Читать книгу El amor es una cosa extraña - Hebe Uhart - Страница 6

Оглавление

I

En 1980, Luisa vivía en un departamento que parecía una cajita de zapatos. Si alguien entraba, de una ojeada veía toda la casa, incluso el baño. Era un departamento tan chico y tan simpático, que las visitas de mayor confianza tendían a usar todas las instalaciones para ver si no eran de juguete; iban al baño, se recostaban en la camita que se veía desde el cuadrado de entrada, corrían una mampara siempre semiabierta donde había una cocina muy chica y abrían una alacena que tenía una cortina como de teatro de títeres. La alacena fue hecha por el suplente del portero suplente; era viejo y tomaba vino. Eligió unas maderas en desuso que estaban en el sótano del edificio; como un leñador cansado y despreciativo juntaba las maderas, como si fueran un montón de ramas secas. Era la primera vez que hacía una alacena en su vida, tardó mucho tiempo para hacerla y no cobró nada por el trabajo; la alacena era endeble, la trajo armada desde el sótano y tambaleaba en sus manos.

Las visitas de menos confianza y las personas más mundanas, cuando se movían parecían decir “una casa, grande o chica, siempre es una casa”; se acercaban a mirar por la ventana, desde donde se veía toda la ciudad, y era tal la inmediatez de la ventana que no tenía marco ni separación con el espacio exterior, que creían estar suspendidos en el aire. Se acercaban a la ventana sin interrumpir la conversación y cuando la sensación de estar suspendidos en el vacío les producía perplejidad, algunos insinuaban si la mampara de la cocina no se podría cerrar del todo. Se podía, pero Luisa decía que le parecía que no; ella no quería cerrarla, quería ver la alacena con su cortina de teatro de títeres. A esa casa iba a visitarla su mamá, con un bastón de empuñadura muy elegante, que daba idea de mando y sensatez. El bastón contrastaba con el tapado marrón claro, de paño muy grueso con el que ella se cubría; ese tapado se había amoldado a su cuerpo gordo de anciana, un poco encorvada, y que ella quisiera proteger su cuerpo con un paño grueso, un cuerpo que había coqueteado tan poco, le producía piedad a Luisa y deseos de tratarla bien. En esa casa su mamá se movía de modo distinto que en la propia; en la propia daba órdenes a sus piernas para que tuvieran buen funcionamiento y a veces le decía a la pierna dura, que no quería caminar, “movete, estúpida”. En casa de Luisa elogiaba la comida, se sentaba quietecita para que le dieran de comer y decía: “En casa ajena nunca supe manejarme”. Después de comer, dejaba su bastón sobre cualquier almohadón del suelo y se iba a dormir blandamente la siesta y Luisa percibía que su mamá pensaba que esa casita era un buen sitio para morir. Pero el novio que Luisa tenía en ese momento, Beni, no era adecuado para ayudar a cuidar ningún anciano en su enfermedad, no por falta de voluntad sino de tino. Su mayor voluntad era que reinara la alegría, pero en la forma de chispazos de felicidad imborrables y memorables. Luisa vio una vez cómo él logró dejar de hacer llorar a una mujer que trajo de visita de otra casa donde estaba de paso, una mujer hipertensa que tomaba remedios para lograr su equilibrio y después comía, bebía y engordaba lo suficiente para desequilibrarse y ante esa lucha grave dentro de ella, la mujer estaba inerme; lloraba y su desequilibrio homeostático era una problema de otros, en este caso Beni, que le hizo pases mágicos, hizo de payaso y le hizo fricciones en los párpados a la luz de la lámpara; la mujer se rio con ganas. El papel de genio o de mago le caía bien, pero el claroscuro de la habitación de un anciano, el velar su sueño haciendo mientras alguna pequeña tarea corta, como por ejemplo lavarse la ropa o leer el diario, eso no estaba en su ánimo, porque en cuanto a ropa tenía la mínima; era para tenerla reglamentada o domesticada, como él decía: una camisa que se seca cuando uno duerme y un traje con corbata para ir al Banco. En cuanto al diario, aunque lo comprara, daba la impresión de que lo hubiese encontrado por ahí, de casualidad, y dentro del diario siempre tenía una sorpresa; si era agradable, bailaba mientras planchaba su camisa; si desagradable, no comentaba nada, el resto del diario era para él un desfile absurdo. Porque Beni no era una persona del tiempo, era del espacio; hoy estaba aquí, mañana allá. Cuando iba al campo, iba al almacén de Ramos Generales y les contaba a los paisanos que en Buenos Aires él tenía cuenta en un Banco que quedaba en la mismísima Plaza de Mayo, al lado de las palomas, frente a la casa de gobierno.

En 1981 Luisa hizo alfombrar el piso del departamento y ahora parecía una caja de zapatos forrada. Cuando vino el alfombrador (eficiente, con cara de decir: “Déjenme el piso libre de toda alimaña rodante o no rodante, viva o muerta”), Beni recién había llegado del campo y estaba tan contento con la alfombra que se quedó mudo por un rato. Ninguno de los dos había tenido nunca todo el piso alfombrado en su totalidad y cuando el alfombrador terminó un cuartito, se sentaron en el suelo para ver cómo revestía el otro. Beni intentó ayudar a alfombrar, pero el alfombrador no lo dejó, y volvió callado a su puesto de observación. Solamente interrumpió su silencio para decir:

–¡Cuando cuente allá esto!

Lo dijo en voz un poco alta; el alfombrador lanzó una ojeada rápida y a Luisa le dio un poco de vergüenza; pensó que el alfombrador miraba como si supiera que Beni iba al almacén de Ramos Generales del campo a contar lo de la alfombra.

