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INTRODUCCIÓN «La-Que-No-Debe-Ser-Nombrada»
ОглавлениеHace unos años me sumé al carro de los pies de foto motivacionales para acompañar mis primeros retratos en las redes. Empezaban a triunfar los perfiles de fotografía de retrato tumblr, una mezcla entre el género lifestyle y lo vintage. Las imágenes ilustraban textos breves e inspiradores y el objetivo era conseguir que la máxima cantidad de gente posible se sintiera identificada. De vez en cuando, los vuelvo a leer y me pregunto en qué momento podía soltar tales cursiladas y quedarme tan ancha. Pero yo estaba convencidísima de que eran buenísimos. Escribía sobre la amistad, la regla, la superficialidad o sobre las ganas de viajar y no tener un puto duro. Y es curioso porque, aunque sienta un cringe enorme al releerme, reflexionaba y escribía sobre temas que a día de hoy me siguen pareciendo igual de importantes. La gente los compartía, yo le daba de comer a mi ego postadolescente y dedicaba algunas tardes a la semana a ordenar dos mil doscientos caracteres en una nota del móvil. Pasado un tiempo, probé lo de escribir poemas y letras de canciones en una libreta pero nunca se lo llegué a enseñar a nadie. Cuando la cosa se pone seria y existe un mínimo riesgo de quedar mal o sentirse vulnerable, no soy capaz de enlazar dos palabras seguidas. Tengo tan interiorizado el miedo al ridículo que puedo asumir con muchísima facilidad el de los demás. Sufro por si un actor se queda en blanco o un cantante desafina y los vídeos de caídas me hacen llorar.
Tuve una adolescencia bastante repelente. Crecí en un entorno y un colegio en el que se sabían muchas cosas y sentía que había que estar a la altura de las circunstancias. Si no lo estaba fingía con tal de no parecer tonta. Esta necesidad de dominar las situaciones en contextos de debate me causó un problema del que no fui consciente hasta que empecé la carrera. Sentirme bien, intelectualmente hablando, pasaba por hacer sentir mal a los demás. Quería demostrar que sabía muchas cosas, aunque para ello tuviese que reírme de quien no las sabía. Por suerte, en la universidad me junté desde el principio con un grupo que no me perdonó ni una. Me hicieron saber que hacía a los demás lo que temía que me hicieran a mí y que tenía que parar porque era muy desagradable. Pasada la vergüenza, admitirlo me causó un efecto rebote, como a veces pasa cuando vives con gran intensidad una contradicción. Poco a poco, empecé a rechazar las actitudes de superioridad que veía a mi alrededor de manera muy estricta. La superioridad moral y académica de los hombres respecto a las mujeres, la de la gente mayor frente a los jóvenes, la superioridad ideológica o la superioridad cultural que no me deja ver High School Musical en paz porque no he visto toda la filmografía de Truffaut. ¡Pues no! ¡No la he visto! ¡De hecho, no he visto ninguna y no me interesa nada! ¡Dejadme en paz, coño!
Qué liberación. Aceptar que hay tantas cosas que no sé o que no me interesan o que ya aprenderé con el tiempo. Atreverme a opinar de un tema que me atrae aunque no sepa del todo si lo que voy a decir está bien. Luchar contra la socialización femenina que nos hace no querer dar nuestra opinión para no generar problemas.
Surgió la idea de hacer un libro cuando mi entorno me vio capaz de escribir más que un pie de foto. De entrada pensé que se habían vuelto locos, evidentemente. Cómo voy a publicar un libro hablando de mis movidas si me da miedo publicar una foto y que no guste. Inmersa en mi lucha personal contra los hombres que te hacen pasar exámenes en la sobremesa, los adultos que no te escuchan y los egos que no caben en una sola silla, pensé que quizá por aquí encontraría una motivación. Como bien dijo Marc Giró, «los pobres, las mujeres, los maricones... los desgraciaditos del planeta tierra, tenemos que ir rápido a decir las cosas porque a lo mejor no hay espacio. Hay que hablar como una metralleta porque si no, no lo colocas».
Pues eso voy a hacer, tomarme todo el tiempo del mundo.
