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Capítulo 1

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Tan mal están las cosas? ¿Y por qué no me lo habías dicho? —exclamó Georgie, abriendo los ojos verdes de par en par—. Yo podría haber hecho algo.

Robert Millett, su hermano, sacudió la cabeza.

—¿Qué podías hacer? Nadie podía hacer nada, Georgie. Además, había cierta esperanza hasta que nos quitaron el último contrato. El viejo Sanderson hizo todo lo posible para quedárselo. Ya sabes lo que dice: «en la guerra y en el amor, todo vale».

Georgie frunció el ceño. Mike Sanderson era un malvado y pérfido hombre de negocios. Una sanguijuela.

—Es un canalla. No sé cómo puede dormir por las noches.

—Georgie, Georgie… —sonrió Mike, abrazando a su hermana—. Los dos sabemos que Mike no tiene la culpa de lo que ha pasado. Cuando Sandra se puso enferma tuve que encargarme de ella y dejar el negocio a un lado. Si mi empresa fracasa, qué se le va a hacer.

—Pero Robert…

Aquello era muy injusto. Cuando Robert descubrió que su esposa, Sandra, sufría una rara enfermedad de la sangre y solo tenía unos meses de vida, se dedicó a ella en cuerpo y alma. A Sandra y a sus mellizos de siete años, David y Annie. Sandra y Robert no le habían contado nada a nadie. Ni siquiera Georgie sabía que la enfermedad de su cuñada era terminal hasta unas semanas antes de su muerte.

Eso había sido seis meses atrás. Georgie dejó su trabajo en una agencia de publicidad, hizo las maletas y fue a casa de su hermano para ayudar en lo que pudiera durante aquellas traumáticas semanas.

No había tenido que pensarlo dos veces. Robert y Sandra le habían abierto los brazos cuando perdió a sus padres de niña y trece años más tarde era su oportunidad de devolver el cariño que le habían dado siempre.

—¿Y el asunto Cervera? Te ha ofrecido un contrato para la urbanización del parque Newbottle, ¿no?

Tras la muerte de Sandra, Robert había estado algún tiempo retirado de todo y Georgie se había hecho cargo de la oficina. Y se había dedicado a ello con todo su corazón.

—¿Cervera? —repitió su hermano, pasándose una mano por el pelo.

Georgie se percató, con el corazón encogido, de que le habían salido canas en los últimos meses. Pero no la sorprendía después de lo que había tenido que soportar. Todos echaban de menos a Sandra, pero Robert… habían sido novios desde el instituto y el dolor por la pérdida de su esposa debía ser abrumador.

—Tenemos que contratar más personal y maquinaria para hacerlo viable, pero el banco no va a darnos otro crédito. Yo había esperado los beneficios de ese último contrato para financiar la urbanización…

—Pero podemos intentarlo, ¿no? —preguntó Georgie, siempre a la carga—. El director del banco no es tonto y se dará cuenta del potencial de este contrato.

—Pensé que estabas en contra de la urbanización de Newbottle. Las manifestaciones a favor del respeto a la naturaleza, Greenpeace… tú vas a todas, ¿no?

Georgie miró a su hermano, haciendo una mueca. Robert tenía dieciséis años cuando ella nació y desde la muerte de sus padres en un accidente de tráfico había sido una figura paterna. Y, como casi todos los padres, solía quitarle importancia a cosas que eran muy importantes para ella. Pero no era el momento de recordárselo.

—Eso no tiene nada que ver. Es el contrato con Cervera o la bancarrota, así que elijo lo menos malo.

—Si te oye… —sonrió Robert, una de sus primeras sonrisas en mucho tiempo.

—No puede oírme. ¿Qué te parece si hablamos con el banco?

—No serviría de nada. Cervera vendrá dentro de un rato, pero no creo que quiera hacer negocios con una constructora que está casi en la ruina.

Georgie le dio vueltas a la cabeza, frenética.