Beni aparecía o desaparecía como un dios del Olimpo, y como tal, podía desarrollar distintas actividades y funciones; quería comercializar la madera de los bosques de Entre Ríos, ya que había un transporte natural simplicísimo, gratis: el río Paraná, que traería los leños a Buenos Aires. ¿Que cómo a nadie se le ocurrió antes? Por las mentes estrechas que lo complican todo. Inventan mecanismos de traslados lentos, mezquinos, chotos y caros, como los camiones; sobre todo caros y lentos. Con corriente favorable, los leños bajaban por el río en una hora. Tampoco es cuestión de centrarse en una sola cosa, habiendo tantos recursos en Entre Ríos; la cantidad de fruta tirada era impresionante y toda la zona podía ser el emporio del jugo de fruta, a alto nivel, si no fueran paisanos ignorantes como eran allá, que desconfiaban de lo nuevo: se les hablaba de la ciencia, se les hablaba de lo que hacen los alemanes y miran con cara de espanto, de no entender, como si se les hablara en sánscrito. Agarre un bidón, exprima unas cuantas naranjas de las que están en el suelo y siéntese en la ruta, que pasa una caravana de autos; regale un vaso como promoción, no sea mezquino; y todo el país va a ir después por la ruta del jugo natural, a sacarse la sed. ¿Cómo será el nombre en latín de la naranja? ¿Naranjus? Luisa no recordaba si los romanos conocían la naranja. Bueno, qué importa, va todo con “us” o “is” y el aserradero se llamará “Madera Grandis”. Una vez que el aserradero estuviera encaminado, cuando la primera camada de leños viniera flotando por el río y hubiera un hombre de confianza allá para enviarlos y en Buenos Aires otro para recibirlos –allá había uno, pero acá había que pensarlo, convenía que la primera camada por cualquier cosa la recibiera él en persona– no era cosa de quedarse anclado como una garrapata a ese lugar; hay que saber delegar. Una vez que estuviera marchando “Madera Grandis” –siempre hay que darse una vuelta, desde luego, o un golpe de teléfono–, Beni se iba a ir a Inglaterra. Los llamados de teléfono debían ser a distintas horas, para que supieran que él estaba vigilando de lejos, lo mismo las apariciones; es conveniente en el campo aparecer en distintos medios de transporte: en auto, en camión, a veces como si llegara a pie (él una vez bajó en helicóptero y los paisanos se quedaron muy sorprendidos) para dar la sensación de que uno puede caer en cualquier momento. Son pequeños detalles que hay que cuidar. También se podía llamar desde Inglaterra, donde Beni se iba a ir a perfeccionar; en Inglaterra no es como acá, que uno estudia en unos apuntes chotos. Él había estudiado en La Plata y copiarse de esas fotocopias viejas daba asco; hasta para copiarse hay que tener estilo, una norma, algo; en Inglaterra estaban todos más reglamentados: a las cinco de la tarde los ingleses toman el té con scones y cuando dicen a las cinco, es a las cinco, así se caiga el mundo; por eso él tenía preparada su solicitud de admisión para ir a Inglaterra.

Cada vez que Beni decía que iría a Inglaterra a perfeccionarse, a Luisa le daba una puntada en el corazón. Luisa no creía ni en el destino ni en la persuasión, y en cuanto a las distancias, Inglaterra no parecía mucho más lejos que el campo de Entre Ríos, salvo que iba allá a instalarse. En Inglaterra él quería especializarse en metales ferruginosos, pero eso era ya otro rubro. ¿Cómo se compaginan la madera y el hierro? ¿Acaso no son dos especializaciones distintas? Además no la invitó a vivir en ninguna pieza contigua al aserradero posible y Luisa jamás hubiera pedido que la invitara, por un lado por orgullo y por otro porque una vez había entrado en una carpintería y los carpinteros eran todos sordos. Desde su perspectiva de mujer un poco grande, un poco ajada, miraba el destino de él como venturoso y azaroso. Le decía:

–Son varias etapas, me parece que la primera es un estudio de factibilidad.

–Tenés razón –decía Beni.

–Después –decía ella– no es cuestión de decir “hoy no estoy”, “mañana no voy”, porque los progresos vienen de la coherencia y la consolidación.

–Está bien –dijo Beni–. Yo voy a anotar algo de esto.

En cuanto él habló de anotar, a Luisa le pareció que había algún error. Le dijo:

–No, no; escuchá, tenés que dividir en tres problemas: elaboración, transporte y venta.

Entonces se pusieron a planear el aserradero, cómo se podrían comercializar los restos de madera, pero Luisa ponía orden; no era cuestión de dejarse atrapar por los detalles.

–Yo te llevo para allá, para que me ayudes. Es cierto –dijo rascándose la cabeza– que la gente allá es un poco ignorante, pero no es mala gente.

Eso lo dijo en un tono de triste reconvención, como previendo que la gente de la ciudad desprecia a la del campo; como si él tuviese una sabiduría sobre la gente de campo que no estaba dispuesto a revelar en ese momento y también algún secreto tortuoso. El secreto le opacaba la cara; ocultaba algo mal vivido, vergonzante, pero finamente tasado con noble frialdad: “No es mala gente”. En cuanto Beni dijo eso, a Luisa se le ocurrieron brillantes ideas para poner un establecimiento maderero; no hay que esperar grandes ganancias al principio, hay que hacer sacrificios, reinvertir y sobre todo tener paciencia para resistir: el que resiste, gana.

–¿Y vos, de dónde aprendiste todo eso? –dijo admirado Beni.

–De ninguna parte, me parece –dijo Luisa.

Lo había aprendido de un novio anterior que siempre decía que lo más importante en la vida era la fuerza de carácter y el sentido común; la persona que tiene esas dos cosas combinadas y después resiste, gana. Cuando su novio anterior le decía esas sentencias –y se las decía cada media hora– no les veía la menor aplicación y le preguntaba a él siempre ¿qué es el sentido común?, ¿qué es lo que se gana? Ella se la pasaba descomponiendo la prédica por partes, pero ahora que posiblemente Beni pusiera un aserradero, esas sentencias tenían sentido y cobraban importancia para todo; no sólo para un aserradero, sino también para un amarradero.

Todas las mañanas Luisa iba al departamento de su mamá y miraba un jardincito interior donde Teodoro, el portero, se movía lentamente como si estuviera en un gran espacio, como si arriba tuviera visible un cielo alto; Teodoro había cuidado cabras en España y a veces farfullaba palabras a las plantas. Una mañana su mamá le preguntó:

–¿Ves lo que está haciendo Teodoro?

–Está en el jardín. No sé.

–¿Pero no ves lo que está haciendo? Hace una hora que le está pasando el plumero a las plantas. De vez en cuando caza el plumero, da unos cuantos plumerazos, se va, ahora vuelve. Eso –dijo riéndose su mamá, mientras lo miraba–. Dale, dale otro plumerazo.

