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Оглавление“Todo lo que puede conducir a una inscripción en general”
Hace ya casi cuatro décadas apareció el libro quizás más influyente de Jacques Derrida, como pudo constatarse después: De la gramatología (Derrida, 1970). Este libro está al comienzo de mi camino en la filosofía y me ha acompañado en mis exploraciones a través de la ciencia y la historia de la ciencia. Comienzo estas intervenciones con un largo fragmento del primer capítulo de la Gramatología, titulado “El fin del libro y comienzo de la escritura”:
Desde hace un tiempo, aquí y allá, por un gesto y según motivos profundamente necesarios, cuya degradación sería más fácil denunciar que descubrir su origen, se decía “lenguaje” en lugar de acción, movimiento, pensamiento, reflexión, conciencia, inconsciente, experiencia, afectividad, etcétera. Se tiende ahora a decir “escritura” en lugar de todo esto y de otra cosa: se designa así no solo los gestos físicos de la inscripción literal, pictográfica o ideográfica, sino también la totalidad de lo que la hace posible; además, y más allá de la faz significante, también la faz significada como tal; y a partir de esto, todo lo que puede conducir a una inscripción en general, sea o no literal e inclusive si lo que ella distribuye en el espacio es extraño al orden de la voz: cinematografía, coreografía, por cierto, pero también “escritura” pictórica, musical, escultórica, etc. Se podría hablar también de una escritura atlética y con mayor razón, si se piensa en las técnicas que rigen hoy esos dominios, de una escritura militar o política. Todo esto para describir no solo el sistema de notación que se aplica secundariamente a esas actividades sino la esencia y el contenido de las propias actividades. También es en este sentido que el biólogo habla hoy de escritura y de programa a propósito de los procesos más elementales de la información en la célula viva. En fin, haya o no límites esenciales, todo el campo cubierto por el programa cibernético será un campo de escritura. Aun suponiendo que la teoría de la cibernética pueda desprenderse de todos los conceptos metafísicos —hasta del concepto de alma, de vida, valor, elección, memoria— que anteriormente han servido para oponer la máquina al hombre, tendrá que conservar, hasta que sea denunciada su pertenencia histórico-metafísi-ca, la noción de escritura, de huella, de grama o de grafema. Incluso antes de ser determinado como humano (con todos los caracteres distintivos que siempre se han atribuido al hombre, y todo el sistema de significación que ellos implican) o como a-humano, el grama —o el grafema— dará así el nombre al elemento. Elemento sin simplicidad. Elemento, ya sea que se lo entienda como medio ambiente o como átomo irreductible, de la archi-síntesis en general, de aquello que tendríamos que prohibirnos definir en el interior del sistema de oposiciones de la metafísica, de aquello que, en consecuencia, incluso no tendríamos que llamar la experiencia en general, ni siquiera el origen del sentido en general. Esta situación se anunció ya desde siempre (Derrida, 1970, pp. 14-15. Traducción levemente modificada).
Hoy se podría agregar a esta lista las gigantescas máquinas de escribir, que cual computadoras conectan laboratorios de investigación, coordinan grandes proyectos, gestionan datos científicos y administrativos, y controlan el flujo de producción, de bienes y de dinero, los ejércitos y, finalmente, los cuartos de trabajo electrónicamente equipados de todos los que reflexionan sobre un fenómeno llamado la revolución informática. Y también se ve a Jacques Derrida sentado frente al PC, en un libro que lleva su nombre (Bennington & Derrida, 1991, p. 15).
