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LOS PILARES DE LA DESIGUALDAD
Cualquiera que haya luchado alguna vez contra la pobreza sabe lo extremadamente caro que es ser pobre.
James A. Baldwin, «Quinta Avenida, Uptown: una carta desde Harlem»
Salud o billetera
Clínicas itinerantes frente a la escasez
Son las 12 de la medianoche de un viernes en Warsaw, Virginia. Aunque todavía es otoño, hiela afuera. Un fenómeno nada inusual para los apenas mil quinientos habitantes de la localidad, acostumbrados a la fría humedad de la cercana bahía. Sin embargo, un acontecimiento extensamente anunciado durante la semana agita a la población, llena los pocos hostales cercanos y concentra un extraño movimiento en el aparcamiento de la Escuela Secundaria Rappahannock. En uno de los vehículos, Shakira Vargas, universitaria, espera pacientemente con su amiga de la universidad. Saben que dormirán ahí dentro. Apenas tres horas más tarde se produce el primer movimiento, un voluntario les entrega el boleto por el cual podrán, a partir de las seis, hacer lo que han venido a hacer desde lejos: ir al médico.
En Estados Unidos no existe el acceso universal gratuito a la sanidad. Según la oficina del censo, en 2018, 27,5 millones de personas, entre ellas más de cuatro millones niños, vivieron sin seguro médico. Fueron dos millones más que el año anterior. Un aumento que se produjo pese a la caída general en la tasa de desempleo. Paradójicamente, la industria de los seguros de salud ni lo notó. Los beneficios continuaron creciendo a buen ritmo, registrando un aumento significativo de ganancias netas de 23,5 mil millones de dólares, prácticamente un punto porcentual mayor que en el año anterior.
Dentro de la escuela secundaria la actividad ya es frenética a las cinco de la mañana. Falta una hora para abrir y, de los 400 voluntarios desplazados, la inmensa mayoría ya saben cuál es su cometido y posición. No es la primera vez que trabajan gratuitamente en la RAM –área remota médica–, por lo que se sirven generosas tazas de café y comen galletas. El día será largo. La energía de los muchos estudiantes y recién licenciados en diversas especialidades médicas con ganas de adquirir práctica se mezcla con la serenidad y confianza de los más veteranos, muchos de ellos médicos y enfermeras jubilados que creen que su experiencia es más necesaria aquí que en un despacho a 50 dólares mínimo la consulta. Al abrir las puertas, pacientes de todas las edades y razas hacen fila según el orden de los boletos previamente repartidos. Primera parada, revisión general. Toma de tensión, azúcar y análisis de enfermedades previas. Allí me encuentro con Celia Martínez, quien resume así su porqué: «Vine para un chequeo médico general, así como para el dentista y el oculista. Me enteré de esto por la escuela porque mis hijos estudian aquí y somos muchos los que no tenemos seguro médico. A veces vamos y cobran muy caro cualquier cosa o a veces directamente no podemos pagar la consulta».
La American Journal of Public Health calcula que, cada año, 530 mil familias se declaran en quiebra económica en Estados Unidos por no poder hacer frente a gastos médicos, una causa presente en el 66,5% del total de las bancarrotas, por delante de ejecuciones hipotecarias, préstamos universitarios o divorcios. Aunque existen programas públicos como Medicare o Medicaid, estos están diseñados para grupos de población limitados, como mayores de sesenta y cinco años y personas discapacitadas en el primer caso o con muy bajos ingresos en el segundo. No se aplica por igual en todos los estados ni cubren la asistencia sanitaria completa. «El copago puede ser muy alto. Sobre todo para algunas de las especialidades que cubrimos gratuitamente en esta clínica, en realidad les costaría de 200 a 500 dólares ver a ese médico», resume la doctora voluntaria Colleen Madigan.
Sigue el movimiento en la escuela. En una clase en penumbra se ha instalado una consulta oftalmológica; en la de al lado, un expositor de lentes gratuitas. Más adelante, cortinas negras otorgan cierta intimidad entre improvisadas camillas para exploraciones especiales. En otra aula, alumnos adultos ocupan pupitres, les están enseñando cómo aplicar Naxolone, un antagonista de los opioides, en caso de sobredosis. Es la última novedad de la clínica, consciente de la crisis de opiáceos que asuela la nación. No obstante, el flujo humano se dirige, sobre todo, hacia una dirección: el gimnasio. Dentro, dos filas formadas por una veintena de sillones odontológicos enfrentadas entre sí ocupan el espacio central. En uno de los lados se ha habilitado un espacio de esterilización de herramientas. Hay bombonas y voluntarios cubiertos de los pies a la cabeza junto a canastas de baloncesto. Es un espectáculo, se mire por donde se mire. Sin embargo, en las gradas, quienes esperan son pacientes; uno de ellos es Shakira, la joven del aparcamiento: «Estoy aquí porque en el médico me pusieron unos aparatos correctivos pero llegó un momento en que ya no pude pagarlos. La respuesta que recibí es que sin desembolso no podían quitármelos y que mi única opción es dejar que se me cayeran solos».
«Existe la creencia de que llevamos estas clínicas sólo a áreas rurales donde hay que conducir durante horas hasta ver a un médico. La realidad es que también vamos a lugares muy poblados y urbanos, donde hay sanitarios por todas partes, pero nadie puede pagarlos.» Habla Kim Faulkinbury, coordinadora de la clínica RAM. Fundada en 1985, la idea inicial de sus creadores fue brindar asistencia sanitaria en países en desarrollo. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que no hacía falta salir de Estados Unidos. Desde entonces, han atendido a prácticamente un millón de personas y la cifra aumenta anualmente. Sólo van allí donde se les pide y su financiación depende exclusivamente de donaciones privadas, es decir, se sostienen gracias a la caridad. Volvemos a encontrarnos con la doctora Madigan:
Creo que lo que hizo darme cuenta de lo importante que esto era fue la historia de un hombre que tenía abscesos dentales y había estado esperando durante seis semanas a que llegara una clínica RAM a su ciudad tomando antibióticos. Poco antes de la fecha perdió su trabajo. Cuando estaba hablando con él sobre que teníamos que cambiar la receta y tendría que pagar cuatro dólares más, el hombre me miró y me dijo: esos cuatro dólares son para ponerlos en la mesa a mi familia, no puedo quitarles comida, así que me iré sin la prescripción.
La doctora Madigan fuerza una sonrisa honesta para ocultar su frustración y, antes de despedirse y seguir atendiendo a pacientes, finaliza así: «No queremos ser una tirita, sino tratarlos y conectarlos con alguien que se encargue de su problema de salud, porque darles sólo la insulina de hoy para reducir su azúcar en sangre sin obtener un tratamiento no les ayudará a largo plazo».
El macabro negocio de la industria farmacéutica
En noviembre de 2017 Donald Trump nominó como secretario de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos a Alex Azar. «¡Será una estrella para obtener una mejor atención médica y precios más bajos de medicamentos!», tuiteó el mandatario. Por aquel entonces, Azar era presidente de una de las grandes farmacéuticas del país, Eli Lilly. Durante su gestión, la insulina Humalog aumentó su precio en un 585%. No fue la única compañía. Según el Comité de Finanzas del Senado, el medicamento de insulina NovoLog costó un 87% más en 2019 en comparación con 2013, mientras que Lantus de Sanofi aumentó un 77%. «No sé cómo son capaces de dormir por la noche», fue una de las frases que uno de los legisladores de esa cámara pronunció en una acalorada audiencia para investigar lo sucedido. Meses después, dos de las compañías citadas anunciaron una versión de la insulina a mitad de precio, a 140 dólares el vial. El coste de producción es de cinco.
Más de 30 millones de personas son diabéticas en Estados Unidos, de las cuales 1,2 millones están diagnosticadas con el tipo 1, es decir, sus vidas dependen completamente del suministro de insulina:
Meaghan Carter, cuarenta y siete años, Ohio – Tuvo diabetes tipo 1 durante 18 años. Cuando perdió su trabajo y su seguro, luchó por poder pagar su insulina, que costaba más de 800 dólares al mes. Recurrió a comprar NPH (insulina de acción intermedia) en Walmart, que es más barata pero mucho más impredecible que la insulina que usaba normalmente. El día de Navidad de 2018, Meaghan murió de cetoacidosis diabética.
Jesimya David Scherer, veintiún años, Minnesota – Además de controlar su diabetes desde que tenía diez años, Jesi tenía dos trabajos para mantenerse y se convirtió en electricista. Sin embargo, resultó ser insuficiente y comenzó a racionar la insulina, al no poder comprar la medicación necesaria hasta que ingresaba algún pago. Fue hospitalizado en abril con cetoacidosis diabética. En junio de 2019, dos días después de haber visto por última vez a su familia, llamó al trabajo diciendo que estaba enfermo. Fue encontrado muerto al día siguiente.
