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Capítulo 2
ОглавлениеVolvemos a encontrarnos, señorita Millett.
A pesar de haberse preparado durante toda la mañana para aquel encuentro, el corazón de Georgie dio un vuelco dentro de su pecho.
Había pasado una semana desde el día que Matt Cervera apareció en la oficina. Estaban a primeros de mayo y lucía el sol al otro lado de las ventanas, pero cuando miró aquellos ojos grises le pareció que la temperatura había descendido varios grados.
—Buenos días, señor Cervera.
Aquel día no llevaba traje, sino unos vaqueros negros y una camisa blanca que, si era posible, le daba un aspecto más masculino. Y no estaba preparada para lo que esos anchos hombros la hacían sentir.
—Robert lo está esperando —dijo, señalando la oficina de su hermano.
—Gracias, pero antes me gustaría hablar un momento con usted.
Aquel hombre podía hacerle la vida imposible si le daba la gana y Georgie lo sabía. Seguramente quería hacerle pagar por la insolencia del primer día.
Pero ella no pensaba dejarse amedrentar.
—¿De qué quiere hablar?
De una zancada, Matt Cervera se colocó a su lado.
—Para empezar, creo que lo de «señor Cervera» y «señorita Millett» es muy incómodo si vamos a trabajar juntos.
A pesar de que hablaba inglés perfectamente, tenía un ronco acento español que, por alguna razón, lo hacía parecer formidable.
—¿Eso es lo que quiere, señor Cervera?
—Me llamo Matt.
Los ojos grises eran tan oscuros en ese momento que casi parecían negros. Y le parecía más alto que la semana anterior.
—Entonces, llámame Georgie.
—De acuerdo —sonrió él—. Además, necesito tu ayuda. Mi secretaria se ha torcido un pie y me gustaría que vinieras conmigo para tomar notas.
—¿Ir dónde?
—Al parque. Voy a ir con Robert ahora.
Eso era lo peor que le podía pasar. No podría sobrevivir un día entero a su lado sin acabar teniendo una pelea, estaba segura. O sin ponerse tan nerviosa que metiera la pata. Desde luego, tendría que buscar otra secretaria para Robert inmediatamente.
—No puedo. Si voy al parque, habría que cerrar la oficina.
—¿No tenéis contestador? —preguntó Matt.
—Sí, claro, pero…
—Además, tu presencia solo será necesaria durante las discusiones con el arquitecto y el jefe de obra. Después, puedes volver y pasar las notas al ordenador —siguió él, tan tranquilo.
Precisamente aquel día, su secretaria tenía que torcerse un pie. Qué oportuna. Pero seguramente no volvería a verlo más, se dijo. Un hombre como Matt Cervera debía tener montones de negocios que atender.
—Creo que sería mejor preguntarle a mi hermano.
—¿Y si dice que sí?
—Pues… bueno, supongo que entonces iría.
—Muy bien, Georgie —su nombre sonaba de forma rara en labios de aquel hombre. Más elegante, más refinado—. No te gusto, ¿verdad?
Más que una pregunta era una afirmación y ella se quedó tan sorprendida que no pudo contestar.
—No pasa nada —dijo él entonces, mirando la melena dorada que caía sobre sus hombros—. Para mí no es un problema.
—Yo… no… —empezó a decir Georgie, cortada. Pero al darse cuenta de que estaba tartamudeando se puso furiosa. Ella no era una cría y no tartamudeaba por nadie, aunque fuera el hombre que iba a salvar a su hermano de la ruina—. Para mí tampoco es un problema.
—Me alegro.
Georgie apretó los labios al ver un brillo burlón en los ojos grises.
—De hecho, no pienso seguir trabajando para mi hermano durante mucho tiempo, así que no creo que nuestros caminos vayan a cruzarse muchas veces.
Para su horror, Matt Cervera se sentó en una esquina del escritorio.
—Tu hermano tiene hijos, ¿verdad?
—Pues sí, dos. Y si trabajo en otro sitio, tendré más tiempo para estar con ellos.
—¿Cuántos años tienen?
—Siete —contestó Georgie, sorprendida.
—¿Y cómo llevan la muerte de su madre?
La pregunta la dejó atónita. ¿Por qué se interesaba por los mellizos? ¿Qué le importaban a él? Intentando ignorar el cosquilleo que sentía en el estómago, Georgie se irguió en el sillón.
