Читать книгу El amor es una cosa extraña - Hebe Uhart - Страница 7

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II

Cuando se fue, Luisa empezó a buscar algún indicio de él por la casa, alguna ropa o la revista de náutica, pero no había nada; sólo los palos junto a la heladera. Estaba rabiosa porque él pasaba por la vida y por su casa sin dejar huellas, como un inexistente. Ahora agarraría los palos y los iba a tirar a la basura, mejor los quemaría, pero no; no había piso de tierra y la alfombrita se iba a arruinar. Puso los palos sobre la alacena con cortina para acordarse y tenerlo bien presente: cuando volviera, se los devolvería y le diría así: “Llevate eso; no te quiero ver nunca más”. Cuando se decía “nunca más”, le daban ganas de llorar, pero no era un llanto abierto, eran unas pocas lagrimitas que no estaban de acuerdo con “nunca más”. ¿Se habría ido porque la vio enojada o para dar un toque definitivo allá, como él decía? Después de llorar, le dio tristeza no encontrar ninguna huella de él y además, ¿cómo se entendía que anduviera por el mundo sin una valija, un bolso, sin un pulóver, yendo y viniendo del campo para acá? Ahora le dio tristeza por él y lloró un poquito. Cuando se iba a hacer un té para consolarse, sonó el teléfono. Una vocecita conocida preguntó:

–Buen día, señorita, ¿el señor Boll está?

–No, señor, no está.

Era el viejito Larrandart.

–Ah, señorita, ¿cómo le va? (Decía “señorita” como si dijera “Querida amiguita”.) Ahora le paso con mi hermanito.

Una voz sorda y seca dijo acentuando la primera “o”:

–Hola.

–Buen día, señor.

–¿Cuándo viene Boll?

–No sé, señor, ha ido al campo y no sé...

–Dirección.

–No sé, señor; no la tengo.

Luisa temió que ese hombre creyera que ella lo engañaba. Ese hombre debía ser un vasco de dos metros de altura y debía pesar unos cien kilos.

–¿Dónde vive? Dígame dónde vive.

–No sé, señor –dijo ella casi llorando.

Del otro lado colgaron, abruptamente.

Entonces Luisa pensó, refiriéndose a Beni: “A este cretino lo voy a matar”. Ella no tenía la dirección del campo y recién se daba cuenta; no tenía ninguna dirección de él; tenía dos broncas al mismo tiempo: una, porque llamaban por el tractor y otra porque no tenía ninguna dirección. Aunque podía reconstruir el lugar por lo que Beni le había contado: primero estaba la laguna de los patos, que eran grises, después la casa del que fue seminarista, que sabía latín y ahora a veces hacía contrabando hormiga; un poco más lejos, el asilo para niños huérfanos donde Beni había dormido unos días en que lo agarró la lluvia. Primero, la hermana directora lo dejó estar tranquilamente; cuando vio que pasaban los días y él no llevaba ninguna contribución, le dijo: “O va a misa o tiene que traer por lo menos un colador; necesitamos uno”. Él se mostró extrañado de que pidiera un solo colador; él iba a donar cien coladores para asociar a los chicos huérfanos a la empresa del jugo de fruta. Pero después no fue más allá; iba al almacén de Ramos Generales, donde vendían licor Mariposa, rastrillos y cacerolas. La figura de él se le hizo muy fuerte; no podía ir con esa figura a la casa de su mamá. Siempre que él iba y venía, ella se quedaba con el fantasma de él, pero era distinto: ella conversaba, se peleaba y se amigaba con el fantasma casi igual que con él en la realidad; ahora Luisa se daba cuenta de que él estaba allá, en el campo, el fantasma la acompañaba de un modo doloroso; a lo mejor él siempre estuvo allá y no se movió, sólo mandó su fantasma, pero el de antes era más movido. Iba a caminar para olvidarse hasta el confín de la tierra; ahí encontraría una figura bondadosa que le diría “¿qué te pasa?” sin que Luisa hablara; la estaba esperando. No bien salió a la calle y vio al kiosquero acomodando los diarios, se dio cuenta de que ninguna figura bondadosa la estaba esperando; tomó un taxi para ir a la casa de una amiga. El taxista no parecía comunicativo; tenía cara de ser propenso a la ira y de enojarse si el tráfico era lento o si Luisa cerraba mal la puerta del taxi, cosa que sucedió.