Växjö, 6/11/2017, 17:03
El 80% del inicio de mi Instagram es una mezcla de fotos de paisajes, de viajes y de parejas ciberenamoradas en villas de lujo con vistas al mar. Me llevan alimentando desde hace años, las ganas de salir de casa, de conocer el mundo y de fotografiarlo todo, hasta el punto en que, en algún momento de la carrera de Comunicación Audiovisual, se convirtió en mi trabajo ideal. Paso muchísimas horas a la semana en Instagram, demasiadas probablemente, desde que lo empecé a utilizar a modo de porfolio. He tenido desde el principio la intención de convertir mi cuenta en una carta de presentación, tanto para la gente con interés por la fotografía como para introducirme en el mundo laboral. Con el tiempo, me he ido adaptando a las funciones de la aplicación, creando contenido didáctico y entretenido, con el objetivo de atraer a más personas y agrandar mi comunidad.
Las redes sociales, con más de tres mil millones de usuarios en 2019, han servido de terreno de juego para practicar lo que es fruto de nuestra condición como seres sociales: sentir interés por las alegrías y las desgracias ajenas de manera pública. Dicho de otra manera, somos tres mil millones de potenciales cotillas repartidos en unas pocas plataformas. El cotilleo nos cohesiona como grupo y facilita la socialización, tanto que se acaban formando clanes según las opiniones que tenemos acerca de los demás. El mundo se ha llegado a dividir entre los que pensaban que Rachel y Ross estaban «on a break» y los que no, para que me entendáis. Cuando un clan es muy numeroso, las opiniones se pueden llegar a esparcir con una fuerza y una rapidez difíciles de controlar. Y está claro que Twitter no ayuda. Opinar sobre la vida de los demás se ha convertido en deporte nacional y parece ser que quien gana es quien idolatra o aborrece con más empeño y más gracia. Es entretenido para quien lo práctica y lo observa, pero es muy complicado para quien lo padece. El problema es que no hace falta estar a la altura de la pareja de la sitcom más célebre de todos los tiempos para estar bajo los focos de la opinión. Puedes estarlo en las redes sociales, en el trabajo, en el colegio o en cualquier otro lugar físico o virtual.
El riesgo de utilizar tu cuenta personal de Instagram con la pretensión de crear una comunidad sin aforo es que no solo te labras una imagen profesional, sino que puede acabar convirtiéndose en un escaparate de tu vida personal si no separas bien los límites. A mediados del año 2018, esta frontera entre lo personal y lo público dejó de existir durante unos meses. Miles y miles de personas me conocieron a nivel personal sin yo poder controlar la información que les llegaba. Fueron los meses más difíciles de mi vida. Como cuando en el colegio se difunde un rumor tan tan grande sobre ti que todos los cursos te conocen. La gente descubrió mi perfil por razones que nada tenían que ver con la fotografía o los viajes. Las estadísticas de mi cuenta no tenían sentido. Hasta ese momento había acumulado unos doce mil seguidores y de repente entraban cada día a mi perfil cientos de miles de personas. La mayoría solamente quería ponerme cara, otras muchas me escribían y mi número de seguidores aumentaba cada día.
Entrar en Instagram era una pesadilla. Todo el mundo me recomendaba que no entrara, que no leyera o mirase nada que me pudiese hacer sentir mal. Y sin embargo, era lo único que hacía a diario. Imaginaos una mezcla de información contradictoria, manipulada, halagadora, hostil, sobrecompasiva… lo mejor de cada casa, cada día, durante meses. Escribía mi nombre en Twitter para leer lo que la gente opinaba de mí. Me buscaba en Google y en YouTube. Conocidos y desconocidos me preguntaban sobre el tema. Tanto si caía muy bien como si caía muy mal, todo el mundo tenía las mismas ganas de hacérmelo saber, y yo me lo creía todo.
Recuerdo, en una primera conversación larga y tendida con mi hermano y mi cuñada, hablar sobre lo fundamental que es reconocer que muchas veces no tenemos las herramientas para combatir un problema, y que por insignificante que le pueda parecer a otra persona, merece ser considerado como tal para que, ni se alargue en el tiempo más de la cuenta ni se propague y se haga más grande. Son las dos primeras personas que me recomendaron ir al psicólogo, previendo que serían unos meses complicados, para tener la oportunidad de desahogarme y que me ayudase a lidiar con cualquier cosa que pudiera suceder.