—La llevan bastante bien.
—¿Y tu hermano? —preguntó Matt entonces.
Ella se aclaró la garganta. Probablemente había millones de hombres que podrían estar sentados en su escritorio sin que le afectaran lo más mínimo. Pero Matt Cervera no era uno de ellos.
—Robert está destrozado. Sandra era toda su vida. Se conocían desde que eran niños y después de casarse trabajaban juntos, así que perderla ha sido un golpe durísimo.
—Ya veo —murmuró Matt—. Ese tipo de amor es inusual en nuestros días. Ahora la gente se casa y se divorcia como si fueran al supermercado.
—¿Qué?
—En el supermercado se elige un producto y si no te gusta, unos días más tarde lo devuelves —explicó él, sonriendo—. Así son los matrimonios ahora. Y los que ganan son los abogados, por supuesto.
—No todos los matrimonios —objetó Georgie—. Algunas personas se enamoran para siempre.
Los ojos grises se clavaron en los suyos, penetrantes.
—No me digas que eres una romántica.
Lo había sido. Una vez.
—No soy una romántica. Pero sé que Sandra y mi hermano estaban muy enamorados.
Cuando él iba a replicar, Robert abrió la puerta del despacho.
—¿Puedes venir un momento, Matt? Quiero discutir un par de cosas antes de marcharnos.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Georgie suspiró, aliviada. Algo le decía que aquel iba a ser un día muy largo.
Precisamente aquel día, cuando quería organizar el cumpleaños de los mellizos. Sandra siempre había organizado una fiesta de cumpleaños y Robert quería que todo siguiera siendo como antes. El único problema era que no le apetecía tener la casa llena de familiares y amigos que lo mirasen con cara de lástima y por eso Georgie había pensado buscar un restaurante para niños.
El intercomunicador interrumpió sus pensamientos.
—¿Georgie? ¿Te importa venir a mi despacho un momento?
—Enseguida voy.
Nerviosa, se pasó la mano por la falda. Siempre vestía bien, pero aquel día se había vestido con especial cuidado. Y eso la irritaba. Le daba igual lo que Matt Cervera pensara de ella. O debería darle igual. Él solo era una sombra pasajera en su vida. Nada más.
La «sombra pasajera» estaba sentada con las piernas estiradas y los poderosos brazos alrededor del respaldo de la silla. La postura, abiertamente masculina, hizo que Georgie reconociera que aquel hombre, sombra pasajera o no, la afectaba más de lo que le habría gustado reconocer.
Irritada con él y consigo misma se sentó, con las piernas cruzadas. No pensaba reaccionar de forma alguna, no pensaba hacerle saber que la afectaba.
—Entonces, ¿tengo que despedir a Mains y Jenson? —estaba diciendo su hermano.
Se refería a dos albañiles que trabajaban con él desde que abrió la constructora.
—¿Robert y Walter? —exclamó Georgie, sorprendida.
Aquellos dos hombres siempre la habían tratado como si fuera de la familia y sus mujeres también. Eran muy buena gente y no podía creer que Matt Cervera quisiera librarse de ellos. Cuando sus padres murieron y se fue a vivir con Robert, Walter y su mujer la llevaban de vez en cuando a pasar el fin de semana con sus hijos para que olvidase sus penas. Siempre habían sido maravillosos con ella.
—Georgie…
—¡No puedes despedirlos!
—¿Perdona? —intervino entonces Matt Cervera.
—Son casi como de la familia.
—Walter Jenson debería estar retirado y Robert Mains cumplirá sesenta y cinco años dentro de unos meses.
—¡Pero son unos albañiles excelentes!
—Son demasiado lentos —replicó él—. Y esto no es una empresa benéfica. Tu hermano debe haber perdido mucho dinero contratando gente como ellos. No dudo que sean buenos albañiles, pero Jenson ha estado enfermo un montón de veces durante los últimos años y el infarto de Mains es un problema para la constructora. Si sufriera un accidente o por su culpa algún otro albañil resultase herido, nos costaría millones.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó Georgie—. Son dos profesionales estupendos.
—Son viejos y ya es hora de contratar sangre nueva —insistió Matt—. Por mucho que duela.
