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IntroduccióN

Como deja claro Helena Villar en este libro, el sadismo define casi todas las experiencias culturales, sociales y políticas en los Estados Unidos. Tiene su expresión en la codicia de una elite oligárquica que ha visto cómo, durante la pandemia, su riqueza se incrementaba en 1,1 billones de dólares, mientras el país sufría el aumento más pronunciado de su tasa de pobreza en más de 50 años. Tiene su expresión en homicidios extrajudiciales por parte de la policía en ciudades como Minneapolis. Tiene su expresión en nuestra complicidad en el asesinato indiscriminado de palestinos desarmados por Israel, en la crisis humanitaria generada por la guerra en Yemen y en nuestros regímenes de terror en Afganistán, Iraq y Siria. Tiene su expresión en la tortura en nuestras cárceles y en prisiones clandestinas. Tiene su expresión en la separación de los niños de sus padres indocumentados, retenidos como si se tratara de perros en una perrera.

El historiador Johan Huizinga, cuando escribía sobre el otoño de la Edad Media, sostenía que, a medida que las cosas se desmoronan, se abraza el sadismo como una forma de afrontar la hostilidad de un universo indiferente. Una vez roto el vínculo con un objetivo común, una sociedad fracturada se refugia en el culto al yo. Se celebra, tal como hacen las empresas y corporaciones en Wall Street o la cultura de masas a través de los programas de telerrealidad, los rasgos clásicos de los psicópatas: encanto superficial, pomposidad y arrogancia; necesidad de un estímulo y una excitación constantes; inclinación a la mentira, el engaño y la manipulación, e incapacidad para el remordimiento o la culpa. Consigue lo que puedas, tan rápido como puedas, antes de que algún otro lo haga. Este es el estado natural de la «guerra del todos contra todos»; como consecuencia del colapso social, Thomas Hobbes veía un mundo en el que la vida se torna «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Y este sadismo, como vislumbró Friedrich Nietzsche, alimenta un placer perverso, sádico.

Para la mayoría de los estadounidenses, la única salida es servir, como hace Biden, a la máquina sádica. El empobrecimiento de la clase trabajadora ha condicionado a decenas de millones de estadounidenses a que acepten ponerse al servicio de una policía militarizada que funciona como un ejército letal de ocupación interna; de un ejército que lleva a cabo regímenes de terror en el transcurso de ocupaciones en el extranjero; de agencias de inteligencia que torturan en prisiones clandestinas globales; de la vasta red gubernamental de espionaje a la ciudadanía; del robo de información personal por parte de agencias de crédito y medios digitales; del sistema penitenciario más grande del mundo; de un servicio de inmigración que persigue a personas que nunca han cometido un delito y separa a los niños de sus padres para «almacenarlos» en depósitos; de un sistema judicial que condena a los pobres a décadas de prisión, a menudo por delitos no violentos, y les niega la posibilidad de un juicio con jurado; de las empresas que llevan a cabo el trabajo sucio de los desahucios, el corte de servicios públicos (entre ellos el agua), el cobro de deudas abusivas que abocan a la gente a la bancarrota y la denegación de servicios médicos a quienes no pueden pagar; de bancos y prestamistas que gravan a las personas sin recursos con créditos abusivos y con elevados intereses, y de un sistema financiero diseñado para mantener a la mayor parte del país presa de una deuda agobiante mientras la riqueza de la elite oligárquica aumenta hasta niveles nunca vistos en la historia de Estados Unidos.

Estos son algunos de los pocos trabajos que están bien remunerados. Traen consigo sentimientos de omnipotencia, ya que las víctimas están en gran medida indefensas. Al servicio del Estado o de las corporaciones, los empleados pueden abusar, humillar e incluso matar con impunidad, como pone de manifiesto el asesinato casi diario de civiles desarmados por parte de la policía. Este servicio a los monolíticos centros de poder exonera a las personas de tener que hacer una elección moral. Confiere una omnipotencia casi divina.