Antavia Lee Worsham, veintidós años, Ohio – Tuvo problemas para pagar la insulina cuando cumplió dieciocho años y ya no era elegible para una cobertura de seguro estatal. Recurrió a tomar prestada la insulina de otros, cambiar su dieta y racionar la medicación. La insulina y derivados que necesitaba para vivir costaban mil euros al mes. Su hermano la encontró muerta por cetoacidosis diabética el 26 de abril de 2017.
Estas son algunas de las historias reales que pueden encontrarse en la página web de Right Care Alliance, una coalición de médicos, pacientes y ciudadanos cuyo objetivo es colocar a los enfermos, no el beneficio, en el centro de la atención médica. El caso de la insulina es extremadamente doloroso, teniendo en cuenta que sus descubridores vendieron la patente en el año 1921 por tres dólares a la Universidad de Toronto, renunciando así al lucro individual. Ahora, compañías privadas no sólo se hacen de oro gracias a esa decisión altruista, sino que utilizan los beneficios para comprar silencios. Lo cuenta Elizabeth Pfiester desde el Reino Unido, fundadora de la organización T1 Internacional.
Muchas de las grandes organizaciones en defensa de los diabéticos en Estados Unidos aceptan una gran cantidad de fondos de las empresas fabricantes de insulina, lo que significa que creemos que no pueden hablar tan libremente sobre la crisis de precios porque no quieren enfadar a la gente que les da dinero. Nosotros nos hemos esforzado por no aceptar ningún financiamiento de estas compañías, precisamente para poder hacer nuestro trabajo de manera independiente.
Las voluntades también son moldeables a nivel político. Según documentos federales, el mayor grupo de cabildeo de la industria farmacéutica en el Congreso gastó en 2018 la cifra récord de 27,5 millones de dólares. Dicha cifra sólo comprende a Pharmaceutical Research & Manufacturers of America (PhRMA), que representa a la mayoría de las compañías de investigación farmacéutica, incluidas Pfizer, Sanofi, Merck, Johnson & Johnson y Gilead Sciences. Sin embargo, según OpenSecrets, un grupo de investigación independiente y no partidista que rastrea el dinero en la política estadounidense, las empresas de ese sector gastaron individualmente un total de 194,3 millones de dólares en cabildeo a fecha de 24 de octubre de 2018, más allá de la cantidad revelada por PhRMA. La connivencia es tal, que el propio Donald Trump optó por ordenar a Azar dar luz verde a la importación de medicamentos del exterior mucho más baratos que los producidos en Estados Unidos. Antes confirmar públicamente el fracaso del libre mercado que someterlo profundamente a revisión, no vaya a ser que pongamos en riesgo alguna que otra financiación política. En cuanto a carreras electorales, las farmacéuticas untan prácticamente por igual a demócratas y republicanos. Todo es perfectamente legal, el sistema lo ampara. De hecho, poco más de la mitad de los precandidatos por el partido azul mostraron en su campaña la intención de luchar por garantizar de alguna manera el acceso a la sanidad para todos los ciudadanos. De ellos, sólo dos manifestaron públicamente su oposición a la existencia de seguros privados: Bernie Sanders y Elizabeth Warren. Esto, en tiempos de promesas y sin nada que perder. Así, no es de extrañar que más de la mitad de los lobistas de la industria sanitaria y farmacéutica sean exmiembros del Congreso o extrabajadores, convirtiéndose en una de las mayores puertas giratorias del sistema. No es, por tanto, sólo cosa de los secretarios de Trump. Según cálculos de los economistas Anne Case y Angus Deaton, esta industria en su conjunto es mayor incluso que la financiera y gasta 10 veces más que el total de organizaciones laborales y en defensa de los trabajadores de Estados Unidos.
Como resultado, las páginas con el top 10 de los mejores cirujanos y especialistas médicos del país son un clásico en las revistas de las aerolíneas. También los anuncios en televisión de medicamentos que requieren de receta, un fenómeno que sólo se da en Nueva Zelanda y Estados Unidos y que supone un gasto anual publicitario de miles de millones de dólares por parte de las compañías farmacéuticas. Compare, compre, elija lo mejor, viva más tiempo. A la vez, el estadounidense medio tiene interiorizado el preguntar cuánto le van a costar sus prescripciones en la farmacia antes de comprarlas o el tratamiento sanitario que necesita al entrar en las urgencias de un hospital. Incontables ciudadanos mueren por creer que quizá no necesiten una ambulancia que, saben, no podrán pagar y millones rechazan tomar las medicinas que precisan, según un estudio de Harvard. Es el caso de uno de cada ocho enfermos del corazón, la principal causa de muerte en el país. En general, casi una cuarta parte de los pacientes estadounidenses tiene problemas para pagar sus recetas.
Actualmente se estima que en Estados Unidos más de 25 mil personas mueren cada año por problemas de resistencia microbiana. O sea, que tienen una infección y ya no tienen modo de curarse. Hay cálculos de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades estadounidenses que predicen que, para el año 2050, se registrarán globalmente hasta 10 millones de decesos cada año por ese motivo. Es decir, la mortalidad producto de la resistencia a los antibióticos será superior a la del cáncer.
Andrés Lugo Morán, médico toxicológico en Miami, hace referencia a una cifra que ha sido validada por la propia OMS. En el caso de Estados Unidos, dicho aumento está relacionado con el creciente uso de antibióticos para animales, sobre todo para peces, por parte de enfermos. Un informe de septiembre de 2020, que tomó como referencia más de dos mil comentarios online, concluyó que la práctica está más que extendida en el país y que el principal motivo es puramente económico. Christopher Payne muestra a cámara los tarros de medicamentos para peces que emplea cotidianamente desde hace más de cuatro años mientras me cuenta que su madre y algunas de sus amigas también han empezado a tomar las pastillas tras su recomendación: «No tengo seguro, así que sólo ir al médico me cuesta 120 dólares la visita y además ya gasto 77 dólares en mis medicamentos con descuentos en las prescripciones. Si tuviera que gastar otros 150 dólares en cada tarro de antibióticos, no llegaría a final de mes». Teri es enfermera residente en Nueva York y confirma que lleva haciéndolo desde hace 13 años. Sabe que tanto médicos como autoridades sanitarias tildan la práctica de peligrosa porque, entre otras cosas, los medicamentos para animales suelen tener una composición química o una pureza de producto diferente a aquellos comercializados y regulados para humanos:
Entiendo que haya preocupación por la seguridad de estos medicamentos, yo también la tengo, pero, sinceramente, creo que deberían estar más preocupados por el hecho de que el mismo antibiótico para un animal cueste 20 dólares y para el dueño cientos de ellos. Es algo que me vuelve loca. Yo entiendo y hasta me parece bien que las farmacéuticas obtengan beneficios porque además tienen que invertir en investigación, pero ¿de verdad tienen que obtener tanto lucro como para que la gente no pueda permitirse comprar sus productos en el país comúnmente conocido como el mejor del mundo?
Sólo en 2018, los estadounidenses gastaron 535 mil millones de dólares en medicamentos recetados. Un aumento del 50% desde el año 2010, muy por delante de la inflación y debido a los precios impuestos por las farmacéuticas, cuyos beneficios también se han disparado. La no asequibilidad se extiende incluso al uso de vacunas. Pongamos como ejemplo la de la gripe, pese a tener un coste bastante bajo. En el invierno de 2017-2018 murieron por ese motivo en Estados Unidos unas 80 mil personas, una cifra nunca vista en décadas. Mientras, la cobertura general de vacunación se mantuvo igual, en menos de la mitad de la población. Lo más preocupante para los funcionarios fue una caída en la cobertura entre los niños más pequeños. La incoherencia además reside en lo siguiente: las vacunas, junto con la sangre, son dos de las exportaciones estadounidenses más preciadas.
Todo está en venta, hasta la sangre
Es el mes de enero, estamos a mediodía en un polígono industrial cercano a la ciudad de Baltimore. Michelle Williams sale tambaleándose de un centro de donación de sangre, para ella algo habitual. Lleva vendiendo su plasma desde los noventa y, desde hace un año, a un ritmo de dos veces por semana. «Tengo dos hermanas que también vienen aquí y, aunque ellas ya no lo hacen tanto como antes, en general este lugar está siempre bastante concurrido. Básicamente la gente lo hace porque es dinero rápido y extra. Cuando tienes problemas económicos, donar sangre es algo muy común en esta zona». Michelle cuenta que el mecanismo de pago es a través de una tarjeta de crédito facilitada por la empresa de extracción de sangre. Aunque confiesa que en ocasiones se siente demasiado débil y le preocupa su salud, no interrumpe el ritmo en sus donaciones porque mediante la fidelidad se obtienen premios: «Las primeras cinco son a 15 dólares cada una, luego pagan hasta 20 dólares y después, 35». También hay ofertas especiales, las empresas de plasma ofrecen dinero extra a cambio de sangre en fechas donde suele haber más necesidad, como la semana previa a los descuentos del Black Friday o antes de Navidades. Además, saben dónde encontrar nicho de mercado. Se calcula que cuatro de cada cinco centros de donación remunerada están situados en barrios con un bajo nivel económico; otros muchos de ellos, en la frontera sur. Cuando se trata de recoger beneficios, no importa si el oro rojo proviene de sangre mexicana.
