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Marcel Duchamp: Caja-en-maleta, edición de lujo, 1941, con miniaturas (en el sentido de las agujas del reloj) de La novia (1912), Aire de París (1919), El gran vidrio (1915-1923), Tu m’ (1918), Peine (1916), Nueve moldes masculinos (1914-1915), Trineo que contiene un molino de agua (1913-1915), Tres paradas normales (1913-1914), Fuente (1917), Prenda plegable de viajero (1916).

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¿QUIÉN TEME A LA NEOVANGUARDIA?

La cultura de posguerra en Norteamérica y Europa Occidental está llena de neos y posts. Hay muchas repeticiones y rupturas en este período: ¿cómo las distinguimos en especies? ¿Cómo establecemos la diferencia entre el retorno a una forma arcaica de arte que alienta tendencias conservadoras en el presente y el retorno a un modelo perdido de arte hecho para desplazar modos consuetudinarios de trabajar? O, en el registro de la historia, ¿cómo establecemos la diferencia entre una explicación escrita en apoyo del status quo cultural y una explicación que trata de cuestionarlo? En realidad, estos retornos son más complicados, incluso más compulsivos, de como los presento, especialmente ahora, a finales del siglo XX, cuando las revoluciones de sus inicios parecen desmoronarse y formaciones que se pensaba que llevaban mucho tiempo muertas renacen con extraordinaria vitalidad.

En el arte de posguerra plantear la cuestión de la repetición es plantear la cuestión de la neovanguardia, un agrupamiento no muy compacto de artistas norteamericanos y europeos occidentales de los años cincuenta y sesenta que retomaron procedimientos vanguardistas de los años diez y veinte como el collage y el ensamblaje, el readymade y la retícula, la pintura monócroma y la escultura construida[1]. El retorno de estos procedimientos no se rige por ninguna norma: no existe ni un solo caso estrictamente revisionista, radical o compulsivo. Aquí, sin embargo, me centraré en los retornos que aspiran a una consciencia crítica de las convenciones artísticas y las condiciones históricas.

En «¿Qué es un autor?», un texto escrito a principios de 1969 en pleno apogeo de tales retornos, Michel Foucault, al referirse de pasada a Marx y Freud, los llama «incitadores de las prácticas discursivas» y se pregunta por qué en determinados momentos se regresa a los textos originales del marxismo y el psicoanálisis, un retorno en forma de lectura rigurosa[2]. Lo que se da a entender es que, por radical que sea (en el sentido de radix: a la raíz), la lectura no será otra acrecentación del discurso. Por el contrario, se abrirá paso por entre estratos de paráfrasis y pastiches que oscurecen su núcleo teórico y enroman su filo político. Foucault no da nombres, pero es evidente que tiene en mente las lecturas de Marx y Freud hechas por Louis Althusser y Jacques Lacan, respectivamente. (Recordemos una vez más que escribe a principios de 1969, es decir, cuatro años después de que Althusser publicara Para Marx y Leyendo El capital, y tres después de que aparecieran los Écrits de Lacan, y apenas unos meses después de mayo de 1968, un momento revolucionario que forma constelación con otros momentos semejantes del pasado.) En ambos retornos lo que se pone en cuestión es la estructura del discurso despojado de adiciones: no tanto lo que el marxismo o el psicoanálisis significan cuanto cómo significan y cómo han transformado nuestra concepción del significado. De manera que a principios de los sesenta, tras años de lectura existencialista basada en el joven Marx, Althusser realiza una lectura estructuralista basada en el Marx maduro de El capital. Para Althusser éste es el Marx científico, responsable de una ruptura epistemológica que cambió para siempre la política y la filosofía, no el Marx ideológico obsesionado por problemas humanistas como la alienación. Por su parte, a principios de los cincuenta, después de años de adaptaciones terapéuticas del psicoanálisis, Lacan realiza una lectura lingüística de Freud. Para Lacan éste es el Freud radical que revela nuestras descentradas relaciones con el lenguaje de nuestro inconsciente, no el Freud humanista de las psicologías del ego dominantes en aquella época.

Los movimientos dentro de estos dos retornos son diferentes: Althusser define una ruptura perdida con Marx, mientras que Lacan articula una conexión latente entre Freud y Ferdinand de Saussure, el contemporáneo fundador de la lingüística estructural, una conexión implícita en Freud (por ejemplo, en su análisis del sueño como un proceso de condensación y desplazamiento, un jeroglífico de metáforas y metonimias) pero para él imposible de pensar como tal (dados los límites epistemológicos de su propia posición histórica)[3]. Pero el método de estos retornos es similar: centrar la atención en «la omisión constructiva» crucial en cada discurso[4]. Y los motivos son también similares: no únicamente restaurar la integridad radical del discurso, sino desafiar su status en el presente, las ideas recibidas que deforman su estructura y restringen su eficacia. Esto no es afirmar la verdad última de tales lecturas. Por el contrario, es clarificar su estrategia contingente, que es la de reconectar con una práctica perdida a fin de desconectar de un modo actual de trabajar que se siente pasado de moda, extraviado cuando no opresivo. El primer movimiento (re) es temporal, hecho con la finalidad de, en un segundo movimiento, espacial (des), abrir un nuevo campo de trabajo[5].

Ahora bien, entre todas las repeticiones en el arte de posguerra, ¿hay algunos retornos en este sentido radical? Ninguno parece tan históricamente centrado y teóricamente riguroso como los retornos de Althusser y Lacan. Algunas recuperaciones son rápidas y furiosas, y tienden a reducir la práctica pasada a un estilo o un tema que puede asimilarse; tal como es a menudo el destino del objeto encontrado en los años cincuenta y el readymade en los sesenta. Otras recuperaciones son lentas y parciales, como en el caso del constructivismo ruso a principios de los sesenta, tras décadas de represión y desinformación tanto en el este como en el oeste[6]. Algunos viejos modelos de arte parecen retornar independientemente, como sucede con las diversas reinvenciones de la pintura monócroma en los años cincuenta y sesenta (Robert Rauschenberg, Ellsworth Kelly, Lucio Fontana, Yves Klein, Piero Manzoni, Ad Reinhardt, Robert Ryman, etc.). Otros viejos modelos se combinan en contradicción aparente, como cuando a principios de los sesenta artistas como Dan Flavin y Carl Andre se remontaron a precedentes tan diferentes como Marcel Duchamp y Constantin Brancusi, Alexander Rodchenko y Kurt Schwitters, o cuando Donald Judd concita una serie casi borgiana de precursores en su manifiesto «Objetos específicos», de 1965. Paradójicamente, en este momento crucial del período posbélico, el arte ambicioso se distingue por una ampliación de la alusión histórica así como por una reducción del contenido real. De hecho, tal arte suele invocar modelos diferentes y aun inconmensurables, pero no tanto para embutirlos en un pastiche histérico (como en gran parte del arte de los ochenta), como para elaborarlos mediante una práctica reflexiva, para convertir las auténticas limitaciones de estos modelos en una conciencia crítica de la historia, artística o no. Así, está el método de la lista de precursores de Judd, especialmente cuando parece más delirante, como en su yuxtaposición de las posiciones opuestas de Duchamp y la pintura de la Escuela de Nueva York. Pues Judd no trata solamente de extraer una nueva práctica de estas posiciones, sino de superarlas, en este caso para llegar más allá de la «objetividad» (sea en la versión nominalista de Duchamp o en la formalista de la Escuela de Nueva York) hasta llegar a los «objetos específicos»[7].

Estos movimientos encierran los dos retornos a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta que podrían calificarse como radicales en el sentido anteriormente indicado: los readymades del dadá duchampiano y las estructuras contingentes del constructivismo ruso, es decir, estructuras como los contrarrelieves de Tatlin o las construcciones colgantes de Rodchenko, que se reflejan internamente en el material, la forma y la estructura, y externamente en el espacio, la luz y el contexto. Inmediatamente surgen dos preguntas. ¿Por qué, pues, estos retornos? ¿Y qué relación plantean entre los momentos de aparición y de reaparición? ¿Son los momentos de posguerra repeticiones pasivas de los momentos prebélicos, o es que la neovanguardia actúa sobre la vanguardia histórica de un modo que únicamente ahora podemos apreciar?

Permítaseme responder a la cuestión histórica brevemente; luego me centraré en la cuestión teórica, que afecta a la temporalidad y narratividad de las vanguardias. Mi explicación del retorno del readymade dadaísta y la estructura constructivista no resultará una sorpresa. Por más que estética y políticamente diferentes, ambas prácticas combaten los principios burgueses del arte autónomo y el artista expresivo, la primera mediante la aceptación de los objetos cotidianos y una pose de indiferencia estética, la segunda mediante el empleo de materiales industriales y la transformación de la función del artista (especialmente en la fase productivista de las campañas de agitprop y los proyectos de fábricas)[8]. Así, para los artistas norteamericanos y europeos occidentales de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, dadá y constructivismo ofrecían dos alternativas históricas al modelo moderno dominante en la época, el formalismo específico para el medio desarrollado por Roger Fry y Clive Bell para el postimpresionismo y sus secuelas y refinado por Clement Greenberg y Michael Fried para la Escuela de Nueva York y sus secuelas. Puesto que este modelo fue proyectado en particular sobre la autonomía intrínseca de la pintura moderna, comprometida con los ideales de la «forma significante» (Bell) y la «opticidad pura» (Greenberg), los artistas descontentos se vieron arrastrados a los dos movimientos que trataban de superar esta autonomía aparente: definir la institución del arte en una investigación epistemológica de sus categorías estéticas y/o destruirla en un ataque anarquista a sus convenciones formales, como hizo dadá, o bien transformarla según las prácticas materialistas de una sociedad revolucionaria, como hizo el constructivismo ruso; en cualquier caso, reubicar el arte en relación no sólo con el espacio-tiempo mundano, sino con la práctica social. (Por supuesto, el desprecio de estas prácticas dentro de la explicación dominante de la modernidad no hizo sino aumentar, según la antigua asociación vanguardista de lo crítico con lo marginal, la atracción de lo subversivo y lo reprimido.)

