Читать книгу Golpe de efecto - Харлан Кобен - Страница 7
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Оглавление—Tal vez deberías dejar de darle vueltas —dijo Win.
Win tomó la FDR Drive en dirección sur con su Jaguar XJR. Llevaba la radio sintonizada en la WMXV, i o 5.1 FM, en un espacio dedicado al soft rock. En ese momento se oía a Michael Bolton haciendo una nueva versión de un viejo clásico de los Four Tops. Lamentable. Como ver a Bea Arthur hacer la nueva versión de una película de Marilyn Monroe.
Tal vez «soft rock» significara en realidad «rock de la peor clase».
—¿Te importa que ponga un casete? —dijo Myron.
—Claro que no.
Win cambió de carril de un volantazo. La manera más suave de definir la forma de conducir de Win sería la de «creativa». Myron, que intentaba no mirar la carretera, insertó el casete de la versión original de How to Succeed iu Business Without Really Trying. Al igual que Myron, Win tenía una gran colección de musicales de Broadway. En la cinta, Robert Morse cantaba a una chica Hamada Rosemary, pero la mente de Myron seguía fija en una chica llamada Valerie Simpson.
Valerie estaba muerta. De un balazo en el pecho. Le habían disparado en la zona de los puestos de comida del United States Tennis Association National Tennis Center durante la primera ronda del Grand Slam estadounidense y, aun así, nadie había visto nada. O, por lo menos, nadie había dicho nada.
—Ya vuelves a poner esa cara —dijo Win.
—¿Qué cara? —preguntó Myron.
—La cara de «quiero ayudar al mundo» —respondió Win—. No era dienta tuya.
—Pero iba a serlo.
—Cosa muy diferente. Su destino no te concierne.
—Hoy me había llamado tres veces —dijo Myron—. Y al ver que no podía ponerse en contacto conmigo por teléfono, ha venido a las pistas. Y entonces ha sido cuando la han matado.
—Una historia muy triste —dijo Win—, pero no te concierne.
El velocímetro rondaba los ciento treinta.
—Oye, Win.
—Dime.
—Estás yendo por la izquierda, vas en dirección contraria.
Win dio un volantazo, cruzó dos carriles y tomó la salida de la autopista. Minutos más tarde, el Jaguar entraba en el parking Kinney de la Calle 52. Después de aparcar el coche le dieron las llaves a Mario, el encargado. En Manhattan hacía calor. Mucho calor. La acera abrasaba los pies a través de la suela de los zapatos. El humo de los coches se unía a la humedad que pendía del aire como los frutos de un árbol. Respirar suponía todo un esfuerzo. Sudar, en cambio, no. El truco consistía en reducir el sudor al mínimo mientras se caminaba y esperar a que el aire acondicionado secara la ropa sin provocar una neumonía.
Myron y Win fueron en dirección sur por Park Avenue hacia el rascacielos de Inversiones y Valores Lock-Horne. El edificio entero pertenecía a la familia de Win. El ascensor se detuvo en la planta número doce, Myron salió y Win se quedó dentro. Su despacho de la compañía Lock-Horne estaba dos pisos más arriba.
—Yo la conocía —dijo Win antes de cerrarse las puertas del ascensor.
—¿A quién?
—A Valerie Simpson. Fui yo quien le dio tu número de teléfono.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
—No tenía ningún motivo para hacerlo.
—¿Erais amigos íntimos?
—Eso depende de lo que entiendas por amigo íntimo. Ella era de una familia adinerada de Filadelfia, como la mía. Los dos éramos miembros de los mismos clubes privados, de las mismas asociaciones benéficas, todo eso. De niños de vez en cuando nuestras familias veraneaban juntas. Pero llevaba años sin saber nada de ella.
—¿Y te llamó así, sin más?
—Podría decirse que sí.
—¿Y qué es lo que tú dirías?
—¿Es un interrogatorio?
—No. ¿Tienes alguna idea de quién puede haberla asesinado?
—Ya hablaremos luego —dijo Win con total tranquilidad—. Ahora mismo tengo asuntos que atender.
Las puertas del ascensor se cerraron y Myron se quedó allí de pie un momento, como esperando a que las puertas volvieran a abrirse. Después recorrió el rellano y abrió la puerta en la que se leía: «MB Representante Deportivo Inc».
—Madre mía, vas hecho un cromo —dijo Esperanza desde su mesa al verlo entrar.
—¿Te has enterado de lo de Valerie?