Y, sin embargo, esta situación no es nueva. “Se anunció ya desde siempre”, como dice el sorpresivo giro al final del pasaje citado. André Leroi-Gourhan en El gesto y la palabra (1971), así como Roy Harris en The Origin of Writing (1986), argumentaron de forma convincente que los sistemas de escritura no tienen su origen histórico ni en una originaria duplicación fi-gurativo-referencial de estados de cosas, ni en una duplicación inicialmente notativo-lineal de los pronunciamientos de un sujeto hablante, sino que surgieron de las modalidades de una actividad gráfico-háptica de carácter propio, que no depende de ninguna impresión o expresión, de ninguna mirada o habla. Leroi-Gourhan dice que “el simbolismo gráfico se aprovecha, en relación al lenguaje fonético, de una cierta independencia” (1971, p. 193). La coordinación históricamente reciente entre escritura y lengua, y ––como lo quiere la tradición filosófica––, la subordinación final de la escritura bajo la lengua fue una consecuencia de la polivalencia funcional de la escritura, de su excedente, pero no la causa de su origen. La forma del grafismo es anterior, no derivada. Lo que hoy ocupa el espacio de lo pictórico se debe al desarrollo de convenciones gráficas dirigidas a lo figurativo. Lo que nos es familiar como escritura se ha movido hacia lo lineal. Se trata del resultado de una diferenciación histórica entre sistemas de símbolos “densos” y “articulados”, sobre la base de una “gramática de la diferencia” (Goodman, 2010). El surgimiento de las notaciones escritas se basó en prácticas de numeración, hasta donde llegan las conjeturas arqueológicas.
Con cierta probabilidad, el homo sapiens dominó el uso de los números antes de dominar el uso de las letras […]. La humanidad tuvo que ser numerada antes de volverse literaria. […] Algo sobre la cultura occidental indica que la pregunta por el origen de la escritura […] no pudo plantearse correctamente, mientras la escritura misma no fuera reducida a dimensiones de microchip. Solo con esta última revolución comunicativa fue claro que el origen de la escritura está vinculado al futuro de la escritura por caminos que dejan fuera de juego al lenguaje (Harris, 1986, p. 133).
De ahora en adelante se trata del discurso de los grafemas, que ya siempre ha sido efectivo, pero solo ahora es clarificado.
El tema de la escritura ––como grafemathesis universal––se encuentra a la orden del día, incluso cuando hay voces que declaran que el “giro semiológico”, con el que la escritura ha sido asociada de modo superficial, ha pasado de moda. Su grandeza, nos asegura Bruno Latour, “fue desarrollar, al amparo de la doble tiranía del referente y el sujeto hablante, los conceptos que dan su dignidad a los mediadores, los que no son más que simples intermediarios o simples vehículos que transportan el sentido desde la naturaleza hasta los locutores o de éstos hacia aquélla” (2007, p. 97). Y, como prueba del prejuicio duradero y enraizado de una conexión originaria entre lengua y escritura, añade tanto de manera explicativa como negativa: “el texto y el lenguaje hacen el sentido; hasta producen referencias internas a los discursos y locutores instalados en el discurso” (2007, p. 97). Tras la revolución semiológica así descrita, en la última década una variante del posmodernismo ha reemplazado a la otra. En vista de estas secuencias y consecuencias, Latour nos ha exigido finalmente comprender que jamás hemos sido modernos (Nous n’avons jamais été modernes).
Latour tiene razón. No son juegos del lenguaje los que constituyen al contexto de sentido del mundo. “[V]ivimos en sociedades que tienen por lazo social los objetos fabricados en el laboratorio” (Latour, 2007, p. 44). Pero también hemos vivido en un mundo cuyo vínculo social son objetos inscritos, o mejor dicho “secuencias formales” de cosas, como lo expresa el historiador del arte George Kubler, incluso si estas no provienen siempre de laboratorios, sino primero de cuevas paleolíticas, luego de los campos agrícolas neolíticos, los hornos de fundición de la Edad de Bronce, y de los talleres y cortes renacentistas (Kubler, 1975, p. 45). Por tanto, con referencia a la hominización de lo individual, podemos representarnos cada historia personal, según Kubler, “como la puesta en marcha de ruedas de la fortuna: una gobernando la parte de su temperamento y la otra rigiendo su entrada en una secuencia” (1975, p. 16). Para nosotros, solo hay historia si hay secuencias formales de marcas-artículos diferencialmente replicables, de “objetos primarios”, de “mutantes” y sus posteriores “réplicas”, de toda esta “descendencia” de cosas (1975, p. 53). El museo prehistórico, y también la colección histórico-natural, vive del principio de las series y los enjambres. La historiografía, y en particular también la historia de la ciencia, tiene la tarea de llegar al fundamento de las condiciones locales de tales genealogías.