—¿Y por qué no le pedimos que financie la maquinaria durante los primeros meses? Cuando empecemos las obras podremos pagarle. Todo el mundo sabe que Cervera es un empresario arriesgado y que le sale el dinero por las orejas.

—¿Y crees que ha conseguido su dinero haciendo favores? —suspiró su hermano—. Georgie, compréndelo, puede irse a cualquier otra constructora en la que no tengan los problemas que yo tengo.

Robert miró la carta que tenía frente a él. En aquella carta decía que la constructora Sanderson, no la suya, había conseguido el contrato para el nuevo centro recreativo de Sevenoaks, un barrio a las afueras de Londres. Un contrato que le hubiera dado el dinero necesario para emprender las obras en la urbanización de Cervera.

—Pero Robert…

—Déjalo, Georgie —la interrumpió él—. Cervera es como Sanderson. Conoce el negocio de arriba abajo. Mira el contrato que íbamos a discutir esta mañana: él compró ese terreno por cuatro céntimos hace diez años y lo dejó sin tocar hasta que ha llegado el momento. Ahora, cuando termine de construir, podrá vender los apartamentos por una millonada. Y piensa hacer una urbanización de lujo.

—Sí, bueno… —empezó a decir Georgie, arrugando la nariz—. Lo siento, pero construir apartamentos en un sitio tan bonito es un sacrilegio. La gente ha disfrutado de ese parque durante años y hay una fauna muy interesante. ¿Te acuerdas de la mariposa que encontraron hace unos meses? Decían que era un ejemplar único en el mundo.

—Las mariposas no dan dinero —dijo Robert, encogiéndose de hombros filosóficamente—. Si yo hubiera sido como Cervera, mis hijos no estarían a punto de perder su casa.

—No digas eso —replicó su hermana—. Eres el mejor padre del mundo. Has hecho lo que tenías que hacer y eres diez mil veces mejor persona que esa sanguijuela de Cervera y…

—¿Nos conocemos?

Dos cabezas se volvieron como el rayo hacia la puerta de la oficina. En el umbral, un hombre alto y moreno. Y aunque no hubiera tenido un ligero acento, Georgie habría sabido inmediatamente que era Matt Cervera.

Llevaba un elegante traje italiano y la mujer que iba tras él iba igualmente bien vestida. ¿Su esposa o su secretaria?, se preguntó tontamente.

—¿Nos conocemos? —repitió el hombre con voz de hielo.

Georgie se aclaró la garganta, mirando aquellos ojos grises duros como el acero.

—Lo siento, yo… —empezó a decir cortada. Pero enseguida recuperó la compostura—. No nos conocemos. Y lamento que haya escuchado la conversación.

—Buenos días, señor Cervera —dijo Robert, levantándose para estrechar la mano del recién llegado—. Lo que ha oído era menos un insulto que un intento de mi hermana por darme ánimos. Por cierto, soy Robert Millett y ella es mi hermana, Georgie.

El hombre la miró durante unos segundos sin decir nada y, por fin, alargó la mano.

—Matt Cervera. Y mi secretaria, Pepita Vilaseca.

Georgie estrechó la mano de la alta y delgada secretaria, que la miraba con una expresión aún más dura que su jefe.

Y después, no tuvo más remedio que saludar a Cervera. Cuando levantó la mirada, se percató de que era un hombre… ¿guapo? No, guapo no era una palabra que pudiera definirlo. Era un «hombre». Abrumadora, agresivamente masculino. La clase de hombre que casi da miedo.

Alto, moreno, atlético, el pelo oscuro bien cortado, los rasgos fuertes…

—¿Siempre anima a su hermano despellejando a los extraños, señorita Millett? —preguntó él, mirándola a los ojos.

Georgie se puso colorada como un tomate. Y la mano grande del hombre apretando la suya era como una amenaza. Una amenaza de algo que no entendía del todo bien, pero que la hacía respirar profundamente para llevar aire a sus pulmones.

—No, claro que no.

