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Capítulo 2

Asumimos

que nos

dirán que no

El grado de agonía que sentimos al pedir ayuda depende, en parte, de la probabilidad de que la gente rechace nuestra solicitud. Y cuando se trata de descubrir cuál es esa probabilidad, bueno, suele ocurrir que estamos muy equivocados.

Vanessa Bohns no les propone a los participantes en su investigación que les pidan favores a extraños solo por divertirse viéndolos sufrir. Lo hace para tratar de entender un fenómeno desconcertante: las personas subestiman por mucho la probabilidad de que otros acepten su solicitud directa de ayuda.

Antes de enviarlos a su misión en busca de ayuda, Bohns les pide a los participantes que traten de adivinar qué porcentaje de los extraños a los que van a acerarse aceptará ayudarles (o en algunas versiones, les pregunta a cuántas personas creen que tendrán que acercarse antes de que alguna les diga que sí). Después, compara ese número con el real y las diferencias suelen ser asombrosas.

En uno de sus estudios con su frecuente colaborador Frank Flynn, se les instruyó a varios estudiantes de pregrado de la Universidad de Columbia para que le pidieran un favor a alguien que no conocieran. Siendo más específica, le solicitarían a extraños que llenaran un cuestionario en el cual se demorarían entre 5 y 10 minutos de su tiempo1. Los investigadores les pidieron a los encuestadores que calcularan a cuántas personas tendrían que acercarse para lograr completar cinco encuestas. Los encuestadores dijeron que a un promedio de 20. El número real fue a 10 personas. Luego, los investigadores repitieron el experimento con otras dos solicitudes: que le pidieran al extraño que les prestara su teléfono celular por un momento y que los acompañara al gimnasio del campus (que era muy cerca). Un patrón idéntico surgió en ambas ocasiones.

En otro estudio más, los investigadores hicieron que los encuestadores participaran en una especie de búsqueda del tesoro en el campus que requería que, con ayuda de un iPad, ellos les formularan a desconocidos preguntas tipo trivia con el fin de recibir puntos por cada respuesta correcta que obtuvieran2. Y además de subestimar el número de preguntas que la gente estaría dispuesta a responder (25 versus 49), los participantes también subestimaron el esfuerzo que tendrían que hacer en cuanto al número de respuestas correctas (19 versus 46) y al tiempo total que emplearían en esta tarea.

En otro estudio, que sí ocurrió en el mundo real, los investigadores les pidieron a nuevos voluntarios que estaban recaudando fondos para la Sociedad de Leucemia y Linfoma que calcularan el número de personas que necesitarían contactar para lograr su meta predeterminada de recaudar fondos y de cuánto sería la donación promedio que recibirían3. Los voluntarios calcularon que necesitarían contactar a 210 posibles donantes y que la donación promedio sería de $48,33 dólares. De hecho, solo tuvieron que contactar a 122 posibles donantes de quienes recibieron una donación promedio de $63,80 dólares.

En un artículo de revisión reciente, Bohns describió estudios que realizó con colegas durante los cuales los participantes les pidieron diversos tipos de ayuda a más de 14.000 desconocidos en total4. La conclusión fue que el porcentaje de gente que presta ayuda en promedio se subestima en el 48%. En otras palabras, existe casi el doble de probabilidad de la que nosotros creemos con respecto a que los demás quieran ayudarnos.

Esto es cierto incluso cuando la solicitud de ayuda es grande, irritante o quizás hasta ilegal. En un estudio, se les pidió a los participantes que fueran a la biblioteca de la universidad y les pidieran a desconocidos que escribieran con bolígrafo la palabra “pepinillo” en una página de un libro de la biblioteca5. Tal vez, usted se pregunte: ¿Quién haría eso? Pues bien, el 64% de las personas a las que se les solicitó esa ayuda. (Los desafortunados participantes que tuvieron que pedirle a la gente que dañara los libros habían dicho que solo el 28% estaría dispuesto a hacerlo).

Entonces, ¿qué nos muestran todas estas cifras? ¿Por qué quienes buscan ayuda subestiman tanto la probabilidad de recibirla? Bohns y sus colegas sostienen que, en gran medida, se debe a una falla de perspectiva. Cuando alguien que requiere ayuda calcula la probabilidad de recibirla, solo se centra en lo inconveniente o engorroso que esto será para la otra persona. Entre más incómoda sea, menos probable será que alguien le preste esa ayuda. Y suena bastante lógico, pero a ese cálculo le falta algo muy importante: incluir el costo que le representa al ayudante en potencia decir que no.

