los ejes diacrónico (o histórico) y sincrónico (o social) en el arte y la teoría. De esta preocupación derivan las dos nociones que rigen lo que trato (en los capítulos 1 y 7 en particular). La primera es la noción de parallax, que implica el aparente desplazamiento de un objeto causado por el movimiento real de su observador. Esta figura subraya que los marcos en que encerramos el pasado dependen de nuestras posiciones en el presente y que estas posiciones las definen esos marcos. También cambia los términos de estas definiciones de una lógica de la transgresión vanguardista hacia un modelo de (des)plazamiento deconstructivo, lo cual es mucho más adecuado para las prácticas contemporáneas (donde el giro del «texto» intersticial al «marco» institucional es pronunciado). La reflexividad del espectador envuelta en la noción de parallax se anticipa también en la otra noción fundamental en este libro: la acción diferida. En Freud un acontecimiento se registra como traumático únicamente si hay un acontecimiento posterior que lo recodifica retroactivamente, en acción diferida. Aquí yo propongo que la significación de los acontecimientos de vanguardia se produce de un modo análogo, mediante una compleja alternancia de anticipación y reconstrucción.

Tomadas juntas, por lo tanto, las nociones de parallax y de acción diferida reactivan el cliché no sólo de la neovanguardia como meramente redundante de la vanguardia histórica, sino también de lo posmoderno como una fase tardía en relación con lo moderno. De esta manera espero que maticen mis explicaciones tanto de los deslizamientos estéticos como de las rupturas históricas. Por último, si este modelo de retroacción puede contribuir a cualquier resistencia simbólica a la obra de retroversión tan difundida en la cultura y la política de hoy en día –es decir, el desmontaje reaccionario de las transformaciones progresistas del siglo–, tanto mejor[6].

Este libro rastrea unas cuantas genealogías del arte y la teoría desde 1960, pero con el fin de aproximarse a la actualidad: ¿qué produce un presente como diferente y cómo un presente enfoca a su vez un pasado? Esta pregunta implica también la relación del crítico con la obra histórica y aquí nadie escapa al presente, ni siquiera el historiador del arte. La comprensión histórica no depende del apoyo contemporáneo, sino que parece requerirse un compromiso con el presente, sea artístico, teórico y/o político. Por supuesto, los historiadores innovadores del arte moderno tienden desde hace mucho tiempo a ser críticos incisivos también de las prácticas contemporáneas, y esta visión paralláctica ha llevado con frecuencia a otros criterios en relación con ambos objetos de estudio[7].

Anticipo esta cuestión no para destacar mi nombre, sino para subrayar lo que me diferencia de los demás. Prominentes historiadores del arte como Michael Fried, Rosalind Krauss y T. J. Clark difieren en cuanto a métodos y motivaciones, pero comparten una profunda convicción en el arte moderno, y de alguna manera esta convicción es generacional. Los críticos formados en el mismo ambiente que yo son más ambiguos en relación con este arte no sólo porque lo recibimos como una cultura oficial, sino porque fuimos iniciados por prácticas que aspiraban a romper con sus modelos dominantes. Así, también para nosotros se había aliviado la ansiedad de la influencia que a partir de Pablo Picasso y a través de Jackson Pollock fluía hasta alcanzar a los artistas ambiciosos en los sesenta; un indicio de nuestra diferencia (para nuestros predecesores, sin duda, de nuestra decadencia) era que el ángel con el que luchábamos era Marcel Duchamp por mediación de Andy Warhol, más que Picasso por mediación de Pollock. Más aún, estas dos narraciones edípicas habían pasado por el crisol del feminismo, que los cambió profundamente[8]. De manera que un crítico como yo, investido de la genealogía minimalista del arte, debe diferir de otro implicado en el expresionismo abstracto: el arte moderno no le resultará indiferente, pero tampoco lo convencerá enteramente. De hecho, en el capítulo 2 sostengo que este tema de la imitación puede situar al crítico en un punto crucial del arte moderno y, por lo tanto, llevarlo a prestar más atención a sus contradicciones que a sus triunfos[9].