—Entonces, ¿por qué me ha criticado sin conocerme?

Tenía una voz profunda, ronca, con un ligero acento que la hacía aún más atractiva.

—Yo… no sabía que lo estaba oyendo —dijo entonces. Por supuesto, era una disculpa absurda, pero no se le había ocurrido nada mejor.

—Ya me imagino —dijo él, irónico.

¿Cómo podía haber sido tan indiscreta?, se preguntó Georgie, incómoda. Para remate, llevaba zapatos bajos y al lado de aquel hombre de más de metro ochenta, se sentía como una enana.

—No era nada personal.

—Entonces es peor. Cuando alguien tiene la temeridad de insultarme, suele ser por alguna razón de peso.

Si le daba cinco segundos más encontraría miles de razones, se dijo Georgie a sí misma, irritada.

—Lo lamento, señor Cervera.

—¿Trabaja usted aquí?

Ella se pensó la respuesta durante un segundo. Si le decía que sí, seguramente se daría la vuelta y el negocio con su hermano se iría por la ventana. Pero si le decía que no y firmaban el contrato, pronto descubriría la mentira.

—Temporalmente —dijo, para no comprometerse.

—Temporalmente —repitió él, sin dejar de mirarla.

Robert, harto de ser ignorado, carraspeó, pero Matt Cervera siguió mirándola a ella.

—¿Eso significa que seguirá aquí durante un tiempo, señorita Millett?

Si no firmaba el contrato, no tendría sentido seguir allí. Fue ese pensamiento lo que hizo que Georgie se irguiera, orgullosa.

—Si decide hacer negocios con mi hermano y mi presencia le molesta, me marcharé.

Él parpadeó, sorprendido, y después se volvió hacia Robert.

—He venido aquí para discutir un negocio y soy un hombre muy ocupado, señor Millett. ¿Tiene los detalles por escrito, como le pidió mi secretaria?

Robert tragó saliva.

—Sí, pero…

—Bien, como ya hemos perdido mucho tiempo, sugiero que nos sentemos a trabajar —lo interrumpió Cervera. Menudo arrogante, grosero y estúpido… todos esos adjetivos aparecieron en la mente de Georgie—. Supongo que es usted la secretaria temporal de su hermano.

No sabía por qué, pero había sonado como un insulto.

—Pues sí —contestó ella.

—Qué conveniente.

—¿Conveniente?

—Tener un trabajo con la familia en lugar de buscarse la vida como hacen el resto de los seres humanos.

La respuesta la dejó helada. ¿Cómo se atrevía a hacer ese tipo de comentario sin saber nada de su vida? Además de grosero y arrogante, era un completo estúpido y Georgie se irguió todo lo que pudo, furiosa.

—Soy una estupenda secretaria, señor Cervera.

Aunque, en realidad, era licenciada en publicidad. Pero eso no pensaba decírselo.

—¿Ah, sí? ¿Ha estudiado secretariado?

—No exactamente.

—Mi hermana se graduó hace dos años en la universidad, señor Cervera —intervino Robert, intuyendo que Georgie estaba a punto de saltar—. Es licenciada en marketing y publicidad.

—¿Y por qué desaprovecha sus talentos trabajando para su hermano? ¿Pereza, falta de ambición?

Georgie no podía creer lo que estaba oyendo.

—Mire…

—Georgie dejó un excelente trabajo hace unos meses para venir a ayudarme —la interrumpió Robert, que también empezaba a enfadarse con el recién llegado—. Un trabajo en una agencia de publicidad que, por cierto, consiguió entre muchos otros candidatos. Mi mujer solía ayudarme en la oficina, pero…

—No tienes que darle explicaciones —dijo entonces Georgie. Le daba igual el contrato, el negocio… estaba tan enfadada que hubiera podido darle una bofetada al grosero de Matt Cervera.

—Pero mi mujer murió hace seis meses —terminó Robert la frase.