En su mayoría, estas recuperaciones fueron autoconscientes. A menudo formados en novedosos programas académicos (el título de licenciado en bellas artes se creó en esa época), muchos artistas de finales de los cincuenta y principios de los sesenta estudiaron las vanguardias de antes de la guerra con un nuevo rigor teórico; y algunos empezaron a ejercer como críticos de un modo distinto de sus predecesores belletristas u oráculo-modernos (piénsese en los primeros textos de Robert Morris, Robert Smithson, Mel Bochner y Dan Graham entre otros). En los Estados Unidos a esta conciencia histórica se unió la recepción de la vanguardia en la misma institución que con frecuencia la atacó: no sólo el museo de arte, sino el museo de arte moderno. Si la mayor parte de los artistas de los años cincuenta habían reciclado procedimientos vanguardistas, los artistas de los sesenta tuvieron que elaborarlos críticamente; la presión de la conciencia histórica no exigía nada menos que eso. Esta complicada relación entre las vanguardias de antes y después de la guerra –la cuestión teórica de la causalidad, la temporalidad y la narratividad vanguardistas– es crucial para comprender nuestro momento presente. Para nada una cuestión rebuscada, cada vez son más las cosas que dependen de ella: nuestras mismas explicaciones del innovador arte occidental del siglo XX ahora que llegamos a su término.


Alexander Rodchenko, con construcciones, ca. 1922. (izquierda). Carl Andre, con esculturas serradas, ca. 1959-1960. (derecha)


Vladimir Tatlin, Monumento para la III Internacional, 1920, maqueta. 1922. (izquierda). Dan Flavin, “Monumento” a V. Tatlin, 1969. (derecha)

Antes de seguir, he de aclarar dos presupuestos importantes de mi argumento: el valor del constructo de la vanguardia y la necesidad de nuevas narraciones de su historia. A estas alturas los problemas de la vanguardia son bien conocidos: la ideología del progreso, la presunción de originalidad, el hermetismo elitista, la exclusividad histórica, la apropiación por parte de la industria cultural, etc. No obstante, sigue habiendo una coarticulación crucial de las formas artísticas y políticas. Y es para desmontar esta coarticulación de lo artístico y lo político para lo que sirve una explicación posthistórica de la neovanguardia, así como una noción ecléctica de lo posmoderno. Necesitamos por tanto nuevas genealogías de la vanguardia que compliquen su pasado y den apoyo a su futuro. Mi modelo de la vanguardia es demasiado parcial y canónico, pero no lo ofrezco más que como un estudio casuístico teórico, que ha de ser probado con otras prácticas[9]. También en la creencia de que una revaluación de un canon es tan significativa como su expansión o su derogación.

Teoría de la vanguardia I

El principal texto en relación con estas cuestiones sigue siendo Teoría de la vanguardia, del crítico alemán Peter Bürger. Publicado hace más de veinte años, sigue siendo un inteligente estudio sobre las vanguardias históricas y las neovanguardias (Bürger fue el primero en dar curso legal a estos términos), de modo que aún hoy es importante conocer sus tesis. Algunas de sus lagunas se han señalado con claridad[10]. Su descripción es muchas veces inexacta y su definición demasiado selectiva (Bürger se concentra en los primeros readymades de Duchamp, los primeros experimentos con el azar de André Breton y Louis Aragon y los fotomontajes iniciales de John Heartfield). Más aún, la misma premisa de la que parte –que una teoría puede comprender a la vanguardia, que todas sus actividades pueden subsumirse en el proyecto de destruir la falsa autonomía del arte burgués– es problemática. Sin embargo, estos problemas no son nada en comparación con su denigración de la vanguardia de posguerra como un mero neo, en gran parte una malévola repetición que cancela la crítica prebélica de la institución del arte.

Aquí Bürger proyecta la vanguardia histórica como un origen absoluto cuyas transformaciones estéticas son plenamente significantes e históricamente eficaces en primera instancia. Esta posición presenta múltiples puntos débiles. Para un crítico postestructuralista tal afirmación de la autopresencia es sospechosa; para un teórico de la recepción es imposible. ¿Apareció Duchamp como «Duchamp»? Por supuesto que no, pero a menudo se lo presenta como nacido de una pieza de su propia frente. ¿Surgieron acaso Les Demoiselles d’Avignon de Picasso como la cima de la pintura moderna por la que ahora pasan? Obviamente no, aunque se las suele tratar como inmaculadas tanto en la concepción como en la recepción. El status de Duchamp y el de Les Demoiselles es un efecto retroactivo de innumerables respuestas artísticas y lecturas críticas, y lo mismo sucede con el espacio-tiempo dialógico de la práctica vanguardista y la recepción institucional. Esta laguna en Bürger que afecta a la temporalidad diferida de la significación artística es irónica, pues a menudo se le ha alabado por la atención que dedica a la historicidad de las categorías estéticas, un elogio hasta cierto punto merecido[11]. ¿En qué se equivoca, pues? ¿Es que las nociones convencionales de historicidad no permiten tales aplazamientos?

Bürger parte de la premisa, que permite hacer historia de una manera marxista, de «una conexión entre el desarrollo de [un] objeto y la posibilidad de [su] cognición» (li)[12]. Según esta premisa, nuestra comprensión de un arte únicamente puede ser tan avanzada como el arte, y esto lleva a Bürger a su principal argumento: la crítica vanguardista del arte burgués depende del desarrollo de este arte, en concreto de tres estadios dentro de su historia. El primero data de finales del siglo XVIII, cuando la estética de la Ilustración proclama como ideal la autonomía del arte. El segundo, de finales del siglo XIX, cuando esta autonomía se convierte en el mismo asunto del arte, es decir, en arte que aspira no sólo a la forma abstracta, sino a un apartamiento estético del mundo. El tercer estadio, en fin, se sitúa a comienzos del siglo XX, cuando este apartamiento estético es atacado por la vanguardia histórica, por ejemplo en la explícita demanda productivista de que el arte recupere un valor de uso o en la implícita demanda dadaísta de que reconozca su valor de inutilidad, de que su apartamiento del orden cultural pueda ser igualmente una afirmación de este orden[13]. Aunque Bürger insiste en que este desarrollo es desigual y contradictorio (él alude a la noción de lo «asincrónico» desarrollada por Ernst Bloch), lo sigue narrando como una evolución. Quizá Bürger no podía concebirlo de otro modo, dada su estricta lectura de la conexión marxista entre objeto y entendimiento. Pero este evolucionismo residual tiene efectos problemáticos.

Marx formula esta premisa de la conexión en un texto que Bürger cita pero no comenta, la introducción a los Grundrisse (1858), que son las notas en borrador preparatorias de El Capital (volumen I, 1867). En un punto de estas notas Marx considera que sus intuiciones fundamentales –no sólo la teoría socialista del valor sino la dinámica histórica de la lucha de clases– no podían haberse articulado hasta su propia época, la era de una burguesía avanzada.

La sociedad burguesa es la organización histórica de la producción más desarrollada y compleja. Las categorías que expresan sus relaciones, la comprensión de su estructura, permiten por tanto comprender al mismo tiempo intuiciones en la estructura y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, con cuyas ruinas y elementos ella ha sido edificada, cuyos meros indicios han desarrollado en ella todo su significado, etc. En la anatomía del hombre está la clave para la anatomía del mono. Los indicios de un desarrollo superior en las especies animales inferiores sólo pueden comprenderse cuando el mismo desarrollo superior ya es conocido. La economía burguesa suministra, por consiguiente, la clave de la antigua, etc.[14]

Esta analogía entre la evolución socioeconómica y la evolución anatómica es elocuente. Evocada como una ilustración del desarrollo como recapitulación, no es ni accidental ni arbitraria. Forma parte de la ideología de su tiempo y surge casi naturalmente en su texto. Y ése es el problema, pues modelar el desarrollo histórico según el desarrollo biológico es naturalizarlo, a pesar de que fue Marx el primero en definir este movimiento como ideológico por excelencia. Esto no sifnifica discutir que nuestro entendimiento no puede ser sino tan desarrollado como su objeto, sino cuestionar cómo pensamos esta conexión, cómo pensamos la causalidad, la temporalidad y la narratividad, qué inmediatez creemos que tienen. Evidentemente no pueden pensarse en términos de historicismo, definido con toda sencillez como la identificación de antes y después con causa y efecto, como la presunción de que el acontecimiento anterior produce el posterior. A pesar de las muchas críticas que ha recibido en diferentes disciplinas, el historicismo aún es omnipresente en la historia del arte, especialmente en los estudios de la modernidad, como han hecho desde sus grandes fundadores hegelianos hasta los influyentes directores de museo y críticos como Alfred Barr y Clement Greenberg entre otros[15]. Más que otra cosa, es este persistente historicismo lo que condena al arte contemporáneo como atrasado, redundante, repetitivo.

Junto con una tendencia a tomar en serio la retórica vanguardista de ruptura, este evolucionismo residual lleva a Bürger a presentar la historia como a la vez puntual y final. Así, para él una obra de arte, un deslizamiento en la estética, ocurre toda a la vez, enteramente significante en su primer momento de aparición, y ocurre de una vez por todas, de modo que cualquier elaboración no puede ser sino un ensayo. Esta concepción de la historia como puntual y final subyace a su narración de la vanguardia histórica como puro origen y de la neovanguardia como repetición espúrea. Esto es bastante malo, pero las cosas empeoran, pues repetir la vanguardia histórica, según Bürger, es cancelar su crítica de la institución del arte autónomo; más aún, es invertir esta crítica hasta convertirla en una afirmación del arte autónomo. Así, si los readymades y los collages desafiaban los principios burgueses del artista expresivo y la obra de arte orgánica, los neoreadymades y los neocollages reinstauran estos principios, los reintegran mediante la repetición. Asimismo, si dadá ataca por igual al público y al mercado, los gestos neodadá se adaptan a ellos, pues los espectadores no están sólo preparados para tal impacto, sino ansiosos de su estimulación. Y la cosa no para ahí: para Bürger la repetición de la vanguardia histórica por la neovanguardia no hace sino convertir lo antiestético en artístico, lo transgresor en institucional.