Como otros en mi ambiente, pues, me encuentro a cierta distancia del arte moderno, pero a poca de la teoría crítica. En particular, me encuentro cerca del giro semiótico que revigorizó a gran parte del arte y la crítica sobre el modelo del texto en la segunda mitad de los setenta (algo tratado en el capítulo 3), pues me formé como crítico durante esa época, cuando la producción teórica se hizo tan importante como la artística. (A muchos de nosotros nos parecía más provocadora, innovadora, urgente; pero entonces no había una contienda real entre, por ejemplo, los textos de Roland Barthes o Jacques Derrida y la pintura new-image o la arquitectura pop-historicista.) Sin embargo, por lo que se refiere a la teoría crítica, tengo el interés de un iniciado de segunda generación, no el celo de un converso de primera generación. Con esta ligera distancia intento tratar la teoría crítica, no sólo como una herramienta conceptual, sino como una forma simbólica e incluso sintomática.

Aquí podrían aventurarse dos intuiciones retrospectivas. Desde mediados de los setenta la teoría crítica ha funcionado como una continuación secreta de la modernidad por otros medios: tras el declive de la pintura y la escultura tardomodernas, ocupó la posición de las bellas artes, al menos en la medida en que conservaba valores tales como la dificultad y la distinción, que habían perdido importancia en la forma artística. Asimismo, la teoría crítica ha servido como una continuación secreta de la vanguardia por otros medios: tras el clímax de las revueltas de 1968, también ocupó la posición de la política cultural, al menos en la medida en que la retórica radical compensaba un poco del activismo perdido (a este respecto, la teoría crítica es una neovanguardia por derecho propio). Este doble servicio secreto –como sucedáneo de las bellas artes y sustituto de la vanguardia– ha atraído a muchos seguidores diferentes.

Una de las maneras en que trato la teoría crítica como objeto histórico es tomando en consideración sus conexiones sincrónicas con el arte avanzado. Desde los sesenta ambos han compartido al menos tres áreas de investigación: la estructura del signo, la constitución del sujeto y la ubicación de la institución (por ejemplo, no sólo los papeles del museo y de la academia, sino también el lugar del arte y la teoría). Este libro se ocupa de estas áreas generales, pero se centra en relaciones específicas tales como la existente entre la genealogía minimalista del arte y la preocupación fenomenológica por el cuerpo de un lado y por el análisis estructuralista del signo de otro (algo tratado en el capítulo 2), o por la afinidad entre la genealogía pop del arte y la explicación psicoanalítica de la visualidad desarrollada por Jacques Lacan más o menos en la misma época (tema tratado en el capítulo 5). También se concentra en momentos particulares en los que el arte y la teoría son reubicados por otras fuerzas: por ejemplo, cuando las instalaciones para un sitio específico o los collages de foto-texto replican los mismos efectos a los que por otro lado se resisten, la fragmentación del signo-mercancía (capítulo 3); o cuando un método crítico como la deconstrucción se convierte en una táctica cínica del posicionamiento del mundo artístico (capítulo 4).

Considérense tales momentos como fracasos totales o como revelaciones parciales, suscitan la cuestión del criticismo del arte y la teoría contemporáneos (el desarrollo histórico de este valor se trata en los capítulos 1 y 7). Ya he señalado unos cuantos aspectos de la crisis actual tales como una relativa desatención a la historicidad del arte y un casi eclipse de los espacios contestatarios. Pero estos lamentos por una pérdida de asidero histórico y distancia crítica son viejos estribillos y a veces expresan poco más que la ansiedad del crítico por una pérdida de función y poder. Pero esto no los convierte en ilegítimos o narcisistas. ¿Cuál es el lugar de la crítica en una cultura visual que es eternamente administrada –desde un mundo artístico dominado por agentes de promoción con escasa necesidad de crítica hasta un mundo mediático de corporaciones de comunicación-y-entretenimiento sin ningún interés por nada–? ¿Y cuál es el lugar de la crítica en una cultura política que es eternamente afirmativa, especialmente en medio de las guerras culturales que llevan a la derecha a amenazar con o lo tomas o lo dejas y a la izquierda a preguntarse dónde estoy en este cuadro? Por supuesto, esta misma situación hace igualmente urgentes para siempre los viejos servicios de la crítica: cuestionar un statu quo político-económico comprometido con su propia reproducción y provecho sobre todo lo demás, y mediar entre grupos culturales que, privados de una esfera pública para el debate abierto, no pueden parecer más que sectarios. Pero tomar nota de las necesidades no es mejorar las condiciones.