Sabemos qué aspecto adquiere este sadismo. El de un Derek Chauvin indiferente asfixiando hasta la muerte a George Floyd mientras sus compañeros policías miran impasibles. El de Andrew Brown Jr. recibiendo cinco disparos de la policía en Carolina del Norte, entre ellos uno en la parte posterior de la cabeza. El de Abner Louima, a quien la policía introdujo un palo de escoba por el recto en un baño en la comisaría número 70 de Brook­lyn, lo que requirió tres operaciones de importancia para reparar las lesiones internas. El de Edward Gallagher, jefe de operaciones especiales de los Navy Seal, disparando y matando al azar a civiles desarmados y usando un cuchillo de caza para apuñalar repetidamente hasta la muerte a un prisionero iraquí herido y sedado, de diecisiete años de edad, y luego fotografiarse con el cadáver. El de civiles iraquíes, la mayoría sin relación alguna con la insurgencia, desnudos, atados, golpeados, humillados sexualmente y violados, y a veces asesinados, por soldados y contratistas privados en Abu Ghraib. Los detenidos en Abu Ghraib eran sistemáticamente arrastrados por el suelo de la prisión con una cuerda atada a sus penes, se usaban luces químicas para sodomizarlos o para que el líquido fosfórico pudiera verterse sobre sus cuerpos desnudos. El de las mujeres que son torturadas, golpeadas, degradadas y violadas, a menudo por un grupo numeroso de hombres, en películas porno, y de las que, al cabo de unas pocas semanas o meses, se prescinde con traumatismos severos, además de enfermedades de transmisión sexual y de desgarros vaginales y anales cuya curación requiere de intervención quirúrgica.

Las sociedades sádicas rechazan y condenan a ciertos sectores de la población –en Estados Unidos son los negros pobres, los musulmanes, los indocumentados, la comunidad LGBTQ, los anticapitalistas radicales, los intelectuales– al considerarlos desechos humanos. Se los ve como contaminantes sociales. Leyes, instituciones y estructuras burocráticas forman parte de esas sociedades sádicas que funcionan, en palabras de Max Weber, como una «máquina inanimada». La máquina empuja a la mayoría de la gente a la masa, pero permite que quienes quieran hacerse cargo de su trabajo sucio estén por encima de la multitud. Quienes ejecutan ese sadismo en nombre de la elite en el poder sienten miedo de que los devuelvan a la masa. Por esta razón, cumplen enérgicamente con la degradación, la crueldad y el sadismo que la máquina exige. Cuanto más insultan, persiguen, torturan, humillan y matan, más parecen ampliar mágicamente la brecha entre ellos y sus víctimas. Por eso, policías y funcionarios de prisiones negros pueden ser tan crueles, y a veces más, que sus homólogos blancos.

El sadismo erradica en el sádico, al menos momentáneamente, los sentimientos de inferioridad, vulnerabilidad y de verse afectado por el dolor y la muerte. Le proporciona placer. Fui golpeado por la policía militar saudí y más tarde por la policía secreta de Sadam Huseín cuando me hicieron prisionero tras la primera Guerra del Golfo. Se veía claramente que los matones encargados de las palizas disfrutaban con ello. El abuso que lleva a cabo Israel sobre los palestinos, los ataques a musulmanes, niñas y mujeres en India y la estigmatización de los musulmanes en los países que ocupamos son parte de una degradación global que se extiende más allá de Estados Unidos. Wilhelm Reich en The Mass Psychology of Fascism (La psicología de masas del fascismo) y Klaus Theweleit en Male Fantasies (Fantasías masculinas) sostienen que, más que cualquier sistema de ideas coherente, el núcleo del fascismo lo constituye el sadismo, junto con una hipermasculinidad grotesca.

Jean Amery, que estuvo en la resistencia belga en la Segunda Guerra Mundial y que fue capturado y torturado por la Gestapo en 1943, define el sadismo «como la negación radical del otro, la impugnación simultánea tanto del principio social como del principio de realidad. En el mundo del sádico triunfan la tortura, la destrucción y la muerte, y está claro que un mundo así no tiene esperanzas de sobrevivir. Por el contrario, el sádico desea trascender el mundo, alcanzar una soberanía total negando y anulando a sus semejantes, a los que ve como representantes de un tipo particular de “infierno”».