En Estados Unidos existe evidencia que sugiere que estos centros de donación están establecidos en lugares con mucha mayor pobreza y uso de drogas. Por lo tanto, las personas que donan sangre son potencialmente más vulnerables a la coerción. La cantidad de sangre que una persona puede donar depende de su peso, las personas que pesan más pueden dar más a menudo, por lo que puede fomentar comportamientos poco saludables sólo para donar más sangre y es posible que estos centros no estén bien regulados para proteger la salud de los donantes.
Son palabras de Brendant Parent, director de Salud Aplicada en la Facultad de Estudios Profesionales de la Universidad de Nueva York. Aunque técnicamente la Agencia de Alimentos y Medicamentos, la FDA, regula la industria estableciendo estándares sobre qué tipo de personas pueden donar o cómo se recolecta la sangre, Parent es claro: «La FDA tiene unas regulaciones muy laxas y su capacidad para monitorear e inspeccionar las instalaciones es muy limitada. Es posible que sólo verifiquen una vez cada dos años, por lo que los centros funcionan en gran medida de manera independiente».
Según la Organización Mundial de la Salud, en el mundo cada año se recogen alrededor de 112,5 millones de unidades de sangre y su objetivo es que todos los países obtengan sus suministros de donantes voluntarios no remunerados. En la mayor parte de Europa, por ejemplo, está prohibido el cobro. No así en el caso de Estados Unidos. Sin embargo, es el mayor proveedor de plasma sanguíneo del mundo y entre sus principales socios comerciales se encuentran Holanda, Italia, Alemania, Bélgica, Japón o España. Todos participamos de la legalización del neovampirismo capitalista a costa de chuparle la sangre a los más pobres, aunque de puertas adentro pretendamos engañarnos y pensar que somos más civilizados. Todavía.
Es imposible calcular cuántas muertes que podían ser evitadas con un mayor y mejor acceso sanitario deja a su paso el enriquecimiento de algunos a costa de la salud de todos en una de las principales potencias económicas mundiales. Un informe de la American Journal of Public Health las cifró en 45 mil anualmente, fue en 2009 y se utiliza como referencia tanto por defensores como por detractores. En la actualidad, ningún organismo o institución pública se atreve a cuantificar la catástrofe, como si, al negar las cifras, desapareciera la realidad. Lo más cercano son los índices que elaboran The Peterson Center on Healthcare y Kaiser Family Foundation, quienes concluyen que Estados Unidos registra el número más alto de muertes evitables por servicios médicos entre países homologables –aquellos igualmente grandes y ricos en función de su PIB per cápita– de la OCDE. Tomando como referencia el Índice de Acceso y Calidad de la Atención Médica, los países comparables registraron un aumento del 15% entre 1990 y 2016, mientras que en el caso de Estados Unidos fue del 10%.
La macabra paradoja es la siguiente: no hay nación en el planeta que gaste más dinero en atención médica. El gasto en salud por persona en Estados Unidos fue de 10.224 dólares en 2017, un 28% más alto que Suiza, el siguiente de la lista, una diferencia que se ha agrandado a lo largo de las últimas cuatro décadas. Estados Unidos estuvo relativamente al mismo nivel que otros países similares hasta la década de 1980. Sin embargo, en 2017 el gasto en salud ya supuso el 17% de su PIB. Esto sucede en un contexto en el que, pese a que el gasto público estuvo en línea con el resto del planeta, el coste total sanitario fue mucho más alto debido a que el gasto privado estadounidense fue mucho mayor que el de cualquier país homologable; hasta el 8,8% del PIB, mientras que la media de otras naciones fue del 2,7%. Es decir, estamos ante un sistema completamente disfuncional que a la vez es perfecto para algunos, concretamente para quienes están en el negocio. Una auténtica burbuja de precios en un sector verdaderamente rentable para las compañías y aquellos que viven de él, tan lucrativa como para seguir invirtiendo políticamente en garantizar el ritmo. Esto pese a que los consumidores, que no son otra cosa que enfermos, se queden atrás.
Sin educación, sin oportunidad
Cada vez menos para la escuela pública
Una marea de camisetas, gorras y pancartas rojas inundó las calles de Los Ángeles con eslóganes en enero de 2019 durante seis días. Un acontecimiento histórico, no se veía algo igual desde el año 1989, fecha de la última huelga de profesores de educación pública en esa ciudad. Más de medio millón de estudiantes afectados, cientos de miles de personas manifestándose en las calles, al menos 125 millones de dólares federales en pérdidas y un sentimiento de reivindicación difícil de imaginar hasta para quienes la convocaron, acostumbrados a la miseria diaria de un sector que ni siquiera recordaba ya promesas vacías. Juan Ramírez es profesor y vicepresidente del sindicato de maestros de la ciudad, el segundo distrito más grande de Estados Unidos. Llegó con quince años a la tierra prometida desde México sin hablar una gota de inglés. Es quien es, asegura sin dudarlo, gracias a la educación pública, un sistema que ya no es ni la sombra de lo que fue. «La gente se cansa de que le digan no hay dinero, eso no se puede hacer, vamos a recortar clases, vamos a recortar servicios. Cuando yo iba a la escuela había cursos de música, canto, arte, bandas, grupos de coro… todo esto, que era muy común entonces, ya no existe. ¿Por qué entonces sí y ahora no?». Mientras el maestro sigue relatando carencias, yo pienso en toda esa filmografía hollywoodense sobre historias de colegios e institutos. Ese topicazo exportado y consumido hasta la saciedad, donde nunca faltan arquetipos como la animadora, el deportista, el empollón, el problemático, la músico, el artista. Puede que muchos de ellos acaben convirtiéndose en personajes de cine clásico.
El pulso angelino consiguió algunas mejoras, tan mínimas y a la vez con tanto sabor a triunfo, que dicen mucho de cuán dramática es la situación: limitación de clases sobrepobladas, contratación de enfermeras en cada escuela –esencial en un país sin sanidad pública–, al menos un bibliotecario por instituto y un aumento salarial para los profesores de un 6%, básicamente la subida demandada para ese mismo año antes de ir a la huelga. Su caso no es excepcional. La llamada ola Red for Ed, que empezó en 2018 en Virginia Occidental, levantó a profesorado, estudiantes y padres de estados y ciudades tan diferentes entre sí como Denver, Oakland, Kentucky, Sacramento, Arizona, Carolina del Norte u Oklahoma al grito de «la educación pública vive una crisis nacional».
Quizá la arista más llamativa a priori sea la situación de los propios maestros. Aunque el pago varía dependiendo del estado en el que ejerzan, según la National Education Association de media los sueldos han aumentado un 11,5% en la última década. Si se toma en cuenta la inflación, esto ha supuesto una caída de la remuneración de un 4,5% y en comparación supone cobrar un 21% menos que otros profesionales de otros sectores con formación similar. Un agravio que, según el Economic Policy Institute, se ha ido gestando durante más de medio siglo. El resultado es el siguiente: uno de cada seis profesores en Estados Unidos debe buscar un segundo trabajo para poder vivir.
Aunque hace horas que sonó el timbre de clase, un nutrido grupo de docentes y auxiliares continúa frente a la puerta de un instituto esperando el inicio de una asamblea a la que han convocado a políticos locales, miembros de la comunidad y otros profesionales del área para exponerles sus dificultades e intentar encontrar soluciones. Estamos en Fairfax, Virginia, el tercer condado más rico de Estados Unidos, y Tina Williams, presidenta del comité de profesores, resume de este modo la situación:
Cuando hablas con cualquiera de ellos, te dice que es importante, tanto si es a nivel nacional como federal, todo el mundo parece coincidir en que la educación debe de ser una prioridad. Sin embargo, luego lo que hacen supone una realidad radicalmente diferente. Para 2020 la financiación en nuestra zona, una de las más solventes del país, será menor a la que obtuvimos en 2009. Sinceramente, no podemos aguantar más.