Algunos factores obstaculizan la crítica de arte en particular. Ni defendidos por el museo ni tolerados por el mercado, algunos críticos se han retirado a la academia, mientras otros se han alistado en la administración de la industria cultural: los medios de comunicación, la moda, etc. Esto no es un juicio moral: incluso en la época abarcada por este libro, los pocos espacios en que una vez se permitió la crítica de arte se han estrechado enormemente y los críticos han seguido a los artistas obligados a cambiar el ejercicio de la crítica por la supervivencia económica. Un doble giro en estas posiciones ha empeorado las cosas: mientras unos artistas abandonaron el ejercicio de la crítica, otros adoptaron posiciones teóricas como si fueran críticas premeditadas y algunos teóricos se adhirieron a posturas artísticas con exactamente la misma ingenuidad[10]. Si los artistas esperaban ser elevados por la teoría, los teóricos contaban con ser apoyados por el arte; pero a menudo ambas proyecciones no respondían más que a sendos malentendidos: el arte no es teórico, no produce conceptos críticos, por derecho propio; y la teoría es únicamente suplementaria, aplicable o no según se considere conveniente. Como resultado, entre la ilustración de la estética de los bienes de consumo en el arte de finales de los ochenta, por ejemplo, y la ilustración de la política de género en el arte de principios de los noventa puede ser que no haya muchas diferencias formales. Tanto el cinismo de aquélla como el voluntarismo de ésta desprecian a menudo el trabajo con la forma: en el primer caso como fútil, en el segundo como secundario. Y a veces estos malentendidos –que el arte no es en sí mismo teórico ni político, que la teoría es ornamental y la política externa– imposibilitan el arte teórico y el político, y lo hacen en nombre de uno y otro.

Esto no es apartar a la teoría de los artistas ni al arte de la política; ni alentar las agresiones de los medios de comunicación contra la teoría ni la caza de brujas de la derecha. (A veces la teoría está cargada lingüísticamente y es irresponsable políticamente, pero eso no significa ni remotamente, como el New York Times supone, que la crítica de arte sea mera palabrería y la deconstrucción una apología del Holocausto.) Por el contrario, de lo que se trata es de insistir en que la teoría crítica es inmanente al arte innovador y que la autonomía relativa de lo estético puede ser un recurso crítico. Ésta es la razón de que me oponga a una denigración prematura de la vanguardia. Como señalo en el capítulo 1, la vanguardia es obviamente problemática (puede ser hermética, elitista, etc.); sin embargo, recodificada en términos de articulaciones resistentes y/o alternativas de lo artístico y lo político, sigue siendo un constructo que la izquierda abandona a su suerte. La vanguardia no tiene patente de criticismo, por supuesto, pero un compromiso con tales prácticas no excluye un compromiso simultáneo con otras.

La demanda de esta multifocalidad sí se añade a la carga del arte y la crítica progresistas, y la situación en el arte y la academia ayuda poco. En ambos mundos, una reacción política ha manipulado una crisis económica para producir un clima reactivo dominado por la llamada a la vuelta conservadora a las tradiciones de autoridad (y a menudo de autoritarismo)[11]. La gran amenaza para el arte y la academia, se nos dice, procede de los artistas sinvergüenzas y de los radicales irredentos; pero esto nos lo dicen reaccionarios subsidiados, y son estos ideólogos de los fundamentos conservadores quienes han hecho el verdadero daño, pues lo que erosiona la fe pública en el arte y la academia son tales fantasmas del artista y del académico. Esto es casi un secreto de Estado: en cuanto la derecha ha dictado las guerras culturales y dominado la imagen pública del arte y la academia, el lego ha asociado aquél con la pornografía, ésta con el adoctrinamiento y a ambos con un mal uso del dinero del contribuyente. Tales son los réditos de la campaña derechista: mientras la izquierda hablaba de la importancia política de la cultura, la derecha la practicaba[12]. Sus filósofos han triunfado donde los lectores de Marx fracasaron: han transformado el mundo, y volverlo a transformar costará un gran esfuerzo.