Latour, que sigue a Michel Serres aquí, también está de acuerdo con esto: la historia no es meramente la historia de los hombres, sino que siempre ha sido ya también una historia de las cosas (Latour, 2007, p. 122). Pero, para nosotros no hay cosa alguna que no sea también grafema. Todo ser, en tanto existencia, es un ser escrito. La propiedad inmemorial de esta escritura generalizada, de la gramatología del ser, es la de posibilitar en general la re-iteración y la recurrencia, la diferencia como diferencia y, con ello, la historia y el sentido a partir de su materialidad.
Derrida ha expresado una razón elemental para esto, aunque de manera casual y sin retornar a ella en detalle. Retomo una vez más el pasaje citado: “También es en este sentido que el biólogo habla hoy de escritura y de pro-grama a propósito de los procesos más elementales de la información en la célula viva”. Por cierto, Derrida no dudó más tarde en recurrir a los fenómenos biológicos de la hibridación y del injerto como metáforas para describir el trabajo de interpretación, esto es, de la praxis de la re-iteración de textos (2007, pp. 263-428).
¿Qué me hace persistir en la escritura? Nada más, pero nada menos, que el hecho de que nuestra máquina de ser es una máquina de escribir, en un sentido fundamental y a su vez contingente. Allí donde el ser llega finalmente al habla, a la palabra, a la que la escritura tuvo que subordinarse desde Platón a Saussure, ya se ha dado ese constante proceso biológico de inscripción de unos tres millones de años, que todavía designamos con la expresión inadecuada de evolución o “desenvolvimiento”. Antes de toda semántica de las secuencias formales, antes de toda estratigrafía y genealogía de los artefactos, ya sean puntas de flecha, bóvedas de crucería, carrocerías o calculadoras, la escritura estereoquímica está a la base de la semántica del ser.1 La replicación de ensambles moleculares, que Manfred Eigen llamó “quasi-especie” molecular (Eigen, 1993), primero en la sopa primitiva y hoy en el tubo de ensayo, es un proceso de multiplicación de enjambres de matrices. Se puede decir que las moléculas se convierten en matrices en primer lugar, justamente por su duplicación, que siempre es exacta de manera finita. Por ello, la aventura de la escritura no está incondicionalmente vinculada a su progreso, sino que siempre e irrevocablemente a su re-escritura. Esto vale para la reproducción diferencial de los seres, como también para el incremento de los “quasi-objetos” pragmatogónicos de Michel Serres (Serres, 1987), y también para la re-iteración y la propagación de textos. No hay escritura sin sobreescritura. El borrador es la presuposición de toda historia y la diferencia es la primera de todas las historias. “La necesidad del pasaje por la determinación tachada, la necesidad de esta transcripción es irreductible” (Derrida, 1970, p. 32. Traducción modificada). En ella, lo que aparece como diferencia se convierte en el movimiento productivo de la siguiente “anotación”.2 Al ser arrastrada por su propio movimiento, la transcripción transforma el proceso en un “historial” (1970, p. 32), revela lo que experimentamos como tiempo y temporalidad.
En este sentido, entonces, la escritura generalizada y la evolución, las “anotaciones” particulares y las historias no son posibles la una sin la otra. Los grafemas y las diferencias se presuponen mutuamente, sin tener un origen que pueda escribirse. Su propio origen tachado es el movimiento de la duplicación. ¿Quién no sabría esto a partir de su propia experiencia? A partir de aquí, un camino ––expérience–– conduce al experimento en tanto signo y señal de las ciencias modernas, a su forma característica de producir secuencias formales de cosas, cadenas grafemáticas de eventos y, por tanto, “cosas epistémicas” (Rheinberger, 1992). Este camino conduce a las formaciones que Gaston Bachelard una vez llamó las “increíbles epigrafías de la materia” (1968, p. 170), al “grabado” del microcosmos, que también solo se torna legible al escribirlo. La cera del físico no proviene de la colmena. Ya no huele a las flores de las que procede, sino al sudor de los métodos que la han depurado. Mientras más limpio, más intenso. La cera del físico se convierte en el momento de aquella “rectificación del saber” diferencial e inconclusa, que ocurre en la frontera del no saber (1968, p. 173), donde lo que llamamos pensar se encuentra en su