Читать книгу Una noche en Montecarlo - Heidi Rice - Страница 5
Prólogo
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El sol de la Riviera caía a plomo mientras contemplaba la tumba de mi gran amigo Remy Galanti, pero su calor no podía aplacar el frío que se había apoderado de mis huesos hacía ya más de una semana, desde el momento mismo en que el coche de Remy atravesó la defensa de la pista de pruebas de Galanti en Niza y ardió en llamas. El horror de aquel momento se repetía una y otra vez en mi cabeza, a cámara lenta, agónico, pero las lágrimas que se agolpaban en mi garganta se negaban a salir.
No había llorado por Remy, ni por mí, ni por su hermano mayor Alexi porque no podía. Mi cuerpo, al igual que mi pensamiento, estaba adormecido.
La voz del sacerdote dirigiendo la plegaria en francés era como un murmullo de fondo cuando miré a Alexi, de pie, al otro lado de la tumba.
Llevaba un traje de lino oscuro y estaba rodeado por dignatarios locales, celebridades, VIPs que habían acudido a presentar sus respetos a la familia más prominente de Mónaco y del automovilismo pero, como siempre, parecía estar completamente solo, la cabeza baja, la pose rígida, el pelo alborotado como si se hubiera pasado las manos por él mil veces desde que los dos vieron morir a Remy.
Pero sus ojos, como los míos, estaban secos.
¿Se sentiría abotargado como yo, destrozado por la pérdida de una persona que significaba tanto para los dos? Remy había sido mi mejor amigo desde que llegué a la mansión Galanti en la Costa Azul con diez años, cuando mi madre aceptó el trabajo de ama de llaves después de que la madre de Remy y Alexi se largara con uno de sus amantes.
Y fue al verlo mirar al sacerdote con sus hermosos ojos azules cuando me di cuenta de que no parecía acorchado como yo, sino impaciente, airado, enfadado, furioso.
Un estremecimiento me recorrió la piel, inapropiado pero inconfundible, cuando mis recuerdos volaron a la noche inmediatamente anterior a la muerte de Remy. La noche en que pensé que todos mis sueños se habían hecho realidad. La noche en que busqué a Alexi y le hice el amor por primera vez. Recordaba perfectamente el olor a sal, sudor y cloro, el subidón de la emoción, la gloriosa sensación de pasar unos minutos en sus fuertes brazos y de descubrir qué era en realidad el sexo.
Aterradoramente íntimo, pero también fabulosamente excitante.
La brutal humillación me estranguló el corazón al mirarlo. No había vuelto a hablarme desde aquella noche. Había intentado verlo, pero siempre estaba ocupado, y la sensación de culpa me provocó una punzada en las costillas por estar sintiendo aquel calor inapropiado en el funeral de Remy. Él siempre había estado ahí para mí, y seguro que hubiera querido que yo lo estuviera para su hermano, pero seguía sintiéndome culpable porque no eran solo los deseos de Remy lo que yo quería cumplir, aunque las últimas palabras que había intercambiado con él seguían repitiéndose una y otra vez en mi cabeza mientras el sacerdote terminaba el panegírico y sus palabras se las llevaba la suave brisa con olor a mar y a buganvilla.
–Mi hermano te necesita, bellisima. Alexi está solo. Siempre lo ha estado. Prométeme una cosa: no permitirás que te aparte, ¿vale?
La promesa que le había hecho a Remy me vino a la memoria al ver a Alexi tomar un puñado de tierra y dejarla caer sobre el ataúd con movimientos rígidos y aletargados, como si llevara un peso insoportable sobre los hombros. Se lo veía tan tan solo en aquel momento…
Mientras las personas que habían asistido al entierro, muchos de los cuales apenas conocían a Remy, se colocaban en fila para echar tierra sobre el ataúd, Alexi se volvió y tomó la dirección de las limusinas, ignorando a la gente que quería ofrecerle sus condolencias.
Tras una última y silenciosa oración por Remy, salí tras él hacia la carretera que llevaba al acantilado donde estaba construido el cementerio.
–Alexi, por favor, espera –lo llamé cuando ya llegaba al primer coche–. ¿Podemos hablar?
Se detuvo y me miró, pero seguía rígido. Sus ojos parecían hechos de hielo.
–¿Qué quieres, Belle?
Su impaciencia me sorprendió, pero no tanto como su tono de voz.
¿Estaba enfadado conmigo? ¿Por eso me había estado evitando? No, no podía ser. Me estaba volviendo paranoica, y aquel no era el mejor momento.
Alexi estaba enfadado por la absurda muerte de su hermano y, seguramente, también lo estaría con su padre, que había llegado bebido al funeral.
No me deseaba sexualmente. Eso me lo había dejado bien claro después de que nos acostáramos. Había sido un error, pero no por ello tenía que dejar de ofrecerle mi amistad. Si no podía ser otra cosa, al menos compartiríamos nuestro dolor, porque yo era la única persona que sentía tan hondamente como él la pérdida de Remy.
–Quería asegurarme de que estás bien –dije.
–Pues bien no estoy, porque he matado a mi hermano.
–¿Qué?