Cuando tanto el Estado cooperativo como el contrato social han caducado, preocuparse por el mundo del arte y el mundo académico puede resultar ridículo. Pero las batallas que se libran en estos terrenos también son importantes: los ataques a la acción afirmativa y a las iniciativas multiculturales, a la financiación pública y a la corrección política (un ejemplo clásico de crítica de izquierdas convertida en arma de derechas). También en estos mundos muestra sus verdaderos colores la revolución de los ricos, pues nuestros gobernantes actuales han revelado un renovado desprecio no sólo hacia la compensación social, sino hacia el apoyo cultural (al menos, los antiguos ricos tenían el buen gusto de ser arribistas). En último término, sin embargo, el arte y la academia tienen el muy fundamental interés de la conservación, en una cultura administrada y afirmativa, de espacios para el debate crítico y la visión alternativa.

Una vez más (rei)vindicar tales espacios no es fácil. Por una parte, es un trabajo de desarticulación: de redefinición de términos culturales y de recuperación de posiciones políticas. (Aquí uno tiene que disipar los fantasmas reaccionarios del arte y la academia así como desenmarañar las críticas de izquierdas a tales instituciones de los ataques de la derecha.[13]) Por otra, es un trabajo de articulación: de mediación entre contenido y forma, significantes específicos y marcos institucionales. Ésta es una tarea difícil pero no imposible; me ocuparé de algunas prácticas exitosas, aunque provisionalmente, en tales (des)articulaciones. Un punto de partida es recuperar las prácticas críticas interrumpidas por el golpe neoconservador de los ochenta, que es precisamente lo que algunos artistas, críticos e historiadores jóvenes hacen hoy en día. Este libro es mi contribución a ese trabajo[14].

El capítulo 1 prepara mi estudio de los modelos críticos en el arte y la teoría desde 1960 mediante una nueva articulación de las vanguardias históricas y las neovanguardias. El capítulo 2 presenta el arte minimalista como un punto capital en esta relación en los años sesenta. El capítulo 3 se ocupa de la subsiguiente reformulación de la obra de arte como texto en los setenta. Y el capítulo 4 narra la disolución de este modelo textual en un convencionalismo generalizado durante los años ochenta. En los capítulos 5 y 6 se examinan dos reacciones contemporáneas a esta doble inflación del texto y la imagen: un giro hacia lo real en cuanto evocado a través del cuerpo violado y/o el sujeto traumático, y un giro hacia el referente en cuanto fundamentado en una identidad dada y/o una comunidad concreta. Por último, el capítulo 7 (que es más epílogo que conclusión) amplía mi estudio a tres discursos cruciales para el arte y la teoría de este tiempo: la crítica del sujeto, la negociación del otro cultural y el papel de la tecnología. Los capítulos cuentan historias conectadas entre sí (para mí es muy importante recuperar la eficacia de tales narraciones), pero no es preciso leerlos consecutivamente.

Dedico este libro a tres personas que han mantenido espacios críticos abiertos para mí: Thatcher Bailey, fundador de Bay Press; Charles Wright, director del Dia Art Center desde 1986 hasta 1994; y Ron Clark, jefe del Whitney Museum Independent Study Program. Crecí con Thatcher y Charlie en Seattle, y ellos me apoyaron como crítico en Nueva York: Thatcher como editor, Charlie como patrocinador y ambos como amigos durante años. Con el mismo espíritu quiero dar las gracias a otros viejos amigos (Andrew Price, John Teal, Rolfe Watson y Bob Strong) y a mi familia (Jody, Andy y Becca). Hace más de una década Ron Clark me invitó a tomar parte en el Programa Whitney, donde fui director de estudios críticos y de conservación en la época en que concebí este libro. Nuestros seminarios con Mary Kelly siguen siendo importantes para mí y amplío mi gratitud a todos los participante en el programa durante años. En cuanto a la comunidad intelectual, estoy en deuda con mis amigos de October: Yve-Alain Bois, Benjamin Buchloh, Denis Hollier, Silvia Kolbowski, Rosalind Krauss, Annette Michelson y Mignon Nixon; así como en Cornell: David Bathrick, Susan Buck-Moors, Mark Seltzer y Geoff Waite. (Me siento agradecido a otros amigos también, especialmente a Michel Feher, Eric Santner y Howard Singerman... demasiados para citarlos a todos.) Algunas partes de este libro fueron escritas en la Cornell Society for the Humanities y doy las gracias a sus directores, Johanthan Culler y Dominick LaCapra. Finalmente, estoy en deuda con Carolyn Anderson, Peter Brunt, Miwon Kwon, Helen Molesworth, Charles Reeve, Lawrence Shapiro, Blake Stimson y Frazer Ward; ellos me han enseñado tanto como yo a ellos. Lo mismo es cierto en otro sentido de Sandy, Tait y Thatcher.