—Y a ti te duele una barbaridad, ¿no? —replicó ella, furiosa, levantándose—. Walter y Robert han sido la espina dorsal de esta constructora durante mucho tiempo. ¿Y cuál es la recompensa por su esfuerzo? Pero claro, la lealtad es una palabra que para ti no significa nada. Solo quieres ganar dinero y sacrificar a gente como Walter y Robert no tiene ninguna importancia para un hombre como tú.
—¿Has terminado? —preguntó él entonces, mirándola con aquellos ojos grises que parecían tener rayos láser—. Siéntate, por favor.
—No quiero…
—¡Siéntate!
Georgie no estaba acostumbrada a que nadie la gritase y lo miró, perpleja. Pero al ver la expresión de su hermano se dejó caer en la silla.
—Robert me ha contado lo que le debe a esos dos empleados y se les dará una compensación económica muy generosa —empezó a decir Matt entonces—. Además, no creo que esto les pille por sorpresa. La gente se retira después de trabajar muchos años, es perfectamente natural.
—Pero…
—Y no vamos a sacrificar a nadie —la interrumpió él—. Si acaso, eres tú quien quiere sacrificar el puesto de trabajo de mucha gente para conservar el de dos personas que deberían retirarse por razones de edad. La naturaleza humana hace que se trabaje al ritmo del más lento y si el más lento tiene sesenta y cinco años…
—Pero no se puede echar a la gente así como así.
—Robert está perdiendo dinero por esa «lealtad» de la que hablabas. Si tu hermano tiene que cerrar la constructora, mucha gente se quedaría sin trabajo. En el mundo empresarial no hay sitio para la debilidad, Georgie.
—¿Y para la gratitud? —preguntó ella, sin amedrentarse. Aunque debía reconocer que tenía parte de razón—. ¿Cómo crees que se sentirán cuando mi hermano les diga que son demasiado viejos?
—Ellos saben muy bien qué edad tienen, así que no creo que se sientan insultados.
Georgie no respondió inmediatamente. Más para no seguir discutiendo que porque estuviera de acuerdo con él. Y sobre todo porque Robert estaba pálido.
—Creo que lo que le pides a mi hermano es horrible.
—Y yo creo que eso debe decidirlo él. Esta es una buena oportunidad para comprobar qué trabajadores le interesan y cuáles no. Te recuerdo que esta empresa está prácticamente en la ruina.
Georgie miró a su hermano, rezando para que le plantase cara a aquel tirano, pero Robert simplemente asintió.
—La verdad es que yo llevo algún tiempo pensando de la misma forma.
—Estupendo. Vámonos entonces —dijo Matt—. Vamos, Georgie.
—Pero…
—¿No tienes otros zapatos? —la interrumpió él, mirando sus zapatos de tacón.
Se los había puesto aquella mañana porque iban muy bien con la falda estrecha y porque destacaban sus largas piernas, que a ella le parecían su mayor atractivo.
Georgie tardó unos segundos en contestar. Si pudiera, le daría con el teléfono en la cara.
—No sabía que tendría que ir al parque esta mañana. De modo que no tengo otros zapatos.
—Tus botas de goma están en mi coche —intervino Robert—. ¿Recuerdas que las guardaste en el maletero cuando fuimos al río con los niños?
Ella lo fulminó con la mirada.
—Gracias, Robert.
Estaría guapísima con la falda de cuero, la blusa de seda verde a juego con sus ojos y… unas botas de goma.
Y aquel cerdo de Cervera mirándola con cara de satisfacción.
Pero cuando salió del coche, su aspecto era lo que menos la preocupaba.
El parque Newbottle, como se llamaba el terreno que Matt Cervera había comprado diez años atrás, era un viejo parque a las afueras de Londres en el que solían jugar los niños. Pero, con el paso de los años, la ciudad se había extendido y en aquel momento era una propiedad de enorme valor.
Georgie observó los árboles, las mariposas, los pájaros… y sintió ganas de llorar.
Según Robert, Matt Cervera había tenido la buena fortuna de comprarlo cuando todavía era terreno rústico y seguramente iba a ganar una millonada construyendo apartamentos. Había esperado todo ese tiempo para conseguir el permiso, pero como todos los grandes empresarios, solo tenía que especular y esperar.