Todos y cada uno de los testimonios de los profesores que participan en la reunión dan cuenta de las dificultades personales que atraviesan debido al mal pago de su trabajo. Una situación que se replica por todo el país. En las marchas reivindicativas en Arizona, por ejemplo, era muy fácil encontrar maestros que tras la jornada se habían reconvertido en conductores de Uber, profesores de clases particulares diarias, camareros o vendedores de grandes superficies para poder sobrevivir. No obstante, todos coinciden en destacar que, al final, sus sueldos son lo de menos. Les preocupa el impacto real que los recortes tienen sobre sus alumnos. En algunos lugares de Estados Unidos, las autoridades locales han decidido incluso reducir los días de clase a cuatro con el único objetivo de ahorrar costes. Uno de los principales puntos que debemos tener en cuenta es el hecho de que las escuelas públicas están financiadas en buena parte por dinero local, es decir, por impuestos a la propiedad, por lo que los barrios con bajas rentas obtienen menos dinero para educación. De media, se calcula que los estudiantes estadounidenses de distritos pobres reciben una financiación anual de mil dólares menos por alumno que el resto y se registran diferencias abismales incluso dentro del mismo estado. En Illinois, por ejemplo, el barrio en el que vivas puede suponer que tu escuela obtenga para tu educación hasta un 22% más o menos y es inversamente proporcional a la necesidad. Cuanto más ricos, más recaudación y, por lo tanto, más flujo que puede destinarse a la educación, aunque en este caso las familias puedan elegir sufragar una escuela privada. Cuanto más humildes, menos ingresos y menor financiación de la única salida al aprendizaje y al ansiado ascensor social: la escuela pública. Una espiral marcada por el poder adquisitivo silenciada en los cuentos de meritocracia.
De acuerdo con el Centro Nacional de Estadísticas Educativas, el 94% de los maestros estadounidenses utiliza su propio dinero para comprar útiles escolares. Así, cada vez más acuden a páginas en internet de petición de donaciones como Gofundme o la especializada en escuelas DonorsChoose. Navegar por cualquiera de ellas es tremendamente desolador, los profesores mendigan herramientas esenciales como calculadoras, librerías o incluso una alfombra y mobiliario escolar para sus alumnos. Uno de los proyectos más populares fue la solicitud de un maestro con fecha de boda que, en lugar de regalos, pidió mediante una de esas webs abrigos y zapatos para estudiantes sin hogar. Chioma Oruh, especialista en apoyo a padres de menores con necesidades especiales y pocos recursos en Abogados por la Justicia y la Educación, advierte que, en el caso de niños con discapacidades, la falta de fondos tiene un impacto determinante en su futuro:
Se supone que estamos amparados por una ley federal, que es la ley de educación para personas y discapacidades y que sobre el papel es buena, pero nunca se ha financiado por completo. En el caso de los menores con necesidades especiales de áreas humildes, esto supone una educación inadecuada, lo que conlleva graduarse sin una preparación que les garantice un empleo remunerado. Pasarán toda su vida 50 pasos por detrás del resto.
Oruh tiene dos hijos autistas. Madre soltera y con estudios superiores, llegó a vivir en la calle tras perderlo todo debido a los gastos médicos que conllevaron sendos diagnósticos. Ella, más que nadie, es consciente de la maratón a la que una educación pública maltratada aboca a menores marcados por nacer sin recursos, aunque la meta, teóricamente, debiera ser la misma para todos. Por si fuera poco, las escuelas públicas tienen una nueva competencia desde los años noventa, las chárteres.
El caballo de Troya de las escuelas chárteres
Similares a las escuelas concertadas en países como España, este tipo de colegios en Estados Unidos reciben fondos gubernamentales, pero operan independientemente del sistema escolar estatal establecido en los lugares donde se encuentran. Es decir, están exentos de muchas de las regulaciones a las que las públicas están sometidas: no tienen por qué seguir los planes de estudios, las formas de enseñanza ni los estándares aprobados por sus estados, ni están reguladas o supervisadas por la junta de educación estatal, por ejemplo. Además, establecen su propio cupo estudiantil, mientras que las públicas deben aceptar a todos los estudiantes que pertenezcan al correspondiente distrito. El concepto en un principio estaba destinado a ofrecer una alternativa a niños que no avanzaban lo suficiente o necesitaban algo diferente al método tradicional, por lo que fue acogido incluso con el beneplácito de los sindicatos. Pronto se convirtió, sin embargo, en un instrumento más de menoscabo de lo público y de transferencia de recursos estatales para beneficio de unos pocos, no precisamente alumnos.
Se calcula que durante el curso 2016-2017 ya había casi siete mil escuelas chárteres en Estados Unidos educando a más de tres millones de estudiantes, seis veces más que 15 años antes. El rápido crecimiento del fenómeno se explica en parte por el apoyo tradicionalmente bipartidista de demócratas y republicanos. Así, se cifran en cuatro mil millones de dólares los fondos destinados por el Gobierno de Estados Unidos a su programa de escuelas chárteres, una cantidad nada menospreciable teniendo en cuenta la situación de la pública anteriormente expuesta. Los defensores de esta opción, como la ONG de derechas Center for Education Reform, recalcan que, de media, la financiación nacional de la chárter supone tan sólo un 61% de lo que se destina a la pública. Además, ponen de relieve que, hasta la fecha, no se ha demostrado que los resultados académicos de las chárteres sean peores. Uno de los más recientes estudios sobre este tema, el del Centro Nacional de Estadísticas Educativas del Departamento de Educación de 2019, reveló entre otras cosas que los estudiantes de las escuelas chárteres y las escuelas públicas obtuvieron el mismo rendimiento académico en pruebas realizadas en niveles de cuarto y octavo grado. Entonces, si a menos inversión el resultado es similar, ¿por qué habría de generar susceptibilidades?
Una de las respuestas es la falta de control de los fondos. Un informe de un grupo de defensa de la educación expuso en 2019 que una cuarta parte de lo que esos colegios recibieron del Estado, hasta mil millones, fue malgastada en escuelas chárteres que nunca abrieron, o abrieron y luego cerraron debido a la mala gestión o por otros diversos motivos como falta de inscripciones o fraude. Los autores de la investigación detectaron que numerosos beneficiarios de los subsidios participaron «en prácticas que expulsan a los estudiantes de bajo rendimiento, violan los derechos de los estudiantes con discapacidades y escogen su masa estudiantil en función de políticas y programas particulares, así como peticiones de donaciones a los padres», pese a haber explícitamente asegurado en su solicitud como receptores del programa o sus páginas webs escolares ser propensos a inscribir a estudiantes de minorías o sectores desfavorecidos. Es decir, en Estados Unidos se han estado desviando millones de fondos públicos a instituciones educativas con prácticas discriminatorias con la connivencia de representantes de ambos lados del espectro político con total impunidad. La pregunta es la siguiente: ¿a quiénes está beneficiando?
Multimillonarios y Wall Street siempre se han interesado por la chárter. Uno de los motivos, utilizarla como instrumento recaudador de incentivos fiscales en zonas económicamente deprimidas. Bancos, inversores y fondos de capital han destinado dinero a construir o desarrollar chárteres con el único objetivo de obtener exenciones de impuestos, cobrando a la vez intereses por los préstamos otorgados o los alquileres de explotación. Pero no todo es pura especulación. La Fundación de la Familia Walton, dirigida por los herederos de la fortuna de Walmart, Bill y Melinda Gates o el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, o las empresas JP Morgan Chase y Exxon Mobil, por ejemplo, han destinado millones a impulsar grupos de presión que avancen en la aprobación de leyes prochárter o candidatos y políticos favorables al sistema. La mayoría de ellos argumentan que su objetivo es meramente filantrópico, es decir, dotar de una mejor educación a estudiantes que no pueden acceder a la privada.
En la práctica, lo que supone es alentar un sistema educativo donde las condiciones laborales de los docentes están a merced de las directivas de dichos centros; que la disparidad de contenido y métodos educativos sin control dilapide uno de los instrumentos más efectivos para lograr la igualdad social –que cualquier alumno, con independencia de su origen económico, está recibiendo la misma educación–; que la rendición de cuentas sea prácticamente imposible debido a la ausencia de control de los centros, y, lo que es más importante, que el estado de la pública empeore debido al drenaje continuo de sus recursos por parte de la escuela chárter. Cada vez que uno de estos colegios abre, los públicos que están alrededor pierden estudiantes y, por lo tanto, dinero. En principio, la caída en la financiación puede corregirse reduciendo, por ejemplo, el número de maestros, pero existen costes que seguirán estando ahí, como el sueldo del director o el mantenimiento del centro, los cuales seguirán necesitando el mismo dinero independientemente de la pérdida de algunos alumnos. Al recorte de profesores normalmente le siguen la eliminación de programas de música o arte, o incluso el aumento de la ratio de estudiantes por clase. Un análisis de la publicación especializada Chalkbeat sobre el asunto hizo un compendio de los estudios sobre este fenómeno y concluyó lo siguiente: «Los investigadores que analizan el problema en Carolina del Norte, Nueva York, Pensilvania y, en dos casos, California, han llegado a conclusiones similares: a medida que crecen las escuelas chárteres, los costes fijos de educar a los estudiantes del distrito no se han ido a ninguna parte, aunque los estudiantes sí». Para ilustrarlo, destacaban en concreto un estudio de Pensilvania, donde los investigadores estimaron que los distritos escolares no podrían recuperar más del 20% del dinero perdido por la chárter en el primer año ni siquiera reduciendo gastos. En cinco años, no recuperaron más de dos tercios.