Pasé mi adolescencia haciendo juicios de valor de personas que iban al psicólogo. Lo había llegado a utilizar como un ataque para desacreditar argumentos y menospreciaba su utilidad. «Para que me den consejos ya tengo a mis amigas».
Hace poco más de un año, brindamos en una mesa con amigos todos los que íbamos, habíamos ido o queríamos ir al psicólogo. Brindamos todos, básicamente. No es algo de lo que fardar (aunque quizá lo es para quien se lo pueda permitir), pero entender que ir al psicólogo solo puede ser buena señal, es una clara demostración de responsabilidad individual.
A pesar de las ganas que tenía de encarar mi salud mental de la mejor manera posible, no me estaba funcionando por falta de conexión y sobresaturación. Escoger psicólogo es casi como escoger varita. No te escoge a ti, pero por lo demás, tienes que entender y aceptar su metodología, sentirte cómoda e ir creando un vínculo que permita un amplio margen de mejora. No es nada fácil, prueba y error.
Estaba tan saturada en redes y fuera de ellas, que dedicar una hora más a la semana para hablar de forma tan intensa y técnica de lo que me pasaba, no me estaba ayudando. Me aconsejaron desconectar cuanto pudiese de las redes y de la pantalla y fracasé con estrépito. Claudia Rodríguez, psicóloga de la Escuela Europea de Transformación Emocional explica que «quien se conecta de forma obsesiva con una red social se desconecta sin remedio de sí mismo, de lo que siente, de donde está y de lo que está haciendo». Pasaba las horas recreando en mi cabeza el peor de los escenarios posibles ante cualquier situación. Buscaba y leía comentarios ofensivos. Con tal de controlar lo que se creía o se opinaba sobre mí, lo miré absolutamente todo. Apenas trabajaba, me escondía en los baños del despacho para seguir buscando y leyendo. Lloraba todos los días enganchada a la pantalla. Desde las ocho de la mañana hasta que me conseguía dormir. Se convirtió en una obsesión y era físicamente incapaz de soportar la inseguridad que me estaba produciendo. Es lo que la psicóloga especialista en ansiedad y estrés, Cristina Mae Wood, considera una clara evidencia de que se padece ansiedad. Lo recuerdo agotador. La ansiedad es terriblemente agotadora. Te hace confundir la realidad con la ficción y verlo todo de manera distorsionada. Y es tal la dependencia a la preocupación que acaba consumiendo el tiempo para todo lo demás. Recuerdo sentirme cada día más débil, en concreto por esta razón. La expresión del peligro y la inquietud que percibe la mente se acaba manifestando a través de síntomas físicos: se somatiza. Dolores de cabeza, de estómago, taquicardia, insomnio, alteración del apetito, dificultades para respirar… cada persona responde de manera diferente pero tarde o temprano el cuerpo exterioriza lo que el cerebro sufre.
Siempre me ha costado mucho admitir que no estoy bien. Pero hay cosas que somos capaces de disimular y otras que no. Cuando intentas ocultar lo que te está pasando por la cabeza, es más complejo para quien te tiene delante, e incluso para ti misma, leerte y entender lo que te sucede, pero cuando es una evidencia a nivel físico, poco puedes callar.