En aquel sitio había ardillas, ciervos, mariposas, tejones… Sus amigas y ella solían pasar allí los fines de semana en tiendas de campaña, pero todo aquello iba a ser mutilado. Solo para ganar dinero.
Pero sería la salvación para su hermano, se recordó a sí misma. Perder a su esposa y perder su empresa sería demasiado para Robert.
Georgie se mordió los labios cuando vio el deportivo rojo de Matt Cervera aparcar a su lado. El conductor del Mercedes debía tener el día libre, pensó, irónica.
Pero tenía que pensar en Robert y en sus sobrinos, se dijo. Sus ideales, sus ideas sobre recuperar y mantener la naturaleza no eran tan importantes como su familia.
—Alegra esa cara —escuchó una voz tras ella.
—¿Qué?
—Olvídate de Mains y Jenson —dijo Matt, sonriendo.
—No estaba pensando en eso.
—¿No?
—No.
—Entonces, ¿por qué me miras como si quisieras fulminarme?
—Yo no… —empezó a decir Georgie. Pero no terminó la frase. ¿Para qué? Si no era Matt Cervera, sería otro millonario el que construyera apartamentos. Y la vida de su hermano estaba en juego.
—¿No qué?
—Nada. Da igual.
—Georgie… —dijo Matt en voz baja, levantando su barbilla con un dedo—. Dímelo. Dime qué estabas pensando.
Había tal burla en sus ojos que Georgie tuvo que morderse los labios.
—Vas a cargarte este sitio tan precioso y te da igual, ¿no? No tienes corazón.
Él la miró, asombrado. Realmente asombrado.
—¿Qué?
—Yo jugaba aquí de pequeña. Este parque es uno de los sitios más bonitos que conozco y la gente viene aquí a respirar. Pero tú vas a cargártelo para ganar dinero…
—La gente venía aquí porque yo se lo permitía —la interrumpió él—. Podría haberle puesto una cerca, pero no lo hice.
—Poner una cerca cuesta dinero, ¿no?
—¡Por favor! —exclamó Matt entonces—. ¿Es que todo lo que hago te parece un crimen? ¿No quieres que tu hermano construya esta urbanización?
—Claro que sí —contestó ella—. ¡Y claro que no! ¿Cómo puede gustarme la idea cuando pienso que, dentro de unas semanas, las excavadoras lo llenarán todo de agujeros, tirarán los árboles y… ¡Y todo por construir casitas para gente que cree que tener el armario lleno de trajes de Armani es lo más importante en la vida!
—Aclárate. O sí o no.
—Quiero mucho a mi hermano y por supuesto quiero que haga esta urbanización. Pero a la vez me muero de pena. ¿Lo entiendes? Sé que es contradictorio, pero la vida es contradictoria.
Él cerró los ojos un momento. ¿Cómo podía explicárselo a aquel monstruo? Matt Cervera nunca podría entender que aquel parque había sido su refugio cuando perdió a sus padres, que significaba la continuidad de la vida… Y todo iba a desaparecer bajo las excavadoras.
Aquel sitio había sido su refugio también después de la ruptura con Glen. Paseando por allí a la sombra de los árboles, acariciando las flores que surgían cada año, sentía que había cierta consistencia en un mundo que estaba patas arriba.
Pero no podía hablarle en ese tono. Debía recordárselo a sí misma.
—Lo siento. Tú no tienes la culpa… del todo.
—Muchas gracias, Georgie. Eso me alivia —dijo él, sarcástico.
—¿No pensarás romper el contrato con mi hermano porque estás enfadado conmigo?
Él seguía mirándola a los ojos, muy serio.
—¿Por qué siempre me estás insultando?
Bajo la camisa blanca podía ver la sombra del vello oscuro que cubría su torso. Seguramente tendría pelo por todas partes. Y eso pegaba con su perfume; un perfume tan masculino que casi la mareaba.
Matt Cervera era excitante y amenazante al mismo tiempo. Y ella no quería sentirse ni amenazada ni excitada. Solo quería… ¿qué? Ya no sabía bien lo que quería.
—¡Georgie! —la llamó su hermano, que estaba hablando con el arquitecto y el aparejador.
—Enseguida vamos —dijo Matt con voz pausada—. Georgie me estaba contando cosas de su infancia. Parece que lo pasaba muy bien aquí.
¿Cómo podía ser tan desalmado?, se preguntó ella.