La observación de Amery es importante. Una sociedad sádica tiene que ver con la autodestrucción colectiva. Es la apoteosis de una sociedad deformada por experiencias abrumadoras de pérdida, alienación y éxtasis. La única manera que queda de afirmarse en sociedades fracasadas es destruir. Johan Huizinga en su libro El otoño de la Edad Media señaló que la disolución de la sociedad medieval provocó «el tono violento de la vida». Hoy día, este «tono violento de la vida» lleva a la gente a llevar a cabo asesinatos policiales, desahucios de familias, bancarrotas decretadas por órdenes judiciales, la denegación de atención médica a los enfermos, atentados suicidas y tiroteos masivos. Como vio el sociólogo Emil Durkheim, quienes buscan la aniquilación de los otros se ven impulsados por deseos de auto-aniquilación. El sadismo hace que suba la adrenalina y da placer, a menudo con fuertes matices sexuales, lo que nos lleva a ser atraídos por lo que Sigmund Freud llamó la pulsión de muerte, la pulsión de destruir todas las formas de vida, incluida la nuestra. Y en un mundo en el que la muerte lo impregna todo, se la acaba considerando irónicamente como el remedio.

El capitalismo corporativo, que ha pervertido los valores de la sociedad estadounidense para mercantilizar todas y cada una de sus facetas, incluidos los seres humanos y el mundo de la naturaleza, insiste en que son los dictados del mercado los que deben regir nuestra existencia, una convicción imbuida de sadismo. Se trata de ese placer derivado de la explotación de los demás del que escribió Fredrich Nietzsche en La genealogía de la moral:

Formémonos una clara idea de la lógica que subyace a toda esta manera de obtener una compensación: es harto extraña. La equivalencia se da cuando en lugar de una ventaja que compense directamente el daño (por tanto, en lugar de una compensación en dinero, tierra o posesiones del tipo que sea) se concede al acreedor como reembolso y compensación una especie de sensación de bienestar, la sensación de bienestar que experimenta cuando ve que le es lícito descargar su poder sin reparo alguno sobre alguien impotente, la voluptuosidad «de fair le mal pour le plaisir de le faire» [hacer el mal por el placer de hacerlo], el disfrute en la violación: un disfrute que se tiene en tanto más estima cuanto más abajo esté el acreedor en el orden de la sociedad y más fácil sea que le parezca el más exquisito de los bocados, e incluso una forma de pregustar un rango superior. Mediante el «castigo» del deudor, el acreedor participa de un derecho reservado a los señores: finalmente llega a experimentar también él la exaltante sensación de poder lícitamente despreciar y maltratar a otro ser como a un «inferior», o al menos –en el caso de que el poder mismo de castigar, de ejecutar la pena, ya se haya puesto en manos de las «autoridades»– de verle despreciado y maltratado. La compensación consiste, por tanto, en una licencia y derecho a la crueldad[1].

Unos ejecutivos de la compañía energética Enron, en un diálogo que podría proceder de cualquier gran corporación, fueron grabados en el año 2000 mientras discutían «robar» en California, refiriéndose a la «abuela Millie». Los dos operadores, identificados como Kevin y Bob, rechazaban las demandas de reembolso por parte de los reguladores californianos ante la constante especulación con los precios llevada a cabo por la compañía.

Kevin: ¿Así que el rumor es cierto? ¿Están jodiendo para que devolváis todo el dinero? ¿Todo ese dinero que robasteis a esas pobres abuelas en California?

Bob: Sí, a la abuela Millie, tío. La única que no sabría cómo coño usar una papeleta para votar.

Kevin: Sí, ahora quiere que le devolvamos su puto dinero por toda la electricidad que le cobrasteis a unos jodidos 250$/megavatio hora.

Bob: Ya sabes, la abuela Millie, por la que está luchando Al Gore, ¿sabes?

En un momento posterior de la misma conversación, Kevin y Bob denigran a los californianos.

Kevin: Oh, lo mejor que podría pasar es que viniese un puto terremoto, dejar esa cosa flotando por el Pacífico y ponerles unas putas velas.

Bob: Lo sé. Esos tipos… hay que acabar con ellos.

Kevin: Están tan jodidos y están completamente…

Bob: Están tan jodidos.