Piense en la última vez que alguien le pidió un favor y usted no se lo hizo. ¿Cómo se sintió? Si asumimos que usted no odiaba a la persona en cuestión, lo más seguro es que se sintió bastante mal, ¿no? Quizás, experimentó algo de vergüenza, pena o culpa. Incluso su autoestima pudo haber disminuido un poco. Después de todo, a la mayoría nos preocupa ser buenas personas y las buenas personas son útiles, ¿verdad?

En resumen, los posibles ayudantes experimentan bastante presión sicológica e interpersonal para decir que sí nos prestarán ayuda. Y aunque no lo parezca, esta presión es alta para ellos y mucho menor para quienes la buscamos. En términos generales, no somos muy buenos para predecir el comportamiento de otras personas, porque no sabemos ponernos en sus zapatos de forma real. Aunque todos hemos sido útiles y hemos prestado ayuda, no siempre tomamos en cuenta la perspectiva de otros cuando más necesitamos hacerlo. Como Bohns lo describe: “Estamos tan enfocados en nuestro propio estado emocional y en nuestras preocupaciones que no nos ponemos a nosotros mismos en la mentalidad de aquellos a quienes les pedimos ayuda”6.

Las solicitudes de ayuda que se hacen cara a cara son las más exitosas, en gran parte, por la incomodidad de decir no frente a frente, pues así, la incomodidad y la sensación de haber violado las normas sociales aumentan de manera exponencial. En cambio, las solicitudes indirectas, como cuando se hacen por correo electrónico, no causan el mismo grado de incomodidad. Sin embargo, quienes buscan ayuda no suelen tener esto en cuenta y, cuando se les pregunta, prefieren hacer solicitudes indirectas que directas7.

Este efecto de subestimación de la ayuda existe en todo lado, pero es más marcado en culturas individualistas como las de los Estados Unidos y Europa Occidental, en comparación con culturas más colectivistas e interdependientes como las de Asia Oriental. Al parecer, la gente es más consciente de la incomodidad de decir que no en las culturas colectivistas, por eso, las personas calculan de una forma un poco más precisa la probabilidad de obtener la ayuda que buscan.

Pero esta no es solo una cuestión de probabilidades. Las investigaciones sugieren que también subestimamos la cantidad de esfuerzo que la gente debe hacer cuando acepta ayudarnos. Las normas sociales no solo nos indican que debemos ayudar, pues también se espera de nosotros que hagamos un buen trabajo. Al ignorar esto, quienes buscan ayuda no esperan que la gente se esfuerce tanto por ellos como normalmente lo hacen.

Esta es otra razón más por la cual la motivación para pedir ayuda no es la que debería ser. Durante mucho tiempo, los sicólogos han notado que nuestra motivación para hacer algo puede expresarse (en términos generales) en el siguiente modelo:

Motivación = expectativa de éxito

X valor de tener éxito

En otras palabras, su motivación para hacer cualquier cosa es función tanto de 1) la probabilidad de éxito que usted piense que tendrá y 2) cuánto obtendrá por ello.

En el caso de pedir ayuda, esta teoría sugiere que tener la motivación de solicitarla está relacionada tanto con la probabilidad de que nuestro ayudante nos diga que sí como con la calidad de la ayuda que uno piensa que recibirá. Y subestimamos ambas8. Si combinamos este doble error de cálculo con los cinco tipos de amenaza (abordados en el Capítulo 1) que una petición de ayuda podría causar, no es de extrañar que la mayoría de nosotros prefiera hacer las cosas solos.

La parte favorita de Bohns en sus experimentos ocurre al final, cuando sus participantes regresan al laboratorio después de haber estado pidiéndoles favores a extraños durante una hora: “Regresan al laboratorio todos sonrientes y sorprendidos de que aquella fuera una tarea tan fácil y se van pensando que la gente es súper útil y que el mundo es un lugar encantador”9.