Por supuesto, esto es verdad. Por ejemplo, la recepción protopop y nouveau-réaliste del readymade sí tendió a hacer a éste estético, a recuperarlo como mercancía artística. Cuando Johns bronceó y pintó sus dos cervezas Ballantine (a propósito de una observación de Willem de Kooning, cuenta la leyenda, de que Leo Castelli era capaz de vender cualquier cosa, incluidos botes de cerveza), él sí redujo la ambigüedad duchampiana del urinario o el escurrebotellas como una (no)obra de arte; únicamente sus materiales significaban lo artístico. Asimismo, cuando Arman reunió y compuso sus readymades asistidos, sí invirtió el principio duchampiano de la indiferencia estética; sus ensamblajes hacían gala de transgresión o de gusto. Más notoriamente, con figuras como Yves Klein la provocación dadaísta se convirtió en espectáculo burgués, «una vanguardia de escándalos disipados», según señaló Smithson en 1966[16]. Pero con eso no se ha dicho todo de la neovanguardia ni termina ahí; de hecho, uno de los proyectos de los años sesenta, como sostendré, es criticar la vieja charlatanería del artista bohemio tanto como la nueva institucionalización de la vanguardia[17]. Pero la cosa no termina aquí para Bürger porque no consigue reconocer el arte ambicioso de su tiempo, un defecto fatal en muchos filósofos del arte. Como resultado, únicamente puede ver la neovanguardia in toto como inútil y degenerada en relación romántica con la vanguardia histórica, sobre la cual en consecuencia proyecta él no sólo una eficacia mágica, sino una autenticidad prístina. Aquí, pese a que parte de Benjamin, Bürger afirma los mismos valores de autenticidad, originalidad y singularidad que Benjamin puso bajo sospecha. Crítico de la vanguardia en otros respectos, aquí Bürger se aferra a su sistema de valores.

Aunque simple, su estructura de pasado heroico frente a presente fracasado no es estable. A veces, los éxitos reconocidos a la vanguardia histórica son difíciles de distinguir de los fracasos atribuidos a la neovanguardia. Por ejemplo, Bürger sostiene que la vanguardia histórica revela que los «estilos» artísticos son convenciones históricas y trata las convenciones históricas como «medios» prácticos (pp. 18-19 [pp. 55-56]), un doble movimiento fundamental para su crítica del arte como algo más allá de la historia y carente de propósito. Pero este movimiento de los estilos a los medios, este paso de una «sucesión histórica de técnicas» a una posthistórica «simultaneidad de lo radicalmente dispar» (p. 63 [p. 123]), parecería empujar al arte a lo arbitrario. Si esto es así, ¿en qué es la supuesta arbitrariedad de la vanguardia histórica diferente de la pretextada absurdidad de la neovanguardia, «una manifestación desprovista de sentido y que permite la postulación de cualquier significado» (p. 61 [p. 121])?[18] Hay una diferencia, sin duda, pero de grado, no de especie, que apunta a un flujo entre las dos vanguardias que por lo demás Bürger no permite.


Jasper Johns, Bronce pintado, 1960.

Mi propósito no es ensañarme con este texto veinte años después; en cualquier caso, su principal tesis es demasiado influyente como para descalificarla sin más. Lo que quiero es más bien mejorarla en lo que pueda, complicarla con sus propias ambigüedades, en particular sugerir un intercambio temporal entre las vanguardias históricas y las neovanguardias, una compleja relación de anticipación y reconstrucción. La narración de causa y efecto directos, de un antes y un después lapsarios, de origen heroico y repetición como farsa por parte de Bürger ya no funciona. Muchos de nosotros recitamos esta narración sin pensar mucho, pero con gran condescendencia hacia la misma posibilidad del arte contemporáneo.

En ocasiones Bürger se aproxima a tal complicación, pero en último término se resiste a ella. Donde más manifiesto resulta esto es en su explicación del fracaso de la vanguardia. Para Bürger la vanguardia histórica también fracasó –los dadaístas en destruir las categorías artísticas tradicionales, los surrealistas en reconciliar la transgresión subjetiva y la revolución social, los constructivistas en hacer colectivos los medios culturales de producción–, pero fracasó heroica, trágicamente. Meramente fracasar de nuevo, como según Bürger hace la neovanguardia, en el mejor de los casos es patético y una farsa, en el peor cínico y oportunista. Aquí Bürger se hace eco de la famosa observación de Marx en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852), maliciosamente atribuida a Hegel, de que todos los grandes acontecimientos de la historia universal ocurren dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. (A Marx lo que le preocupaba era el retorno de Napoleón, amo del primer Imperio Francés, disfrazado de su sobrino Luis Bonaparte, siervo del segundo Imperio Francés.) Este tropo de la tragedia seguida por la farsa es atractivo –su cinismo protege de muchas ironías históricas–, pero ni mucho menos basta como modelo teórico, no digamos como análisis histórico. Sin embargo, se halla presente en todas las actitudes hacia el arte y la cultura contemporáneos, donde primero construye lo contemporáneo como posthistórico, un mundo simulado de repeticiones fracasadas y pastiches patéticos, y luego lo condena como tal desde un mítico punto de escape crítico más allá de todo ello. En último término, este punto es posthistórico y su perspectiva es tanto más mítica allí donde pretende ser más crítica[19].

Para Bürger el fracaso tanto de las vanguardias históricas como de las neovanguardias nos lanza a todos a la irrelevancia pluralista, «la postulación de cualquier significado». Y concluye que «ningún movimiento en las artes hoy en día puede legítimamente afirmar que es históricamente más avanzado, en cuanto arte, que otro» (p. 63 [p. 124]). Esta desesperación tiene también su atractivo –tiene el pathos melancólico de toda la Escuela de Frankfurt–, pero su fijación en el pasado es la otra cara del cinismo en relación con el presente que Bürger a la vez desprecia y apoya[20]. Y la conclusión es histórica, política y éticamente errónea. En primer lugar, pasa por alto la auténtica lección de la vanguardia que Bürger enseña en otra parte: la historicidad de todo el arte, incluido el contemporáneo. Tampoco tiene en cuenta que una comprensión de esta historicidad puede ser un criterio por el cual en la actualidad el arte puede afirmar que es avanzado. (En otras palabras, el reconocimiento de la convención no tiene por qué resultar en la «simultaneidad de lo radicalmente dispar»; por el contrario, puede inspirar un sentido de lo radicalmente necesario.) En segundo lugar, pasa por alto que, más que invertir la crítica de preguerra de la institución del arte, la neovanguardia ha contribuido a ampliarla. También pasa por alto que con ello la neovanguardia ha producido nuevas experiencias estéticas, conexiones cognitivas e intervenciones políticas, y que estas aperturas pueden constituir otro criterio por el cual hoy en día el arte puede afirmar que es avanzado. Bürger no ve estas aperturas, de nuevo en parte porque es ciego al arte ambicioso de su tiempo. Aquí, pues, quiero explorar tales posibilidades, y hacerlo inicialmente en la forma de una hipótesis: más que cancelar el proyecto de la vanguardia histórica, ¿podría ser que la neovanguardia lo comprendiera por vez primera? Y digo «comprender», no «completar»: el proyecto de la vanguardia no está más concluido en su momento neo que puesto en práctica en su momento histórico. En arte como en psicoanálisis, la crítica creativa es interminable, y eso está bien (al menos en arte)[21].

Teoría de la vanguardia II

De modo bastante inmodesto, me propongo hacer con Marx lo que Marx hizo con Hegel: enderezar su concepto de la dialéctica. Una vez más, el objetivo de la vanguardia para Bürger es destruir la institución del arte autónomo con el fin de reconectar el arte y la vida. Sin embargo, lo mismo que la estructura del pasado heroico y el presente fracasado, esta formulación parece demasiado simple. ¿El arte para qué es y qué es la vida aquí? Ya la oposición tiende a ceder al arte la autonomía que está en cuestión y a situar la vida en un punto inalcanzable. En esta misma formulación, pues, el proyecto vanguardista está predispuesto al fracaso, con la única excepción de los movimientos puestos en medio de revoluciones (ésta es otra razón de que los artistas y críticos de izquierdas privilegien tan a menudo el constructivismo ruso). Para hacerlo más difícil, la vida aquí se concibe paradójicamente: no sólo como remota, sino también como inmediata, como si estuviera simplemente ahí para entrar como el aire una vez roto el hermético sello de la convención. Esta ideología dadaísta de la experiencia inmediata, a la que Benjamin se muestra también inclinado, lleva a Bürger a leer la vanguardia como transgresión pura y simple[22]. Más específicamente, le induce a ver su procedimiento primordial, el readymade, como una mera cosa-del-mundo, una explicación que obstruye su empleo no sólo como una provocación epistemológica en la vanguardia histórica, sino también como una prueba institucional en la neovanguardia.

En resumen, Bürger toma al pie de la letra la romántica retórica de ruptura y revolución de la vanguardia. Con ello pasa por alto dimensiones cruciales de su práctica. Por ejemplo, pasa por alto su dimensión mimética, por la que la vanguardia mimetiza el mundo degradado de la modernidad capitalista a fin de no adherirse a ella, sino burlarse (como en el dadá de Colonia). También pasa por alto su dimensión utópica, por la cual la vanguardia propone no tanto lo que puede ser cuanto lo que no puede ser: de nuevo como crítica de lo que es (como en de Stijl). Hablar de la vanguardia en estos términos de retórica no es despreciarla como meramente retórica. Por el contrario, es situar sus ataques como a la vez contextuales y performativos. Contextuales por cuanto el nihilismo de cabaret de la rama zuriquesa de dadá elaboró críticamente el nihilismo de la Primera Guerra Mundial, o el anarquismo estético de la rama berlinesa de dadá elaboró críticamente el anarquismo de un país militarmente derrotado y políticamente desgarrado. Y performativos en el sentido de que estos ataques al arte fueron sostenidos, necesariamente, en relación con sus lenguajes, instituciones y estructuras de significación, expectación y recepción. Es en esta relación retórica donde se sitúan la ruptura y la revolución vanguardistas.

Esta formulación enroma la aguda crítica del proyecto vanguardista asociada con Jürgen Habermas, el cual va más allá de Bürger. La vanguardia no sólo fracasó, sostiene Habermas, sino que siempre fue falsa, «un experimento absurdo». «Nada queda de un significado desublimado o de una forma desestructurada; de ahí no se sigue un efecto emancipador»[23]. Algunas respuestas a Bürger llevan esta crítica más lejos. En su intento de negar el arte, sostienen, la vanguardia conserva la categoría del arte-como-tal. Así, más que una ruptura con la ideología de la autonomía estética, no se produce sino «un fenómeno inverso en el mismo nivel ideológico»[24]. Ésta es sin duda una crítica afilada, pero que apunta a una diana equivocada; es decir, si es que entendemos el ataque de la vanguardia como retórico en el sentido inmanente más arriba esbozado. Para los artistas de la vanguardia más aguda tales como Duchamp, el objetivo no es ni una negación abstracta del arte ni una reconciliación romántica con la vida, sino un continuo examen de las convenciones de ambos. Así, más que falsa, circular y si no afirmativa, en el mejor de los casos la práctica vanguardista es contradictoria, móvil cuando no diabólica. Lo mismo es cierto de la práctica neovanguardista en el mejor de los casos, incluso de las versiones tempranas de Rauschenberg o Allan Kaprow. «La pintura está emparentada con el arte y la vida», reza un famoso lema de Rauschenberg. «Ni una ni otra cosa están hechas. (Yo trato de actuar en la brecha abierta entre ambas.)»[25] Repárese en que dice «brecha»: la obra ha de sostener una tensión entre el arte y la vida, no restablecer del modo que sea la conexión entre ambos. E incluso Kaprow, el neovanguardista más leal a la línea de la reconexión, no trata de desmontar las «identidades tradicionales» de las formas artísticas –esto para él es un dato–, sino de examinar los «marcos o formatos» de la experiencia estética tal como se definen en un determinado tiempo y lugar. Este examen de los marcos o formatos es lo que impulsa a la neovanguardia en sus fases contemporáneas, y en direcciones que no pueden preverse[26].

