Читать книгу Un amor de juventud - Heidi Rice - Страница 5

Capítulo 1

Оглавление

CALLING Riders cerca de Strand. Voy a la joyería Mallow and Sons a recoger un paquete para llevarlo a Bloomsbury.

Alison Jones se detuvo bruscamente delante de un semáforo en ámbar en Waterloo Bridge mientras aguzaba el oído para tratar de descifrar lo que le decían por radio.

Hacía horas que la fría lluvia le había calado el impermeable. A las seis de la tarde había estado a punto de acabar el trabajo, deseando meterse en una bañera llena de agua caliente y lamerse las heridas provocadas por otra jornada laboral pedaleando por las calles de Soho. Pero, al recibir la llamada, había respondido en su radio:

–Ciclista 524, lista para el reparto.

Aún le quedaban por pagar varias mensualidades del préstamo que había pedido para cubrir el gasto del funeral de su madre. También tenía que pagar el alquiler de su habitación en una casa en Whitechapel que compartía con otros estudiantes de diseño de modas. Además, ya no podía mojarse más de lo que estaba.

–Es un paquete pequeño, un anillo de compromiso –le dijo el repartidor por la radio–. El cliente se llama Dominic LeGrand. La dirección es…

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Apenas prestó atención a la dirección, los recuerdos le inundaron la mente, haciéndola retroceder al verano en el que había cumplido trece años.

Un aroma a hierba y rosas. El calor del sol de Provenza. La voz profunda y paternalista de Pierre LeGrand, tan guapo, tan encantador…

–Llámame papá, Alison –le había dicho Pierre LeGrand.

La sonrisa de su madre, despreocupada, llena de esperanza.

–Esta vez va en serio, Ally. Pierre me ama. Pierre va a cuidar de nosotras –le había dicho su madre.

Alison sintió calor en el bajo vientre al evocar la imagen de Dominic, el hijo de Pierre de dieciséis años, tan real como si hubiera sido ayer, no doce años atrás. Dominic, con labios sensuales y cínica sonrisa, una misteriosa cicatriz sobre su ceja izquierda, un pelo sumamente corto y rubio que lanzaba destellos dorados bajo la luz del sol.

Dominic, un hombre bello, peligroso, fascinante… Un ángel caído, que convirtió en peligroso y emocionante aquel perfecto verano.

–No puedo hacer ese reparto –graznó Ally por la radio recordando la última noche en Provenza.

El rostro de su madre, tan triste y frágil, con un moratón en el pómulo. El olor a espliego y ginebra. La voz de su madre, asustada y ligeramente borracha, diciéndole:

–Ha ocurrido una cosa terrible, cielo. Pierre está muy enfadado conmigo y con Dominic. Tenemos que marcharnos.

Al enterrar a su madre, cuatro años atrás, había dejado de revivir el horror de aquella noche. Al enterrar a su madre, delante de la tumba, había sentido un gran alivio. Por fin, Minica Jones descansaba en paz.

El claxon de un autobús la sacó de su ensimismamiento. No, no podía hacer ese reparto. No quería volver a ver a Dominic LeGrand. Sobre todo, ahora que Dominic ya no era un inquieto chico protagonista de sus sueños de adolescente sino un promotor inmobiliario multimillonario. Un donjuán, a juzgar por el relato que su exnovia, una supermodelo, había vendido a un periódico un año atrás por una cantidad de dinero de seis cifras. El anillo de compromiso debía ser para Mira… algo, según había leído hacía un mes.

–¿Qué? ¿Por qué no quieres hacer el reparto? Acabo de poner tu nombre en el ordenador –le dijo el coordinador–. O lo haces o pierdes el trabajo. Tú eliges.

Ally respiró hondo en un intento por controlar el pánico.

Tenía que hacer ese reparto, no le quedaba otra alternativa. No podía permitirse el lujo de perder el trabajo.

–Está bien, lo haré. Repite la dirección, por favor.

–No va a haber ninguna boda, Mira. No deberías haberte enrollado con Andre, tu profesor de esquí –dijo Dominic LeGrand sin alzar la voz.

No estaba triste ni disgustado, solo furioso. Habían hecho un trato. Y su «prometida» lo había roto.

–Pero…. ya te dije que no había sido nada, Dominic –respondió Mira con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada.

Dominic no aguantaba más. Esa mujer tenía la madurez emocional de una criatura de dos años.