Cuando pienso en todos estos experimentos, veo que yo también he pasado por muchas de esas experiencias a lo largo de mi vida. Recuerdo la vez que un extraño me envió por correo mi billetera —con todo el dinero que llevaba en ella— tras dejarla caer en una acera de Manhattan. La vez que me salí del camino y caí en una zanja de nieve, lejos de cualquier lugar donde mi teléfono móvil tuviera señal, y un grupo de hombres que nunca antes había visto paró para ayudarme a sacar mi auto de la zanja. La vez que un transeúnte me vio cuando sacaba la basura y quedé acorralada por un mapache del tamaño de un osezno y él se tomó el trabajo de espantarlo. (No lo juzgue). Recuerdo que, en todas y cada una de esas veces, tuve una cálida sensación en mi interior. Estaba sorprendida y también fascinada de ver tanta bondad en quienes me ayudaron. Y en cada ocasión, el mundo pareció ser un lugar encantador.

La gente quiere ser útil. Claro, no todos, pero sí muchos más de los que nos imaginamos. Y si usted pide la ayuda que necesita, es muy probable que la encuentre e incluso reciba mucho más. Steve Jobs pensaba lo mismo. En 1994, unos años antes de regresar a Apple, siendo él uno de los hombres más exitosos de la Historia reciente, se refirió en una entrevista a por qué es tan importante pedir lo que uno necesita:

“Siempre, he visto algo muy cierto: la mayoría de la gente no tiene esas experiencias porque nunca pide ayuda. Jamás, he encontrado a nadie que no haya querido ayudarme cuando se lo he pedido… ni a nadie que me haya dicho que no o que me haya colgado el teléfono cuando lo llamé. Sencillamente, les pregunté si me podían ayudar. Y cuando la gente me pide ayuda, yo trato de responder de igual manera para tratar de pagarle a la vida parte de esa deuda de gratitud. La mayoría de la gente nunca toma el teléfono y llama; la mayoría de gente nunca pide ayuda. Y a veces, eso es lo que separa a aquellos que logran cosas de aquellos que solo sueñan con ellas”10.

Subestimamos la buena disposición de

quienes ya nos han dicho que no

Existe una categoría de personas a la que tendemos a subestimar aún más que a otras personas: se trata de quienes ya han rechazado una solicitud de ayuda de parte nuestra.

Antes, en este capítulo, manifesté que decirle no a una petición hace que muchos se sientan muy, muy incómodos. Una negación los hace sentirse malas personas, pues se supone que la gente se ayuda entre sí. Bueno, ahora imagínese lo incómodo que es rechazarle dos solicitudes a una misma persona.

Es fácil encontrar una justificación para decir que no una vez. Es por esto que los índices de ayuda no siempre son del 100%. Pensar que “estoy demasiado ocupado” o que “hoy no me siento muy bien” sirve una vez para aliviar la culpa, pero no para siempre. La segunda vez que alguien nos pide algo necesitamos una buena razón para decirle que no. De lo contrario, el sentimiento de “soy una mala persona” empieza a ser demasiado fuerte. Por esa razón, las investigaciones arrojan un panorama muy claro en este sentido: las personas que han rechazado una solicitud de ayuda inicial tienen mayores probabilidades de ayudar la segunda vez, no menores.

Échele un vistazo a la contraportada de este libro. ¿Ve las citas que aparecen en la portada? Esas citas son lo que la gente del mundo editorial llama “textos de contraportada”. Los autores y editores les envían las primeras copias de los libros a personas influyentes en el medio en espera de obtener de ellos opiniones favorables que produzcan un efecto similar al de “todos deberían leer este libro porque es fantástico” y que luego puedan ser incluidas en las contraportadas o en la página de Amazon del libro.

Permítame admitir que detesto pedir textos de contraportada. Estoy segura de que todos los autores odian hacerlo. Y lo detesto por todas las razones por las que, por lo general, la gente odia pedir ayuda: porque me hace sentir avergonzada y vulnerable. Sin embargo, este libro que usted tiene en sus manos es el quinto que escribo. Entonces, como ya varias veces he tenido que solicitar estos textos de contraportada, hoy, puedo afirmar felizmente que cada vez se me hace más fácil pedirlos.

Con mi primer libro, fue casi una pesadilla para mí hacer esa labor de recolección de opiniones. Literalmente, le rogué a mi agente que no me obligara a hacer tal cosa. Estaba segura, tal como Bohns lo habría predicho, de que nadie aceptaría leerlo y mucho menos apoyarlo. Pero mi agente insistió y, al final (de nuevo, tal como Bohns lo habría predicho), la mayoría de las personas a las que les pedí el favor, sí lo leyó y casi todas dijeron muy buenas cosas sobre él.