Nueva York, invierno de 1995

[1] Véase Alois Riegl, «Late Roman or Oriental?» (1902), en Gerd Schiff (ed.), German Essays on Art History, Nueva York, Continuum, 1988, p. 187; y Heinrich Wölfflin, Principles of Art History: The Problem of the Development of Style in Later Art, trad. ingl. M. D. Hottinger, Nueva York, Dover, 1950, p. 234 [ed. cast.: Conceptos fundamentales de la historia del arte, Madrid, Espasa-Calpe, 1997, p. 454].

[2] Clement Greenberg, «Modernist Painting» (1961), Art and Literature (Primavera de 1965), p. 199, y Michael Fried, Three American Painters: Kenneth Noland, Jules Olitski, Frank Stella, Cambridge, Fogg Art Museum, 1965, p. 9.

[3] Greenberg, «Modernist Painting», cit., pp. 193, 201.

[4] Peter Bürger, Theory of the Avant-Garde,1974, trad. ingl. de Michael Shaw, Mineápolis, University of Minnesota Press, 1984, p. 64 [ed. cast.: Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península, 1987, p. 123]. De sus influyentes tesis me ocupo en los capítulos 1 y 2.

[5] La dimensión etnográfica no es nueva en la historia del arte; se detecta a cada paso en los escritos de Riegl, Aby Warburg y otros, donde a menudo se halla en tensión con el imperativo hegeliano de la disciplina. Esta dimensión reaparece en estudios de la cultura visual (por no hablar de los estudios culturales y el nuevo historicismo); de hecho, la presencia de la «cultura» a este respecto sugiere que el discurso guardián de este campo emergente puede ser la antropología más que la historia. Sobre esta cuestión, véase October 77 (verano de 1996).

[6] Peter Bürger, Theory of the Avant-Garde, cit. Los años sesenta vieron las elaboraciones teóricas más importantes de tales rupturas, como en el «deslizamiento del paradigma» anticipado por Thomas Kuhn en The Structure of Scientific Revolutions, 1962 [ed. cast.: La estructura de las revoluciones científicas, Madrid, FCE, 1990] y la «ruptura epistemológica» desarrollada por Louis Althusser y Michel Foucault (partiendo de Gaston Bachelard y Georges Canguilhem). Algunos artistas y críticos aspiraban a tal reflexividad epistemológica, a pensar en términos de paradigmas más que de teleología. Sin embargo, innovación artística y revolución científica tienen poco en común. Y aunque yo hago referencia a deslizamientos y rupturas, las transformaciones aquí rastreadas no son tan abruptas o totales. Por el contrario, este libro intenta un doble movimiento de giros y retornos, de genealogías y acciones diferidas. Los Mekons son quienes ponen las mejores letras a esta retroacción: «Vuestros muertos están enterrados, los nuestros han renacido, / vosotros dispersáis las cenizas, nosotros encendemos el fuego, / ellos hacen cola para bailar sobre la tumba del socialismo, / éste es mi testimonio, la confesión de un dinosaurio, / ¿cómo puede estar algo realmente muerto cuando ni siquiera ha sucedido?» («The Funeral», en The Cune of the Mekons, Reino Unido, Blast First/Mute Record Ltd., 1991).

[7] Incluso la resistencia a las prácticas contemporáneas puede ser productiva. Erwin Panofsky escribió brillantemente sobre la perspectiva y la proporción a principios de los años veinte –precisamente cuando habían devenido irrelevantes para el arte innovador– y en los años treinta su modelo iconográfico pareció enfrentado a una abstracción moderna que lo desafiaba. Quizá la historia del arte llega siempre tarde de este modo, pero no debería ser un lugar de refugio, de melancólica negación de la pérdida actual. La resistencia puede ser productiva; el bloqueo, no.