–Desde el principio de nuestro trato dejé muy claro que esperaba exclusividad. No voy a casarme con una mujer de la que no puedo fiarme.

–No me acosté con Andre, te lo juro –contestó Mira–. Estaba un poco borracha y coqueteé con él, eso fue todo.

Mira se inclinó sobre el escritorio de Dominic, con postura provocativa le enseñó el amplio escote e hizo una mueca con los labios.

–No te voy a mentir, la verdad es que me gusta que estés un poco celoso –añadió ella.

–No estoy celoso, Mira, pero sí estoy enfadado. No has cumplido con lo que habíamos acordado y es posible que eso ponga en riesgo mi negocio respecto a Waterfront –que era la única razón por la que Dominic había pedido a Mira que se casara con él.

El consorcio Jedah era propietario de los terrenos en los que él quería construir, en Brooklyn. El consorcio estaba formado por un grupo de ricos magnates del petróleo del Oriente Medio, todos ellos de ideas muy conservadoras. Se habían mostrado reacios a hacer negocios con él desde el año anterior, desde el artículo publicado en un periódico sobre su relación con Catherine Zalinski. Los miembros del consorcio tenían miedo de entrar en negocios con un hombre que, al parecer, no podía controlar su libido y tampoco a las mujeres con las que se relacionaba.

Un matrimonio, supuestamente, solucionaría el problema. Pero aquella misma tarde se habían publicado fotos de su prometida besando a su profesor de esquí.

–El motivo de este matrimonio era lograr que se dejara de hablar de mi vida privada en público –añadió Dominic, por si ella aún no lo había entendido.

–Pero me dejaste sola durante todo un mes –se quejó Mira con una mueca infantil–. Esperaba que vinieras a Klosters, pero no lo hiciste. Y hace aún más que no nos acostamos juntos. ¿Qué querías que hiciera?

Dominic no había tenido tiempo de ir a Klosters a verla y, en realidad, tampoco había tenido excesivas ganas de hacerlo. El trato con Mira había sido una equivocación. Se había aburrido de ella antes de lo que había imaginado, tanto en la cama como fuera de ella.

–Quería que no pegaras la boca a la de otro hombre y que no te abrieras de piernas.

–Dominic, no digas esas cosas. Haces que me sienta una furcia barata.

–Mira, puedes ser cualquier cosa… menos barata –respondió él con cinismo.

El insulto la hizo ponerse tensa.

–Por favor, márchate. Hemos terminado.

–Eres… eres un bastardo sin corazón.

Al instante de sentir la bofetada de Mira, Dominic se puso en pie y la agarró por la muñeca para evitar que volviera a abofetearle. Fue entonces cuando le asaltó el amargo recuerdo de otra bofetada aquel verano en el que, por fin, su padre le había invitado a formar parte de su mundo, aunque solo hubiera sido para echarle a patadas al cabo de un mes. Y recordó la voz de la chica que le defendió:

–No pegues más a Dominic, papá, le vas a hacer daño.

–Hay gente que se merece que le hagan daño, ma petit –había contestado su padre.

–Tienes razón, Mira, no tengo corazón. También soy un bastardo. Y estoy orgulloso de ello, me da fuerza –declaró Dominic soltando la muñeca de Mira–. Y ahora sal de aquí si no quieres que haga que te arresten por agresión.

–Te odio –dijo Mira con labios temblorosos.

«¿Y qué?», se preguntó Dominic fríamente mientras ella salía apresuradamente de su estudio.

Dominic se acercó al mueble bar, se secó una gota de sangre de la comisura de la boca y se sirvió un whisky escocés.

Solo disponía de una semana para encontrar a otra mujer con la que casarse y así poder expandir su negocio. Un negocio que había construido de la nada después de salir de la casa de su padre aquel verano con costillas rotas y marcas de correazos en la espalda.

Había hecho autostop, un conductor de camiones se había apiadado de él y le había llevado hasta París. Durante el trayecto, se había jurado a sí mismo que jamás volvería a hablar ni a ver a su padre, y también que le demostraría a él y a todos los que le habían menospreciado lo equivocados que estaban.

Encontraría otra esposa. Con un poco de suerte, una que le obedeciera y mantuviera las piernas cerradas. Pero esa noche iba a celebrar su buena suerte. ¡De menuda se había librado!

Un amor de juventud

Подняться наверх