Hubo una sola persona que me sorprendió de manera negativa —alguien que pensé que lo leería, porque tenemos un amigo en común y nos conocíamos un poco—. Él sí ignoró mi petición por completo. En el momento, el asunto me molestó. Sin embargo, terminé por olvidarlo, pero solo hasta que otra vez tuve que buscar textos de contraportada para mi segundo libro.

Mi agente me envió de nuevo a buscar a quién convencer, persuadir y rogarle. Entonces, me sugirió que hablara de nuevo con el individuo que me ignoró en esa ocasión y pensé que aquella era más que una mala sugerencia. ¿Por qué diablos habría de pedirle ayuda a ese tipo? Si no me ayudó en ese momento, ¿por qué iba a hacerlo ahora? Lo cierto fue que lo contacté y escribió un texto increíble, tanto, que la generosidad de sus elogios me hizo sonrojar un poco. Y cuando lo pienso, vienen a mi mente muchas ocasiones en las que yo también he hecho algo similar, pues me he esforzado mucho más la segunda vez para compensar el hecho de haber sido demasiado egoísta, perezosa o despreocupada para ayudarle a alguien la primera vez que solicitó mi ayuda.

En aquel tiempo, yo no conocía mucho sobre la ciencia de buscar ayuda, así que no sabía lo equivocada que estaba. Por ejemplo, Daniel Newark, Frank Flynn y Vanessa Bohns realizaron un estudio en el que les dijeron a algunos estudiantes de la Universidad de Stanford que les pidieran a 15 extraños que anduvieran entre dos lugares del campus que, por favor, llenaran un cuestionario de una página. Entonces, sin tener en cuenta si estos transeúntes decían sí o no a la primera petición, los estudiantes tenían que hacerles una segunda solicitud. Esta vez, se trataba de pedirles que enviaran una carta.

Antes de que salieran, se le pidió a los estudiantes (que sin duda estaban asustados) que calcularan cuál iría a ser el porcentaje de personas que diría que sí a la segunda solicitud, en caso de que les hubieran dicho que no a la primera. Ellos calcularon que en ese caso, solo el 18% aceptaría enviar la carta, pero la realidad fue que el 43% aceptó hacerlo. En general, las respuestas positivas a la segunda solicitud de ayuda fueron mayores que a la primera. Esto indica que a nadie le gusta quedar como un imbécil dos veces. Con una ya es suficiente.

Una conocida táctica de ventas, llamada la técnica de “la puerta en la cara”, se basa en esta misma percepción11. La idea de esta técnica es muy simple: pida algo tan difícil o descabellado que sepa que la otra persona le dirá que no. Luego, haga una solicitud mucho más cercana a lo que usted realmente quiere. Así, será mucho más probable que lo consiga.

En uno de los estudios más citados que demuestran cómo funciona esta técnica, un equipo dirigido por el investigador de persuasión, Robert Cialdini, les preguntó a los participantes si estarían dispuestos a trabajar de forma conjunta en el proyecto conocido como Big Brother o Big Sister con jóvenes delincuentes12. La solicitud era bastante significativa, pues implicaba un compromiso de dos horas a la semana durante dos años. No es de sorprenderse entonces que todos los participantes dijeran que no. Luego, el equipo les preguntó si en vez de eso estarían dispuestos a acompañar a los mismos chicos al zoológico durante un día.

Solo un grupo de control recibió la segunda petición, sin conocer la primera, y el 17% aceptó acompañarlos al zoológico. Pero la sorprendente cifra del 50% de aquellos a quienes se les había hecho la primera pregunta y que habían dicho que no respondió que sí los acompañarían al zoológico. En otras palabras, la probabilidad de decir que sí a una segunda solicitud más sencilla casi se triplicó.

(En una gran tira cómica de Calvin and Hobbes, Calvin intenta usar la técnica de la puerta en la cara. En los dos primeros recuadros, le pregunta a su mamá si puede prenderle fuego al colchón de su cama o saltar en su triciclo desde el techo. Cada vez, ella responde “No, Calvin”. “Entonces, ¿puedo comerme una galleta?”, le pregunta Calvin, pero ella sigue diciendo que no. “Está contra mí”, piensa él. Esto demuestra que algo de sutileza en el uso de esta técnica sería útil).