En este punto necesito llevar mi tesis sobre la vanguardia un paso mas allá para que pueda inducir otro modo –con Bürger, superando a Bürger– de narrar su proyecto. ¿A qué llevaron los actos sígnicos de la vanguardia histórica, como cuando en 1921 Alexander Rodchenko presentó la pintura como tres paneles de colores primarios? «Reduje la pintura a su conclusión lógica», señaló el gran constructivista en 1939, «y expuse tres lienzos: rojo, azul y amarillo. Afirmé: éste es el fin de la pintura. Éstos son los colores primarios. Todo plano es un plano discreto y no habrá más representación»[27]. Aquí Rodchenko declara el fin de la pintura, pero lo que demuestra es la convencionalidad de la pintura: que podría delimitarse a los colores primarios en lienzos discretos en su contexto artístico-político con sus permisos y presiones específicos; ésta es la matización crucial. Y nada explícito se demuestra sobre la institución del arte. Obviamente, convención e institución no pueden separarse, pero no son idénticas. Por un lado, la institución del arte no rige totalmente las convenciones estéticas (esto es demasiado determinista); por otro, estas convenciones no comprenden totalmente la institución del arte (esto es demasiado formalista). En otras palabras, la institución del arte puede enmarcar las convenciones estéticas, pero no las constituye. Esta diferencia heurística puede ayudarnos a distinguir los acentos de las vanguardias históricas y las neovanguardias: si la vanguardia histórica se centra en lo convencional, la neovanguardia se concentra en lo institucional.

Un argumento afín puede sostenerse sobre Duchamp, como cuando en 1917 firmó con seudónimo un urinario puesto del revés. Más que definir las propiedades fundamentales de un medio dado desde dentro como hacen los monócromos de Rodchenko, el readymade de Duchamp articula las condiciones enunciativas de la obra de arte desde fuera, con un objeto extraño. Pero el efecto sigue siendo la revelación de los límites convencionales del arte en un tiempo y un lugar particulares: ésta vuelve a ser la matización crucial (obviamente, los contextos del dadá neoyorquino en 1917 y el constructivismo soviético en 1921 son radicalmente diferentes). También aquí, aparte del ultraje provocado por el objeto vulgar, la institución del arte no está muy definida. De hecho, el famoso rechazo de la Fuente por la Sociedad de Artistas Independientes puso de relieve, más que la obra per se, los parámetros discursivos de esta institución[28]. En cualquier caso, como el Rodchenko, el Duchamp es una declaración, y una declaración performativa: Rodchenko «afirma»; Duchamp «escoge». Ni una obra ni otra pretenden ser un análisis, mucho menos una deconstrucción. El monócromo conserva el status moderno de la pintura como hecha-para-la-exposición (incluso puede perfeccionarlo), y el readymade deja intacto el nexo museo-galería.


Alexander Rodchenko, Colores puros: rojo, amarillo, azul, 1921.


Daniel Buren, foto-recuerdo de uno de los 200 papeles de color rojo y verde pegados en París y sus alrededores, 1968.

Tales son las limitaciones subrayadas cincuenta años más tarde por artistas como Marcel Broodthaers, Daniel Buren, Michael Asher y Hans Haacker, que se ocuparon de elaborar estos mismos paradigmas a fin de investigar este status de exposición y ese nexo institucional sistemáticamente[29]. A mi parecer, ésta es la relación esencial entre estas prácticas históricas y neovanguardistas concretas. En primer lugar, artistas como Flavin, Andre, Judd y Morris a principios de los años sesenta, y luego artistas como Broddthaers, Buren, Asher y Haacke a finales de esa misma década, desarrollan la crítica de las convenciones de los medios tradicionales, tal como la llevaron a cabo el dadá, el constructivismo y otras vanguardias históricas, hasta convertirla en una investigación de la institución del arte, sus parámetros perceptuales y cognitivos, estructurales y discursivos. Esto equivale a afirmar que: (1) la institución del arte es captada como tal no con la vanguardia histórica, sino con la neovanguardia; (2) en el mejor de los casos, la neovanguardia aborda esta institución con un análisis creativo a la vez específico y deconstructivo (no un ataque nihilista a la vez abstracto y anarquista, como a menudo sucede con la vanguardia histórica); y (3) en lugar de cancelar la vanguardia histórica, la neovanguardia pone en obra su proyecto por primera vez: una primera vez que, de nuevo, es teóricamente infinita. Ésta es una manera de enderezar la dialéctica bürgeriana de la vanguardia.

Resistencia y recuerdo

Sin embargo, mi teoría tiene dos problemas. En primer lugar, está la ironía histórica de que la institución del arte, el museo por encima de todo lo demás, ha cambiado hasta hacerse irreconocible, un desarrollo que exige también la continua transformación de su crítica vanguardista. Una reconexión del arte y la vida ha ocurrido, pero en términos de la industria cultural, no de la vanguardia, algunos de cuyos procedimientos fueron hace mucho tiempo asimilados en la operación de la cultura espectacular (en parte mediante las mismas repeticiones de la neovanguardia). Esto es en gran parte obra del diablo, pero no por entero[30]. Más que invalidar la vanguardia, lo que estos desarrollos han producido son nuevos espacios de actuación crítica e inspirado nuevos modos de análisis institucional. Y esta reelaboración de la vanguardia en términos de formas estéticas, estrategias político-culturales y posicionamientos sociales ha demostrado ser el proyecto artístico y crítico más vital de por lo menos las últimas tres décadas.

Éste, sin embargo, no es más que un problema histórico; mi tesis tropieza asimismo con dificultades teóricas. Nuevamente, términos como histórico y neovanguardia quizá resulten a la vez demasiado generales y demasiado exclusivos para emplearlos eficazmente hoy en día. Ya he señalado algunos inconvenientes del primer término; si el segundo ha de mantenerse, en la neovanguardia inicial –por no ir más lejos– deben distinguirse al menos dos momentos: el primero representado aquí por Rauschenberg y Kaprow en los años cincuenta, el segundo por Broodthaers y Buren en los sesenta[31]. Cuando la primera neovanguardia recupera a la vanguardia histórica, a dadá en particular, lo hace con frecuencia muy literalmente, mediante una vuelta a sus procedimientos básicos, cuyo efecto no es tanto la transformación de la institución del arte como la transformación de la vanguardia en una institución. Éste es un giro de la historia que parece dar la razón a Bürger, pero en lugar de despreciarlo podríamos intentar entenderlo, aquí en analogía con el modelo freudiano de represión y repetición[32]. Con este modelo, aunque la vanguardia histórica fue reprimida institucionalmente, en la primera vanguardia fue repetida y no, según la distinción freudiana, recordada, y sus contradicciones desarrolladas. Si esta analogía entre represión y repetición es válida, entonces en su primera repetición a la vanguardia se la hizo parecer histórica antes de permitírsele ser efectiva, es decir, antes de que pudieran clarificarse, no digamos elaborarse, sus ramificaciones estético-políticas. Con la analogía freudiana, esto es repetición, e incluso recepción, como resistencia. Y no tiene por qué ser reaccionaria; uno de los propósitos de la analogía freudiana es sugerir que la resistencia es inconsciente, y hasta que es un proceso del inconsciente. Así, por ejemplo, ya en Rauschenberg y Johns hay un género duchampiano en la realización, una reificación no sólo extraña a la práctica de éste, sino que paradójicamente anticipa su reconocimiento. Esta reificación puede también darse en la resistencia a su práctica, a su obra final (Étants donnés, 1946-1966), a algunos de sus principios, a muchas de sus ramificaciones.


Marcel Broodthaers, Musée d’Art Moderne, Département des Aigles, Section des Figures, 1972, detalle.


Michael Asher, Sin título, 1979, instalación,Art Institute de Chicago.

En cualquier caso, la institucionalización de la vanguardia no condena a todo el arte posterior a la afectación y/o el espectáculo. Inspira en una segunda neovanguardia una crítica de este proceso de aculturación y/o mercantilización. Tal es el principal tema de un artista como Broodthaers, cuyos extraordinarios tableaux no evocan la reificación cultural más que para transformarla en una poética crítica. Broddthaers solía emplear cosas con cáscara, como huevos y mejillones, para hacer de este endurecimiento algo a la vez literal y alegórico, en una palabra, reflexivo, como si la mejor defensa contra la reificación fuera una adopción preferente que constituyese al mismo tiempo una exposé horrenda. En esta estrategia, cuyos precedentes se remontan a Baudelaire por lo menos, se supone –unas veces homeopáticamente, otras apotropaicamente– una reificación personal contra una reificación social impuesta[33].

Más en general, esta institucionalización inspira en la segunda neovanguardia un análisis creativo de las limitaciones de la vanguardia histórica y de la primera neovanguardia. Así, para centrarse en un aspecto de la recepción de Duchamp, en varios textos aparecidos a partir de finales de los años sesenta Buren ha puesto en cuestión la ideología dadaísta de la experiencia inmediata o la «pequeñoburguesa radicalidad anarquista» de los actos duchampianos. Y en muchas obras del mismo período ha combinado el monócromo y el readymade en un artilugio de listas iguales a fin de ampliar la exploración de lo que estos viejos paradigmas trataban de revelar y únicamente en parte ocultar: «los parámetros de la producción y la recepción artísticas»[34]. Esta elaboración es un trabajo colectivo que compromete a generaciones enteras de artistas neovanguardistas: desarrollar paradigmas como el readymade hasta convertirlo de un objeto que pretende ser transgresivo en su misma facticidad (como en su primera neorrepetición) en una proposición que explora la dimensión enunciativa de la obra de arte (como en el arte conceptual), en un artefacto que aborda la serialidad de objetos e imágenes en el capitalismo avanzado (como en el minimalismo y en el arte pop), en un distintivo de la presencia física (como en el arte específico para un sitio de los años setenta), en una forma de remedo crítico de diversos discursos (como en el arte alegórico de los ochenta, que incluía imágenes míticas tanto de las bellas artes como de los medios de comunicación de masas) y, finalmente, en una prueba de las diferencias sexuales, étnicas y sociales de hoy en día (como en la obra de artistas tan distintos como Sherrie Levine, David Hammons y Robert Gober). De este modo, el llamado fracaso de la vanguardia histórica y de la primera neovanguardia en destruir la institución del arte ha capacitado a la segunda neovanguardia para someter a examen deconstructivo esta institución, un examen que, una vez más, se amplía hasta abarcar otras instituciones y discursos en el arte ambicioso del presente[35].