El hielo de su voz y de su mirada me recorrió el cuerpo entero a pesar del calor del día. ¿Hablaba en serio? ¿Cómo podía pensar ni por un momento que él era el culpable de la muerte de su hermano?
–Ya me has oído.
–Pero él quería ser piloto, Alexi. Era su sueño, su pasión, desde siempre. No puedes sentirte responsable.
Alexi llevaba dos años como director del equipo Galanti Super League, desde que su padre empezó a beber tanto que no era capaz de ocultar hasta dónde llegaba su adicción. Alexi le había dado a su hermano la oportunidad de ser piloto de pruebas y así había llegado a competir por primera vez. ¿Por eso se culpaba de la muerte de Remy?
Me miró y apretó los labios.
–No te hagas la tonta conmigo, que no te va a funcionar otra vez.
–Yo no… no te entiendo –balbucí. Su cinismo resultaba helador.
No había sangrado al hacer el amor con él, a pesar de que había sido mi primera vez. Había sentido la punzada de dolor, el escozor cuando me había penetrado, pero el dolor había sido tan breve, tan liviano, y el placer tan sobrecogedor en su intensidad apenas un instante después que me convencí de que no se había dado cuenta de mi virginidad, algo que en aquel momento agradecí. No quería que me considerara una cría. Pero dejé de estar agradecida en cuanto volvió a hablar.
–No te hagas la inocente. Remy se enteró de lo que habíamos hecho y quiso hacerme creer que no importaba, incluso hizo algún chiste el día antes de su muerte, pero tú siempre habías sido su chica. No debería haberte tocado. Por eso se distrajo. Por eso tomó la curva demasiado deprisa.
–Yo nunca… yo no era la chica de Remy, no en ese sentido. ¡Solo éramos amigos!
En aquel momento comprendí de dónde venía su sentimiento de culpa.
–¿Fuiste tú? –me preguntó con un cinismo cortante–. ¿Le dijiste tú que nos habíamos acostado, a pesar de que te había dicho que no lo hicieras?
–Sí –confesé.
Podría haber mentido, y una parte de mí quería hacerlo. La agonía que había en los ojos de Alexi se había prendido con la luz de la furia, pero no me sentía avergonzada por lo que habíamos hecho. Que saliéramos complacía a Remy, no lo entristecía.
Pero él no entendía mi amistad con Remy porque no sabía que su hermano menor era homosexual. Ojalá pudiera decírselo, pero era consciente de que le haría aún más daño saber que había confiado en mí y no en él y, por otro lado, la decisión le correspondía a Remy. De haber querido que su hermano lo supiera, ¿no se lo habría dicho directamente? ¿Cómo romper la confianza que había depositado en ella solo para salvarse de la ira de su hermano?
–¿Por qué se lo dijiste? –la acusó, y el dolor le alteró la voz.
–Porque…
«Porque Remy era gay, porque éramos amigos, porque sabía lo mucho que siempre te había querido y porque él quería que estuviéramos juntos».
Pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta, detrás de la emoción que la bloqueaba por el disgusto de la cara de Alexi.
–No me contestes –dijo él–. Creo que los dos sabemos por qué se lo dijiste: porque te parecía que yo era mejor bocado que él, ¿verdad? Siendo yo el hermano mayor tenía más valor que el hermano pequeño.
Sus acusaciones me dejaron tan paralizada que fui incapaz de defenderme.
–Pequeña zorra… sabía que no debería haberte tocado, que era un error, pero no me imaginaba hasta qué punto.
Sus palabras fueron como golpes físicos, cada una más dolorosa que la anterior.
¿Cómo podía haber creído que me quería, que le importaba lo más mínimo, o siquiera que me conocía?
–Quiero que te largues. Que desaparezcas de la casa de mi padre. Hoy.
–Pero…
Seguía incapaz de hablar, de protegerme. La serenidad de su voz era casi tan devastadora como su mirada impersonal, como la culpa, la ira, la amargura y el cinismo.
–Diré a mis abogados que te paguen lo necesario. No quiero volver a verte la cara.
Se iba a subir ya al coche cuando lo sujeté por un brazo.
–Alexi, por favor, no hagas esto. No me dejes fuera –le rogué–. Estás sufriendo y lo entiendo, pero yo también. Los dos queríamos mucho a Remy, y ni tú ni yo somos culpables de su muerte. Fue un horrible accidente. Podemos superarlo juntos.
Se echó a reír, y la amargura que destilaba de su risa me llegó al corazón.
–Nosotros no lo queríamos. Nosotros lo matamos, y ahora vamos a tener que vivir con esa traición. Si sigues en la casa cuando vuelva, haré que te detengan. Tienes dos horas para recoger tus cosas y largarte. Dale tu dirección a mis abogados y haré que te envíen el finiquito.
De un tirón se soltó, me miró de arriba abajo y yo me estremecí, a pesar de todo.
–No te preocupes, seré generoso. Tu numerito caliente del viernes por la noche vale por lo menos unos cuantos miles de euros.
Me quedé temblando mientras él se subía a la limusina y se alejaba tomando la carretera que bajaba del acantilado. No miró hacia atrás ni una sola vez.