Читать книгу Desnudo en Garden Hills - Harry Crews - Страница 8
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ОглавлениеLa oscuridad reinaba en la habitación en la que estaba tumbado Fat Man. Apoyado en almohadones en un ángulo de cuarenta y cinco grados porque esa era la única posición que le permitía respirar. Si se ponía completamente horizontal, los pulmones dejaban de funcionarle. Tenía algo que ver con el hecho de medir poco más de un metro cincuenta y pesar más de doscientos sesenta kilos. El médico se lo explicó un día.
Tenía los párpados cerrados, pero no había logrado conciliar el sueño. Llevaba desde las tres de la madrugada con los ojos cerrados, fingiendo. Fingiendo que dormía, fingiendo que no se había pasado la noche en vela, sumido en un estupor ebrio. Pero incluso con los ojos cerrados, oyó el sonido del motor del Buick cuando arrancó en Phosphate Mountain, delante de la cabaña de la puta. Lo oyó descender hacia Garden Hills y lo oía ahora acercándose por el camino empinado hacia la casa.
Se forzó a abrir los ojos. Había latas de aluminio por todas partes: ocho o seis en la cómoda, varias más en la cama a su lado y muchas más de las que podía contar esparcidas por el suelo. Pensaba que se había bebido las dos cajas enteras. Eso sumaba cuarenta y ocho latas. Miró al techo e hizo el cálculo mentalmente, no le supuso ningún esfuerzo porque estaba de lo más habituado. Cuarenta y ocho latas... doscientos treinta y seis mililitros por lata... más de once litros. ¿Calorías? ¿A cuántas calorías ascendía eso? Se le estremeció todo el cuerpo. Pero realizó el cálculo automáticamente: doscientas veinticinco calorías por cuarenta y ocho. ¡Seguro que no eran tantas! Aun así, ahí estaban las latas, esparcidas por todas partes, la mayoría aplastadas en pequeños discos, como si hubiesen recibido el impacto de una fuerza sobrenatural, lo que en efecto había ocurrido: la de su puño apretado.
Con una portentosa explosión de aliento, se impulsó hacia delante para sentarse al borde de la cama. Diez mil ochocientas calorías en una sola noche. En el aire pesaba el aroma cremoso del Metrecal. De su estómago llegaban sonidos oceánicos: romper de olas, embates impetuosos, gorgoteos. Con pesadez, igual que se movería una montaña, se puso en pie y separó sus enormes piernas para mantener el equilibrio. Se llevó los puños a los ojos y se frotó el rostro colgante. Se sacudió distraídamente la parte frontal del pijama, salpicada y veteada de Metrecal seco. Los ojos se le empezaron a acostumbrar a la penumbra de la habitación. En la silla, junto a la ventana, había unos prismáticos negros. Se acercó a la ventana, cogió los prismáticos y separó las pesadas cortinas. La luz lo cegó. Entornó los ojos y se los protegió con una mano hasta amoldarse. Miró hacia la autopista, hacia Reclamation Park. Allí estaban. El sol se reflejaba sobre los coches alineados. Alzó los prismáticos. Los niños revoloteaban entre los arbustos y los árboles. Desplazó los prismáticos para encuadrar el telescopio y le sorprendió descubrir que el telescopio lo estaba apuntando. A una distancia de unos quinientos metros, se encontró cara a cara con un hombre que llevaba una gorra de béisbol azul de los Yankees de Nueva York, varios puros en el bolsillo de la camisa y un anillo resplandeciente en la mano con la que ajustaba la lente del telescopio. La mano con la que enfocaba dejó de hacer lo que estaba haciendo y comenzó a moverse de arriba abajo muy excitada. Al momento, se agrupó más gente alrededor del telescopio. Fat Man blasfemó en voz baja.
Estaba atrapado en la lente de un turista. Dolly había insistido en lo de comprar el telescopio más potente que pudiesen encontrar. A Fat Man le había costado cuatrocientos cincuenta y tres dólares con diecisiete centavos, y lo tuvieron que traer desde Chicago, nada menos que desde Illinois. Y todo para ser humillado en pijama. Pero se emperró y no quiso dar su brazo a torcer, le devolvió la mirada a través de los prismáticos. Y entonces el hombre de la gorra de béisbol agarró a un crío –un niño pelirrojo de cabeza redonda– y lo alzó para que pudiera mirar por el telescopio. Fat Man se apartó de la ventana para volver a las sombras de la habitación, al retroceder pisó una lata y la aplastó, estuvo a punto de perder el equilibrio. Los niños excedían lo tolerable. Los adultos miraban por el rabillo del ojo. Los niños señalaban. Gritaban.