Luisa se rio por contagio, pero la actitud de Teodoro le pareció una de las tantas actitudes exóticas que hay en esta tierra.

Si el televisor estaba muy oscuro, su mamá lo graduaba hasta encontrar el punto justo de nitidez de la imagen y Luisa pensaba que no valía la pena tanto esfuerzo, ya que el cambio no era espectacular: eran espectros más claros o más oscuros. Su mamá siempre consultaba la programación de los canales en el diario, para no estar a merced de ese aparato o del azar; en cambio Luisa lo encendía esperando alguna cosa hermosísima. Como no había, cambiaba de canal moviendo con frecuencia la perilla, pero podía ser que su juicio fuera equivocado y que lo que parecía malo se convirtiera después en bueno; y si no había nada, lo dejaba encendido en cualquier canal, esperando alguna cosa. Entonces su mamá decía:

–Sacá esa porquería.

¿Cómo puede decir tan taxativamente que algo es una porquería? ¿De dónde proviene esa seguridad? Esa seguridad horada la mismidad de la realidad.

Una mañana, Luisa le dijo a su mamá:

–Mamá, dice Beni si puede venir para acá para el día de la madre, porque él no tiene madre.

Su mamá mientras limpiaba un aparador, sin levantar la vista le dijo:

–A mí no me traigas acá a ese atorrante.

–No tiene madre, mamá, y...

–Si no tiene madre, que vaya a joder a su abuela.

¿Cómo podía ella definir tan rápidamente, hacer juicios de valor, decir “ese atorrante”, sin meditar con todas las pruebas a la vista? Luisa le había contado que Beni vivía en diversas casas y que llevaba para todos lados su única camisa, ¿pero qué asociación tiene eso con la palabra “atorrante”? ¿Y cómo, cuando le había contado los consejos que Beni le daba a ella, su mamá había dicho: “Tiene razón; estoy de acuerdo con él” como si fuera el hombre más sensato del mundo? ¿Puede un hombre ser sensato y atorrante al mismo tiempo? Porque Beni, de vez en cuando, daba consejos dirigidos a Luisa y a su amiga Laura, en ausencia de esta pero evocando la vestimenta de las dos; caminaba a grandes pasos, se planchaba la camisa y decía: “Píntese, fratáchese un poco, póngase un aro que no es yeta; no se vista siempre de Manliba, tírese a joven, no a vieja; si tiene alguna cana, píntela; a vos lo único que te falta es histeria, fratacho y teatro”.

Luisa escuchaba esos consejos meditando sobre su aplicación, pero cuando terminaba esa admonición, él se acordaba de otro tema; una inquilina que tenía en su propia casa por lo cual él no podía entrar. A esa inquilina iba dirigido este discurso: “Su madre ya le dijo: ese muchacho no es para vos, hágale caso a su madre, cásese con el novio de antes, que la está esperando, que es un muchacho serio, pero no”. Luisa le dijo:

–¿Y la ley no te protege?

–La ley se vende en Tribunales y la Fija en el hipódromo. Lo que no hay es ninguna revista de la Rula. A vos te gusta escribir. ¡Nos haríamos ricos!

–Pero yo no sé de juegos.

–Yo te enseño. Básicamente hay punto y banca, como los tipos. Mirá que yo también fui banca, ¿eh? No creas.

Cuando dijo “Yo fui punto pero también banca” era como si dijera: “Yo viví una vida anterior, tenelo presente”. El recuerdo de su vida anterior le ensombrecía la expresión, lo encerraba en sí mismo; lo hacía parecer más viejo, como gastado, percudido; sus lindos ojos tomaban momentáneamente la expresión de un animal apaleado. Entonces Luisa no quería hablar de punto y banca ni tampoco de plenos y semiplenos, que es el tema que él empezaba a tratar. Él abandonó la explicación y mientras iba a la cocinita para hacerse un té, decía:

–¡El camino todo alfombrado de la rula, cuando entre allí! Colorado el 28, sí, pase, señor, cómo no. ¡Venga esa platita para mí!

A las once de la mañana del día de la madre, Beni llamó por teléfono a una madre que él conocía. Era una madre coetánea de Luisa y de él, con hijos de unos doce años. Como un fiel respetuoso y humilde que desea ser admitido en el culto pero espera un día propicio, Pascua por ejemplo, para integrarse a la grey, dijo:

–Buen día, Nora, ¡feliz día!

Nora no sabía a qué se refería, no era su cumpleaños y él le tuvo que explicar lo del día de la madre; ella lo invitó a comer. Luisa, al verlo nervioso, llamando a una posible madre imposible para él con la gravedad humilde y digna de un gesto definitivo, pensó en no ir a la casa de su mamá y en que se quedaran allí. Pero ella debía ir allá; la estaba esperando. Cubriéndose de dureza para salir de la casa de una buena vez, le dijo a Beni:

–Vamos.

Cuando llegó a su casa, su mamá le dijo:

–Para venir con esa cara, mejor te hubieras quedado en tu casa.

Había sentido un poco de desprecio cuando Beni llamó a esa madre sustituta, pero más que desprecio, vacío. Cuando su mamá la recibió de esa manera, en vez de decir “Hija, ¿qué te pasa?”, también sintió un desprecio que tiraba a vacío. No, no le iba a contar lo que hizo Beni ni adónde había ido. Luisa estaba tensa y no decía nada. Su mamá siguió:

–Nadie te obligó a venir.

–Basta, mamá.

Luisa se dispuso a poner la mesa, a ayudar en algo, pero su mamá dijo:

–No, dejá.

Había tirantez y ese lugar oscuro la alimentaba, como si faltara luz para aliviarse. Su mamá había cocinado un pollo de aroma exquisito. Entonces Luisa dijo en tono irónico:

–¿Sabés lo que hizo Beni hoy por ser día de la madre?

Mientras servía la salsa ella dijo:

–Él puede hacer cualquier cosa.

–Se invitó a lo de Nora y la adoptó como madre.

–Buena madre se fue a buscar.

Ya está, ya le había contado; la tensión se había aliviado y el almuerzo parecía fluido; ahora Luisa sentía desprecio por sí misma.