Un cielo cubierto de nubes transforma en un extraño gris el prácticamente permanente azul de Tucson, Arizona. Karissa Rosenfield sabe que, no siendo época de monzón, es difícil que en el desierto asome la lluvia, así que lanza desde su jardín cohetes construidos con botellas. Hoy toca clase de ciencia. Arquitecta, dejó un trabajo que le apasionaba al dar a luz al primero de sus dos hijos y desde entonces no sólo se dedica a su crianza sino a su completa educación. «Comenzamos oficialmente el proceso en octubre de 2019, después de sacar a nuestro hijo del colegio del vecindario tan sólo unos meses después de empezar el año escolar.» Karissa cuenta cómo un plan de estudios sólo centrado en pasar las pruebas de nivel estatales, un aula sobrepoblada y la incapacidad de los maestros para en esas circunstancias manejar el acoso escolar ya en niños tan pequeños les empujaron a tomar esa decisión. Consideraron las escuelas chárteres, pero en este caso se dieron cuenta de que ella misma podía proporcionar a sus hijos el mismo o mejor nivel académico y de que en el caso de las privadas se les iba la mayoría de los ingresos familiares. «Mi situación es un lujo, puedo escoger educar a mis hijos en casa porque el hecho de que yo haya renunciado a mi carrera no nos supone estrés financiero, aunque sí sacrificio profesional por mi parte.»
El ejemplo de los Rosenfield es ilustrativo sobre cómo el dar rienda suelta sin control al modelo actual educativo en Estados Unidos directamente supone que los padres con cierto nivel adquisitivo se planteen seriamente hacerse ellos también cargo del desarrollo académico de sus hijos. Algo impensable entre las familias pobres, condenadas a una pública con menos recursos, y solventado sin problemas por aquellas más pudientes, centros privados mediante. Es decir, supone acentuar aún más las diferencias entre clases sociales. Arizona es uno de los estados más abiertos al homeschooling y no es casualidad que, a su vez, sea el territorio con las escuelas chárteres más desreguladas de todo el país. Los fondos públicos que reciben no están sujetos a auditorías, pueden construirse en cualquier lugar (incluso justo al lado de una escuela pública) y prácticamente ninguna tiene programas de almuerzo gratis para estudiantes pobres. Una reconfiguración económica de la educación en función de la libertad de mercado que, tal y como la plataforma «Arizonianos por la responsabilidad escolar de las escuelas chárteres» explica, socialmente tiene un efecto muy real: pura segregación. Sólo poniendo como ejemplo la ciudad de Phoenix en el periodo 2008-2016, las escuelas públicas únicamente añadieron cuatro mil estudiantes más. Sin embargo, los alumnos blancos y asiáticos se redujeron en 39 mil, mientras que los estudiantes hispanos y de otras razas aumentaron en 47 mil y los escolares con educación especial se incrementaron en 28.500. Al mismo tiempo, mientras la financiación estatal para los distritos públicos disminuía en casi mil dólares por alumno, en el caso de las chárteres aumentaba en más de 700.
«La conclusión es que extraen dinero que sería para nuestras escuelas públicas y estas ya están en suficientes problemas», dijo el propio Joe Biden como candidato presidencial sobre el asunto, mostrando una posición completamente opuesta a la de la era Obama, de la que fue vicepresidente. Si estas declaraciones van a venir acompañadas de un cambio general o simplemente suponían regalar los oídos de cara a los comicios al electorado pro Bernie Sanders, muy crítico con la chárter, sólo el tiempo lo dirá.
Analfabetismo
Brittani Bellamy ha vivido toda su vida en Orlando, Florida. Nacida en Estados Unidos, hasta el año 2013 ella fue una de los 43 millones de ciudadanos estadounidenses que se calcula tienen serias dificultades para leer y escribir. Es decir, fue prácticamente analfabeta hasta los veintitrés años de edad.
En teoría mis padres iban a educarme en casa, pero las cosas no fueron bien. Básicamente quedaron atrapados en conseguir cada día lo necesario para sobrevivir. Los amo mucho, hicieron lo que pudieron y no creo que fuera su intención criarme sin una educación básica, pero lo cierto es que a los quince años me di cuenta de que no sabía leer. A partir de ahí, por vergüenza, escondí mi situación hasta que el pastor de mi iglesia se enteró y me animó a ir a una escuela para adultos. Desde la primera vez que llamé hasta el día en que pisé la organización pasó un año, no me atrevía a ir, temía que la gente me juzgase.
De acuerdo con el Programa para la Evaluación Internacional de las Competencias de los Adultos, uno de cada cinco estadounidenses tiene habilidades de «baja alfabetización» y se estima que hasta 8,4 millones pueden ser analfabetos funcionales. Según la OCDE, la proporción de adultos en esa situación es la mayor en comparación con otros países desarrollados. Así, el contexto socioeconómico tiene en este país un mayor impacto en las habilidades de alfabetización que en otras naciones. Mientras los nacidos de padres con una buena educación en Estados Unidos tienden a tener habilidades de alfabetización más fuertes, las probabilidades de ser un adulto con escasa cualificación son 10 veces mayores en el caso de crecer en el seno de una familia de bajo nivel educativo. La OCDE no sólo pone el foco en que esta tendencia es superior a la de cualquier otra nación similar, sino que remarca lo siguiente: dichas habilidades están relacionadas con los resultados de empleo y con otros aspectos esenciales de la vida del ciudadano. En Estados Unidos, las probabilidades de tener mala salud son cuatro veces mayores para los adultos poco cualificados, el doble del promedio de los países analizados. Otro ejemplo: se calcula que el 75% de los reclusos estadounidenses no completaron la escuela secundaria o pueden clasificarse como poco alfabetizados.
La mayoría de casos que tratamos de adultos nacidos en Estados Unidos con analfabetismo vienen de comunidades afroamericanas muy pobres. Aquí, en el condado de Orange, las hay, pese a estar rodeados de vecinos ricos. Familias monoparentales, padres con múltiples trabajos… durante años fui profesora de inglés en Kurdistán. Mi escuela estaba en un pequeño pueblo, pero aun así tenían Física, Química y Cálculo pese a vivir en la pobreza extrema. No sé qué deberíamos hacer aquí, pero deberíamos hacer algo.
Es parte del análisis de Gina Solomon, directora ejecutiva de la ONG que dio clases a Brittani Bellamy, la Adult Literacy League, en activo desde el año 1968 y que sobrevive principalmente gracias a donaciones privadas. Solomon enfatiza el estigma social que estas personas afrontan, asegurando que, de entrada, jamás reconocen que no saben leer o escribir. Me cuenta la siguiente historia:
Tenemos un estudiante que tiene unos ochenta años. Llegó aquí porque la trabajadora de una biblioteca me llamó una noche llorando y pidiéndonos ayuda. El hombre acababa de abordarla a la salida del trabajo, diciéndole que estaba muy asustado. Su mujer, quien sí sabía leer, acababa de sufrir un ataque al corazón y tenía miedo de que muriese y, con ello, que sus hijos, que habían ido a la universidad, descubriesen que su padre era analfabeto. Él, que había trabajado duro para darle un futuro a su familia, no quería defraudarlos.
Brittany Bellamy aborda así su cuestión familiar:
Nadie contactó nunca con mis padres. Creo que las autoridades deberían controlar de alguna manera a los niños porque las familias pueden pasar por diversas situaciones y, en mi caso, nadie nunca se aseguró de que estuviésemos recibiendo una educación. Creo que la gente no se da cuenta de que esta es una realidad en nuestro país porque somos Estados Unidos, se supone que somos poderosos y libres, y tenemos acceso a todo. No es cierto. No todo el mundo tiene las mismas oportunidades y eso incluye la educación.
Bellamy consiguió su primer trabajo tan sólo dos años después de empezar a recibir clases, en 2016 pudo alquilar un apartamento y, en 2019, sacarse el carné de conducir. Ahora sueña con ir a la universidad. Sabe que no lo tiene fácil.
Deuda estudiantil
Si el nivel económico marca, salvo en contadas excepciones, el desarrollo educativo de niños y jóvenes, en el caso de la enseñanza superior en Estados Unidos puede, además, suponer una losa que acarrear de por vida. En 2020, la deuda total de préstamos estudiantiles alcanzó la cifra récord de 1,56 billones de dólares. Para hacernos una idea de lo que esto supone, sólo 45 millones de universitarios o exestudiantes deben en conjunto casi 1,6 billones. Es una de las categorías de deuda de consumo más altas del país. Aunque la mayoría de los individuos debe entre 20 mil y 40 mil dólares, casi un millón de personas debe más de 200 mil. La carga afecta sobre todo a estadounidenses entre los veinticinco y los cincuenta años de edad, pero la situación es tan extrema y la imposibilidad de hacer frente a los pagos es tal, que cada vez son más las personas jubiladas que siguen pagando sus estudios superiores. Según un análisis de Forbes basado en datos de la Reserva Federal, la deuda estudiantil de estadounidenses con edades entre los sesenta y los sesenta y nueve años asciende a los 85,4 mil millones de dólares. Otro estudio de Moody’s publicado en enero de 2020 reveló que prácticamente nadie podía hacer frente a los planes de pago que habían establecido en un principio, abocando a la mayoría a la refinanciación continua.