–Cierre bien –dijo con pocas pulgas.

Luisa le dijo:

–¿Le puedo contar una cosa?

–Adelante –dijo él sin inmutarse y enseguida a uno que andaba lento precediéndolos: “Vamos, caminá”, y a Luisa:

–Anda cada salame por ahí.

Luisa se sintió un poco tocada y casi no quería contar nada pero el taxista dijo:

–La escucho.

–Mire, yo tenía un novio que iba y venía del campo para mi casa y...

–¿Tenía o tiene?

No era un hombre sutil, la ambigüedad creadora no era su fuerte, pero bueh. Luisa dijo:

–No sé, porque hace tres días que se fue, pero esta vez es distinto de otras veces.

–¿Tiene otra?

–No lo sé, cómo puedo saber.

–Usted hágase revisar también, ¿cómo es que no sabe nada?

No era el hombre apropiado para contar una cosa tan compleja, pero adelante:

–Porque él me confundió, me hizo dudar de mí misma, me dejó como empantanada.

–¿Tiene plata?

–No sé. Creo que no. Tiene un tractor.

El taxista se dio vuelta y la miró sorprendido. Después con desgano, mientras tocaba bocina a uno de adelante, le dijo:

–Lárguelo, no sirve.

No le habló más a ella; se ve que la consideraba una salamina.

Cuando llegó a la casa de su amiga Cora el perro la recibió tan calurosamente que no la dejaba sentar. Ella quería contarle inmediatamente a Cora lo que le pasaba y ese perro, en vez de estarse quieto, sentado, como corresponde a un animal reflexivo, ladraba como si hubiera encontrado un paraíso.

–Es tan cariñoso –dijo Cora–. Es el primer momento, después se le pasa.

Luisa no creía que se le pasara; toda la vida tendría a ese perro en la falda. No es que fuera desagradable tenerlo, pero le hacía olvidar las preguntas que quería formularle a su amiga; eran unas preguntas muy interesantes y específicas sobre su relación con Beni y ahora las estaba olvidando.

–Si te molesta, bajalo –dijo Cora.

–No, no –dijo Luisa y ahora el perro daba ladridos espaciados, como desafiante.

–Bájese, le he dicho –dijo Cora y el perro no obedecía. Luisa nunca había visto perros que obedecieran enseguida y cuando no obedecían, se sentía culpable por gozar del espectáculo de la desobediencia al amo y además le daba vergüenza por el amo, porque su autoridad era visiblemente cuestionada. El perro se fue a la rastra y Luisa dijo:

–Beni se fue.

–¿Otra vez?

–Pero esta vez es distinto, porque...

–A vos siempre te parece que es distinto, acordate de la vez pasada, que...

–No sé. ¿Por qué va y viene siempre?

Su amiga prendió un cigarrillo con la llama del calefón porque el perro había desparramado los fósforos y le dijo:

–Ya te dije que es un fóbico, los fóbicos temen quedar apresados.

Ahora Luisa veía claramente; era un fóbico, por eso iba al campo, claro, un fóbico en el campo se siente más cómodo.

–¿Por qué se tiraba en la cama y se quedaba panza arriba tanto tiempo?

–Porque ese muchacho es fóbico con ciertos componentes maníaco depresivos y a un depresivo hay que dejarlo que encuentre su equilibrio en la depresión, pero vos sos muy ansiosa y...

Ahora Luisa estaba preocupada. ¿Lo habría perturbado ella durante una crisis depresiva y habría impedido la elaboración de su proceso? Sí, podría ser, pero...

Dijo Luisa:

–Además llamó el viejo Larrandart por el tractor.

–¿Qué tractor?

–Uno que le compró y no pagó.

–¿Y a vos qué te importa el tractor? Eso es cosa de él. ¿O acaso a vos te importa eso? Ahora escuchame bien: lo peor que puede haber es la simbiosis: cada uno está en la cabeza del otro. Vos no te preocupés; no vas a llegar a simbiosis.