Hans Haacke, Metro Mobilitian, 1985.


Fred Wilson, Minando el museo, 1992, detalle de esposas para esclavos reubicadas en una exposición de objetos metálicos, Maryland Historical Society.

Pero para que esta segunda neovanguardia no parezca heroica, es importante señalar que su crítica puede también volverse contra ella. Si la vanguardia histórica y la primera neovanguardia adolecieron a menudo de tendencias anarquistas, la segunda neovanguardia sucumbe a veces a impulsos apocalípticos. «Quizá lo único que uno puede hacer tras ver un lienzo como los nuestros», observa Buren en febrero de 1968, «es la revolución total»[36]. Éste es de hecho el lenguaje de 1968, y los artistas como Buren suelen usarlo: su obra procede de «la extinción» del estudio, escribe en «La función del estudio» (1971); su empeño no se reduce a meramente «contradecir» el juego del arte, sino que aspira a «abolir» sus reglas sin más[37]. Esta retórica, más situacionista que situada, recuerda los pronunciamentos oraculares y a menudo machistas de los modernos iluminados. Nuestro presente está desprovisto de este sentido de la revolución inmanente; también escarmentado de las críticas feministas al lenguaje revolucionario, así como de las preocupaciones poscoloniales en relación con la exclusividad no sólo de las instituciones artísticas, sino también de los discursos críticos. Como resultado, los artistas contemporáneos preocupados por el desarrollo del análisis institucional de la segunda neovanguardia han pasado de las oposiciones grandilocuentes a los desplazamientos sutiles (estoy pensando en artistas desde Louise Lawler y Silvia Kolbowski a Christopher Williams y Andrea Fraser) y/o colaboraciones estratégicas con diferentes grupos (Fred Wilson y Mark Dion son representativos de esta opción). Ésta es una forma de que continúe la crítica de la vanguardia e incluso una forma de que continúe la vanguardia. Y no es una receta para el hermetismo o el formalismo, como a veces se aduce; es una fórmula práctica. Es también una precondición para cualquier comprensión contemporánea de las diferentes fases de la vanguardia.

La acción diferida

Quizá podamos ahora volver a la pregunta inicial: ¿cómo narrar esta relación revisada entre la vanguardia histórica y las neovanguardias? Debe conservarse la premisa de que una comprensión de un arte únicamente puede ser tan desarrollada como el arte, pero una vez más no en sentido historicista, sea en analogía con el desarrollo anatómico (como por un momento en Marx) o en analogía con el desarrollo retórico, del origen seguido por la repetición, de la tragedia seguida por la farsa (como persistentemente en Bürger). Se requieren diferentes modelos de causalidad, temporalidad y narratividad; en la práctica, en la pedagogía y en la política hay demasiado en juego como para no desafiar a los vigentes que son como anteojeras.

Antes de proponer un modelo propio he de llamar la atención sobre un supuesto en que se basa este texto: que la historia, en particular la historia moderno, se concibe a menudo, secretamente o no, sobre el modelo del sujeto individual e incluso como un sujeto. Esto es bastante evidente cuando una historia dada se narra en términos de evolución o progresión, como solía suceder en el siglo XIX, o a la inversa en términos de devolución o regresión, como ha sido frecuente a principios del siglo XX (este último tropo está omnipresente en los estudios modernos desde Georg Lukács hasta la actualidad). Pero esta modelación de la historia continúa en la crítica contemporánea aun cuando supone la muerte del sujeto, pues a menudo el sujeto únicamente retorna en el nivel de la ideología (por ejemplo, el sujeto nazi), la nación (ahora imaginada como una entidad física más que como un cuerpo político), etc. Como deja claro mi tratamiento de la institución del arte como un sujeto capaz de represión y resistencia, yo soy culpable de este vicio como cualquier crítico, pero antes que renunciar a él quiero convertirlo en una virtud. Pues si esta analogía con el sujeto individual no es más que estructural en relación con los estudios históricos, ¿por qué no aplicar el modelo más sofisticado de sujeto, el psicoanalítico, y de modo manifiesto?[38]

En sus mejores momentos Freud capta la temporalidad psíquica del sujeto, tan diferente de la temporalidad biológica del cuerpo, la analogía epistemológica que informa a Bürger a través de Marx. (Digo en sus mejores momentos porque, así como Marx escapa a la modelación de lo histórico sobre lo biológico, Freud muchas veces sucumbe a ella por su confianza en las etapas de desarrollo y las asociaciones lamarckianas.) Para Freud, especialmente cuando se lo lee con las lentes de Lacan, la subjetividad no queda nunca establecida de una vez por todas; está estructurada como una alternancia de anticipaciones y reconstrucciones de acontecimientos traumáticos. «Provocar un trauma siempre cuesta dos traumas», comenta Jean Laplanche, que ha contribuido en gran medida a clarificar los diferentes modelos temporales en el pensamiento freudiano[39]. Un acontecimiento únicamente lo registra otro que lo recodifica; llegamos a ser quienes somos sólo por acción diferida (Nachträglichkeit). Ésta es la analogía que quiero aprovechar para los estudios modernos de finales del siglo: la vanguardia histórica y la neovanguardia están constituidas de una manera similar, como un proceso continuo de protensión y retensión, una compleja alternancia de futuros anticipados y pasados reconstruidos; en una palabra, en una acción diferida que acaba con cualquier sencillo esquema de antes y después, causa y efecto, origen y repetición[40].


Marcel Duchamp, Étant donnés: 1. la cascada, 2. el gas del alumbrado, 1946-1966, detalle.


Silvia Kolbowski, Ya, 1992, detalle.

Según esta analogía, la obra vanguardista nunca es históricamente eficaz o plenamente significante en sus momentos iniciales. Y no puede serlo porque es traumática –un agujero en el orden simbólico de su tiempo que no está preparado para ella, que no puede recibirla, al menos no inmediatamente, al menos no sin un cambio estructural–. (Ésta es la otra situación del arte que los críticos y los historiadores han de tomar en consideración: no sólo las desconexiones simbólicas, sino los fracasos en significar[41]). Este trauma apunta a otra función en la repetición de los acontecimientos vanguardistas como el readymade y el monócromo, no sólo para ahondar tales agujeros, sino también para taparlos. Y esta función apunta a otro problema mencionado al principio: ¿cómo vamos a distinguir las dos operaciones, la primera destructora, la segunda restauradora? ¿Pueden separarse?[42] En el modelo freudiano hay repeticiones afines que yo también he pasado de contrabando: algunas en las que se pasa por el trauma histéricamente, tal como hace la primera neovanguardia con los ataques anarquistas de la vanguardia histórica; otras en las que el trauma es afrontado laboriosamente, tal como las neovanguardias posteriores desarrollan estos ataques, a la vez abstractos y literales, en realizaciones [performances] que son inmanentes y alegóricas. De todos estos modos actúa la neovanguardia con la vanguardia histórica tanto como viceversa; es menos neo que nachträglich; y en general el proyecto vanguardista se desarrolla en la acción diferida. Una vez reprimida en parte, la vanguardia sí retornó, y continúa retornando, pero retorna del futuro: tal es su paradójica temporalidad[43]. De manera que ¿qué es neo en la neovanguardia? ¿Y quién la teme, por cierto?

Quiero volver brevemente a la estrategia del retorno con que empecé. No puede decirse si las recuperaciones artísticas de los años sesenta son tan radicales como las lecturas teóricas de Marx, Freud o Nietzsche durante el mismo período. Lo que es cierto es que estos retornos son tan fundamentales para el arte moderno como para la teoría postestructuralista: uno y otra llevan a cabo sus rupturas mediantes tales recuperaciones. Pero luego resulta que esas rupturas no son totales, y tenemos que revisar nuestra noción de ruptura epistemológica. También aquí es útil la noción de acción diferida, pues en lugar de romper con las prácticas y los discursos fundamentales de la modernidad, las prácticas y discursos sintomáticas de la posmodernidad han avanzado en una relación nachträglich con ellos[44].

Más allá de esta general relación nachträglich, tanto el arte posmoderno como la teoría postestructuralista han desarrollado las cuestiones específicas que plantea la acción diferida: las cuestiones de la repetición, la diferencia y el aplazamiento; de la causalidad, la temporalidad y la narratividad. Aparte de la repetición y el retorno aquí subrayados, la temporalidad y la textualidad son las obsesiones gemelas de las neovanguardias: no sólo la introducción del tiempo y el texto en el arte espacial y visual (el famoso debate entre los artistas minimalistas y los críticos formalistas, tratado en el capítulo 2, no es más que una batalla de esta larga guerra), sino también la elaboración teórica de la temporalidad museológica y la intertextualidad cultural (anunciada por artistas como Smithson y desarrollada por artistas como Lothar Baumgarten en la actualidad). Aquí únicamente deseo registrar que cuestiones parecidas, planteadas de diferentes modos, han estado también en la base de filosofías cruciales del período: la elaboración de la Nachträglichkeit en Lacan, la crítica de la causalidad en Althusser, las genealogías de los discursos en Foucault, la lectura de la repetición en Gilles Deleuze, la complicación de la temporalidad feminista en Julia Kristeva, la articulación de la différance en Jacques Derrida[45]. «Lo que se vuelve enigmático es la idea misma de primera vez», escribe Derrida en «Freud y la escena de la escritura» (1966), un texto fundamental de toda esta era antifundacional. «Es por tanto el aplazamiento lo que está en el inicio»[46]. Y eso mismo vale para la vanguardia también.


Marcel Broodthaers, Pour un Haut Devenir du Comportement Artistique, 1964.


David Hammons, Bliz-aard Ball Sale, 1983.