La puerta se abrió a sus espaldas. Oyó los tacones de madera de las botas de jockey tamborileando sobre el suelo. Un sonido agudo, nítido. Luz. Jester se había puesto a recoger las latas, las iba metiendo en una bolsa de papel.
–Jester –dijo Fat Man–. No pude evitarlo.
Jester lo miró con la bolsa de papel marrón en el hueco del codo. Fat Man era tan grande que cuando se le acercaba era como estar rodeado. A Jester no le gustaba esa sensación. Dio un paso atrás.
–Me lo bebí todo, Jester –dijo Fat Man.
–¿Las dos cajas enteras? –preguntó Jester.
Fat Man no respondió y Jester, que era tan bueno con las cifras como Fat Man, se miró los dedos, movió los labios en silencio y dijo:
–Eso hacen diez mil. Más de diez mil.
–No pude evitarlo, Jester. Lo llevaba bien hasta que empezó el telediario de las once.
–¿El telediario?
–Un reportaje sobre la barbacoa anual del gobernador. Quinientos invitados. Lechones enteros dando vueltas, chorreantes de jugo. Costillares de ternera. Pensé que me bastaría con un Metrecal.
Jester sacudió la cabeza.
–Dos cajas –dijo–. Es un récord.
–No había nadie para impedírmelo –dijo Fat Man–. Tú andabas retozando en esa cabaña con...
–Lo mejor sería que te pesaras –dijo Jester.
–¿Crees que servirá de algo? –preguntó Fat Man ansioso.
–Son diez mil –dijo Jester–. Más de diez mil.
–¿Qué piensas?
–No sé.
–¿Piensas que habré superado los doscientos sesenta kilos?
–Puede que medio kilo.
–No pude evitarlo –dijo Fat Man–. Y no estabas aquí para ayudarme.
–De noche un hombre no puede quedarse solo aquí arriba.
–Yo me quedo –dijo Fat Man.
–Tú no tienes lo que yo tengo.
–Acabarás en el infierno en los brazos de esa puta.
Jester dejó en el suelo la bolsa llena de latas vacías y lo miró. Fat Man sonrió.
–Ahora lo mejor es que vayas al baño y te peses antes de que se nos haga tarde para ir a ver a la señorita Dolly.
Fat Man se bamboleó hasta la cama y se dejó caer en el borde.
–La has visto, ¿a que sí?
–Sí. Todo Garden Hills la ha visto.
–Señor –dijo Fat Man–. Santo cielo. ¿Está haciendo sonar la campana?
–Y ensayando. En la plataforma de carga. Arriba, en la mina.
–No sé qué vamos a hacer –dijo Fat Man.
–Pesarte –dijo Jester–. Pesarte y salir para allá antes de que se nos haga tarde.
Fat Man extendió un brazo al frente. Jester se acercó a la cama, agarró el dedo índice con una mano y el meñique con la otra. Sus manos apenas llegaban a abarcarle los dedos. Plantó bien los pies en el suelo y tiró. Se le ennegreció aún más el rostro oscuro. Por increíble que pudiera parecer, Fat Man se puso en pie.
El cuarto de baño daba a la habitación. Como le gustaba decir a Jester, era lo bastante grande para dar cabida a una manada de caballos. El suelo era de mármol de Georgia. Las paredes de espejo. El techo estaba cubierto con un mosaico de La Creación de Miguel Ángel. Adán languidecía, sus enormes músculos inertes, entre dos fluorescentes empotrados. Y Dios, con la barba batida por el viento, estirándose para tocarlo. En un extremo, unos escalones descendían a una bañera hundida en la que el padre de Fat Man, sin éxito, había intentado criar truchas, y en la que Fat Man se sentaba a veces durante horas para refrescarse en los días de mucho calor.
Jester ayudó a Fat Man a quitarse el pijama de seda. Le llevó su tiempo. Por parte de Fat Man hubo una buena ración de jadeos y gruñidos, pero al final se quedó desnudo. El cuerpo se le derramaba desde la cabeza en capas hinchadas de grasa cada vez más voluminosas. Era muy blanco. Mientras Jester sacaba la báscula especial de debajo del lavabo, Fat Man se contempló desde varios ángulos en las paredes de espejo. Estaba intentando determinar el daño que se había infringido a sí mismo durante la noche desenfrenada de apurar hasta la última gota. ¿Podía identificar el medio kilo que había ganado? ¿O incluso los varios kilos? Ese montículo de carne de ahí... ¿ayer era tan grueso? ¿Se le había hinchado algún michelín?
–Súbete –dijo Jester.
Fat Man se subió y Jester se puso debajo de su barrigón para leer la báscula. Fat Man lo miraba en el espejo.