Esperanza hizo un gesto afirmativo con la cabeza. En caso de sentirse culpable por haberse referido a ella como «la reina de hielo» momentos antes del asesinato, no se le notaba.
—Tienes sangre en la chaqueta.
—Ya lo sé.
—Ned Tunwell, de Nike, está en la sala de reuniones.
—Pues supongo que tendré que verlo —dijo Myron—. Deprimiéndome no voy a arreglar nada.
Esperanza se quedó mirándolo, inexpresiva.
—No hace falta que te pongas así —añadió Myron—, estoy bien.
—Estoy conteniendo las lágrimas —dijo ella.
La viva imagen de la compasión.
Cuando Myron abrió la puerta de la sala de reuniones, Ned Tunwell se le tiró encima como un cachorro contento, esbozó una sonrisa de oreja a oreja y le dio una gran palmada en la espalda. Myron pensó que sólo faltaba que le saltara al regazo para lamerle la cara.
Ned Tunwell parecía tener unos treinta y pocos, más o menos como Myron. Todo él estaba siempre de buen talante, como un hare krishna con sobredosis de anfetaminas o como Flipper en medio de un parque acuático. Llevaba chaqueta azul, camisa blanca, pantalones caqui, corbata chillona y, lógicamente, zapatillas de tenis Nike. Tenía el pelo muy rubio y llevaba uno de esos bigotes que parecen la marca que deja la leche.
Al cabo de un rato, Ned consiguió calmarse y sacó una cinta de vídeo.
—¡Ya verás cuando veas esto! —dijo muy emocionado—. Myron, te va a encantar. Es fantástico.
—Veámoslo entonces.
—En serio, Myron, es fantástico. Absolutamente fantástico. Increíble. Ha quedado mejor de lo que esperaba. Manda al traste todo lo que hicimos con Courier y Agassi. Te va a encantar. Es fantástico. Fantástico de verdad.
La palabra clave estaba clara: fantástico.
Tunwell encendió el televisor y puso la cinta en el reproductor. Myron se sentó e intentó dejar de pensar en el cadáver de Valerie Simpson. Necesitaba concentrarse. Lo que Ned iba a enseñarle, el primer anuncio publicitario de Duane, era crucial. De hecho, aquellos anuncios contribuían más a crear la imagen de un deportista que ninguna otra cosa, ni siquiera lo bien que jugara o cómo lo retrataran los medios de comunicación. Eran los anuncios lo que definía a los deportistas. Todo el mundo conocía a Michael Jordan como Air Jordan. La mayoría de los aficionados no sabrían decir si Larry Johnson había jugado con los Charlotte Hornets pero, en cambio, lo sabían todo sobre la personalidad de su abuela. La campaña adecuada definía. En cambio, una mala campaña podía acabar con la carrera de cualquiera.
—¿Cuándo va a salir por la televisión?
—Durante los cuartos de final. Vamos a bombardear todas las cadenas a lo bestia.
La cinta terminó de rebobinar. Duane estaba a punto de convertirse en uno de los jugadores de tenis mejor pagados del mundo. Y no por ganar partidos, aunque ayudara bastante, sino por los contratos publicitarios. En la mayoría de los deportes, los deportistas más famosos ganaban más dinero por los patrocinadores que por sus equipos. Y en el caso del tenis, mucho más. Muchísimo más. Los diez mejores jugadores del mundo sacaban el quince por ciento de sus ingresos de los partidos que ganaban, pero el resto lo ganaban gracias a contratos publicitarios, los partidos de exhibición y las cuotas, es decir, el dinero que se pagaba a los mejores jugadores por participar en un torneo sin tener en cuenta el resultado.
El tenis necesitaba sangre nueva y Duane Richwood era la transfusión más estimulante que iba a obtener en años. Comparados con él, Courier y Sampras parecerían tan interesantes como la comida deshidratada para perros. Los jugadores suecos siempre eran un tostón. El circo de Agassi empezaba a cansar. McEnroe y Connors ya eran historia.
Así que ahora le tocaba el turno a Duane Richwood: llamativo, divertido y ligeramente polémico, pero no lo suficiente como para resultar odioso. Era negro y había salido de la calle, pero de una calle que se consideraba «segura», era un negro «seguro», la clase de tipo a quien hasta los racistas podrían apoyar para demostrar que en realidad no lo eran.
—Mira esta preciosidad, Myron. Este spot, te lo prometo, es... es que es totalmente... —Tunwell miró al techo, tratando de encontrar la palabra adecuada.
—¿Fantástico? —sugirió Myron.