No se sabía si Luisa debía aliviarse o entristecerse por no poder llegar a simbiosis; parecía que alguna carencia le impedía entrar en eso; esa carencia tal vez la volviera un poco tonta pero por lo menos preservada de ese infierno de la simbiosis. Fue donde estaba el perro echado. Él estaba esperando que en cualquier momento lo llamaran y lo rescataran de ese castigo en el que estaba, que consistía en quedarse quieto y lejos; él lo acataba pero de lejos se veía que no estaba quieto por su propia voluntad. Le acarició la lana, se acercó para oler a ese perro; no era consciente de ese olor y nunca iba a serlo. La idea de que él nunca iba a saber qué olor tenía le dio pena y se puso a llorar.

Sí, ella iba a repasar latín una hora por día o dos si fuese necesario, para ordenar su mente. Nada mejor que empezar con Julio César, que va con los ejércitos de un lado a otro. “Partió del extremo meridional de Aquitania, atravesó la región de los terribles allóbroges y llegó hasta el mar. Cuando uno de sus soldados, subido a una escarpada roca, vio el océano, gritó llorando: ¡El mar, el mar!”

¿Por qué estaba tan contento ese infeliz? Ojalá los terribles allóbroges los hubieran asado vivos. Tal vez otro trozo: “César partió al alba dejando atrás la ruta que conducía al Helesponto (había dos rutas: una más escarpada y difícil y otra más llana y accesible, pero más expuesta a los dardos de los enemigos) y atravesando el Ródano, llegó al Rin”.

Siempre estaban yendo del Ródano al Rin, siempre partía al alba o a medianoche, nunca hacía un recorrido tranquilo por estas regiones al mediodía, siempre andaba mandando emisarios. Ahora Luisa tropezaba, no podía entender si decía que el río Bactrilo fluía de Norte a Sur o de Sur a Norte. Lo salteó, no le parecía muy importante. El curso del río era caudaloso en su comienzo, aminoraba su fuerza llegando a las inmediaciones del norte de Silesia, región que linda en el Norte con Aquitania, en el Sur con el río Urco, que es llamado por algunos Ruber, a causa del color de sus aguas.

Cuando estaba viendo con qué lindaba el río por el Este y por el Oeste (ahora iba a poner aplicación; dejó abandonados al Sur y al Norte, pero dejar abandonados a todos los puntos cardinales es mucho descuido), llamó Velazco.

–Buen día, Luisa –dijo con voz avergonzada.

–Buen día, ¿cómo le va?

–Bien, bien. ¿Está Beni por ahí?

–No, no está. Creo que se fue al campo.

–¡Ah! –dijo como desilusionado.

–¿Necesitaba alguna cosa?

–No, él tendría que estar acá, por un asuntito, pienso que no va a tardar, porque...

–Realmente, no le puedo decir...

–¡Ah!... ¿Puedo volver a llamar la semana que viene para ver si vino? –dijo con voz prudente y reticente.

–Sí, cómo no, Velazco.

–Que siga bien, ¿eh?

–Igualmente.

Ya no se pudo concentrar más en el río Urco. Se le apareció Beni y parecía decirle “Yo estoy allá”. Luisa fue a mirar los palos; no decían nada. Ojalá viniera para tirárselos por la cabeza, ojalá no viniera nunca más; en ese caso los tiraría a la basura, aunque no se debe tirar cosas de otro... Ojalá viniera un momentito nomás para verlo, ojalá se muriera para siempre, así ella podía traducir tranquila. Pero si Velazco decía que estaba por venir... quizás... Algo seguía diciéndole que él estaba allá y que si tenía alguna esperanza, era una esperanza deshilachada; el fantasma de una esperanza. No, no podía estar ahí en la casa, iba a ir al café porque ese texto de Julio César no le interesaba más: iba a ir al café, pero con Cicerón.