Si ponemos el foco en las disparidades raciales, la brecha es la siguiente: casi el 85% de los licenciados afroamericanos tienen deudas estudiantiles, en comparación con el 69% de los beneficiarios blancos de títulos, según la organización sin ánimo de lucro Centro de Préstamos Responsables. Aunque existe un claro consenso mediático e incluso social en etiquetar la situación como «la crisis de la deuda estudiantil», sólo los demócratas Elizabeth Warren, Tulsi Gabbard y Bernie Sanders fueron lo suficientemente claros a la hora de defender la cancelación total o masiva de dicha deuda en sus campañas para la nominación a candidato presidencial de las elecciones de 2020. Tampoco hay apenas rastro de defensa política de una universidad realmente pública. Según el Institute For College Access and Success, el 66% de los graduados en ese tipo de facultades salen de las mismas sin haber conseguido pagar por completo su educación. Es decir, cuando hablamos de la crisis de deuda, no nos estamos refiriendo precisamente a préstamos para ir a Harvard o Princeton. Estados Unidos podrá año tras año ocupar los primeros puestos en ránkings elaborados por instituciones privadas sobre las mejores universidades del mundo, eso sí, omitiendo siempre el enorme precio que el acceso a las mismas supone.
La vivienda como apartheid
Construir para destruir comunidades
Al oeste de la ciudad de Baltimore hay levantado un coloso de hormigón de seis carriles que termina de forma abrupta en medio de la nada. La historia de semejante brecha urbana, claramente visible en cualquier mapa de la urbe, se remonta a los años cincuenta, cuando se iniciaron los proyectos de la mayoría de las carreteras interestatales de Estados Unidos debido al aumento del consumo de automóviles. Por aquel entonces, la planificación de dichas infraestructuras decidió que la ruta 40 le pasara por encima a un barrio de mayoría afroamericana en el que vivían 10 mil familias. «Cuando era niña, yo venía a ver a mi padre aquí, que vivía en una de estas calles. Él decía que esto no tenía sentido, que por qué levantar algo que no llevaba a ningún sitio. Dijese lo que dijese, al final él también acabó convirtiéndose en un desplazado.» Denise Johnson se ajusta el nudo del pañuelo que lleva al cuello mientras lamenta no haberse puesto la bufanda en un día de abril extremadamente frío. Estamos en medio de una explanada cuyo único atrezzo es una excavadora al fondo, vallas metálicas y pequeñas casas cuyas construcciones languidecen dispuestas a desplomarse en cualquier momento. El viento penetra hasta los huesos. Le pregunto si quiere que nos movamos e insiste en explicar las consecuencias de la carretera a ninguna parte frente a ella, poniendo el dedo en la cicatriz de la que sería la herida mortal de su barrio de la infancia.
Aquellos que estaban todavía pagando sus casas tuvieron que irse sin recibir lo suficiente como para comprar otro hogar de un valor similar en otro lugar, pero el impacto no sólo debe medirse en términos económicos. Perdimos una comunidad con líderes, con cultura. La avenida Pensilvania era conocida por aquel entonces como el lugar para los negros en la ciudad, de música, danza… perdimos el testimonio de ese tiempo, perdimos iglesias, perdimos escuelas. Es decir, se destruyó el tejido social.
El caso de la carretera a ninguna parte en Baltimore oeste es especialmente sangrante por ser teóricamente un error de proyecto, es decir, que ni siquiera tenía que haber pasado por allí. Sin embargo, es el perfecto ejemplo para ilustrar lo siguiente: uno de los métodos más eficientes y utilizados en Estados Unidos para apuntalar la desigualdad es el uso perverso de las infraestructuras o, directamente, el no dotar de ellas a una comunidad. Así, pese al tiempo transcurrido, Baltimore oeste sigue siendo en la actualidad la zona de la ciudad con un mayor número de casas por ocupar y con un menor número de servicios y comercios en una de las urbes con la tasa de homicidios más alta de todo el país. Cuando las protestas ante la muerte en custodia policial, en 2015, del joven afroamericano Freddie Gay estallaron, la prensa internacional se hizo eco de las mismas. Sin embargo, pocos analizaron cómo el caldo de cultivo estructural que arroja desigualdad racial y falta de oportunidades lo impregna todo, hasta las infraestructuras. El despropósito de la ruta 40 no fue el único, nunca les han dejado remontar. La sacudida más reciente tiene el siguiente nombre: la Línea Roja. John Bullock, concejal por el distrito 9, lo resume de este modo:
Iba a ser una conexión de tren ligero de 14 millas de distancia que iba a unir Baltimore de este a oeste. En la actualidad, no tenemos un sistema integral de transporte. Esto iba a ser parte de ese proceso, algo que permitiría a las personas ir a trabajar, llegar a la escuela, 200 mil millones de dólares iban a ser invertidos por el estado. También 900 millones de dólares del Gobierno federal. Desafortunadamente, tras las elecciones, un nuevo gobernador decidió eliminar todo el proyecto.
Prácticamente la mitad de los trabajadores en la ciudad de Baltimore no pueden acceder a sus empleos mediante transporte público. En este contexto, la llegada de dicha línea iba a suponer, de entrada, dos mil nuevos trabajos a la zona. Tras la cancelación del proyecto –cuyos fondos ya estaban aprobados– por parte del nuevo gobernador, se inició la apertura de una investigación; sin embargo, el caso fue cerrado posteriormente por la Administración Trump. Fin del espejismo. Si en la época de la construcción de las interestatales se esgrimió como causa para los diferentes atropellos el hecho de que los afroamericanos no tuvieran derecho al voto, aún hoy día siguen siendo víctimas de tretas legales y burocráticas. «Lo teníamos todo en orden, la solicitud aprobada, los dólares federales, gente que trabajó por esto por más de 12 años, así que voy a usar el término abandono, además por servidores públicos. Luego hay levantamientos y disturbios, y nadie se explica por qué», remacha Denise Johnson. Se une a nuestra conversación Samuel Jordan, presidente de la Coalición por la Equidad en el Transporte de Baltimore, quien remarca que lo perdido fue el mayor proyecto de transporte público de la historia del estado, para el que se estimaba que serviría diariamente a 50 mil personas.
Este no es un problema aislado o exclusivo de esta ciudad. Toda la nación está desarrollada en función de iniciativas racistas. Va de construir contra negros y pobres, contra las personas que dependen del transporte público, que no tienen acceso a un vehículo privado. Nosotros vamos a persistir en la construcción de la Línea Roja, porque no sólo será justo para las personas negras de esta ciudad, sino que demostrará que traer la prosperidad aquí es crear prosperidad para toda la nación.
150 millas al sur, carteles conmemorativos recién estrenados visten calles deslavazadas, con una extraña mezcla de construcciones decadentes colindando a su vez con inmuebles que parecen por estrenar. Estamos en Richmond, concretamente en Jackson Ward.
Este barrio evolucionó esencialmente después de la guerra civil y durante los siglos xix y xx, y ya en 1920 era conocido como el Harlem del sur, la Black Wall Street. La segunda calle justo detrás de nosotros era un vibrante distrito de negocios. Cada negocio y cada dirección era propiedad de hombres o mujeres afroamericanos, había organizaciones fraternas afroamericanas, conocidas como sociedades de ayuda mutua. Básicamente eran agencias de seguros que permitieron a esta población combinar sus limitados recursos para ayudarse mutuamente, creando estructuras y comunidad. En este contexto, surgen líderes como Maggie L. Walker.
Ethan Bullard recita el contexto en el que vivió la primera mujer afroamericana al frente de un banco en Estados Unidos. Ha debido hacerlo cientos de veces, como procurador del lugar histórico nacional dedicado a ella y aun así le sigue poniendo la misma pasión que un niño que repite la lección por la que acaba de obtener un sobresaliente. Walker consiguió ese hito histórico en 1903 y, para hacernos una idea de su importancia, el sufragio femenino no llegaría hasta el año 1920. Sin embargo, el poderío económico afroamericano de esa zona no serviría de nada a nivel político, cuando se decidió que la autopista interestatal 95 destrozara con su paso dicho barrio. El único elemento de la comunidad que consiguió un pequeño desvío para sobrevivir al huracán de hormigón fue una iglesia: sólo Dios en los cincuenta pudo anteponerse a unos planes de construcción federales. Benjamin C. Ross, historiador de la parroquia, lo define como una «victoria agridulce», porque la destrucción de numerosos hogares supuso la mudanza de muchos miembros de la comunidad y la congregación religiosa tardaría años en recuperarse. El distrito no tanto, pues prácticamente un siglo después sus habitantes tienen un ingreso medio por debajo del umbral de la pobreza. De milla de oro negra a milla de la miseria.