No nos libraremos del capitalismo depredador y de su cultura sádica con unas míseras migajas concedidas por el Gobierno. No nos libraremos porque las astutas personas que escriben los discursos a Biden y los especialistas en relaciones públicas, que utilizan encuestas y grupos de debate para decirnos lo que queremos oír, pueden hacer que sintamos que la Administración está de nuestro lado. No hay buena voluntad en la Casa Blanca de Biden, en el Congreso, los tribunales, los medios de comunicación –que se han convertido en una caja de resonancia de las clases privilegiadas– o las juntas directivas de las corporaciones. Ellos son el enemigo.

Nos libraremos de esta cultura sádica de la misma manera que los desheredados se sacudieron el yugo del capitalismo clientelista durante la Gran Depresión, organizándose, protestando y disturbando el sistema hasta que las elites gobernantes se vean obligadas a conceder algún tipo de justicia social y económica. El Bonus Army, veteranos de la Primera Guerra Mundial a los que se había denegado el pago de pensiones, estableció en Washington inmensos campamentos que fueron violentamente desmantelados por el ejército. En la década de 1930, grupos de vecinos, muchos de ellos miembros de los Wobblies o del Partido Comunista, impidieron físicamente que la policía del condado desahuciase a familias. En 1936 y 1937, el sindicato United Auto Workers llevó a cabo una huelga de brazos caídos en las fábricas que paralizó General Motors, obligando a la compañía a reconocer el sindicato, aumentar los salarios y satisfacer las demandas sindicales de protección y condiciones de trabajo dignas y seguras. Fue una de las conquistas laborales más importantes en la historia estadounidense y llevó a la sindicación de toda la industria automovilística del país. Los agricultores, a los que los grandes bancos y Wall Street habían llevado a la bancarrota y a embargos, fundaron la Farmer’s Holiday Association para protestar por la incautación de granjas familiares, una de las razones por las que ladrones de bancos como John Dillinger, Bonnie y Clyde, y la Banda Barker eran auténticos héroes populares. Los agricultores cortaron carreteras y destruyeron montañas de productos agrícolas, lo que redujo el abastecimiento y provocó una subida de los precios. Los agricultores, al igual que los trabajadores del automóvil sindicados, fueron objeto de una amplia vigilancia gubernamental y de ataques violentos por parte del FBI, matones a sueldo de las compañías, bandas de delincuentes contratadas, elementos paramilitares y policías del condado. Pero la militancia dio sus frutos. Los agricultores obligaron al Estado a aceptar una moratoria de facto sobre los embargos de granjas. Al mismo tiempo, las manifestaciones masivas fuera de las capitales estatales presionaron a los órganos legislativos para que impidiesen el cobro de los pagos hipotecarios vencidos. En el sur, arrendatarios y aparceros formaron sindicatos. El Departamento de Trabajo calificó su acción colectiva de «guerra civil en miniatura».

Las personas desempleadas y hambrientas de todo el país ocuparon tierras y casas vacías, formando barrios de chabolas conocidos con el nombre de Hoovervilles. Los indigentes se adueñaron de edificios y empresas públicos. Esta presión constante, y no la buena voluntad de Franklin Delano Roosevelt, es lo que dio lugar al New Deal. Él y sus colegas oligarcas acabaron comprendiendo que, si no se llevaba a cabo una reforma, habría una revolución, algo que Roosevelt reconocía en su correspondencia privada.

Hasta que no se reintegre a la gente en la sociedad, hasta que no se elimine el control corporativo y oligárquico de nuestros sistemas educativo, político y mediático, hasta que no recuperemos la ética del bien común, no habrá esperanza de restablecer los vínculos sociales positivos que fomentan una sociedad sana. En la Historia, son numerosos los ejemplos que ilustran cómo funciona este proceso. Hay que jugar con el miedo. Y hasta que no hagamos que sientan temor, hasta que un aterrorizado Joe Biden y los oligarcas a los que sirve no vean ante ellos un mar de horcas y tridentes, no lograremos poner freno a la cultura del sadismo que han urdido.

Chris Hedges

Periodista, escritor y presentador de televisión, ganador del Premio Pulitzer

[1] Traducción tomada de [https://biblioteca.org.ar/libros/211756.pdf], p. 37.

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