Cuando salió para irse a su casa, estaba mortificada, se odiaba sin saber por qué y tenía tentación de volver a la casa de su mamá para poner en orden el pensamiento, para preguntarle, por ejemplo, qué había querido decir con “él puede hacer cualquier cosa”, para hablar del mundo y de la vida con tranquilidad, para preguntarle si le gustaba vivir. “En la Polinesia”, pensó Luisa, “la vida es mucho mejor. El padre le va dando al chico un arco y una flecha adecuados a su tamaño y le dice ‘Ahora podés tirar, hijito, sí’. Cuando va a cazar solo por primera vez, el padre lo mira desde el umbral de la selva, lo deja; no obstruye si no lo llaman, pero está ahí, por cualquier cosa; el chico caza un pumita, lo asan debajo de los árboles y el padre cuenta mitos”. Ahora Luisa ya iba llegando a Santa Fe y cuando veía luz, movimientos y coches, ya no tenía ganas de volver atrás. Era una tarde de primavera; se levantaban ráfagas de viento prudente y después, olas cálidas.

Cuando llegó a su casa, había visita; sentados como para comer estaban Beni, un hombre mayor y dos muchachos. El hombre mayor se llamaba Velazco y los muchachos eran desconocidos. Velazco vivía en un hotel de la Avenida de Mayo, donde todo el tiempo había luz de noche en los pasillos, y arañas de vistosos colores que nadie miraba ni limpiaba, porque era un hotel básicamente para hombres solos. Llevaba el pelo muy bien peinado hacia atrás, un pañuelo en el bolsillo del saco y los zapatos, relucientes; eran zapatos de buena calidad. Ese esmero en su vestimenta no condecía con su expresión: sus ojos parecían decir “qué se le va a hacer”. Era como si alguna misión o amo lo obligase a vestirse así. Uno de los muchachos era boliviano y el otro, santafesino. El santafesino tenía una hermosa campera de colores, limpia y nueva, pero su piel estaba gastada por las comidas de la Avenida de Mayo, por las pizzas y las empanadas. El boliviano, chiquito y con un pulóver que lo mimetizaba, tenía una piel resistente a las comidas y se ve que había soportado con altura el moho, los roperos y las cucarachas del hotel de la Avenida de Mayo. Velazco era como un mentor de ellos; vivían en cuartos vecinos y habían venido a Buenos Aires para estudiar en la facultad; Velazco no había ido a la facultad, pero tenía un mundo que ellos no conocían. Cuando llegó Luisa, Velazco decía:

–No, el perno viene mucho después. Atila introduce la rueda dentada, pero no prende; desaparece por un tiempo y después se la puede rastrear por la zona de Hungría y los alrededores.

–¡Qué grande, viejo! ¿No? –dijo Beni–. Luisa, ¿traerías unos platos?

Luisa escuchaba a Velazco mientras repasaba los platos:

–Pero retomando lo anterior, poniéndole al avión dos alerones suplementarios más livianos, se aumenta la velocidad de vuelo si se logra vencer el desnivel entre las alas pesadas y las livianas.

Cuando llegó con los platos, habían descorchado un vino y el boliviano miraba atentamente a Velazco; no podía perder una palabra; desde Bolivia su papá le mandaba todos los meses la mensualidad y a veces una encomienda con factura de cerdo y queso de cabra, para que aprendiera algo, para que fuera alguien de mundo, como Velazco. Cuando Velazco se puso a dibujar el alerón que suprimiría al motor, Luisa lo llamó aparte a Beni, al otro cuartito, y le dijo:

–¿Por qué trajiste a esos chicos que no conozco, por qué no me avisaste?

–Qué sé yo –dijo Beni– Velazco llora en el hotel.

Luisa estaba enojada; estaba por decirle que a ella no le importaba, pero le salió:

–¿Y por qué llora?

–Porque su mujer lo echó hace poco, de grande. ¡Un hombre grande, tener que irse de su propia casa! Es muy triste.

–¿Y por qué lo echó?

–Porque ella era muy ambiciosa, quería de todo.

–¿Por qué decís que ella era muy ambiciosa?

–¡Por qué, por qué, por qué! Porque quería cortinas.

No le pareció muy ambiciosa esa señora a Luisa, pero tuvieron que volver a la reunión y empezaron a tomar un poco de vino. El boliviano dijo:

–No, no me apetece.

Cuando Beni vio la mesa puesta y las copas llenas, se le iluminaron los ojos. Mirando a Velazco, dijo:

–Somos como una familia. Él es el abuelo, yo soy el tío y Luisa la tía de ustedes.

Luisa pensó: “A esta familia pienso verla una vez por año o nunca” pero no dijo nada. No quería tener un sobrino tan chiquito, con ese pulóver y tampoco un tío como Velazco (porque según Beni, Velazco vendría a ser tío de ellos), un tío que hablara todo el día de pernos y alerones. Velazco guardaba los cigarrillos en el bolsillo superior del saco y los sacaba muy de cuando en cuando, como si robara algo.

Cuando se fueron, Beni le dijo:

–Hay que aprender a dar un poco de alegría, tanta lucha, tantas dificultades, tantas amarguras, mirá que nadie tiene la vida comprada, una mujer que sonríe es dos veces mujer.

Ahora Luisa no quería ser dos veces mujer, y esa reconvención de él estaba dirigida tanto a ella como a las luchas de la historia o a las maldades de la tierra entera. Como Beni no quiso explicar qué era la lucha ni las amarguras (un poco de todo eso explicó en relación de una venta de pernos que hacía con Velazco) y como era Pascua y su mamá le había pedido que la acompañara un poco, le dijo:

–Mañana es Pascua. Me voy a casa de mi mamá.

–¿Y yo me puedo quedar acá?

–No.

Él sin ofenderse ni afligirse dijo:

–¿Puedo traer unos palos y dejarlos acá, que me tengo que ir al campo?

–Sí, claro –dijo Luisa mientras iba para la cocinita.

A la tarde trajo unos palos que podían servir para alambrado de un cerco, como bastón de ciego o para hacer gimnasia. Eran cuatro o cinco y Luisa le quiso preguntar para qué eran; pero estaba enojada, no importaba para qué eran. Estaba contenta de estar enojada; como no estaba acostumbrada a ese estado, esa irritación, aparentemente molesta, la hacía sentir otra: ahora era poderosa, parca, sentía placer en ser desagradable siempre que ese estado no durara para siempre. Él no se daba por aludido; ella pensó “mejor, un enojo oculto es mejor”. ¿No se daba cuenta de que ella podía producir una catástrofe en cualquier momento? Él se sentó tranquilo en un rincón, a leer su revista de barcos y de vez en cuando decía algo en voz alta: “Cuatro metros de eslora, mirá vos”. ¿Y por qué ahora no hablaba de irse a Inglaterra para perfeccionarse, ni le había dado la dirección donde iba a poner “Madera Grandis” y ahora estaba ahí enfrascado en un enigma?