Planificación urbana como método de segregación
Las comunicaciones, sin embargo, no sólo han sido determinantes para destruir o frenar el avance de determinadas minorías. Puede que la llamada Línea Roja (sí, igual que el malogrado proyecto en Baltimore) sea la medida más segregacionista en términos de infraestructuras. Se remonta a los años treinta, cuando, a raíz de la Gran Depresión, se buscaron formas para parar las crecientes ejecuciones hipotecarias. Así, en 1935, la Corporación de Préstamos para Propietarios de Viviendas, una agencia federal ahora extinta, elaboró mapas de más de 200 ciudades estadounidenses para indicar cuál era el riesgo de préstamo hipotecario por barrios. Para ello, se utilizaron características como la antigüedad de la vivienda, la calidad o los precios. Sin embargo, posteriormente trascendió que, a la hora de elaborar dichos planos, no sólo se tuvieron en cuenta también características étnicas y raciales de los vecinos, sino que fueron determinantes a la hora de trazar dichos mapas. De este modo, los barrios «Tipo D» se delinearon en rojo, coincidiendo en casi todos los casos con vecindarios con mayoría afroamericana.
Dichos mapas fueron utilizados durante años por entidades públicas y privadas como guía para negar créditos e inversión, es decir, para neutralizar oportunidades y apuntalar la pobreza de una manera tan efectiva que aún en la actualidad siguen publicándose estudios que demuestran que dicha estructura de segregación y desigualdad económica permaneció, contraponiendo dichos planos con indicadores actuales. Por ejemplo, un trabajo de la National Community Reinvestment Coalition de 2018 afirmaba entre sus conclusiones que la mayoría de los barrios calificados como de alto riesgo hacía ocho décadas seguían siendo en la actualidad de bajos ingresos y más de la mitad están poblados por minorías. Por el contrario, las ciudades con más áreas calificadas como deseables han permanecido en su mayoría pobladas por ciudadanos blancos. Otro estudio elaborado por economistas de la Reserva Federal de Chicago viene a corroborar lo mismo: que las diferencias de tasas de propiedad de la vivienda, el valor de las mismas, el crédito y la segregación continuaban allí donde fueron marcados décadas antes. Este trabajo en concreto es importante porque va más allá, demostrando que no es que las líneas rojas fueran inocentes y tan sólo fueran capaces de prever el desarrollo, en este caso más bien el subdesarrollo de dichos barrios, sino que, en efecto, multiplicaron las desigualdades. De este modo, los economistas comprobaron que los barrios pobres que no fueron marcados con el estigma de la línea roja mejoraron hacia una menor desigualdad.
Un punto fundamental en el desarrollo de la catástrofe fue la ausencia de crédito para los habitantes de los barrios marcados y, por tanto, la enorme dificultad de acceso a una vivienda. Así, prestamistas que aplicaban enormes intereses y cometían abusos camparon a sus anchas entre una población ya de por sí abocada a la lucha diaria para mantenerse a flote. Esto no sólo supuso hundir aún más en la precariedad a las familias afroamericanas, sino transferir la poca riqueza de estas a familias blancas. ¿Cómo y hasta qué punto? Un estudio del mercado de la vivienda en Chicago analizó cómo los vecinos de aquellos barrios donde era imposible acceder a préstamos hipotecarios asegurados por el Gobierno cayeron en los llamados «contratos por escritura». Mientras ellos asumían impuestos, reparaciones y obligaciones en general, además de pagar cuotas mensuales al prestamista, este era el que figuraba como titular en la escritura de una vivienda cuyo precio de venta y tasas de interés eran enormes. Es decir, asumían todos los costes –además de manera inflada– de una casa que jamás sería suya, por lo que dichas familias afroamericanas finalmente no acumularon capital, sino que alimentaron el de otros, concretamente el de los prestamistas y agentes inmobiliarios blancos que hacían uso de esta práctica depredadora.
De este modo, tomando como base datos sobre ventas y tasas y comparando precios respecto a los préstamos convencionales de la época (entre 1950 y 1970) y trasladando dicha cifra al contexto actual, los investigadores calcularon que a las familias negras se les cobró de más entre 3,2 mil millones y cuatro mil millones de dólares. Hay a quien todo esto puede sonarle bastante actual. Exactamente, no hace falta ser poseedor de una gran inteligencia para detectar un patrón similar en los contratos de alquiler de hoy día, tras la crisis de la vivienda, grandes firmas de capital privado adquirieron inmuebles a bajo precio para posteriormente establecer alquileres a precios cada vez más abusivos a quienes no tienen suficiente capital acumulado como para ser propietarios, es decir, gran parte de la clase trabajadora. El capitalismo y su capacidad sofisticada y perversa para reinventarse.
Vivir y morir en un erial
El impacto de la línea roja y sus efectos duraderos han sido tan ampliamente estudiados y corroborados que, en tiempos de análisis del cambio climático y el aumento de la temperatura global, incluso existe un trabajo de la Universidad Estatal de Portland y el Museo de Ciencias de Virginia sobre la fuerte correlación entre exposición al calor y esta política de vivienda racista en 108 ciudades estadounidenses. Las comunidades estigmatizadas por dichos planos han sido aquellas más expuestas al calor extremo, entre otros motivos por falta de espacios verdes y árboles. Los eriales económicos son también eriales en su literalidad. No es un tema menor; como bien recuerda The Trust for Public Land, se estima que el calor extremo contribuyó fatalmente en la muerte anual de unas 5.600 personas en Estados Unidos entre 1997 y 2006. Un trabajo de dicha organización, publicado en agosto de 2020, afirmaba que los barrios con parques cercanos son mucho más frescos que aquellos que no tienen y en su análisis encontraba que los parques cercanos a poblaciones no blancas son de la mitad de tamaño que los de las poblaciones de mayoría blanca. En las comunidades de bajos ingresos, las zonas verdes son cuatro veces más pequeñas y, al mismo tiempo, cuatro veces más concurridas que aquellas situadas cerca de hogares con altos ingresos. «En Detroit, por ejemplo, donde el 78% de los residentes son negros, la ciudad dedica el 6% del suelo para parques, en comparación con la media nacional del 15%. En Memphis, Tennessee, sólo el 5% […] en Baton Rouge, Luisiana, sólo el 3% de la ciudad».
«La política de vivienda puede tener un impacto realmente duradero, ya que las estructuras permanecen durante mucho tiempo», dijo Daniel Hartley, uno de los economistas del estudio anteriormente citado de la Reserva Federal de Chicago a The New York Times. Si bien a finales de los sesenta y durante los setenta se aprobaron diversas iniciativas legislativas para intentar poner fin al delineamiento rojo de manera abierta, las prácticas discriminatorias siguieron y continúan sucediéndose, aunque en muchas ocasiones de manera más soterrada. Pongamos como ejemplo Washington DC.
Una de las estampas más conocidas de la capital estadounidense son los monumentos a presidentes históricos, muchos de ellos bañados por las aguas del río Potomac, que discurren alrededor de las construcciones o se sirven de ellas, como un ornamento natural que dota de fuerza y continuidad. Hacia el este, sin embargo, está su hermano pequeño fluvial, el más desconocido río Anacostia, que, si bien deja pequeños paraísos verdes escondidos en plena ciudad, en la práctica se utiliza como una delimitación natural para perpetuar desigualdades económicas. Mientras que los habitantes de la zona sudeste de la ciudad que se extiende un poco más allá de la parte trasera del Congreso gozan de calles limpias, tiendas y restaurantes de moda, casas reformadas y apartamentos completamente nuevos, una vez cruzado el puente de la avenida Pensilvania sus vecinos tienen las siguientes opciones comerciales y recreativas: gasolineras, iglesias, destartalados bazares, tiendas de alcohol y funerarias. Sal de aquí, reza, sobrevive, drógate o muere. No necesariamente por ese orden. Así, primas hermanas de la redlining son la retailining o la liquorlining. En el primer caso, la práctica consiste en que no sólo no haya determinados negocios y servicios en algunas zonas en función de su composición étnica y no respecto a criterios económicos, sino que además los servicios de transporte público y privado o la comida a domicilio son limitados. En el segundo caso, por el contrario, determinados proveedores se nutren de vecindarios poblados por minorías o con bajos ingresos para colocar productos conocidos por sus efectos adversos en la comunidad, como las tiendas de alcohol. Donde hay muchas licorerías hay más delincuencia y problemas de salud pública, y, por lo tanto, en otra especie de espiral de la pobreza, una mayor aversión a establecerse en la zona por parte de otros servicios y comercios esenciales, como supermercados o tiendas de ropa. Marginalidad estructural como fantasma para cualquier intento de progreso.