En el café había un cuadro de un mar muy grande, en blanco y negro, con algunos barcos. Junto a la ventana había una pareja que no se hablaba. Él miraba para todos lados y a veces para un punto indefinido; ella lo miraba a él, con el cuerpo un poco inclinado hacia adelante; le miraba los ojos para ver qué enigma encerraban. ¿Estarían así toda la vida? Luisa sacó su librito de Cicerón y empezó a traducir “El día de hoy, senadores, pone fin al prolongado silencio del que he hecho uso, no por ligereza o prudencia excesiva sino por el deseo de conciliar adversarios, que si bien habían estado distanciados ya por las circunstancias de la guerra pasada, cuyas consecuencias nos atañen a todos, ya por...”

La chica de la mesa junto a la ventana había dejado de mirarlo a él, estaba replegada en sí misma y tomaba su Coca-Cola a sorbos en una actitud ecuánime; él le pidió al mozo otro café. “Ya por la importancia de los intereses puestos en juego en cuanto al bien de la patria, ya por las consecuencias funestas de esta guerra, cuyos frutos están a la vista.” ¡Ahora hablaban! Él miraba un poco hacia abajo o hacia adelante y ella estaba atenta, ahora no más tensa con la espalda inclinada como antes, con las puntas de los dedos apoyadas entre sí y las palmas abiertas, como si tuviera un abanico o una defensa tranquila. Ella parecía decir: “Transo, si lo que decís es razonable, y no necesito mucho para eso”.

“Todos tenemos aún presentes en la memoria los escarnios que ya por inveterada desidia, ya por ambición desmedida de poder, sus huestes han provocado en la república.” ¿Qué huestes? ¿Las huestes de quién?

Ahora se veía que él le había hecho un chiste, ella se reía, los dos se reían.

“¿Permitiremos que el espíritu de lucro de algunos, el afán de gloria de otros y el silencio de unos cuantos, ya por excesiva prudencia, ya por ocultamiento de algún fin innoble, deterioren la dignidad de la república?”

Ahora él le agarró la mano y la miraba, esperaba. Era como si dijera: “Dame otra oportunidad”. Ella se dejaba agarrar la mano y bajaba la cabeza, de repente ella lo miró y puso más confiada su mano en la de él.

Luisa pensó: “No, hoy no voy a traducir más”. Se fue a su casa.

Después de un tiempo, Luisa lo encontró de casualidad por la calle. Ella llevaba siempre desde hacía un tiempo una bolsa con carpetas y a veces libros. Quién sabe por qué, no le gustó del todo que él la viera con la bolsa, era como si en su vida no hubiera ninguna novedad, ateniéndose a lo que decía Oscar Wilde: “Uno debería ser un poco imprevisible”. Él no llevaba nada en las manos; no era hombre de llevar un portafolio, ni cartera, ni siquiera le recordaba una billetera, es más: es posible que circulara sin plata. Por eso Luisa le dijo:

–¿Tomás un café? Te invito.

Aceptó y dijo que de casualidad se encontraba en el centro, porque ahora se movía “corto”. No aclaró qué quería decir. Luisa preguntó:

–¿Y qué hacés ahora?

–Siempre en lo mismo, en la madera –dijo rápido. Pero como si la madera fuera lejana, otra madera, la madera de otro. Él le pidió un café al mozo con un gesto importante, como quien pide pollo al horno, postre y vino. Después sacó un papel para que ella comprobara que realmente estaba en la madera. El papel era un permiso para hacer estallar explosivos en los bosques.

–Ah –dijo Luisa.

No sabía si era un trabajo, una pirotecnia, un antojo o qué. Preguntó:

–¿Es legal?

–¿Qué me preguntás? –dijo él y volvió a esgrimir el papel y los sellos validatorios. Mientras él decía algo de los bosques y los explosivos lo sintió tan raro como si nunca lo hubiera conocido y apuró el momento de irse. Por otra parte se hacía sentir la familiaridad corporal del pasado, ahora una especie de comodidad. Eso le despertó un vago deseo de que le fuera bien en los bosques o en cualquier otro destino. Le dijo:

–Suerte.

–Lo mismo para vos –dijo calurosamente él.

Se besaron como dos hermanos y ninguno se dio vuelta para mirar al otro.

El amor es una cosa extraña

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