Cuando las personas que más te quieren ven hasta qué punto te está afectando una situación, se convierte en una batalla compartida y, evidentemente, es sobrecogedor notar que hay gente capaz de bajar al pozo en el que te encuentras, quedarse ahí contigo a observar lo que tú ves y llorarlo junto a ti. También lo ven, eso es importante. Y es en esencia lo que significa empatizar. Tuve mucha suerte en ese aspecto, soy superconsciente y lo recuerdo a menudo. Lo que pasa es que cuanto más te implicas en una causa, con mayor intensidad la vives. Darme cuenta de cómo lo estaba viviendo mi entorno me generó mucha mucha tristeza. No fue evidente al principio por el yoísmo característico de sufrir pero al final te das cuenta de que quizá no eres tan importante y que el mundo no está en tu contra. Esta tristeza era muy buena señal, en realidad. Me dio la posibilidad de cambiar de dirección, o en todo caso, de no seguir haciendo más profundo el pozo. «No te flipes, no eres la única que lo pasa mal», me repetía. No te soluciona el problema, pero te permite tomar un poco de distancia para encararlo de otro modo. Vi a mis padres sufrir mucho por mí. A veces pienso que hasta más que yo. Mis amigas asumieron las consecuencias de tener el superpoder de la empatía tan trabajado y lloraban hasta cuando no estaba yo delante. Me asustó ver cómo los estaba arrastrando conmigo. Eso y que literalmente ningún pantalón me iba bien. Creo que fue el primer momento de lucidez después de varios meses de bloqueo mental. No dejaba de tener ansiedad, pero me sentí más capaz de gestionar el desajuste emocional y el miedo desde una posición menos tóxica e impulsiva. Cuanto más bloqueados estamos, menor es nuestra capacidad para sentir y pensar con libertad. Corremos el riesgo de caer en un círculo vicioso muy dañino si la situación se prolonga. Como cuando Hermione consigue liberarse de la enredadera asesina porque se relaja y se escurre y Ron se queda atrapado en ella porque es un histérico. Esa es la idea. (Lo siento de verdad si no habéis visto la saga de Harry Potter, pero trabajo con lo que tengo). Los bloqueos mentales nos impiden crecer, nos mantienen sometidos a unas convicciones limitantes que no tienen razón de ser. Para eliminarlos, hace falta que nos enfrentemos a su carga emocional. Son, en muchos casos, la señal de que la forma en la que estamos manejando algún aspecto de nuestra vida no es, quizá, la más adecuada. La psicóloga Sara Noheda afirma que aprender a tomar perspectiva con la opinión de los demás «es una estrategia de supervivencia necesaria que comienza trabajando la autoestima». El punto de inflexión fue pasar de un sentimiento de identidad y un amor propio muy frágiles a querer recuperar mi voz, mi nombre, mi autoridad como persona y como mujer. Por suerte, siempre he sido fan de la introspección y consciente de que uno de los motivos que me hace sentir más empoderada es el trabajo. Hasta ese momento había rehuido de mi proyecto profesional de futuro a pesar de que mi porfolio tenía treinta mil seguidores más, un feedback buenísimo y propuestas de colaboración. De alguna manera sentía que entre todo esto había alguna trampa, que yo no había hecho nada como para aprovecharlo.
Hace unos años, el vicepresidente de diseño de interfaz de Apple, Alan Dye, confesó: «Estoy muerto de miedo de que tarde o temprano me descubran. Tim Cook [CEO de Apple] se va a dar cuenta de la verdad sobre mí, que soy terrible». Las mismísimas Kate Winslet y Emma Watson han revelado tener un sentimiento de inconformidad hacia ellas mismas. «No merezco nada de lo que he logrado durante los últimos años», declaraba Watson a la revista Rookie. Los que alguna vez nos hemos sentido un fraude, no estamos solos. Hasta las personas más exitosas sienten a veces que no merecen su éxito. No había caído en que llevaba meses sintiéndome así hasta que descubrí el famoso TED Talk —definitivamente recomendado— de la psicóloga social y profesora de Harvard Amy Cuddy, en el que explica que esta sensación tiene un nombre, varias justificaciones y remedio (¡comprobado!). Es lo que se denomina síndrome del impostor: una duda crónica, un sentimiento de que no nos hemos ganado nuestros logros. Se suele generar debido a la autoexigencia y está directamente relacionado con la baja autoestima. La investigación avala que más del 70% de las personas lo han sufrido en un momento dado. ¡Un huevo de peña! Rebecca Badawy, profesora en la Universidad Estatal de Youngstown, dice que el miedo constante a quedar en evidencia puede acarrear un alto grado de ansiedad. Everything makes sense. Es interesante ver cómo somos mucho más capaces de relativizar los problemas cuando los entendemos.