Durante unos segundos, todos quedaron en silencio. Georgie puso una mano sobre el brazo de su hermano y se percató de que Pepita hacía lo mismo con su jefe.

—Lamento mucho lo que he dicho, señor Millett. He sido un grosero y un desconsiderado —dijo entonces Matt Cervera—. Por supuesto, yo no conocía sus circunstancias.

—No, claro que no —suspiró Robert, cansado, intuyendo que acababa de perder el negocio y, por tanto, su empresa.

—Pero con mis comentarios he reabierto una herida y eso es imperdonable —siguió el español.

—No pasa nada. Pero el caso es que me encuentro en circunstancias difíciles. Esta mañana he descubierto que había perdido un contrato vital. Un contrato que me hubiera permitido financiar la maquinaria necesaria para la urbanización de Newbottle.

—¿Está diciendo que el presupuesto que me envió por fax ya no es válido? —preguntó Cervera entonces.

—No exactamente. Puedo hacer el trabajo por el mismo coste, si mi banco quisiera financiar la maquinaria, pero…

—No lo harán —terminó Cervera la frase—. ¿Su empresa está atravesando dificultades financieras?

—Estoy prácticamente en la ruina —contestó Robert, con su habitual sinceridad.

Georgie no pudo evitar un suspiro de angustia al oír aquella frase.

—Mi hermano se dedicó en cuerpo y alma a su mujer durante los últimos meses, señor Cervera. Pero su constructora ha sido siempre una empresa sólida. Solo tiene que comprobar los libros y…

—Georgie, por favor —la interrumpió Robert.

—Pero es verdad. Tu constructora lleva años funcionando de maravilla y…

—Georgie, déjalo. Es mejor que esperes en tu despacho.

Ella habría querido negarse, pero la expresión de su hermano le decía que prefería discutir con Matt Cervera a solas.

De modo que Georgie se encontró a sí misma mordiéndose las uñas tras su escritorio, con la puerta cerrada. Podía oír el murmullo de voces, pero no oía lo que hablaban y cada vez se ponía más nerviosa.

¿Cuándo se tarda en romper un contrato?, se preguntaba. ¿No pensaría Matt Cervera demandarlo o algo parecido? Por su expresión, había dejado claro que no estaba acostumbrado a que le hablasen de ese modo y quizá querría devolver el insulto.

¿Por qué había tenido que hablar en voz alta con la puerta abierta? ¿Por qué había tenido que llegar Cervera justo cuando estaba insultándolo? ¿Y por qué su hermano no le había dicho antes lo mal que estaba la situación?

La puerta se abrió entonces y Georgie se encontró con los ojos grises de Matt Cervera.

—¿Soñando, señorita Millett?

—Por supuesto. ¿Qué otra cosa hace una secretaria? —replicó ella, irónica.

—A las cinco llamaré a su hermano desde Escocia. Es una llamada de vital importancia, de modo que le ruego que no esté comunicando.

Georgie lo miró, incrédula.

—Desde luego. Le diré a mis amigas, a mi peluquero y a mi masajista que no me llamen hasta mañana —replicó, cáustica.

Matt Cervera apretó los labios. Estaba claro que no le gustaba ese tipo de réplica.

—No me gusta perder el tiempo, señorita Millett.

—Y a mí tampoco.

Cuando Cervera cerró la puerta, Georgie se dejó caer sobre el respaldo del sillón y dejó escapar un suspiro.

Qué hombre tan odioso. Pero aquel monstruo había dejado el aroma de su cara colonia en el ambiente y el olor le hacía sentir cosquillas en el estómago.

Georgie se asomó a la ventana y vio a un chófer abriendo ceremoniosamente la puerta de un Mercedes. Incluso a aquella distancia, Cervera era un hombre imponente. Uno de esos hombres magníficos, imposibles de ignorar. Era… turbador. Afortunadamente, se marchaba y, con un poco de suerte, no volvería a verlo en toda su vida.