–¿Y bien? –dijo Fat Man.
–Bueno –dijo Jester, devolviéndole la mirada en el espejo–. Ya está. Lo has conseguido. Doscientos sesenta y uno. –Sonreía, pero muy levemente, lo mínimo para dejar que destellase el diamante.
Fat Man se bajó de la báscula y se volvió a mirar en los espejos. Sí, sus michelines parecían haber crecido. De pronto se sintió muy pesado. Más pesado de lo que se había sentido en toda una larga vida de sentirse muy pesado. Se le ensombreció la cara. Los rasgos se le comprimieron como un puño. Abrió la boca. La lengua, blanca como el resto de su cuerpo, se le descolgó un momento al jadear.
–Jester, súbete a la báscula –dijo Fat Man. Su respiración era corta, rápida, extenuada, como la de un chihuahua acalorado.
Jester seguía de rodillas después de arrastrarse por debajo de su barrigón para ver lo que marcaba la báscula. Se balanceó para volver a plantar la botas de jockey en el suelo, en cuclillas, y acto seguido enderezó su metro diez.
–No quiero pesarme en ninguna báscula –dijo Jester.
–Joder, Jester, súbete a la puta báscula.
–Sé lo que peso –dijo Jester–. Y tú también.
–Ah, vamos, Jester.
–Me has faltado al respeto. Has dicho «joder» y «puta».
–Lo siento, Jester. Es el kilo de más. No soy yo mismo.
–Sé muy bien lo que peso. Siempre he pesado lo mismo. Vestido para montar, cuarenta kilos.
Mientras hablaba se subió a la báscula. No tuvo necesidad de mirar hacia abajo. Pero Fat Man sí lo hizo. Y vio cómo oscilaba y se detenía la aguja como por arte de magia. Cuarenta kilos. Fat Man volvió a sentir la misma incredulidad que siempre lo asaltaba cuando Jester se subía a la báscula. Fat Man no recordaba haber pesado jamás cuarenta kilos. Pensó que lo mismo los habría pesado cuando tenía tres años. O puede que al nacer. Miró a Jester y le puso la mano en el hombro. Jester se quedó completamente inmóvil, mirando su reflejo en la pared de espejo. Tenía a Fat Man justo detrás y ya le había plantado las dos manos en los hombros. Ahora respiraba mejor. La cara se le había distendido. La lengua blanca había vuelto a su sitio. Sentía los huesos de Jester. Eran finos, frágiles y prominentes. Estaba palpando un milagro. Inhaló la imposible eventualidad de pesar cuarenta kilos, la olisqueó, la hizo rodar con la lengua, la atesoró en sus pulmones. Jester y él conformaban una unidad. Él caminaba con botas de jockey con tacones de madera y tenía resortes de hierro en las rodillas.
–Ya está –dijo Jester sin dejar de mirar al frente, ignorando la aguja congelada en cuarenta–. Nunca ha sido más, ni menos. Vestido para montar, cuarenta kilos.
Se desembarazó de las manos de Fat Man y se bajó de la báscula.
Lo mismo Jester ya pesaba cuarenta kilos a los tres años. O puede que al nacer. Fat Man suspiró. Al margen de sus orígenes, ahora entre ellos se interponían doscientos veintiún kilos. Y la grasa corporal era un hecho con el que había que lidiar. Siempre. Era algo que un hombre no podía pasar por alto. Aunque lo intentases, el mundo no te lo permitiría. Y tampoco es que lo hubiese intentado alguna vez. Todo lo contrario. Había insistido en llevar registros pormenorizados. Incluso en aquel momento, Jester se disponía a consignar una nueva entrada. Abrió la puerta de caoba tallada del vestidor que daba al baño. La cara interior de la puerta estaba cubierta de papeles grapados a la madera. Era el historial de peso de Fat Man, mantenido a diario desde hacía años. La puerta entera cubierta por una caligrafía enmarañada de color verde. Había dos columnas: ganancias y pérdidas. La historia de una continua progresión ascendente, de una dilatación, de una hinchazón más allá de toda razón. Pero al mismo tiempo era una biografía. A Fat Man le bastaba con echar un vistazo al peso registrado en cualquier fecha y aparecían rostros, brotaban lugares de la superficie, soplaban los vientos, los hombres sonreían y morían.
–Vístete –dijo Jester de pie ante la puerta. Solo se le distinguía la cabeza detrás de los enormes calzoncillos de seda que le tendía.
–Quiero darme un baño –dijo Fat Man–. Me duele la cabeza. Tengo resaca.
–Le dijimos a la señorita Dolly que a las nueve. Y ya vamos con el reloj pegado al culo.