Larry Bell, Sin título, 1965.

[1] Peter Burger plantea la cuestión de la neovanguardia en Theory of the Avant-Garde (1974) [ed. cast.: véase Introducción, nota 4], sobre la que volveremos posteriormente; pero Benjamin Buchloh ha especificado sus repeticiones de paradigmas en varios textos aparecidos en los últimos quince años. Este capítulo está escrito en diálogo con su crítica y en su transcurso trataré de dejar claro tanto lo que le debo como aquello en que difiero.

[2] Michel Foucault, Language, Counter-Memory, Practice, ed. Donald F. Bouchard, Ithaca, Cornell University Press, 1977, pp. 113-138.

[3] Lacan detalla esta conexión en «The Agency of the Letter in the Unconscious» (1957), y en «The Meaning of the Phallus» (1958) lo considera fundamental para su retorno a Freud: «Es sobre la base de tal apuesta –hecha por mí como el principio de un comentario de la obra de Freud en el que he estado trabajando durante siete años– como he llegado a ciertas conclusiones: ante todo, a sostener, como necesaria para cualquier articulación de los fenómenos analíticos, la noción del significante, en el sentido en que se opone a la de lo significado en el análisis lingüístico moderno. Esta última, nacida con Freud, él no podía tenerla en cuenta, pero en mi opinión el descubrimiento de Freud es importante precisamente por haber tenido que anticipar su formulación, aunque fuera en un dominio en el que difícilmente se habría esperado que se reconociera su influencia. A la inversa, es el descubrimiento de Freud el que confiere a la oposición entre significante y significado todo el peso que implica: a saber, que el significante tiene una función activa en la determinación de los efectos en los que lo significable aparece como sometiéndose a su marca y convirtiéndose por esa pasión en el significado» (Feminine Sexuality, ed. Juliet Mitchell y Jacqueline Rose, Nueva York, W. W. Norton, 1985, p. 78).

Una estrategia similar de conexión histórica ha transformado los estudios modernos. En un reconocimiento diferido, algunos críticos han vinculado la lingüística de Saussure con reformulaciones sumamente modernas del signo artístico: en el cubismo primitivista (Yve-Alain Bois: «Kahnweiler’s Lesson», Representations 18 [primavera de 1987]); en el collage cubista (Rosalind Krauss, «The Motivation of the Sign», en Lynn Zelevansky (ed.), Picasso and Braque: A Symposium, Nueva York, Museum of Modern Art, 1992); en el readymade duchampiano (Benjamin Buchloh en varios textos). En otro eje, T. K. Clark ha yuxtapuesto las fantasmagóricas figuras del Cézanne tardío con las teorías sexuales del joven Freud en «Freud’s Cézanne» (Representations [invierno de 1996]); y en Compulsive Beauty, Cambridge, MIT Press, 1993, yo conecto el surrealismo con la teoría contemporánea de la pulsión de muerte.

[4] Foucault: «What is an Author?», cit., p. 135.

[5] Por supuesto, estos discursos no son perdidos y encontrados, ni desaparecieron. El trabajo sobre Marx y Freud no se interrumpió, ni tampoco sobre la vanguardia histórica; de hecho, la continuidad con la neovanguardia únicamente existe en la persona de Duchamp.

[6] Véase Benjamin Buchloh, «Constructing (the History of) Sculpture», en Serge Guilbaut (ed.), Reconstructing Modernism, Cambridge, MIT Press, 1989, y mi «Some Uses and Abuses of Russian Constructivism», en Richard Andrews (ed.), Art into Life: Russian Constructivism 1914-1932, Nueva York, Rizzoli, 1990.

[7] Esta superación, de la que me ocuparé más a fondo en el capítulo 2, no es exclusiva de Judd; todos los minimalistas y conceptualistas se enfrentaron con la «peripecia pictórica» planteada por Frank Stella y otros (véase Benjamin Buchloh, «Formalism and Historicity: Changing Concepts in American and European Art since 1945», en Anne Rorimer (ed.), Europe in the Seventies, Chicago, Art Institute of Chicago, 1977, p. 101). Tampoco es el método de la combinación contradictoria específico del arte norteamericano; su maestro bien pudo ser Marcel Broodthaers, que se remontó a Mallarmé, Duchamp, Magritte, Manzoni, George Segal...

[8] Obviamente, ambas formulaciones han de matizarse. No todos los readymades son objetos cotidianos; y aunque no estoy de acuerdo con las lecturas esteticistas de los readymades, no todas son iguales. En cuanto al constructivismo, sus ambiciones industriales quedaron frustradas en muchos niveles: materiales, formación, integración en las fábricas, política cultural.

[9] No me ocupo de las prácticas feministas específicamente, pues son posteriores a la neovanguardia inicial aquí tratada. El urinario de Duchamp retornó, pero principalmente para los hombres. En un momento posterior, sin embargo, las artistas feministas asignaron un uso crítico al recurso readymade: un desarrollo que se rastreará en el capítulo 2.

[10] Theory of the Avant-Garde provocó una enorme polémica en Alemania, resumida en W. M. Lüdke (ed.), «Theorie der Avant-garde.» Antworten auf Peter Bürgers Bestimmung von Kunst und bürgerlicher Gesellschaft, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1976. Bürger respondió en un artículo de 1979 que aparece como introducción a la traducción inglesa de su libro (Mineápolis, University of Minnesota Press, 1984; en lo que sigue, todas las referencias aparecen en el texto). Hay muchas respuestas en inglés; la más destacada –Benjamin Buchloh, «Theorizing the Avant-Garde», Art in America (noviembre de 1984)– informa de algunas de las posturas que defenderé más adelante.

[11] «Lo que hace tan importante a Bürger», escribe Jochen Schulte-Sasse en su Prólogo a Theory of the Avant-Garde, «es que su teoría refleja las condiciones de sus propias posibilidades» (p. xxxiv). Esto no es cierto dicho de sus condiciones artísticas. Como observa Buchloh en su reseña, Bürger se olvida de esa neovanguardia que hace lo que él dice que no puede hacer: desarrollar la crítica de la institución del arte.

[12] Sobre las ramificaciones de esta premisa para la formación de la historia del arte como disciplina, véase M. M. Bahktin/P. M. Medvedev, «The Formal Method in European Art Scholarship», en The Formal Method in Literary Scholarship, 1928; trad ingl. Albert J. Wehrle, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1978, pp. 41-53 [ed. cast.: M. Bajtin, El método formal en los estudios literarios, Madrid, Alianza Editorial, 1994, pp. 89-106].

[13] En algunos readymades también puede haber implícita una demanda productivista, si bien en la anarquista fórmula de los readymades recíprocos: «Use un Rembrandt como tabla de planchar» (Duchamp, «The Green Box» [1934], en The Essential Writings of Marcel Duchamp, ed. Michel Samouillet y Elmer Peterson [Londres, Thames & Hudson, 1975], p. 32). Sobre esta cuestión, véase capítulo 4.

[14] Karl Marx, Grundrisse, trad. ingl. Martin Nicolaus, Nueva York, Vintage Books, 1973, p. 105 [ed. cast.: Líneas fundamentales de la crítica de la economía política (Grundrisse). Primera mitad, Madrid, Crítica, 1977, p. 29].

[15] Si Hegel y Kant presiden la disciplina de la historia del arte, no puede escaparse al historicismo pasando del primero al segundo. El formalismo puede ser historicista también, como en el argumento greenbergiano de que la innovación artística procede mediante la autocrítica formal.

[16] Robert Smithson, The Writings of Robert Smithson, ed. Nancy Holt, Nueva York, New York University Press, 1979, p. 216: «Hoy en día ha surgido una nueva generación de dadaístas», escribió Richard Hamilton en 1961, «pero el Hijo de Dadá es aceptado» («For the Finest Arts, Try Pop», Gazette 1 [1961]). En su «afirmación» pop, Hamilton registra el deslizamiento del valor de transgresión del objeto vanguardista al valor de espectáculo de la celebridad neovanguardista.

[17] Sobre esto último véase Benjamin Buchloh, «Marcel Broodthaers: Allegories of the Avant-Garde», Aforism (mayo de 1980), p. 56.

[18] Esto es parecido a la acusación hecha por Greenberg, un gran enemigo del vanguardismo, contra el minimalismo en particular. Véase su «Recentness of Sculpture» (1967), en Gregory Battock (ed.), Minimal Art, Nueva York, Dutton, 1968. Véase también el capítulo 2.

[19] Este modelo de tragedia y farsa no necesita producir efectos posthistóricos. Más aún, en Marx el segundo elemento trata al primero con ironía, no en términos heroicos: el momento de farsa socava retrospectivamente el momento de tragedia. De modo que el grande original –en su caso Napoleón, en nuestro caso la vanguardia histórica– puede ser derrocado. En «“Well Grubbed, Old Mole”: Marx, Hamlet and the (Un)fixing of Representation», Peter Stallybrass, con quien estoy en deuda en este punto, comenta: «Marx, pues, sigue una doble estrategia en El 18 de Brumario. Con la primera estrategia, la historia se representa como una decadencia catastrófica de Napoleón a Luis Bonaparte. Pero en la segunda estrategia el efecto de esta repetición “degradada” es la desestabilización del status del origen. Ahora Napoleón I no puede ser leído más que retrospectivamente a través de su sobrino: su fantasma reaparece, pero como caricatura» (conferencia en la Universidad de Cornell, marzo de 1994). De esta manera, si la analogía evolucionista en Marx está más allá del salvamento crítico, este modelo retórico quizá no. Sobre la repetición en Marx, véase Jeffrey Mehlman, Revolution and Repetition: Marx/Hugo/Balzac, Berkeley, University of California Press, 1977, así como Jacques Derrida, Spectres of Marx, Londres, Verso, 1995 [ed. cast.: Espectros de Marx, Madrid, Trotta, 1998]; sobre el retoricismo en Marx, véase Hayden White, Metahistory, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1973. Sobre la noción de lo posthistórico, véase Lutz Niethammer, Posthistoire: Has History Come to an End?; trad. ingl. Patrick Camiller, Londres, Verso, 1992.

[20] Aunque no menos una proyección que el presente, este pasado es oscuro: ¿qué es este objeto perdido de la crítica melancólica? Para Bürger no es solamente la vanguardia histórica, aunque sí la castiga como un melancólico traicionado por un objeto amoroso. La mayoría de los críticos de la modernidad y/o la posmodernidad abrigan un ideal perdido por comparación con el cual es juzgado el objeto malo del presente, y con frecuencia, como en la formulación freudiana de la melancolía, este ideal no es del todo consciente.