materialidad grafemática, manteniendo los reflejos imaginarios del cogito aún en una exclusión interna, “en obra” y “en acción”, como un dialéctico permite decir. Aquí todavía nos encontramos en el lugar donde lo simple se experimenta como lo simplificado, manteniendo en sí la huella de su degeneración a partir de lo complejo. Aquí nos encontramos en el lugar donde el saber todavía “(quiere)-no-saber-nada de la verdad en tanto causa”, ese “querer-no-saber-nada” que, según Lacan, le concede su fertilidad y poder (Lacan, 1971, p. 853). En tanto estado grafemático del saber, la situación experimental es más que un conocimiento de signos: se trata, con Serres, de la “pragmatogonía” de las cosas epistémicas, de su grammatogonía, se podría decir, para añadir uno más al arsenal de neografismos que fabrican y testimonian lo técnico, de modo tal que ambas palabras, ciencia y técnica, hoy se han vuelto casi sinónimos. Se trata de las tecnociencias, cuya más reciente adquisición es la ingeniería genética. Con esto, el laboratorio, esta fragua privilegiada de cosas epistémicas, se sitúa en el propio organismo y se vuelve potencialmente inmortal; el laboratorio comienza a escribir el ser con su propia máquina de escribir, y así condujo al proyecto de desciframiento más grande del siglo: la secuenciación del genoma humano (Kay, 1994; Kevles & Hood, 1992).
Pero seamos precavidos con el concepto de las tecnociencias. Este supone una identidad entre técnica y ciencia que, en vez de aclarar, encubre el carácter y el proceso de las ciencias experimentales, justo en su presunta evidencia. Martín Heidegger también apoyó este malentendido, al sostener: “La carrera enloquecida que arrastra hoy a las ciencias ––ellas mismas no saben hacia dónde–– proviene de un impulso cada vez más fuerte; el impulso del método, cada día más subordinado a la técnica y a sus posibilidades. Todo el poder del conocimiento reside en el método. El tema tiene su lugar dentro del método”. Para Heidegger, por el contrario, solo el “pensar” guarda la característica de abrir un camino hacia el paraje, de modo tal que “confronta, libera lo que hay por pensar para el pensamiento” (2002, p. 160. Traducción modificada). Pero ¿qué hace el pensar experimental, evidentemente grafemático, sino dejar en un espacio de representación huellas que liberan justamente lo que hay por experimentar? La producción de huellas en el espacio material de representación de una ciencia es un juego de escritura. Las cosas epistémicas son articulaciones de grafemas. Ultracentrífugas, microscopios electrónicos, la electroforesis en gel y el tracing radioactivo (dejar-huellas: el nombre nombra, hablando con Heidegger, la “esencia” del método) producen aquellos espacios de presentación, aquellos espacios de escritura donde los grafemas se juntan en objetos epistémicos.
La descripción de un gel de secuenciación de un laboratorio de biología molecular puede aclarar esto. Los geles secuenciadores muestran de qué forma el biólogo molecular maneja y trabaja con genes. Este gel se presenta como una placa de resina artificial, delgada, porosa y fundida, en la que piezas de ADN de diferente tamaño han migrado a distintas distancias, mediante la aplicación de una corriente eléctrica. Por medio de una manipulación bioquímico-enzimática previa, una síntesis con cortes estadísticos de cadena, las moléculas se han procesado de modo tal, que cada una se diferencia en longitud por un bloque estructural. A causa del uso de componentes radioactivos para la síntesis, las moléculas son “marcadas” y así pueden hacerse visibles como una serie de franjas negras sobre una película. Cuatro columnas representan las cuatro distintas bases del ADN: G, A, C y T. Esta anotación puede leerse de abajo hacia arriba y se obtiene así la llamada secuencia del gen. La escritura de la vida es transportada al espacio de escritura del laboratorio y se transforma en una cosa epistémica, llevada al mundo de las dimensiones medias, en las que operan nuestros órganos sensoriales. El biólogo como investigador no trabaja con los genes de la célula en cuanto tal, sino con grafemas experimentalmente producidos en un espacio de representación. Si quiere saber qué significan, no tiene ninguna otra posibilidad, más que interpretar esta articulación de grafemas mediante otra articulación. La interpretación de un gel de secuenciación no puede ser nada más que otro gel de secuenciación.