Fat Man regresó al dormitorio y se dejó caer en un butacón acolchado de cuero equipado con un motor eléctrico que le permitía reclinarse. Jester le lavó la cara. Lo rasuró. Le empolvó los pliegues de los inmensos michelines. Le engrasó las articulaciones. Lo roció. Lo ungió. Lo peinó. Luego presionó el botón para enderezar de nuevo el respaldo del butacón.
–Arriba –dijo Jester.
Fat Man se levantó y para vestirse no tuvo que levantar los pies del suelo. No tenía que meterse en nada, ni en los calzoncillos ni en los pantalones. Todo iba con cremalleras. Era como levantar una carpa de circo. Cuestión de que quedara todo bien ensamblado y cerrar luego las costuras tirando de las cremalleras. Tallas extragrandes hechas a medida en Nueva York. Cuanto más sencillo, mejor. Jester dio un paso atrás y, sin calcetines, Fat Man introdujo los pies en sus pantuflas personalizadas de piel de terneros en gestación. Eran la cosa menos práctica que cabía imaginarse, apenas le duraban un mes y eran terriblemente caras. Pero era el único calzado que sus pies toleraban porque sus dedos suaves y rosados eran tan tiernos como los pezones de una virgen.
–¿Has comido algo? –preguntó Fat Man.
–No –dijo Jester.
–Yo tampoco –dijo Fat Man–. Y me muero de hambre.
–No tenemos tiempo –dijo Jester–. Ya llegamos tarde.
–¿No te tomarías alguna cosilla antes de salir? ¿Lo mismo unos huevos?
–No tengo hambre –dijo Jester, se giró suavemente sobre los talones y salió con paso marcial (daba la impresión de que siempre desfilaba) de la habitación.
A Fat Man le gorjearon las tripas a causa de los casi doce litros de Metrecal que se había embutido y, al mismo tiempo, le gruñeron de hambre. Su boca anhelaba algo sustancioso: una buena barra de pan, un señor entrecot con su huesazo. Pero, aun así, rodó (daba la impresión de que siempre rodaba: un paso corto, medido y oscilante) detrás de Jester.
Desde el porche frontal vieron a Iceman a lo lejos, camino de la autopista. Los saludó. Fat Man le devolvió el saludo. El sonido de las ruedas chirriantes y sin engrasar del carro resonaban por todo Garden Hills. Dolly había dejado de tocar la campana, pero podían verla al otro extremo de la excavación, vestida de blanco, pequeña como una muñeca, haciendo desfilar a sus chicas de un lado a otro sobre los tablones de la plataforma de carga de la refinería de fosfato abandonada. Varias personas subían de Garden Hills, unas hacia la tienda de Fat Man y otras hacia la mina.
–Va a salir a pedir de boca –dijo Fat Man–. Todo va a salir a pedir de boca.
Al llegar al Buick, Jester le abrió la puerta y esperó pacientemente a que se situase en la posición correcta para derribarse sobre el asiento de atrás. Era la única forma. Fat Man no podía subirse a nada. Así que se las ingenió para dejarse caer y luego pugnó, se impulsó y resopló hasta acomodarse. Una vez encaramado al asiento delantero elevado, con los piececillos pulcros y duros apuntalados sobre los pedales extendidos del embrague y el acelerador, Jester miró a Fat Man por el espejo retrovisor. Cuando el coche dejó de bambolearse y encabritarse por las sacudidas de Fat Man, tocó el botón de arranque y el Buick se puso en marcha con un rugido.
Dolly tenía un megáfono en un mano y la campana plateada en la otra. Se había subido a una caja de madera al fondo de la plataforma de carga. Se llevó a los labios el megáfono de cartón enrollado en forma de embudo y gritó: «Y MEDIA VUELTA y uno y dos y tres y cuatro y cinco y seis y siete y ocho y MEDIA VUELTA...». Y ante ella, al borde de la plataforma, desfilaban las seis jovencitas. Sincronizadas e hipnotizadas por el retumbo de la voz de Dolly y por sus propios sueños de llegar a ser La Reina Fosfato de Garden Hills.
Jester detuvo el coche y Fat Man descorrió las cortinas que había cerrado durante el trayecto. Dolly dejó el megáfono en el suelo y dijo: «Hola, querido». Las chicas se inmovilizaron juntando los pies en posición de reanudar la marcha.
–Eso es todo, chicas. Eso es todo por ahora. Haré sonar la campana para avisaros del próximo ensayo.
Bajó los escalones de la plataforma y se dirigió al coche con las chicas siguiéndola al paso y en fila india.
–Decidle hola a Mayhugh, niñas.