—Tú míralo y ya verás —dijo Ned haciendo chasquear los dedos y señalando la pantalla—. A mí se me pone dura cuando lo veo. ¿Pero qué digo? Se me pone dura sólo de pensar en él. Te lo juro por lo que más quieras, es buenísimo.
Ned pulsó el botón de «PLAY».
Dos días antes, Valerie Simpson había estado sentada en aquella misma sala, justo después que Duane Richwood. El contraste era espectacular. Los dos tenían veintitantos años, pero mientras la carrera de uno apenas empezaba a despegar, la de la otra ya se había estrellado. A los veinticuatro años, a Valerie le habían colgado el cartel de vieja gloria o falsa promesa del tenis. Aquel día estuvo fría y arrogante (y de ahí el comentario de Esperanza sobre la reina de hielo), aunque tal vez sólo estuviera distante y distraída. Era difícil saberlo con exactitud. Y sí, Valerie era joven, aunque no precisamente lo que se dice «una persona llena de vida». Resultaba muy extraño decirlo ahora, pero sus ojos le parecieron más vivos cuando la vio muerta, más animados en su mirada perdida que cuando se sentó en la sala de reuniones con Myron.
¿Por qué, se preguntó Myron, iba nadie a querer matar a Valerie Simpson? ¿Por qué había tratado de ponerse en contacto con él con tanta urgencia? ¿Por qué había acudido al estadio de tenis? ¿Para ver el torneo? ¿O para hablar con Myron?
—Mira esto, Myron —volvió a repetir Ned—. Es tan fantástico que me corrí de gusto al verlo. De verdad, te lo juro por Dios. Me manché los pantalones.
—Qué pena habérmelo perdido.
Ned soltó un grito de placer.
El anuncio empezó por fin. Se veía a Duane con sus gafas de sol yendo de arriba abajo en la cancha de tenis. Luego muchas sucesiones rápidas de primeros planos, la mayoría de las zapatillas deportivas. Muchos colores brillantes. Un ritmo de latidos fuertes mezclado con el ruido de las pelotas que pasaban por encima de la red a toda velocidad. Tenía un estilo tan a lo «MTV», que podría haberse tratado perfectamente del videoclip de un grupo de rock. Entonces se oía decir a Duane:
—Ven a mi cancha...
Luego se veían unos cuantos golpes y unos cuantos primeros planos en rápida sucesión. Y entonces todo se detenía. Duane se desvanecía y el color se iba perdiendo hasta quedar por completo en blanco y negro. Y en silencio. Después la escena cambiaba y se veía a un juez de aspecto severo mirando a la cámara desde lo alto de su estrado. En ese momento volvía a oírse la voz de Duane:
—...y mantente alejado de la suya.
Volvía a oírse la música rock, volvía el color y aparecía Duane, que golpeaba la pelota, sonreía a pesar del sudor, y la luz se reflejaba en sus gafas de sol. Después aparecía el símbolo de Nike y debajo la frase: «VEN A LA CANCHA DE DUANE ».
Fundido en negro.
Ned Tunwell dejó escapar un gemido de satisfacción, de verdadera satisfacción.
—¿Quieres un cigarrillo? —le preguntó Myron.
—¿Qué te había dicho, eh, Myron? —dijo Ned aumentando la potencia de su sonrisa—. ¿Es fantástico o no?
Myron asintió con la cabeza. Era bueno. Muy bueno. Era moderno, estaba bien hecho y tenía mensaje, sin llegar a la monserga.
—Me gusta —contestó.
—Ya te lo había dicho. ¿O no te lo había dicho? Se me ha vuelto a poner dura. Te lo juro por Dios, me gusta tanto que se me pone dura. Hasta puede que vuelva a correrme. Aquí mismo, mientras hablamos.
—Gracias por avisar.
Ned se puso a reír como si le hubiera dado un ataque y le dio una palmada en el hombro a Myron.
—Ned...
Tunwell fue reduciendo el volumen de sus carcajadas como si fuera el final de una canción y luego se secó los ojos.
—Es que un día me vas a matar, Myron. No puedo parar de reír. De verdad que un día me matas.
—Sí, es que soy la leche. Por cierto, ¿te has enterado de lo del asesinato de Valerie Simpson?
—Y tanto, lo han dicho por la radio. Una vez trabajé con ella, ¿sabes? —dijo Ned sin dejar de sonreír y con los ojos muy abiertos y vivaces.
—¿Estuvo con Nike? —preguntó Myron.