Y, de repente, se dio cuenta de que debía rezar para que ocurriera todo lo contrario. Su hermano necesitaba aquel contrato para sobrevivir. Y si Robert conseguía el contrato, tendrían que volver a verse.

Si era así, tendría que tomarse una tila la próxima vez.

—¡Georgie! —la llamó su hermano unos segundos después—. Puede que hayamos conseguido el contrato.

—¿De verdad?

—No es seguro del todo. Depende de esa llamada, a las cinco. Por lo visto, quiere pedir informes… y no lo culpo. Yo haría lo mismo.

—¿Informes? ¿A quién?

—A quien quiera, supongo —suspiró su hermano—. Le he dado el número del director del banco, el de empresas con las que hemos trabajado recientemente… Esta es mi última esperanza, Georgie. Necesito ese contrato.

—Lo sé —murmuró ella.

Sabía que necesitaba aquel contrato para recuperar fondos, pero trabajar con Matt Cervera… Apenas había intercambiado unas frases con él, pero lo detestaba. Era un hombre al que le gustaría abofetear por su arrogancia y su mala educación. Nunca había conocido a nadie tan… Georgie recordó entonces a Glen. Tampoco Glen se quedaba manco.

—Cruza los dedos —dijo Robert entonces—. Si me dice que no, estoy en la ruina. Hasta la casa está hipotecada, de modo que tendría que irme a un apartamento con los niños…

—No digas eso —lo interrumpió Georgie, intentando disimular su angustia—. Conseguirás el contrato y nadie te quitará nada.

La idea de perder aquella bonita casa con jardín que había sido de sus padres era sencillamente aterradora.

—Ponme con el banco, anda. Quiero avisarlos de que Cervera va a llamar. No quiero que nadie vuelva a decirle nada que lo enfade.

Cuando Georgie levantó la mirada, vio que su hermano estaba sonriendo.

—Lo siento. Cuando lo vi en la puerta casi me muero.

—Y yo. Se me había olvidado que contigo es imposible aburrirse, hermanita.

—Tonto.

El resto del día transcurrió entre llamadas, faxes y papeles. Por la tarde, Georgie pensó que iba a vomitar si volvía a escuchar el nombre de Matt Cervera.

Hasta el día anterior su vida había sido difícil, intentando conjugar su nuevo papel como mamá, cocinera, secretaria y hombro sobre el que llorar, pero aquel día, después de la visita del odioso extraño, tenía los nervios de punta. A las cinco, sin haber tenido tiempo para comer, tanto Robert como ella estaban a punto de desmayarse.

Pero había tomado una decisión. Si Cervera firmaba el contrato con su hermano, le buscaría una secretaria y se marcharía de allí inmediatamente. Ganaría mucho más dinero trabajando en una agencia de publicidad, tendría más tiempo libre para estar con los niños y, sobre todo, no tendría que ver a un hombre al que le gustaría estrangular.

La idea era estupenda, pensó, dejando el ordenador por unos segundos. Pero en ese momento sonó el teléfono.

Eran las cinco en punto. Exactamente. ¡Era él! Intentando no pensar en el cosquilleo que sentía en el estómago, Georgie descolgó el auricular.

—Constructora Millett, buenas tardes.

—¿Señorita Millett? Soy Matt Cervera. ¿Puedo hablar con su hermano?

—Un momento, por favor.

—Gracias.

Con una voz como esa sería un bombazo en el cine, pensó ella tontamente. ¡Era más profunda que la de Sean Connery! Y con aquel acento… Georgie tuvo que hacer un esfuerzo para controlar los latidos de su corazón mientras le pasaba la llamada a su hermano, horrorizada por aquellos pensamientos. Matt Cervera era un hombre desagradable y odioso. Punto y final.

Unos minutos después, Robert entraba en su despacho con una sonrisa en los labios. Antes de que lo dijera, Georgie supo cuál era la respuesta. Matt Cervera iba a firmar el contrato.

Fuego en la sangre

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