Le dedicaron sus sonrisas lentas y tímidas sin decir nada. Eran altas y delgadas. Tenían las piernas cubiertas hasta las rodillas de un fino polvo blanco. Estaban húmedas y sobreexcitadas. Fat Man, que por lo general habría admirado su delgadez, no podía pensar en otra cosa más que en el hecho de haber salido de casa sin desayunar.
–Caramba, Mayhugh, se te han debido pegar las sábanas –dijo Dolly. Se abanicó los muslos con el vestido blanco y Fat Man, a pesar de su apetito, la olió–. Te esperaba más temprano. Pensé que llegarías a tiempo de ver el ensayo de las niñas. Sabes el interés que tienen en que vengas al ensayo.
–Dolly, tienes que dejar de meterles ideas extrañas en la cabeza a esas chicas –dijo Fat Man.
–De extrañas nada, querido. Sal de ahí y te lo mostraré.
–Aún no he desayunado. No me encuentro bien. Hace calor. Díselo tú, Jester.
–Tiene calor, no se encuentra bien y está hambriento –dijo Jester rígido ante el volante y sin apartar la mirada del parabrisas.
–Oh, vamos, sal de ahí. No nos llevará ni un minuto, y te lo tengo que mostrar.
–No va a funcionar.
La sonrisa roja de Dolly se volvió aún más roja y más amplia.
–Ayer sacamos quince dólares del telescopio. Hoy sacaremos treinta y mañana sesenta. Para cuando acabe la semana tendremos para otro telescopio. Solo que no necesitamos otro telescopio. Los turistas bajarán, los tendremos aquí mismo –le abrió la puerta–. Venga, es solo un segundo.
Fat Man, con el sudor chorreándole por todo el cuello, se desacopló del coche. Las flacuchas se le acercaron rodeándolo como si se dispusieran a ponerle las manos encima. Dolly apartó ligeramente a una de ellas, agarró a Fat Man del codo y lo condujo por delante del coche.
–Ha sido maravilloso –dijo Dolly–. Nos han estado observando toda la mañana. –Señaló hacia Reclamation Park, más allá de la casa de Fat Man–. Esta noche ese telescopio va a estar repleto.
–No se puede saber si te miran –dijo Fat Man–. Están muy lejos.
–Pude sentir el telescopio mientras ensayábamos esta mañana –dijo Dolly. Lo llevó a un lado del edificio, a la sombra, lejos del resplandor del sol–. Bien. –Señaló la parte superior del enorme edificio–. Rojo, ¿de acuerdo? ¿Te haces a la idea, Mayhugh? Todo el condenado edificio rojo sangre. Se les saldrán los ojos de las órbitas, ya verás. ¿Cuánta pintura crees que hará falta para un edificio de este tamaño?
–Ni puñetera idea –dijo Fat Man–. De todas formas, no va a funcionar. Es una idiotez.
–Jester ¿cuánta pintura le echas? –preguntó Dolly.
Jester ni se molestó en mirar, ni a ella ni al edificio. Habló con el cigarrillo Benson & Hedges en la boca.
–Mogollón.
–Perfecto entonces –dijo Dolly–. Mogollón. Hará falta mogollón de pintura roja. Usaremos de la barata, y solo pintaremos los tres lados que se ven desde la autopista, más los quince ventiladores de techo y el letrero que pondremos delante. Ven, verás. –Lo agarró del brazo y lo sacó de la sombra–. Ahí encima, sobre la plataforma de carga irá el letrero. Tiene que poder leerse desde la carretera a simple vista. Y una valla publicitaria. Necesitaremos una valla publicitaria cuando desmontemos el telescopio.
–¿Y qué vamos a hacer con el telescopio? No nos podemos merendar un telescopio de cuatrocientos cincuenta y tres dólares con diecisiete centavos –dijo Fat Man.
–Bueno, lo instalaremos aquí –dijo Dolly, señalando a sus pies–. Justo aquí.
–¿Y para qué? –preguntó Fat Man.
–Para que puedan ver de dónde han venido, por supuesto. Podrán mirar la autopista.
Entonces hasta Jester la miró. Con el cigarrillo plantado hábil y firmemente entre el corazón de oro y el diamante, miró primero a Dolly y luego desvió la mirada hacia Reclamation Park y la superautopista de cuatro carriles que pasaba por detrás.
El sudor había alcanzado la fase de inundación en Fat Man. Le corría por el cuello, por la espalda y por los costados. Cuando cambiaba el peso de un pie a otro, todo su cuerpo emitía sonidos acuáticos: chapoteos en las nalgas y succiones en los sobacos. Se sentía obsceno, como algo escrito en la pared de unos baños. Las seis jovencitas, cautivadas, no le quitaban ojo de encima. Sintió que no iba a ser capaz de seguir soportándolo y nada le habría agradado más en aquel momento que llevarse a Dolly a las sombras del interior de la refinería y estrangularla. Pero se limitó a suspirar y a desmoronarse.