Por fin, en diciembre de 2018 acababa el año y a la vez la carrera de Comunicación Audiovisual. Ambos factores sirvieron de alicientes para volver a hacer caso a mi abandonado inicio de Instagram, ese montón de contenido audiovisual de lugares donde parece que el dolor no llega. Con toda la motivación que suponía reconstruir mi autoestima, empleé mis estudios y mis horas de consumo de YouTube en elaborar un plan para dedicarme a la creación de material audiovisual de viajes y outdoor (hice excels, porfolio, media kits, propuestas creativas y mil otras movidas). Miré decenas de vídeos de creadores que orientan acerca de las profesiones de fotografía y videografía, y que, dicho sea de paso, revelan muchos más misterios que cuatro años de carrera, y me tiré a la piscina con todo lo asimilado. Envié un mensaje por Instagram a un chico de Barcelona al que seguía porque me flipaban sus fotos. No sabía ni qué cara tenía. Se llamaba Santi y le dije que si algún día quería montar un viaje que contase conmigo. Literalmente un mes más tarde nos íbamos a Jordania. Iba a empezar 2019 yendo a Oriente Medio junto a un grupo de desconocidos durante una semana, solo para generar material para las redes. Tomamos un par de cafés antes de irnos para asegurarnos de que no nos estábamos timando los unos a los otros y preparamos la ruta por Skype. Estaba cero familiarizada con este estilo de viaje y me ponía nerviosa por si derivaba en un rollo tenso raro (es sabido que el mundo autónomo creativo peca de competitivo) o por si descubría que en realidad era malísima haciendo fotos y tenía que dejarlo (¡hola síndrome!). Teniendo en cuenta mi estado anímico, tampoco era evidente pasar una semana con peña con la que no tenía confianza. En fin, podría haber salido muy mal, pero no recuerdo ni planteármelo. Cualquier cosa por la campaña de marketing «yo viajo y estoy bien» que tenía que colar a mis seguidores (sí, la peña miente de forma constante en Instagram). Mientras tanto, sin saberlo, estaba poniendo en práctica lo que Amy Cuddy considera el remedio del síndrome: falsear sentimientos de poder hasta llegar a sentirnos de verdad poderosos. «Don’t fake it ‘til you make it. Fake it ‘til you become it». Esta actitud ya me colocaba en la buena dirección, pero el viaje aceleró el proceso. De hecho, pienso que ambos factores benefician a nivel terapéutico de manera muy similar. Cuddy afirma que las actitudes físicas (nuestras posturas) afectan muy deprisa a la química del cuerpo y a nuestros pensamientos. Con una actitud y una postura poderosas, los niveles de testosterona (hormona de la dominación) suben y los niveles de cortisol (hormona del estrés) bajan, haciendo que nos sintamos más poderosos y menos estresados. Del mismo modo, creo que como viajar implica estar en un lugar diferente, nuestro organismo tiende a funcionar de otra manera, las sensaciones nuevas provocan emociones positivas y hacen que hormonas como la serotonina (la hormona de la felicidad) se disparen y la secreción de cortisol disminuya. Tiene sentido pensar que tanto la predisposición a sentirse alegre y empoderada como la de aventurarse a viajar impactan de manera muy positiva en nuestro cuerpo, y, por ende, en nuestra mente.
Jerash, 19/01/2019, 10:23
Petra, 20/01/2019, 17:40
Recuerdo esforzarme en poner buena cara durante el viaje hasta que de verdad ni lo pensaba, ¡me lo estaba pasando muy muy bien! El país era espectacular, nada parecido a lo que había conocido antes, tenía conversaciones totalmente distintas a las que tenía en Barcelona, preguntaba mucho más sobre las vidas de mis nuevos amigos de lo que hablaba de la mía, visitábamos lugares sorprendentes... Por fin estaba oxigenando el cerebro. Salir del entorno al cual vinculas el estrés es muy refrescante, a pesar de que es inevitable que el problema se venga contigo. Tienes todo el derecho a recordarlo en algún momento, antes de irte a dormir, cuando alguien lo menciona… pero por lo menos no te satura, te permite descansar. Poco a poco, la bola se va haciendo más pequeña.
Respecto a la autodesaprobación profesional de la que hablábamos antes, fue un destino ideal para reducirlo. Lugares tan impresionantes como Petra, el mar Muerto o el desierto de Wadi Rum, ayudan a que hagas muchos fotones. Además, el feedback que recibía de mis fotos era muy bueno, aunque sé casi con seguridad que lo era porque estos sitios impresionan y la gente suelta el like bastante más rápido. Pero me servía, y me sigue sirviendo. Cuando volví a Barcelona no tardé más de dos días en volver a mirar Google Flights. Pasé muchísimo tiempo retocando las fotos, manteniendo el contacto con los del viaje y pensando en nuevos destinos. El paso del tiempo, nuevas amistades y muchas ganas de huir de mis problemas empezarían a encadenar oportunidades increíbles.