No hay nada en la ciencia que se escape de esta permanente anterioridad de la presentación, de este constante deslizamiento de una representación bajo la otra, con el que se socava al mismo tiempo su sentido de copia. Los problemas científicos producen cadenas de representación que muestran cierta conexión formal dispuesta en series o secuencias, pero cuyos miembros no tienen necesariamente que estar en una “relación de causa y efecto el uno con el otro”, como ya notó Claude Bernard, el gran biólogo y fisiólogo experimental francés del siglo xix (1954, p. 14). Su sucesión no obedece ni a una lógica de la deducción ni a una causalidad fisicalista. Sin embargo, el proceso está organizado según el principio de producción de diferencias “cohesivas”. Finalmente, es un proceso de representación sin un punto de referencia final y, por ello, sin un origen. Por muy paradójico que pueda sonar, esta es la condición de la potencia de su a menudo citada “objetividad”, de su particular objetualidad y temporalidad. En aquello que vale como verdadero en una determinada época, en una determinada disciplina, o dentro de un determinado horizonte de problemas, solo se encuentran las condiciones mínimas de coherencia de una cadena significante, dotada con la dignidad de un objeto científico. El espacio de representación disponible decide el tipo de coherencia, y el arsenal de técnicas de presentación decide el espacio de representación. Así, no se puede pensar ninguna biología molecular sin las altas tecnologías de la ultracentrifugación, la microscopía electrónica y la cristalografía de rayos x. Pero, tampoco habría biología molecular sin los métodos comparativamente simples y humildes de la cromatografía y la genética bacteriana, que se realizan con medios de bricolaje. No es la tecnología, sino el proceso epistémico el que decide qué vale o no como tecnología. La esencia de la técnica, en este punto se concuerda con Heidegger, no es ella misma de naturaleza técnica.
Lo que acontece en los espacios “hiperreales” del laboratorio moderno está más cerca de lo que se cree de las producciones del atelier (Baudrillard, 2006). Ambos espacios obedecen al movimiento de lo que Brian Rotman designa como “Xenotexto”, como “escritura ajena” u “otrexto”:
Lo que significa es su capacidad de significar posteriormente. Su valor está determinado por su habilidad de traer lecturas de sí al ser. Un xenotexto, luego, no tiene un “significado” último, ninguna “interpretación” única, canónica, definitiva o final: tiene un significado solo en la medida que puede ser enlazado en el proceso de crear un futuro interpretativo para sí. “Significa” que sus intérpretes no pueden evitar que signifique (Rotman, 1987, p. 102).
No es casual que uno de los cofundadores de la biología molecular, François Jacob, haya descrito el proceso de la ciencia experimental como una “máquina para la producción de futuro” (Jacob, 1987, p. 13). Los generadores de futuro se caracterizan por el hecho de que los acontecimientos que producen solo pueden ser abordados y expresados en el futuro pasado. Ellos reciben su significado a partir de lo que habrán sido. Por tanto, son significantes puros ––una paradoja inevitable, que surge cuando se está obligado a utilizar la terminología a superar––. En esto, no se diferencian de los seres vivos. Los eventos que les ocurren en su reproducción diferencial ––el biólogo los llama mutaciones–– no tienen significación alguna al momento de su producción. Son asignificantes. Ellos solo reciben su significado a partir de lo que habrán sido, por medio de su futuro interpretativo. No obstante, sin tales eventos no habría ningún ser vivo. La lógica de lo viviente y la lógica de la investigación obedecen a gramatologías emparentadas, a un emparentado “juego de lo posible” (Jacob, 1981). No se lo puede manejar deliberada y selectivamente. O bien uno lo juega, o bien no lo juega. Y si uno lo juega, es inconcluyente por mor de su propia estructura. Pues para saber qué se hizo en cada caso, se debe haber pasado a la siguiente ronda.