–De acuerdo, Dolly, te lo preguntaré –dijo Fat Man–. ¿Por qué demonios van a querer mirar por el telescopio la autopista que acaban de dejar atrás?
Dolly sonrió.
–Mayhugh, está claro que nunca has estado en Nueva York. Lo harán por el mero hecho de que esté ahí. Es la misma vieja historia de siempre. También dijiste que no utilizarían el de Reclamation Park, pero ayer sacamos quince dólares, a veinticinco centavos por vista.
Era cierto, él no había confiado. Y ayer se habían sacado quince dólares. Él no era rival para Dolly y lo sabía. Ella era un prodigio. Escapaba totalmente a su comprensión, estaba más allá de cualquier explicación. Tenía la impresión de pesar una tonelada. ¿Y qué iba a hacer alguien que pesaba una tonelada frente a una chica tan rápida y tan bonita que ni siquiera sudaba? Además, ella había estado en Nueva York. Él sabía el punto preciso en la tabla de peso en que ella se fue. El día que se marchó, él pesaba ciento ochenta y un kilos y luchaba desesperadamente por no llegar jamás a los doscientos. El día que regresó había superado los doscientos treinta.
–Señor Mayhugh. –Los dedos de la niña fueron como el roce de una mariposa en su brazo. Tenía el cabello rubio y liso, y la boca azulada y pálida. Bajo la piel del color de la leche se le destacaban los huesecillos del tórax. Lo volvió a tocar, pero esta vez no apartó los dedos–. Señor Mayhugh, ella puede hacerlo. La señorita Dolly puede hacerlo.
Llevaba puesto el conjunto negro de una sola pieza que Dolly le había comprado con el dinero de Fat Man. Se acercó más a él. Le clavó en los ojos su mirada abrasadora. No debía pesar más de quinientas calorías. Quinientas calorías al día probablemente la harían engordar. En comparación con él, aquella chiquilla era transparente. Podía distinguir dónde se le juntaban los huesos, dónde le latía el corazón. El roce de su mano le hizo apretar las mandíbulas. No podía hablar. Dejó de secarse el sudor y lo dejó correr.
–Las jaulas que colgarán del techo, una con la Reina Fosfato de Garden Hills dentro, serán lo que marque la diferencia –dijo la chica. Su boca emitía una leve pestilencia dulzona a comida a medio digerir.
–¿Jaulas? –dijo Fat Man.
–Para las gogós. Las vio en Nueva York –dijo la chica.
–Pensamos instalar una jaula para la Reina. La Jaula de la Reina –dijo Dolly–. Quedará genial en la valla publicitaria.
Jester arrojó su cigarrillo por la ventanilla y se puso a silbar suavemente el aviso para la línea de salida.
–Solo es una de mis ideas –dijo Dolly–. Tengo más. Y se nos irán ocurriendo muchas más a medida que vayamos avanzando. Nos volverá a situar en el mapa.
–Nos volverá a situar en el mapa. Ella puede hacerlo –dijo otra de las chicas.
Fat Man miró a las seis chicas que lo rodeaban. Estaban completamente hechizadas por Dolly. Estaban sometidas y superadas por su labia. Quizá todos lo estaban. Quizá iban a hacer lo que Dolly quería que hiciesen, sin importarles lo que ellos quisiesen.
–Vale –dijo Fat Man–. Lo veo. Entiendo lo que quieres y lo que estás haciendo con el dinero. –Mientras hablaba se giró y se inclinó hacia el Buick. Rodó.
–Un momento, espera –dijo Dolly–. Te he mostrado solo el esqueleto. Nada más que el esqueleto. Ahora falta rellenarlo.
–Lo entiendo. Lo sé –dijo Fat Man. Se le habían manchado los pantalones beis con el polvo blanco del fosfato. Tenía polvo en el pelo y en la boca. Sus tiernos pies lo estaban matando. El aire inundaba sus narices con lonchas de jamón frito, mantequilla derretida y pan recién horneado. Tenía que alejarse de ella porque sabía que si no comía algo pronto corría el peligro de que le diese por vender Garden Hills, su casa y su alma por un sándwich de mantequilla de cacahuete.