–Me voy –dijo Luisa.

–Esperá un momento, yo también –dijo–. ¡Qué bárbaro, sin motor, sin vela! Pronto va a ser sin viento.

“Viento, aire quiero yo”, pensó Luisa.

Por fin salieron. Antes él se sirvió un vaso de agua y se hacía buches. Mientras decía:

–Cuidar a la madre es una cosa buena. El que la tiene...

Escupió un montón de agua y dijo, como si se dirigiera a un funcionario inspector de distritos:

–¿Vas a estar mucho tiempo de visita?

–Tres días, tal vez más.

En cuanto llegó a la casa de su mamá, el papa estaba bendiciendo por televisión. Era muy temprano para bendecir, las nueve de la mañana, era una hora inapropiada y estuvo a punto de decírselo a ella, pero no dijo nada, se veía que ella necesitaba esa bendición: quietita, con sus zapatillas de felpa, con las dos manos puestas paralelas sobre la mesa, decía “amén” con una voz humilde. Con la misma voz, le dijo:

–Sacá el agua del fuego, querida.

El papa con su anuncio exhortaba a los demonios del aire para que se fueran: por eso los lanzaba al Norte, al Sud, al Este y al Oeste. Él bendecía Urbe et Orbi y la bendición llegaba con toda naturalidad a todos los habitantes de la Tierra, pero en cuanto a los demonios, el asunto era distinto; él podía aventar a los que estaban en el aire, cerca de él, pero para vencer a los demonios locales que andaban sueltos por los aires de Birmania, Río de Janeiro, Potosí y Pensilvania, necesitaba de la ayuda de todas las personas, que como su mamá lo acompañaban desde sus casas. Cuando el papa terminó de bendecir, su mamá dijo, vacilando:

–¿Compramos un pollo? Hay ravioles, un poco de jamón.

–¡Ay, por dios, mamá, cuánta comida! Yo como cualquier cosa.

Inmediatamente se dio cuenta de que no estaba bien lo que había dicho: su mamá no estaba combativa y dispuesta a pelear; se calló y dijo, como si no supiera el significado de la vida:

–Entonces no sé.

Luisa dijo:

–Bueno, sí, voy a comprar un pollo.

Ella fue a buscar dinero a su pieza; caminaba con dificultad, arrastrando una pierna. Le dolía pero la impulsaba a caminar; para eso había sido hecha. Mientras iba caminando, se iba diciendo despacito como para ella misma, como si se fuera cumpliendo algo bueno: “Sí, sí, sí, sí”.

Cuando Luisa volvió de comprar el pollo, su mamá estaba lavando una cacerola. Luisa dijo:

–Yo te la lavo.

–No, no. Subite al banquito y alcanzame un tarrito blanco que hay allá arriba.

¿Qué contenía ese tarrito blanco? Luisa conocía de memoria todos los cubiertos, platos, y cacharros de esa casa que eran iguales desde todos los siglos amén y ahora había aparecido un tarrito blanco. “Bah, que tenga lo que quiera.”

–Ahora sacame esa asadera del horno, por favor.

–Esa asadera está vieja. Hay que tirarla.

–Pero yo me entiendo con ella, cocina mejor que las nuevas. A esa le tomé el punto.

Luisa empezó a dar vueltas por la casa: todo estaba como siempre, por los siglos de los siglos amén. Cuando ya no sabía qué hacer, su mamá le dijo:

–Ahora, por favor, ¿mirás un poco a ver si hay telarañas?

Lo preguntó como temiendo que Luisa no accediera a ser inspectora de arañas. Cuando Luisa agarró una escoba para sacarlas, su mamá apagó el fuego y dijo en tono intrigado:

–Esperá, eso que está allá, a tu derecha. ¿Es o no es una telaraña? Porque ayer me senté a estudiarla, la miraba, la miraba, de repente me parecía que era y después no. Yo miraba y me decía: “¿Será posible?”. Quiero salir de dudas –dijo decididamente.

Luisa dijo:

–Es una telaraña grande como una casa.

–Ay, si viene alguien, vos tendrías que fijarte.

–Yo en adelante voy a mirar, quedate tranquila. ¿Pero acaso es tan terrible que haya telarañas?

–Podría haber una comadreja que vos no mirás, tenés una forma muy particular de ver, porque el que ve, las percibe a simple vista.

Cuando llegó de Entre Ríos, Beni estaba curtido por el sol, pero de forma rara; su piel estaba arrebatada como si hubiese corrido por el campo de un lado a otro y ahora también daba vueltas por esa casa tan chiquita a grandes zancadas, como si todavía estuviera allá. Daba vueltas y decía:

–¡El tractor a la intemperie, no hay espíritu de colaboración! Les dije: “Miren que cuesta un ojo de la cara”, lo miran a uno, lo miran y parece que no entendieran; lo miran a uno y se meten adentro. ¿Pero quién soy yo? ¿El cuco? Saque una silla afuera, a la puerta de la casa, buenas tardes, señor; buenas tardes, señora. “Confíen en la gente, que es lo mejor que hay”, pero no; ven algo desconocido y se meten adentro, como los ratones.

–¿Quiénes son esos?

–Todos. Gente ignorante, les dije: “Vayan a Buenos Aires, dense un gusto”, pero no. Primero venden todos los melones y después tienen que venir con toda la plata encima y paran en un hotel de mierda para que les saquen todo. No se vienen con los melones puestos porque se caen. Agarre un camión, véngase en camión, comparta una cerveza con el camionero, aprenda algo...

–¿Vas a cosechar melones?

–Me extraña que puedas pensar eso.

–¿Qué vas a plantar?

Con reserva, como cuando uno habla poco para que el proyecto no se desmorone, dijo muy rápidamente:

–Si no me contrarían demasiado, soya.