[21] En este punto vale la pena hacer algunas comparaciones entre Bürger y Buchloh. Buchloh también considera la práctica vanguardista como puntual y final (por ejemplo, en «Michael Asher and the Conclusion of Modernist Sculpture» tiene a la escultura tradicional por «definitivamente abolida para 1913» con las construcciones de Tatlin y los readymades de Duchamp [en Chantal Pontbriand (ed.), Performance, Text(e)s & Documents, Montreal, Parachute, 1981, p. 56]). Sin embargo, extrae una conclusión opuesta a la de Bürger: la vanguardia no propone la arbitrariedad, pero cuenta con ella; más que un relativismo de los medios, impone una necesidad del análisis, cuyo decaimiento (como en los diversos rappels à l’ordre de los años veinte) amenaza con desmontar la modernidad como tal (véase «Figures of Authority, Ciphers of Regression» [October 16 (primavera de 1981)]). «El significado de la ruptura provocada por los movimientos de la vanguardia histórica en la historia del arte», escribe Bürger, «no consiste en la destrucción del arte como institución, sino en la destrucción de la posibilidad de postular normas estéticas como válidas» (p. 87 [pp. 156-157]). «La conclusión», responde Buchloh en su reseña, «de que, como la única práctica que se planteó el desmantelamiento de la institución del arte en la sociedad burguesa fracasó, todas las prácticas devienen igualmente válidas, no es lógicamente convincente en absoluto» (p. 21). Para Buchloh, esta «pasividad estética» favorece «una noción vulgarizada de la posmodernidad» al mismo tiempo incluso que la condena.

Bürger y Buchloh también están de acuerdo en el fracaso de la vanguardia, pero no en sus ramificaciones. Para Buchloh la práctica vanguardista aborda contradicciones sociales que no puede resolver; en este sentido estructural, no puede sino fracasar. Pero si la obra de arte puede registrar tales contradicciones, su mismo fracaso es recuperado. «El fracaso de ese intento», escribe Buchloh de la escultura soldada de Julio González, Picasso y David Smith, la cual evoca la contradicción entre la producción colectiva industrial y el arte individual preindustrial, «en la medida en que se hace evidente en la obra misma, es entonces la autenticidad histórica y estética de la obra» («Michael Asher», cit., p. 59). Según esta misma dialéctica del fracaso, Buchloh considera la repetición como la auténtica aparición de la neovanguardia. Esta dialéctica es atractiva, pero tiende a limitar las posibilidades de la neovanguardia antes de tiempo, una paradoja en la obra de este importante abogado de sus prácticas. Es más, aun cuando Bürger (o cualquiera de nosotros) calibre con precisión estos límites, ¿en qué se apoya (nos apoyamos) para hacerlo?

[22] Adorno critica a Benjamin por motivos parecidos en su famosa respuesta a «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica»: «Rayaría en anarquismo revocar la reificación de una gran obra de arte con el espíritu de los valores de uso inmediato» (carta del 16 de marzo de 1936, en Aesthetics and Politics, Londres, New Left Books, 1977, p. 123) [ed. cast.: Th. W. Adorno y W. Benjamin, Correspondencia (1928-1940), Madrid, Trotta, 1998, p. 135 (carta aquí fechada el 18 de marzo de 1936)]. Para ejemplos de la ideología dadaísta de la inmediatez, véase casi cualquier texto relevante de Tristan Tzara, Richard Hülsenbeck, etcétera.

[23] Jürgen Habermas, «Modernity-An Incomplete Project», en Hal Foster (ed.), The Anti-Aesthetic Essays on Postmodern Culture, Seattle, Bay Press, 1983, p. 11. Una crítica complementaria sostiene que la vanguardia triunfó, pero únicamente a costa de todos nosotros; que penetró en otros aspectos de la vida social, pero únicamente para desublimarlos, para abrirlos a violentas agresiones. Para una versión comtemporánea de esta crítica lukacsiana (la cual es a veces difícil de distinguir de la condena neoconservadora del vanguardismo tout court), véase Russell A. Berman, Modern Culture and Critical Theory, Madison, University of Wisconsin Press, 1989.

[24] B. Lindner, «Aufhebung der Kunst in der Lebenpraxis? Über die Aktualität der Auseinandersetzung mit den historischen Avantgardebewegungen», en Lüdke (ed.), Antworten, cit., p. 83.

[25] Rauschenberg citado en John Cage: «On Rauschenberg, Artist, and His Work» (1961), en Silence, Middletwon, Wesleyan University Press, 1969, p. 105.

[26] Véase Allan Kaprow, Assemblage, Environment and Happenings, Nueva York, Abrams, 1966. La primera sugerencia seria de la posmodernidad en arte se traza en este proyecto vanguardista de desafiar a la modernidad propuesta por Greenberg. En «Other Criteria» (1968-1972), Leo Steinberg juega con la definición clásica de autocrítica moderna: en lugar de definir su medio a fin de «atrincherarla más firmemente en su área de competencia» (Greenberg en «Modernist Painting», cit. [1961-1965]), Steinberg apela al arte para «redefinir su área de competencia poniendo a prueba sus límites» (Other Criteria, Londres, Oxford University Press, 1972, p. 77). El eje dominante de gran parte del arte vanguardista era vertical, temporal; indagaba en las prácticas del pasado a fin de devolverlas, transformadas, al presente. El eje dominante de gran parte del arte contemporáneo es horizontal, espacial; se mueve de debate en debate como tantos sitios para la obra, una reorientación de la que me ocupo en el capítulo 5.

[27] Alexander Rodchenko, «Working with Mayakowsky», en From Painting to Design: Russian Constructivist Art of the Twenties, Colonia, Galerie Gmurzyska, 1981, p. 191. ¿Cómo hemos de leer el aspecto retrospectivo de esta afirmación? ¿Hasta qué punto es retroactiva? Para una explicación diferente, véase Buchloh, «The Primary Colors for the Second Time: A Paradigm Repetition of the Neo-Avant-Garde», en October 37 (verano de 1986), pp. 43-45.

[28] ¿Pero puede distinguirse esta obra de su rechazo? También puede sostenerse que la política expositiva de la Sociedad –incluir a todos los partícipantes en orden alfabético– era más transgresiva que la Fuente (pese al hecho de que su rechazo desmentía esta política). En cualquier caso, la Fuente plantea la cuestión de lo impresentable: no mostrada, luego perdida, más tarde replicada, únicamente para entrar en el discurso del arte moderno retroactivamente como un acto fundacional. (Monumento a la III Internacional es un ejemplo diferente de obra convertida en fetiche que tapa su propia ausencia, un proceso que considero inferior en términos de trauma.) Lo impresentable es su propio paradigma vanguardista, incluso su propia tradición, desde el Salon des Refusés y los movimientos Secesión en adelante. Debería distinguirse de lo irrepresentable, el interés moderno por lo sublime, así como de lo inexpuesto. Esta última distinción podría apuntar de nuevo a la diferencia heurística entre crítica de la convención y crítica de la institución.

[29] El Musée d’art moderne de Marcel Broodthaers es una «obra maestra» de este análisis, pero permítaseme comentar dos ejemplos posteriores. Michael Asher concibió un proyecto para un espectáculo grupal en el Art Institute de Chicago en el que una estatua de George Washington (copia de la muy celebrada de Jean-Antoine Houdon) fue retirada del centro de la parte delantera del museo, donde desempeñaba un papel conmemorativo y decorativo, y colocada en una galería dedicada al siglo XVIII, donde sus funciones estética e histórico-artística pasaban al primer plano. Estas funciones de la estatua se hicieron evidentes en el simple acto de su desplazamiento, como también el hecho de que en ninguna posición la estatua resultaba histórica. Aquí Asher elabora el paradigma del readymade en una estética de situación en la que se subrayan ciertas limitaciones del museo de arte como sede de la memoria histórica. («En esta obra yo fui el autor de la situación, no de los elementos», comenta Asher en Writings 1973-1983 on Works 1969-1979, Halifax, The Press of the Nova Scotia College of Art and Design, 1983, p. 209.)

Mi otro ejemplo también elabora el paradigma del readymade, pero a fin de rastreaer afiliaciones extrínsecas. MetroMobilitian (1985) de Hans Haacke consiste en una fachada en miniatura del Metropolitan Museum of Art a la que acompaña una declaración del museo a la corporación sobre las «muchas oportunidades de relaciones públicas» que ofrece el patrocinio museístico. Está también decorado con los carteles habituales, uno de las cuales anuncia una muestra de antiguos tesoros procedentes de Nigeria. Los otros carteles, sin embargo, no son normales: citan declaraciones políticas de Mobil, patrocinador de la muestra nigeriana, en relación con su implicación con el régimen de apartheid en Sudáfrica. Esta obra hace patente la coduplicidad de museo y corporación, de nuevo mediante el empleo eficaz del readymade asistido.

[30] Bürger reconoce esta «falsa supresión de la distancia entre el arte y la vida» y extrae dos conclusiones: «la contradictoriedad de la empresa vanguardista» (p. 50 [p. 105]) y la necesidad de cierta autonomía para el arte (p. 54 [p. 110]). Buchloh es más despreciativo: «Las funciones primordiales de la neovanguardia», escribe en «Primary Colors», «no era examinar este cuerpo histórico del conocimiento estético [esto es, el paradigma del monócromo], sino suministrar modelos de identidad y legitimación culturales al reconstruido (o constituido de nuevas) público burgués liberal del período de posguerra. Este público deseaba una reconstrucción de la vanguardia que satisficiera sus propias necesidades, y la demistificación de la práctica estética no se encontraba ciertamente entre esas necesidades. Tampoco la integración del arte en la práctica social, sino más bien lo contrario: la asociación del arte con el espectáculo. Es en el espectáculo donde la neovanguardia encuentra su lugar como proveedor de una apariencia mítica de radicalidad, y es en el espectáculo donde puede imbuir de la apariencia de credibilidad a la repetición de sus obsoletas estrategias modernas» (p. 51). No cuestiono la verdad de esta afirmación específica (enunciada en relación con Yves Klein) tanto como su finalidad en cuanto pronunciamiento general sobre la neovanguardia.

[31] Evidentemente, esta singularización es artificial: Rauschenberg no puede separarse del ambiente dominado por la figura de John Cage ni Kaprow disociarse del ethos Fluxus, y Broodthaers y Buren surgen en espacios en los que diferentes fuerzas artísticas y teóricas actúan como vectores. Otros ejemplos históricos generarían también diferentes matizaciones teóricas.