Se dejó caer en el asiento trasero del Buick. El coche corcoveó y se sacudió mientras él se recolocaba. Ellas lo miraban. Los ojos de las jovencitas se deslizaron como rastrillos por su espalda mientras él se revolvía en un océano de carne y sudor. Cuando por fin logró incorporarse, Dolly se montó a su lado y el motor rugió. Las chicas se dieron la vuelta y descendieron en fila india hacia Garden Hills. A Fat Man se le nubló la vista por el esfuerzo y el sudor, pero le dio la impresión de que seguían manteniendo el paso cuando desaparecieron por el borde de la excavación.
–A casa –susurró Fat Man a la nuca de Jester.
–A Reclamation Park –dijo Dolly.
Al llegar a la gran superautopista, a Fat Man ya le costaba menos trabajo respirar. Se metieron bajo los gruesos árboles verdes y aparcaron a la sombra. Ante ellos se extendían unos setos con diseños geométricos. Había una fuente de agua cristalina que brotaba de un león de mármol en el centro del parque entre dos palmeras doradas de Malasia. Los pájaros cantaban. Al otro extremo del parque, justo enfrente de donde habían dejado el Buick, se alzaba un busto de bronce de Jack O’Boylan con una inscripción ilegible desde donde estaban. Pero Fat Man se la sabía de memoria; no le hacía falta leerla.
JACK O’BOYLAN RECLAMATION PARK
EL JARDÍN EN EL QUE SE ENCUENTRA AHORA SE EXTENDERÁ ALGÚN DÍA POR TODAS LAS COLINAS. JACK O’BOYLAN RECLAMA LO QUE LE PERTENECE. MIENTRAS CONTINÚEN LAS OPERACIONES MINERAS, CONTINUARÁ ASIMISMO EL PROGRAMA DE EMBELLECIMIENTO DEL PAISAJE. LA GENTE SE LO MERECE.
Era el cartel estándar de Jack O’Boylan. Se los producían en serie en Elmira, Nueva York. Lo plantaron al mismo tiempo y de la misma forma que el parque: instantáneamente. Después de abrir el agujero de diez hectáreas y de levantar Garden Hills al fondo, trajeron el parque sobre una caravana de cincuenta camiones y lo tendieron como si fuese una alfombra. Era el parque estándar de Jack O’Boylan. Se los producían en serie en Peoria, Illinois. Fue un acto de magia: la hierba creció, brotaron las flores, los árboles comenzaron a mecerse y el olor de la primavera flotó y se expandió por Garden Hills. Perforaron un pozo e instalaron un sistema de riego. En mitad de la noche, cada noche, llovía. Y luego, a lo largo de los largos y sofocantes días de intenso calor, bajo aquel sol abrasador que hacía que te saliesen ampollas, cuando el aire se transformaba en ceniza y la nube que cubría Garden Hills se volvía amarillenta, en días semejantes, la gente alzaba la mirada y contemplaba Reclamation Park, húmedo e imposiblemente fresco en el horizonte. Y más adelante se extendería por todas las colinas. Los protegería y los mantendría. Es lo que decía el cartel. Para ellos era un acto de fe.
Y ahora era propiedad de Fat Man. El estado se encargaba de desmochar, podar y cortar el césped, y –con el consentimiento de Fat Man– permitía su uso público como área de descanso. Pero Fat Man era el dueño, igual que de la refinería de tres plantas y de los quince kilómetros cuadrados de terreno minado con trescientas quince lagunas sin peces y doscientos trece montículos de tierra, uno de ellos tan pronunciado que habían acabado bautizándolo como Phosphate Mountain.
–Mira la cola que hay para el telescopio –dijo Dolly–. ¿Es o no es una pasada? –Consultó el reloj de su muñeca–. Las once y cuarto, un lunes por la mañana, y mira.
Trece personas, una detrás de otra, cada cual con su moneda de veinticinco centavos lista en la mano. Y no dejaban de llegar más coches. Las familias desplegaban sus merendolas sobre las mesas de cemento de pícnic que había bajo los árboles. Las cortinas de las ventanillas traseras del Buick estaban echadas y Dolly miraba por la rendija abierta entre dos pliegues.
–Descorre la cortina, corazón, y echa un buen vistazo.
–Ya lo veo por ahí delante –dijo Fat Man.
–No te importa que me baje y me acerque un momento al telescopio, ¿verdad? –preguntó Dolly–. Nos sería de gran ayuda que pudiese escuchar lo que dicen. Nos daría claves para la promoción.
No esperó su respuesta, se bajó.
En cuanto se hubo ido, Jester, sin darse la vuelta, dijo:
–Iceman dice que es una puta loca.
–¿Cuándo?
–Esta mañana. Me paré a ver el caballo.
–No me sorprende.
–Me dijo que no te lo dijese.
–Vale. –Fat Man respiró hondo–. ¿Estás conmigo, Jester? ¿Sigues estando de mi lado?