—Pues sí. Y te diré una cosa, nos costó un riñón. Es que, ¿sabes qué?, parecía una apuesta segura. Sólo tenía dieciséis años cuando firmamos el contrato con ella y ya había llegado a la final del Roland Garros. Y además era atractiva, americana de pura cepa, lo tenía todo. Y estaba muy desarrollada, ya me entiendes. No era la típica niña mona que iba a transformarse en una mala bestia cuando creciera un poco, como Capriatti. Valerie estaba realmente buena.
—¿Y qué pasó?
—Pues que tuvo una crisis nerviosa —dijo Ned encogiéndose de hombros—. Joder, si salió en todos los periódicos.
—¿Por qué motivo?
—Y yo qué sé. Pero hubo muchos rumores.
—¿Como por ejemplo?
Ned abrió la boca para decir algo y volvió a cerrarla.
—Se me han olvidado.
—¿Que se te han olvidado?
—Mira, Myron, la mayoría de la gente pensó que había sido demasiado, ¿me entiendes? Por tanta presión. Valerie no pudo con todo. La mayoría de esta gente no lo consigue. Tienen cuanto quieren, llegan muy arriba y luego ¡puf!, desaparecen. No puedes ni imaginarte cómo debe ser perderlo todo como... Esto... —Ned tartamudeó un poco y se calló. Luego inclinó la cabeza—. Mierda, joder...
Myron siguió en silencio.
—Perdona que haya dicho eso, Myron. A ti precisamente.
—No pasa nada.
—No, en serio, o sea, es que he metido la pata hasta el fondo...
—Una lesión en la rodilla no es lo mismo que una crisis nerviosa, Ned —comentó Myron tratando de quitarle importancia.
—Sí, ya lo sé, pero aun así... —dijo Ned, y volvió a callar—. ¿Cuando los Celts te ficharon estabas con Nike?
—No, con Converse.
—¿Y te echaron? Quiero decir, ¿así por las buenas?
—No les culpo.
Esperanza abrió la puerta sin llamar. Como siempre. Nunca llamaba antes de entrar. Ned Tunwell no tardó en recuperar la sonrisa. No se deprimía fácilmente. Se quedó mirando a Esperanza, mirándola atentamente. Como la mayoría de los hombres.
—¿Puedo hablar contigo un momento, Myron?
—Hola, Esperanza —dijo Ned saludándola con la mano.
Ella se volvió hacia él y lo atravesó con la mirada, uno de sus múltiples talentos.
Myron se disculpó y la siguió afuera. La mesa de Esperanza estaba despejada salvo por dos fotografías enmarcadas. Una era la de su perra, una perrita muy peluda y muy mona que se llamaba Chloe, en un concurso que había ganado. Esperanza estaba muy metida en los concursos de perros, afición que los latinos del centro de la ciudad no es que dominaran precisamente, pero que a ella parecía dársele bastante bien. Y en la segunda foto salía Esperanza con otra mujer, librando un combate de lucha libre. La encantadora y ágil Esperanza había sido profesional de lucha libre bajo el nombre artístico de Pequeña Pocahontas, la princesa india. Durante tres años consecutivos, la Pequeña Pocahontas fue la favorita del público de la organización Radiantes Estrellas Guerreras de la Lucha Atlética, popularmente conocida como la REGLA (alguien había sugerido llamarla simplemente Guerreras Unidas de la Lucha Atlética, pero el acrónimo resultaba problemático para los locutores). La Pequeña Pocahontas de Esperanza era una fantasía sexual ligera de ropa (básicamente un bikini de ante), a quien los admiradores animaban y repasaban con la mirada de arriba abajo mientras ella se enfrentaba todas las semanas contra enormes y malévolas adversarias que siempre hacían trampas. Algunos lo veían como una alegoría moral, la típica representación de la lucha del bien contra el mal. Sin embargo, para Myron, el combate de la semana se parecía más a una de esas películas de mujeres encarceladas de serie Z, donde Esperanza representaba a la bella e ingenua prisionera encerrada en el ala C; su contraria era Olga, la sádica matrona de la prisión.
—Es Duane —dijo Esperanza.
Myron respondió directamente con el teléfono de su socia.
—Hola, Duane, ¿qué hay de nuevo?
—Vente para aquí, colega, ya estás tardando —dijo Duane hablando muy rápido.
—¿Qué ocurre?
—Tengo a la policía aquí delante. Y están haciéndome un montón de preguntas muy jodidas.
—¿Sobre qué?
—Sobre esa chica a quien han matado hoy. Creen que yo he tenido algo que ver.