No estaba demasiado dispuesto a hablar del cultivo de soya. Entonces Luisa preguntó:

–¿Qué más cosechan allá?

De mal modo, dijo:

–Lo que pueden, qué sé yo. –Fue al baño y escupió.

–¿Por qué te tienen miedo?

–Porque son gente asustadiza, que no ha tenido roce, no conocen el mundo, creen que todos los van a estafar.

Fue y se tiró en la cama. Respiraba profundo y después bufaba, como si arrojara algo malo, pesado, que tuviera adentro. Después, sin decir agua va se bañó con fuertes frotaciones que se oían desde la cocinita. Luisa se puso a hacer una torta. Cuando uno dice “manteca” la manteca viene y no hay duda; después “mézclense la manteca y el azúcar” y se mezclan; todo va variando progresivamente de color, de consistencia; cuando está en el horno, su color avisa “mirame a ver si estoy cocida”.

Beni salió del baño lustroso, con el pelo mojado y la expresión cambiada. Le dijo:

–¿Qué estás haciendo?

–Una torta.

–¡Oh!

Se sentó para mirar las operaciones de fabricación. Miraba atentamente todos los movimientos de Luisa sin hablar y cuando vio todo mezclado, dijo:

–Está bien. Voy a comprar un vino.

Contó el dinero que tenía en el bolsillo y dijo:

–No me alcanza. ¿Me darías cincuenta pesos?

–Sí –dijo Luisa y se los dio.

Había torta monda y lironda para comer, torta dulce y vino. Faltaba carne con papas o guiso de arroz, comidas que indican que la vida sigue. Algo andaba mal. Ella debía preguntarle si aquella era zona de soya, si había averiguado bien. Cuando volvió, le dijo con precaución:

–¿Esa es zona para plantar soya?

–Esa es zona para todo. Ahora casi todas las zonas son para todo. Los israelíes convirtieron un desierto en un paraíso y acá nosotros seguimos pensando en la zona del maíz y en la zona del conejo. ¡Qué mentes! ¡Qué mentes!

Luisa se sintió un poco afectada por el comentario sobre las mentes atrasadas y dijo con cierta violencia:

–No sé de agricultura, pero pienso que tiene que haber un estudio de factibilidad, de rentabilidad para prever gastos e ingresos futuros, una...

Él la miraba encantado. Le agarró una mano y le dijo:

–¿Vos sabés que yo cuando estoy allá me acuerdo de tus mandamientos?

–¿Qué mandamientos?

–Y, toda esa prédica tuya.

–Yo no soy ninguna predicadora –dijo Luisa, a punto de retirar la mano.

–Te quedaría bien una capotita violeta, con unas medias blancas y una trompeta. Vos tocabas en el coro y de vez en cuando salías a decir algunas verdades y consejos.

Luisa retiró la mano. Entonces él dijo, en otro tono:

–Cuando estoy allá, pienso ¿Qué estará haciendo Luisa? Y ya lo sé: está sentada, tomando mate y estudiando, con los papeles. Está desculatando algún problema.

Él se tomó otro vino y comió una porción de torta; no la terminó, hizo migas y las iba revolviendo, ponía algunas aparte, las tocaba con la yema de los dedos, les marcaba caminos alrededor. No la miraba, tampoco miraba a las migas; las reunía, las peinaba, las separaba.

–Yo –dijo–, ¿querés que te diga una cosa? –Dijo eso como si dijera: “Te lo voy a decir, porque lo sé desde hace mucho tiempo”–. Yo –dijo– me perdí en un ramal.

Luisa no dijo nada. En tono neutro y natural, como si hablara de otro, él dijo:

–Yo me perdí en la vida en uno de esos ramales de estación de tren de campo, donde hay un galpón chiquito y hay un letrero que dice por ejemplo: “Ramal San Vicente”. Pasa un solo tren por día, pero va a otro lado. ¿Y adónde va ese ramal? No se ve una vía que vaya para ningún lado.

Tenía la boca muy cerrada, como obstinado y al mismo tiempo como avergonzado de que sus padres, los dioses o los trenes, lo hubieran olvidado; seguía peinando sus migas, sin mirarlas.

–Siempre hay posibilidades, siempre hay algo –dijo Luisa y tuvo ganas de ir a darle un beso para que se pusiera contento, pero se dio cuenta de que no debía acercársele. Volvió a decirle:

–Siempre hay algo.

Él, como cuando uno se pone de acuerdo con alguien en algún asunto irrelevante para mantener la conversación, dijo:

–Sí, ¿no?

Se fue a lavar su camisa en silencio y la colgó, como si fuera un trapo cualquiera.

A la mañana siguiente llamó Alicia Z para preguntar si podía pasar un ratito a la noche. Iba a andar por el barrio, haciendo una nota sobre psitacosis para una revista agraria.

–Que venga, que venga –dijo Beni–. La invitamos a comer.

–Quién sabe si se queda –dijo Luisa–. No la he visto comer.

No parecía una muchacha que se sentara a comer. Era extraña; aunque pasaran meses en que no viera a Luisa, le decía con una vocecita mortecina: “¿Qué hacés, flaca?”, como si se hubieran visto el día anterior, y cuando decía “hasta luego” era como si fuera a volver en diez minutos o en la próxima reencarnación. Su papá había deseado más que nada en la vida que ella fuese una sabia como Madame Curie y que triunfara en la Academia de Ciencias de Moscú, pero él murió bastante joven y pobre.

Cuando su papá vivía y hablaba de ese tema, a ella le quedaba alguna esperanza o fantasía de que podía llegar a ser cierto; pero cuando murió con deudas, no por astucia ni por consumir demasiado, sino por pensar continuamente en la ciencia y en el futuro de Alicia Z, ella supo que debía aprender a cobrar sus trabajos con otros hombres que no pensaban precisamente en la ciencia ni en la academia de Moscú; y ahora, como ese empleador pagaba algo, si bien poco, por un artículo sobre psitacosis o sobre el ensanchamiento del cinturón ecológico, por ejemplo, ella decía de su jefe que era “un hijo de puta encantador”.