Esto no es muy distinto de los juegos del lenguaje a los que refiere Wittgenstein en su Investigaciones filosóficas: “Nuestro error es buscar una explicación, allí donde deberíamos ver lo que acontece como fenómeno primigenio. Esto es, donde deberíamos haber dicho: este juego del lenguaje se juega” (2017, §654)
Ya sean juegos del lenguaje o juegos de escritura: no nos apropiamos de ellos sino mediante un retraso ineludible. Tanto para el artista como para el científico, siempre que esté “en acción”, vale el hecho de no poder saber lo que hace. Este diferimiento constitutivo está relacionado con el carácter de la huella y de los grafemas.3 Estos tienen que duplicarse para convertirse en lo que han sido. Al efecto macroscópico de esta estructura microscópica lo designamos con el concepto de lo inaudito. Toda la historia de las ciencias consiste en el intento inútil de adelantarse a lo inaudito causándolo.
El mensaje de la gramatología ––así lo veo hoy–– es que la escritura es solo otro nombre para esta estructura y este movimiento. Más allá de la denuncia contra la escritura, que comienza con la filosofía griega, de ser el mero reemplazo o suplemento de la palabra hablada, ella alcanza su determinación, más bien, en el movimiento de la sustitución. No hay proposición sin sustitución. En esto consiste toda su eficacia.
Y ya es hora de despertar del sueño cartesiano del camino único, del discurso del método, que comienza con el aseguramiento del ser del yo pensante y se completa en la lectura “del gran libro del mundo” (Descartes, 2009, p. 17). Esta metáfora es tan vieja como el libro, o al menos como el libro impreso, y tan vieja entonces como lo que llamamos ciencia moderna. A esta metáfora no hay que objetarle, por ejemplo, que lo “real científico” no se escriba gráficamente (Bachelard, 1968, p. 5). No he dicho otra cosa aquí. Sin embargo, mi tema también era que hay infinitamente muchos libros e infinitamente muchos autores. Ante todo, lo que la historia de la ciencia muestra es que primero estos libros deben ser escritos. Y el depósito de grafemas es inagotable.
La impredecibilidad de las interconexiones grafemáticas se escribe temporalmente en el horizonte fluctuante entre el saber y el no saber, de modo tal que se sustrae del concepto clásico de causación, al que se ha vinculado el concepto de historia de diversas maneras, pero siempre en nombre de la ley. Solo la huella que este ha dejado tras de sí produce lo que se llama, con un gesto tan alucinatorio como inevitable, el aseguramiento de su origen. Por consiguiente, aquí tampoco puede darse ninguna previsión, como François Jacob ha formulado de forma inmejorable en el capítulo “El tiempo y la invención del porvenir”, al final de su ensayo El juego de lo posible:
Pero si está en nuestra naturaleza producir el futuro, el sistema está establecido de tal manera que nuestras predicciones deben permanecer inciertas […]. Lo que suponemos hoy no se hará realidad. En cualquier caso, los cambios deben ocurrir, pero el futuro será diferente de lo que creemos. Esto se aplica especialmente a la ciencia. La investigación es un proceso interminable y nunca podemos decir cómo evolucionará. Lo impredecible está en la naturaleza misma de la empresa científica. Si lo que vamos a encontrar es realmente nuevo, entonces es por definición algo desconocido de antemano. No hay manera de saber a dónde llevará un área de investigación determinada. Por eso no podemos elegir algunos aspectos de la ciencia y rechazar otros. Como Lewis Thomas señaló, o tienes la ciencia o no la tienes (1981, pp. 130-131).
Pero ¿no deberíamos mejor hablar en plural de las ciencias? Como enfatiza Isabelle Stengers (1994), dado que no solo hay una ciencia, entonces la partida queda tan abierta como siempre, si de las ciencias, así como de las artes, no se puede decir más que: este juego se juega. Hoy es cada vez más evidente que aquí no se trata de un contexto, sino más bien de un “xenotexto”, incluso en las reacciones xenófobas frente a lo que apenas se deja clasificar en las rúbricas simples del “progreso científico”. Contra esto, habría que adoptar más xenofilia, es decir, un amor particular por las cosas epistémicas.
1 Cfr. Jacob (1974); Jacob, Jakobson, Lévi-Strauss, & L’Herilier (1968); Mantegna et al., (1994); Rainer (1974).
2 Agradezco a Norbert Haas por el término. [El término alemán es Schrieb y es una forma coloquial y despectiva de referirse a un mensaje escrito, normalmente una carta o una nota (N. de los T.)]
3 Sobre la temporalidad del diferimiento, cfr. Nägele (1987).