Parte de lo que podría ocurrir cuando se usa la técnica de la puerta en la cara es similar a un efecto de contraste: la segunda petición parece tan pequeña en comparación con la primera, que ya no parece gran cosa. Pero es claro que su utilidad se debe a nuestro sentido de responsabilidad social —debemos ser útiles y solidarios cuando la gente nos pide serlo—. Rechazar dos solicitudes hechas por la misma persona crea demasiada incomodidad y una culpa que son difíciles de manejar.

Este impulso por compensar esos momentos en los que no brindamos apoyo es, en términos generales, bueno. Refuerza las relaciones y contribuye a reparar las que se han vuelto tensas. Cuando usted le pide ayuda a alguien que ya lo ha rechazado, no solo es más probable que la obtenga, sino que también le está dando a esa persona la oportunidad de sentirse mejor consigo misma. En cambio, si evita de forma permanente buscar ayuda de esa persona, no será de beneficio para ninguno de ustedes dos.

Tal vez, usted esté preguntándose qué pasa entonces cuando le pide un segundo favor a alguien que le dijo que sí la primera vez. ¿Es menos probable que le ayude debido a que ya le ayudó antes? No. También es más probable que le ayude la segunda vez, gracias a nuestra amiga la disonancia cognitiva.

La disonancia cognitiva es un extraño y poderoso fenómeno sicológico. Por lo general, los seres humanos tenemos una necesidad fiable de coherencia. Preferimos que nuestras creencias sean consistentes y que nuestras acciones concuerden con esas creencias. Tener opiniones incoherentes o contradictorias sobre algo o alguien (por ejemplo, creer que John es una buena persona, pero saber que al mismo tiempo hace trampa al declarar sus impuestos) causa un tipo de dolor sicológico llamado disonancia cognitiva. Cuando la gente intenta describirlo en palabras se refiere a una especie de molestia persistente o una sensación de que algo está mal. La única forma de resolver dicha disonancia y terminar con la incomodidad es cambiando una de las visiones en conflicto (es decir, encontrando una justificación de por qué está bien que John haga trampa en su declaración de impuestos o decidiendo que John no es en realidad una buena persona).

Ayudarle en el pasado, pero negarse a hacerlo ahora generaría una inconsistencia o contradicción que provocaría la incómoda tensión de la disonancia cognitiva. Las investigaciones sugieren que la gente estará dispuesta a ayudar de formas que son gradualmente más difíciles e incómodas después de aceptar una solicitud inicial. Esto también ha inspirado una táctica de ventas que es casi lo opuesto a la técnica de la puerta en la cara y se conoce como la técnica del pie en la puerta.

Para utilizar la técnica del pie en la puerta, lo único que usted tiene que hacer es pedirle a la otra persona algo relativamente pequeño o que no requiera de esfuerzo, algo que usted sepa que la persona aceptará hacer. Una vez usted se haya asegurado de obtener esa respuesta positiva, hágale una segunda solicitud, pero asegúrese de que sea más difícil de aceptar. (Una vez, una amiga hizo esto mismo conmigo con gran éxito. Primero, me preguntó si podía dejar una planta en mi apartamento para que yo la regara mientras ella se iba de viaje por dos semanas. Le dije con entusiasmo: “¡Sí, claro!”. Luego, me pidió que también cuidara a su San Bernardo. Le dije que sí y entonces me pasé casi un año limpiando pelo de perro).

Es sorprendente que nuestras percepciones sobre si sí o no y cuándo estarán dispuestos los demás a ayudarnos, y cómo nos verán cuando lo hagan, sean tan equivocadas. Después de todo, todos brindamos ayuda, pero también la buscamos. Sabemos lo difícil que es decir que no. Sabemos que no nos deja de caer bien alguien porque nos pida ayuda. Si pudiéramos tener todo eso en mente cuando somos nosotros quienes la necesitamos, pedirla sería mucho más fácil.

Para recordar

 Casi siempre, quienes buscan ayuda subestiman la posibilidad de recibirla. ¡Pero hay buenas noticias! Es un hecho que la gente está mucho más dispuesta a ayudar de lo que pensamos.

 Para muchos de nosotros, es muy, muy doloroso decir que no. De hecho, si ya hemos dicho que no una vez, es mucho menos probable que volvamos a decir que no la segunda vez. Es demasiado difícil hacerlo.

 Es menos probable que digamos que no cuando antes hemos dicho que sí debido a la disonancia cognitiva. Pensamos: “Soy una persona buena y útil” y queremos seguir considerándonos así.

 Todas estas son buenas noticias para quienes buscan ayuda.

Cómo lograr que la gente esté de su lado

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