Beni quería escuchar algo sobre la psitacosis por dos motivos: primero, porque todo conocimiento nuevo es bueno; le ensancha a uno el panorama, y en segundo lugar, cuando fuera allá, al campo, iba a ir con las últimas novedades. Compró un vino fino para la noche, sacando dinero del ahorro para comprar la sierra electromecánica alemana, que era la última novedad en la técnica destinada a “Madera Grandis” y lo guardó solemnemente. Cuando vino Alicia Z a la noche, no estaba sola, vino con un muchacho de unos veinte años, que parecía no saber bien dónde se encontraba; estaba a la espera de lo que pasara, como si todo el bien y todo el mal dependieran de Alicia Z.

–¿Quién es? –le dijo Beni aparte a Luisa–, ¿el hermanito menor?

–No sé –dijo Luisa.

Y Alicia Z le dijo aparte a Luisa:

–Flaca, levanté la nota y a este ángel.

El ángel no sabía si sentarse, estar parado, si se quedaban o se iban.

–Ponete cómodo –le dijo Beni y le enseñó una silla.

El muchacho miró a Alicia Z. Ella dijo:

–No, era sólo una pasada. ¿No me guardarías estos papeles?

Era una cantidad de papel en blanco como para escribir toda la vida.

–Ay, me pesaba –dijo Alicia con su vocecita mortecina, sonriendo; se sentó en una silla, pero a caballo. Beni fue a buscar el vino fino que había comprado y trajo vasos.

–¿No se quedan a comer? –dijo.

El muchacho estaba mudo e inmóvil en su silla, como un postulante a algún empleo.

Alicia no decía ni sí ni no. Finalmente dijo:

–Otro día.

Sonaba como “Otra vez, más tarde, quizá a la vuelta, quizá me quede en casa de ustedes hasta el fin de los siglos”.

Beni dijo:

–Así que vos hacés notas sobre psitacosis. ¡Qué interesante! Allá donde yo voy hay un...

El muchacho abría los ojos. No, no tomaba vino, agua tampoco, no tomaba nada. Alicia tomó un sorbo de vino y dijo, con prescindencia:

–Es rico.

Como si el vino fuera rico para otra ocasión, otro planeta, otra galaxia. Dejó el vaso a medio terminar; el muchacho estaba sentado al lado de la puerta de salida. Alicia Z fue al baño y apretándole el brazo a Luisa como si la sacudieran pesares extraños, que no tenían que ver con su acompañante ni con nada fácilmente expresable ni que Luisa supiera, le dijo:

–Flaca, me voy. Ya te voy a contar. Guardame el papel.

Cuando se fueron, Beni estaba furioso como ella nunca lo había visto en su vida. Caminaba de acá para allá y dijo:

–No tiene reglamento.

–¿Qué es lo que no tiene reglamento?

–¿Cómo qué? Esa mujer. Trae un inocente, deja unos papeles, siéntese en una silla y coma, como la gente buena.

–¿Quién es la gente buena? –dijo Luisa.

–La que tiene reglamento –dijo él muy seguro–. Me extraña que no te des cuenta.

Se puso a hacer una cosa que nunca hizo y Luisa le había pedido muchas veces, porque ella no sabía: se puso a limpiar la aspiradora. Lo hacía con la pericia del que sabe hacerlo aunque no hubiera practicado esa tarea en cien años y con una prescindencia de lo que estaba haciendo como si no fuera a hacer ese trabajo por cien años más. Luisa seguía pensando en las personas y en el reglamento; ella sabía, porque lo había estudiado, que no había personas totalmente buenas o totalmente malas, pero a lo mejor él tenía alguna teoría sobre el significado del reglamento. Él estaba callado, torvo, ella no se atrevía a preguntarle nada. Ella había estudiado el sumo bien en Platón, el pragmatismo en Nietzsche y la moral del compromiso en Sartre; ahora todas esas teorías daban vueltas en su cabeza; quería explicarle alguna, para ampliar el concepto de ley, digamos. Pero no era oportuno el momento; él salió a tirar la basura de la aspiradora y dio un portazo fuerte. Cuando volvió, Luisa le preguntó:

–¿Y yo, tengo reglamento?

–Vos sí –dijo él–. Estás siempre sentada, desculatando algún problema, vas a la escuela. Ahora, ojo –agregó y la miró con severidad–, tener reglamento y no saber si se lo tiene o no, puede llevar a una falta de reglamento.

Sí, pensó Luisa, posiblemente fuera algo grave no saber si se tiene reglamento o no. Su mamá siempre le decía, cuando era chica: “Vos tenés que ocupar tu lugar” y Luisa pensaba ¿Cuál será? O si no decía: “Hay cosas que no es necesario explicar ni ordenar, surgen espontáneamente”.

Ahora Luisa por ejemplo espontáneamente tenía muchas ganas de levantarse para comer una pera, pero tal vez no fuera reglamentario; eran las dos de la mañana. Él no hablaba. Ella le dijo:

–¿Estás enojado?

–No –dijo con voz de enojo.

Cada uno se dio vuelta para su lado, con sus propias leyes.

Cuando Luisa se despertó, notó que él hacía rato que estaba despierto; estaba quieto y no hablaba. Luisa no se atrevía a dirigirle la palabra. A eso de las nueve lo llamó Velazco y Beni respondió con un “¡Ah!” desilusionado; se ve que no había podido vender ningún bulón ni tuercones ni nada. Beni se puso su traje de ir al Banco y a la Confederación Maderera (allí un viejito que quedaba solo a la noche le aprobó calurosamente el nombre de “Madera Grandis” para el futuro aserradero). Se miró en el espejo con aire circunspecto y se arregló la corbata: al pantalón le hacía falta un planchado, pero dijo que no quería detenerse en nimiedades; había que actuar. Tampoco quería desayuno porque era una costumbre latina: los norteamericanos son justamente una potencia porque empiezan el día a las ocho de la mañana y no desayunan. Dijo que él iba a ir desde ese día en adelante al Banco donde tenía la cuenta, que era en Plaza de Mayo, iba a estar a las nueve en la puerta, el primero; si era necesario iba a amanecer con las palomas en la plaza hasta conseguir un crédito que había pedido. También iba a ir todos los días a la embajada de Inglaterra, para ver si había respuesta a su pedido de beca; él había mandado los papeles explicando a los ingleses sus pretensiones, había pagado una traductora y ahora estos ingleses no estaban resultando tan reglamentarios como parecían; ya debían contestar. Ella era testigo de que en todos esos meses no había ido a la ruleta ni había comprado ropa, salvo esas botas que usaba en invierno y en verano; le habían sacado durezas en los pies. Había comprado el tractor, pero esos paisanos ignorantes lo dejaron a la intemperie y ahora debía viajar para tomar medidas allá; cierto que el tractor no estaba totalmente pagado, sólo la mitad; con tiempo iba a pagar la otra mitad, no con ese crédito que estaba buscando ahora; ese era para comprar madera; con el producto del primer embarque de madera él iba a pagar el tractor, aunque bien mirado, el tractor se lo compró al viejito Larrandart, que era un santo, era una de esas personas que uno las mira y tienen un halo. Esas personas son tan buenas que tienen asegurado el cielo; están por encima de esas nimiedades, que se les pague o no.