[32] Una vez más, Buchloh señala el camino: «Me propongo sostener, contra Bürger, que el reconocimiento de un momento de originalidad histórica en las relaciones entre la vanguardia histórica y la neovanguardia no permite una adecuada comprensión de la complejidad de esas relaciones, pues aquí nos hallamos ante prácticas de repetición que no pueden tratarse únicamente en términos de influencias, imitaciones y autenticidad. Un modelo de repetición que podría describir mejor estas relaciones es el concepto freudiano de repetición que se origina en la represión y el rechazo» («Primary Colors», cit., p. 43).

[33] En los capítulos 4 y 5 volveré sobre esta estrategia. En poemas emparejados incluidos en Pense-Bête (1963-1964), «La Moule» y «La Méduse», Broddthaers ofrece dos totems complementarios de esta táctica. El primero, sobre el mejillón, dice así: «Esta cosa tan inteligente ha evitado el molde de la sociedad. / Se forma por sí misma. / Otras parecidas comparten con ella el anti-mar. / Es perfecta». Y el segundo, sobre la medusa: «Es perfecta. / Sin molde. / Nada más que cuerpo» (trad. ingl. Paul Schmidt en October 42). Véase también Buchloh, «Marcel Broodthaers: Allegories of the Avant-Garde», donde señala la influencia que sobre Broodtahers ejerció Lucien Goldmann, el cual a su vez estudió con Georg Lukács, el gran teórico de la reificación. Broodthaers recibió también la influencia, en el mismo sentido, de Manzoni.

[34] Benjamin Buchloh, «Conceptual Art 1962-1969», October 55 (invierno de 1990), pp. 137-180. Como Buchloh señala, Buren dirige su crítica menos contra Duchamp que contra sus discípulos neovanguardistas (la frase «pequeñoburguesa radicalidad anarquista» es de Buchloh). Pero, como veremos, Buren no es tampoco inmune a esta acusación. Es más, dado que sus listas se han convertido ahora en su firma, cabría sostener que refuerzan más que revelan estos parámetros.

[35] Una vez más, aquí podría señalarse el concomitante deslizamiento a un eje horizontal, sincrónico, social, de operación.

[36] Daniel Buren, citado por Lucy Lippard en Six Years: The Desmaterialization of the Art Object from 1966 to 1972, Nueva York, Preaeger, 1973, p. 41.

[37] Daniel Buren, «The Function of the Studio», October 10 (otoño de 1979); y en Reboundings, trad. ingl. Philippe Hunt, Bruselas, Dalied & Gevaert, 1977, p. 73. Este lenguaje informa asimismo de la influyente teoría de la época, como en esta exaltación de la crítica ideológica por parte de Barthes, también fechada en 1971: «Lo que hay que desenmascarar ya no son los mitos (de eso ahora se ocupa la doxa), es el signo mismo lo que debe sacudirse» («Change the Object Itself», en Image-Music-Text, trad. ingl. Stephen Heath Nueva York, Hill and Wang, 1977, p. 167). ¿Cómo vamos a relacionar la crítica de las instituciones en el arte y la teoría con otras formas políticas de intervención y ocupación en torno a 1968? A mí esta pregunta me hace pensar en un documento fotográfico de un proyecto de Buren de abril de 1968 que consistía en doscientos paneles listados pegados en torno a París, a fin de comprobar la legibilidad de la pintura fuera de los límites del museo. En este ejemplo, el panel está pegado encima de varios anuncios sobre una valla publicitaria de color naranja brillante, pero también oscurece el anuncio escrito a mano de una reunión de estudiantes en Vincennes (recuérdese que nos hallamos en abril de 1968). ¿Fue accidental ese emplazamiento? ¿Cómo vamos a mediar estos acontecimientos imagen?

[38] En el capítulo 7 practico el continuismo del sujeto por otros medios; aquí y allí sólo se lo toma como modelo. En parte este giro es debido a la necesidad de pensar los aspectos atávicos del nacionalismo y el fascismo contemporáneos en un marco psicoanalítico (a este respecto son importantes las obras de Mikkel Borck-Jacobsen sobre la identificación y de Slavoj Žižek sobre la fantasía). También es debido al sentido de un núcleo traumático en la experiencia histórica. Esta aplicación tiene peligros, tales como una invitación a la identificación inmediata con la víctima traumatizada, un punto en el que cultura popular y vanguardia académica convergen (a veces el modelo de ambas parece ser Oprah y el lema «¡Disfruta de tu síntoma!»). Hoy en día, el trabajo innovador en el campo de las humanidades aparece reconfigurado menos como estudios culturales que como estudios de traumas. Reprimido por diversos postestructuralismos, lo real ha retornado, pero como lo real traumático, un problema del que me ocuparé en el capítulo 5.

[39] Jean Laplanche, New Foundations of Psychoanalysis, trad. ingl. David Macey, Londres, Basil Blackwell, 1989, p. 88. Véase también su Seduction, Translation, the Drives, ed. John Fletcher y Martin Stanton, Londres, Institute of Contemporary Art, 1992.

[40] El estudio clásico de la acción diferida es el del historial del hombre de los lobos, «From the History of an Infantile Neurosis» (1914-1918) [ed. cast.: S. Freud, Historia de una neurosis infantil (Caso del «Hombre de los lobos»), en Obras completas, vol. VI, Madrid, Biblioteca Nueva, 1972]. Anteriormente he dicho «comprendido» y no «constituido», pero los dos procesos están imbricados, especialmente en mi analogía si el crítico-artista de vanguardia asume la posición del analista y del analizado. El desliz entre comprendido y constituido no es únicamente una vacilación mía; opera en el concepto de acción diferida, donde la escena traumática es ambigua: ¿es real, fantasmagórica y/o analíticamente construida?

Con el modelo hay otros problemas (aparte del mismo problema de la analogía). Este aplazamiento quizá no comprenda otras dilaciones y diferencias en otros espacio-tiempos culturales. De manera que, aunque complica la vanguardia canónica, también podría oscurecer otras prácticas innovadoras. Asimismo, podría conservar una lógica normativa por la cual la vanguardia buena, como el sujeto bueno, es autoconsciente, reconoce la represión y afronta el trauma.

[41] T. J. Clark apuntó esta necesidad hace veinte años en Image of the People, Londres, Thames & Hudson, 1973: «En cuanto a lo público, podríamos establecer una analogía con la teoría freudiana... Lo público, como lo inconsciente, está presente únicamente cuando cesa; sin embargo, determina la estructura del discurso privado; es clave con respecto a lo que no se puede decir, y ningún tema es más importante» (p. 12).

[42] «Lo crucial aquí», escribe Žižek en su glosa lacaniana, «es el status alterado de un acontecimiento: cuando surge por primera vez es experimentado como un trauma contingente, como una intrusión de un cierto Real neosimbolizado; únicamente con la repetición es este acontecimiento reconocido en su necesidad simbólica, encuentra su lugar en la red simbólica; es realizado en el orden simbólico» (The Sublime Object of Ideology, Londres, Verso, 1989, p. 61). En esta formulación la repetición parece restauradora, incluso redentora, lo cual no es habitual en Žižek, que privilegia la intransigencia de lo real traumático. De modo que, formulado en relación con la vanguardia, el discurso del trauma no es ninguna gran mejora con respecto al antiguo discurso de la conmoción, donde la repetición es poco más que absorción, como aquí en Bürger: «Como resultado de la repetición, cambia fundamentalmente: se produce algo así como una conmoción esperada... La conmoción es “consumada”» (p. 81). Es importante retener la diferencia entre conmoción y trauma; apunta a una distinción crucial entre los discursos moderno y posmoderno.

[43] Véase Žižek, The Sublime Object of Ideology, cit., p. 55. No necesitamos muchas más claves mágicas en relación con Duchamp, pero es extraordinario cómo fue incorporando a su arte la recurrencia y la retroactividad, como si no sólo consintiera la acción diferida, sino que la tomara por tema. El lenguaje de los aplazamientos suspendidos, de los encuentros fallidos, de las causalidades infra-mince, de la repetición, de la resistencia y de la repetición está por todas partes en su obra, la cual es, como el trauma, como la vanguardia, definitivamente inacabada pero siempre inscrita. Considérense las especificaciones para los readymades en «La caja verde»: «Planeando un momento por venir (tal día, tal fecha en tal minuto), “inscribir un readymade” –El readymade puede buscarse luego– (con toda clase de aplazamientos). Lo importante entonces es simplemente esta cuestión de la temporización, este efecto de foto instantánea, como un discurso pronunciado en cualquier ocasión pero a tal o cual hora. Es una especie de rendez-vous» (Essential Writings, cit., p. 32).

[44] En cierto sentido, el mismo descubrimiento de la Nachträglichkeit es diferido. Aunque operativo en textos como el historial del hombre de los lobos, se dejó que lectores como Lacan y Laplanche desarrollaran sus implicaciones teóricas. Es más, Freud no era consciente de que su propio pensamiento se desarrollaba de un modo nachträglich: por ejemplo, no sólo el retorno del trauma en su obra, sino también la doble temporalidad por mediación de la cual se concibe ahí el trauma: los difásticos inicios en la sexualidad, el miedo a la castración (que requiere una observación traumática y un interdicto paterno), etcétera.

[45] En el ensayo dedicado a esta noción, quizá la crucial en el paso de una problemática estructuralista a una postestructuralista, Derrida escribe: «La différance no es ni una palabra ni un concepto. En ella, sin embargo, vemos la unión –más que la suma– de lo que ha sido más decisivamente inscrito en el pensamiento de lo que es convenientemente llamado nuestra “época”: la diferencia de fuerzas en Nietzsche, el principio de la diferencia semiológica de Saussure, la diferencia como la posibilidad de la facilitación neuronal, la impresión y el efecto diferido en Freud, la diferencia como la irreductibilidad de la huella del otro en Lévinas y la diferencia óntico-ontológica en Heidegger» (Speech and Phenomena, trad. ingl. David B. Allison, Evanston, Northwestern University Press, 1973, p. 130 [ed. cast.: La voz y el fenómeno, Valencia, Pre-Textos, 1993]).

[46] Derrida, Writing and Difference, trad. ingl. Allan Bass, Chicago, University of Chicago Press, 1978, pp. 202, 203 [ed. cast.: La escritura y la diferencia, Madrid, Alianza Editorial, 1989, pp. 279, 280].

El retorno de lo real

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