[8] Del arte feminista me ocupo, pero no en un capítulo aparte, pues su trabajo más efectivo lo veo en relación con una genealogía de otras prácticas, una genealogía que sin duda él reorienta, pero inmanentemente, desde dentro. Tampoco incluyo estudios separados del arte conceptual, el arte procesual, el arte de la performance, etc. Mi ambiente más propio es el minimalismo, y es a través de este prisma como yo tiendo a ver estas prácticas.

[9] Así como el arte invoca a diferentes críticos, la crítica impone diferentes temas. (Tal autoimposición es uno de los motivos de este libro, especialmente allí donde se ocupa de la distancia crítica.) El formalismo angloamericano es autoconsciente a este respecto, comprometido como está con «la vida como pocos se inclinan a vivirla: en un estado de continua alerta intelectual y moral» (Fried, Three American Painters, cit., p. 9). Como señalo en el capítulo 2, este modelo demanda que el arte mueva a la convicción, que promueva un tema a la vez ilustrado y objeto de devoción. Otros modelos demandan otras cosas del tema, como la duda crítica.

[10] Esto no es una reivindicación territorial; es sólo la demanda de que la cultura visual no sea tratada como una nueva colonia. Con frecuencia, los estudios de arte y de literatura comparten modelos: la noción de obra en la nueva crítica o la de texto en la teoría posmoderna. En el capítulo 6 sostengo un enfoque etnográfico del arte y de la teoría; esta es la faceta «cultural» del ámbito de la cultura visual. Pero hay también una faceta «visual», a la que se accede por medio de la imagen. Así como la «cultura» se rige por supuestos antropológicos, así la «imagen» se rige por proyecciones psicoanalíticas, y por ambos lados se han legitimado obras que no son tanto interdisciplinarias como adisciplinarias.

[11] La llamada alternativa en la academia, una fusión de disciplinas en programas, inspira también sospechas.

[12] Véase Michael Bérubé, Public Access: Literary Theory and American Cultural Politics, Nueva York, Verso, 1994. Por otro lado, la reacción derechista ha investido al arte y a la academia por igual de una prominencia política que ni uno ni otra ha tenido desde los años sesenta, y esta significación simbólica podría convertirse en una ventaja.

[13] En el capítulo 5 me ocupo de una ulterior reciprocidad entre las provocaciones izquierdistas y las prohibiciones derechistas. En este trabajo de (des)articulación me centro en la estrategia neoconservadora de las dos últimas décadas. Su esencia es doble: en primer lugar, denunciar la vanguardia y las culturas populares como hedonistas, y luego culpar a esta mala cultura de los estragos debidos a un capitalismo que es hedonista; en segundo lugar, celebrar las culturas tradicionales y autoritarias como éticas, y luego usar esta buena cultura (de los valores familiares y todo eso) para comprar votos para este capitalismo rapaz (que, sin ocuparse nunca de la clase trabajadora, tampoco hace mucho caso de la clase media). Es un truco inteligente, ¿pero cómo es posible que haga caer a tantas personas aun cuando lo vean venir? Ahí es donde entra en juego el trabajo de (des)articulación (por no hablar de la crítica de la razón cínica).

[14] A menudo especulativo, este libro está bajo la influencia de las explicaciones casi totalistas de la cultura capitalista formuladas en los reaganómicos ochenta. Los límites de estas explicaciones están claros (no dejan mucho margen a la gestión), pero sin embargo sigue siendo necesario comprender esta lógica cultural. Hoy en día son demasiados los críticos que hacen un fetiche de la especificidad histórica, como si, una vez rastreado el contexto, la verdad contingente de un problema dado surgirá por sí sola.

Algunas partes del capítulo 1 han aparecido en «What’s Neo about the Neo-Avant-Garde?», October 77 (otoño de 1994); algunas del capítulo 2 en «The Crux of Minimalism», en Howard Singerman (ed.), Individuals, Los Ángeles, Museum of Contemporary Art, 1986; del capítulo 3 en «Wild Signs», en Andrew Ross (ed.), Universal Abandon? The Politics of Postmodernism, Mineápolis, University of Minnesota Press, 1989; y del capítulo 7 en «Postmodernism in Parallax», October 63 (invierno de 1993).

El retorno de lo real

Подняться наверх