«Estoy feliz de informar a todos aquellos que viven su estilo de vida suburbano soñado que nunca más serán molestados ni les afectará económicamente la construcción de viviendas para personas de bajos ingresos en su vecindario.» El 29 de julio de 2020, Donald Trump tuiteaba esta declaración de intenciones para no sólo dejar patente la inquina de electorado y políticos republicanos hacia las ayudas públicas, sino también las ganas del presidente de apuntalar la segregación por vivienda e infraestructuras. En este sentido, el por aquel entonces todavía presidente tomaba como referencia principal un artículo de opinión de la política de su partido Betsy McCaughey, en el que exponía la argumentación base del asunto. En dicho escrito, McCaughey advertía de que si Joe Biden ganaba las elecciones presidenciales, el estilo de vida alejado de la aglomeración urbanita de casas unifamiliares con jardín –aquel que medio mundo y parte del otro visualizan de inmediato alentado gracias al imaginario establecido por las películas– se vería amenazado. Biden, según su campaña electoral, pretende impulsar un «plan de ingeniería social» de la era Obama que busca la construcción de viviendas asequibles de alta densidad en dichos vecindarios bajo el pretexto de la justicia social, exponía McCaughey. La política se defendía de las críticas asegurando que oponerse a esto no es racista, puesto que acceder a los suburbios es una cuestión de ingresos, no del color de piel –ocultando así todos los problemas estructurales que hemos expuesto–. Por otro lado, sacaba el comodín de la «libertad» para defender el derecho –en este caso, privilegio– de seguir viviendo en casas grandes con avenidas verdes sin pagar más impuestos por tener que ampliar alcantarillado, construir escuelas o agregar transporte público para acoger a unos vecinos con un menor poder adquisitivo. De nuevo, segregación vestida de meritocracia. Lo que el artículo y Trump callaban, sin embargo, es que, en 10 años de Gobierno, la Administración Obama no llegó a implementar dicho plan de manera efectiva.
El tuit de Trump «puede ser el llamamiento más abiertamente racista a los votantes blancos que he visto desde los días de líderes estatales segregacionistas como George Wallace de Alabama y Lester Maddox de Georgia», comentó sobre este tema el veterano periodista afroamericano Eugene Robinson. Si bien puede resultar exagerado comparar dicho mensaje con aquellos que profería el exgobernador de Alabama –«segregación ahora, segregación mañana, segregación siempre»–, lo cierto es que da cuenta de la lentitud del progreso en este sentido y cuán enraizadas siguen dichas estructuras en el imaginario colectivo. Por otro lado, las palabras de Trump no sólo resultan polémicas por su contenido, sino por el cuándo fueron pronunciadas, ofreciendo una perfecta radiografía de cómo la percepción de la realidad estadounidense se descodifica desde burbujas sociales.
Desahucios
María Jiménez no es su nombre, porque tiene miedo de que la identifiquen pero el suficiente coraje para contar su situación. Ha llegado a un punto en el que le da vergüenza seguir pidiendo ayuda, porque quienes la conocen también necesitan ayuda para sobrevivir:
Yo trabajaba en un hotel, pero perdí el empleo por esto de la covid en marzo. Es julio y sigo sin encontrar nada. Yo siempre he sido una persona que me ha gustado ahorrar y estoy viviendo de esto, pero una tiene que estar pagando la renta y sin entrar fondos no sé qué voy a hacer.
Carlos Sánchez tampoco se atreve a dar su nombre real. Hace unos días que dio positivo en un test de coronavirus y, desde entonces, intenta aislarse en un espacio sumamente pequeño. A él el virus en su cuerpo le da igual, no así en el cuerpo de su hija.
Aquí llevamos dos años viviendo ya mi mujer, mi hija, yo y una pareja más. El único apoyo que tengo ahorita es el del desempleo y es por eso que todavía hemos podido sobrevivir. Es duro porque yo tenía un trabajo muy estable, llevaba 10 años ahí y por el virus nos despidieron a todos. Tuvimos que vaciar todos los ahorros para pagar la renta, pero ya no tenemos más. La señora me dijo que teníamos que desalojar inmediatamente, pero me tocó decirle a ella que no podía, que tengo una niña pequeña que no tiene ni dos años y además el gobernador de Minnesota había dicho que no podían desalojar a nadie. Aun así, unas tres o cuatro veces ya me dijo que tenemos que dejar el apartamento inmediatamente.
Al mismo tiempo que Trump apelaba a un electorado blanco de verdes y ordenadas avenidas, millones de personas vivían asomadas al abismo de perder el techo que les estaba dando refugio ante una pandemia cuya cifra de contagios no paraba de crecer.
La gente tiene mucho miedo. Por un lado, está el hecho de que los fondos federales de los paquetes de estímulo se acaban y, con un Senado estancado [en aquellas fechas el poder legislativo estaba más centrado en sacar rédito electoral de disputas relativas a las ayudas que de aprobar nuevas medidas], nadie sabe si se extenderán. Por otro, está el miedo de que finalicen las moratorias contra los desalojos. Quiero recalcar, además, que muchas familias ni siquiera van a obtener ayudas porque no tienen permiso de trabajo. Además, estamos encontrando que muchas barreras tecnológicas y de idioma han supuesto que gente que podría haberlas recibido no haya accedido a las mismas.
Stephanie Herron Rice es abogada especialista en temas de vivienda en Massachusetts. En el momento en el que hablamos, asegura que hay cinco mil casos pendientes de desahucio congelados en su estado por la moratoria impuesta debido a la pandemia, pero que, una vez levantada, esperan alrededor de 20 mil casos nuevos. Teniendo en cuenta que la media anual es de unos 30 mil, «estamos hablando de más de la mitad de los desalojos en un año en cuestión de muy pocos meses». Desde Pensilvania, su colega Daniel Cortés dibuja un panorama similar y además pone el dedo en la llaga remarcando dos cosas. La primera, que ni siquiera es posible conocer la magnitud de la catástrofe porque no existen cifras nacionales de desalojos: «No tenemos un centro de información federal de los casos civiles estatales. Cada estado maneja su base local y cada uno de ellos tiene su propio sistema para registrarlos. Algunos tienen esa información pública y otros no, por lo que se vuelve un trabajo de investigación, de ir a las redes, a los sistemas de cada juzgado, y tratar de averiguar qué está pasando». La segunda, que la crisis del acceso a la vivienda antecedía a la pandemia:
Yo no creo que las autoridades entiendan cómo funciona esta crisis. Esto ha sido un problema antes de la covid-19, el problema de la gente que vive al día, que ve cómo los precios suben mientras los ingresos se estancan. Frente al discurso de que vivimos en un mercado libre, donde, si no te gusta o no puedes pagar, en teoría puedes ir a otro lugar, está la realidad. En la práctica, hay escasez de acceso a la vivienda.
Su colega Herron pone las cifras encima de la mesa: «Antes de la pandemia ya había más desalojos cada año que en el punto más alto y crítico de la recesión de 2008, con más de 2,3 millones de desalojos registrados en los juzgados del país anualmente. Esto sólo habla de los desalojos registrados, pero sabemos que muchos son llevados a cabo más informalmente o, mejor dicho, ilegalmente». Así, los datos más fiables sobre la epidemia de perder un techo son aquellos ofrecidos por el Laboratorio de los Desalojos de la Universidad de Princeton. Creado en 2017, la idea partió del investigador Matthew Desmond, quien en 2008 se dio cuenta de la necesidad de recopilar un estimado nacional. Con la ayuda del laboratorio, Emily A. Benfer, presidenta del Comité de Trabajo sobre Desahucios de la Asociación de Abogados de Estados Unidos, llegó en verano de 2020 a la siguiente conclusión: «Nunca habíamos visto este grado de desalojo en una cantidad de tiempo tan corta en nuestra historia. Aproximadamente 10 millones de personas, durante un periodo de años, fueron desplazadas de sus hogares tras la crisis de ejecuciones hipotecarias en 2008. Estamos viendo entre 20 y 28 millones de personas en este momento, entre julio y septiembre, afrontando desahucios». La propia Oficina del Censo de Estados Unidos publicaba una encuesta en la que revelaba que una cuarta parte de los inquilinos latinos y afroamericanos habían pospuesto el pago del alquiler en mayo de 2020 y la mitad mostró su preocupación por no poder pagar la renta del mes siguiente.
El colapso nacional durante el verano de 2020 sólo se evitó a golpe de moratorias de desalojos. En medio de esa distopía, en la que mientras millones vivían con la ansiedad permanente de perder sus casas y en la que algunos políticos se esforzaban por apelar a las familias blancas de perfectos barrios suburbanos, los legisladores decidían irse de vacaciones hasta septiembre. Sólo las elecciones presidenciales, que estaban por llegar en un par de meses, ocupaban el cronograma de sus mentes. Mucho tiempo después de los comicios, la situación relativa a los desahucios continúa sin resolverse, posponiéndose mediante aplazamientos sobre el papel que, en la realidad, ni siquiera se cumplen en muchos territorios.