–Claro –dijo Jester sin apartar la mirada del parabrisas.
–Antes, en la refinería, dije que a casa. Y me has traído aquí.
–La señorita Dolly dijo que a Reclamation Park.
–Pero yo dije que a casa. Y yo soy el que paga. Instalé a tu putilla en la cabaña y te puse electricidad. Pago yo. Dolly no puede hacer nada por ti. No puede hacer nada a no ser que yo le diga que lo haga.
–Vale –dijo Jester.
–Solo quiero advertirte de que te andes con ojo. No te vendas barato.
–Vale –dijo Jester.
Dolly se había puesto a hablar con la gente de la cola. Sonreía. Sonreían. A pesar de la distancia, podía distinguir sus bocas y sintió un escalofrío en la nuca, un estremecimiento involuntario. De repente, uno de ellos estalló en carcajadas y toda la cola se sacudió. El que había rebuznado señalaba el cartel que había debajo del telescopio. Las LOCALIZACIONES. Acto seguido, dirigió el dedo hacia la laguna más grande de Garden Hills. La capa de verdín que la cubría era lo bastante densa como para caminar por encima. Como hielo verde. Allí estaba enterrada la madre de Fat Man. Era el punto catorce de las localizaciones. Desde donde estaban y con el telescopio parecía una esmeralda. Y por eso Dolly le había puesto ese nombre en las localizaciones: LA ESMERALDA.
–¿Tienes cambio, amigo?
Era un hombre delgado con medio halo de pelo muy rojo alrededor de un cráneo resplandeciente. Ladeaba la cabeza con los codos apoyados en la puerta para mirar a Jester.
–¿Cambio? –dijo Jester.
–Para el telescopio, amigo. Monedas de veinticinco. ¿No tendrás...? –Bajó la vista y se fijó en los pedales extendidos del freno y del acelerador adaptados a las piernecitas de Jester–. Digo que si... –Y entonces se fijó en Fat Man en el asiento de atrás. Con las cortinas echadas quedaba casi en la sombra. Se inclinó un poco más hacia el interior. Se le pusieron los ojos como platos. Se quedó con la boca abierta. Al momento, se recompuso y volvió a respirar–. ¿Tenéis... monedas... telescopio... de veinticinco?
–No –dijo Fat Man.
–Bueno –dijo el hombre. Parecía estar tratando de encontrar qué decir–. Yo... esto... lo siento... de veras que lo siento.
Se retiró.
–Wes dio en el clavo, ¿sabes? –dijo Fat Man–. Es una puta loca.
–Normal no es, eso seguro –dijo Jester.
–Pero no le vayas a decir a Wes que yo lo he dicho.
–De acuerdo –dijo Jester.
La cabeza de un niño apareció en la ventanilla de Jester. Una cabeza redonda de cabellos rojos. Lo había alzado un hombre para que se asomase. Fat Man vio las manos que sostenían al niño. El niño miró a Jester. Luego a Fat Man.
–AYLAVIRGEN –gritó el niño.
–Toca el claxon, Jester –dijo Fat Man.
Jester tocó el claxon y el niño siguió gritando con toda su alma: «¡AYLAVIRGEN!». Todos los que estaban en la cola del telescopio se giraron hacia ellos. Dolly sacudió los brazos y señaló hacia Garden Hills. Pero los de la cola siguieron con la mirada clavada en el Buick y en el niño pelirrojo enloquecido. La gente que estaba en las mesas de pícnic se levantó. «Rápido, rápido», gritó alguien. «¡Ha pasado algo!». «¡AcciDENTE, acciDENTE!», aulló otra voz. Y el coche comenzó a mecerse sobre sus suspensiones cuando la gente, para mirar más de cerca, se precipitó sobre la carrocería. El parabrisas se llenó de caras. Colaban la cabeza por las ventanillas. Los que no podían ver pedían explicaciones desde atrás. Los que veían algo respondían a gritos que había que verlo para creerlo. Al final, se abrió la puerta y Dolly saltó al interior del coche junto a Fat Man. Había perdido el sombrero. Se le había desgarrado la costura del vestido blanco a la altura del hombro. Jester había puesto el coche en marcha, pero tuvo que avanzar despacio por miedo a espachurrar y matar a algún turista.
–¿Por qué no viniste? –exclamó Fat Man– ¿Por qué no viniste cuando Jester hizo sonar el claxon, maldita sea?
–La multitud me lo impedía –dijo ella. Sonreía. Apretó sus pechos contra él y le enlazó el brazo–. Venga, Mayhugh, vamos a comer. Ahora sí que nos vamos a poner hasta arriba.