Él se fue y Luisa tenía su cabeza confusa; entonces se puso a estudiar el verbo ser y la imposibilidad de su uso predicativo en Parménides. Cuando ya estaba sumida en otras deliberaciones, sonó el teléfono. Era una voz un poquito cascada, bondadosa, simpática.

–Hablo de la casa Larrandart. ¿Vive allí el señor Boll?

–Sí –dijo Luisa– pero no está acá.

–¿Con quién tengo el gusto de hablar, señorita?

Decía señorita como si dijera “querida señorita” o “querida sobrina”.

–... Con la hermana, señor, pero él no vive permanentemente acá.

–Ah, la hermanita, mucho gusto –dijo el Sr. Larrandart–. Mire, yo la molestaba por un problemita. El Sr. Boll nos compró un tractor hace unos cuatro meses; pagó el anticipo y quedó en pasar para pagar el resto y no ha pasado, señorita.

Dijo que no había pasado con voz de tristeza.

–Yo no sé si lo veo, señor, no sé si va a volver, pero en cuanto vuelva, se lo voy a comunicar.

–Si es tan amable –decía el viejito Larrandart y la palabra amable volvía a su significado primigenio; él terminaba la palabra en un “able” abierto, confiado.

–Cómo no –dijo Luisa–, yo le voy a decir.

–Nosotros teníamos mucha confianza en él y ahora ha desaparecido de acá.

Decía “ha desaparecido” como inquieto, preocupado porque a Beni no le hubiera ocurrido algo malo.

–Pierda cuidado, Sr. Larrandart.

–Mucho gusto, señorita.

Luisa cortó y primero pensó con bronca: “No pagó”. La bronca le duró poco y se transformó en preguntas. Le tendría que decir que no había pagado. ¿Cómo le iba a decir eso sin enjuiciarlo? Se enjuicia el pecado pero no el pecador; bueno, pero eso sería a la tarde, si Beni volvía. Ahora, por ejemplo, sigamos con el uso atributivo del verbo ser, de los verbos copulativos y de aparición. Por ejemplo, es muy distinto decir “el viejo Larrandart es tonto” a “parece tonto” ya que la segunda expresión revelaría una reserva en cuanto a su esencia última. Veamos los verbos de aparición; si se dice “Beni aparece” o “Beni desaparece” estos verbos de aparición son histórica y significativamente anteriores a los de predicación, porque no implican la percepción de la existencia como un continuum.

A la tarde vino Beni acalorado, con la corbata floja y el traje de ir al Banco todo arrugado, como si hubiese arado la tierra con él. No dijo una palabra: traía leche y cereal; mezcló la leche y el cereal en una hermosa jarra que era para vino o jugo y se puso a comer solo esa enorme cantidad de pasta de cereal. Luisa le dijo:

–Llamó Larrandart, no le pagaste.

Demoró en contestar; después que se comió o tomó media jarra de esa leche, dijo como si comentara algo curioso:

–No le pagué, mirá vos.

Luisa pensó: “Se desdobla en dos; uno que no paga y otro que mira al que no paga”. Estaba por preguntarle cómo lograba eso; pero él no paraba de comer; no la convidaba ni siquiera para probar qué gusto tenía. Ella estaba esperando que la convidara, pero no; él seguía firme con su leche. Entonces Luisa volvió a la carga:

–¿Por qué no le pagaste?

Se levantó para lavar la jarra, se sacó la corbata, la tiró por ahí y dijo:

–Llama para hacerse presente; no quiere decir que espera pago. Esas son cosas que saben los que están en los negocios; el que no está, no sabe.

Posiblemente ella no supiera y todo fuera como él había dicho; pero no la había convidado y ahora se había ido a tirar panza arriba a la cama.

–Si vuelve a llamar, ¿qué le digo?

–Que no estoy, que voy a pasar por allá, que ya vengo, que ya voy. Aparte es cierto: me voy por un tiempo para allá.

–¿Cuánto tiempo?

–No sé –dijo fastidiado–. El tiempo para arreglar mis cosas. Voy a dar un toque definitivo.

Ese “toque definitivo” sonaba a diversas cosas: podía ser que fuera a repartir botazos entre los paisanos, podría ser una especie de suicidio o que iba a clausurar la idea de “Madera Grandis”.

–Tengo que ir a tapar el tractor –dijo después, con voz de tonto.

–¿Cuándo te vas? –dijo Luisa.

–¿Hay mucho apuro? –dijo él–. Esta tarde.

Dijo “mucho apuro” con sorna, como si el apuro de Luisa no tuviera que ver con él. Ella no le habló; se quedó en la otra piecita, desde donde veía la cortinita de la alacena y se puso a estudiar al sabio Epiménides: hacía ayuno y purificaciones; comía malvas y asfódelos para transportarse liviano al lugar de la verdad y la justicia, donde permaneció durante siete años. Después volvió y comentaba a sus discípulos lo que había visto.

Luisa fue al baño; él seguía tirado en la cama. Cuando pasó cerca de él, evitó mirarlo; volvió a la vida de Epiménides; no decía en el libro lo que había visto en el reino de la verdad y la justicia; le dio bronca contra Epiménides: a lo mejor no había visto nada, era un impostor o había visto alguna estupidez. Cuando fue a hacerse un café, rompió una copa.

Beni dijo:

–Me voy.

–Bueno –dijo ella.

–¿Dejo los palos? –preguntó él muy vacilante, en voz baja como si se lo preguntara a sí mismo.

–Si querés –dijo Luisa.

Él se fue sin darle un beso ni un abrazo.

El amor es una cosa extraña

Подняться наверх