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Capítulo 1 LA FORMACIÓN DE UN REBELDE INTRODUCCIÓN

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Don Luis Simarro Lacabra, como luego sería conocido, vino al mundo en Roma, el 6 de noviembre de 1851, cuando el siglo iniciaba la andadura de su segunda mitad.

Eran tiempos revueltos. La revolución de 1848 puso en cuestión los gobiernos liberales europeos. Las barricadas revolucionarias levantadas con gran violencia en París dieron al traste con la monarquía de Luis Felipe, mientras corrían vientos de socialismo revolucionario por el mundo europeo. En aquellos días, dos jóvenes alemanes que iban a tener una larga influencia en la historia, Karl Marx y Friedrich Engels, dieron expresión a los nuevos sentimientos, al tiempo que lo dejaban claro en las primeras líneas de su Manifiesto comunista. Decían allí: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han unido en una santa alianza para acorralar a ese fantasma…». Al tiempo que se extendía por el mundo occidental aquel dichoso fantasma, que aspiraba a promover un gran movimiento internacional, surgieron también vientos de nacionalismo impulsados por otros grupos, sobre todo en Italia y Alemania, que buscaban establecer como naciones unos países fragmentados que aspiraban a unificarse con todas sus energías.

De esa agitación no se libró la ciudad de Roma, que era entonces el centro de los Estados Pontificios. Allí, el papa Pio IX tenía su reino temporal, además de su trono espiritual. Italia se hallaba dividida en pequeños estados fuertemente controlados por el emperador de Austria, mientras se iba dejando sentir la pasión por unificar el país. Un sardo, el rey Carlos Alberto de Sicilia, diría con confianza: «Italia fará da se» –‘Italia sabrá cuidarse sola’–, y tras él, su hijo, Victor Manuel II, llegaría unos años después a coronarse como rey de Italia, derrotando al Imperio y al Papado, y culminando el proceso de integración.

Con todo, hacia 1850 Roma era el centro espiritual de Italia, y en gran medida también lo era del arte de la época. Tras el imperio del rigor neoclásico, habían surgido nuevos fervores románticos. Frente al intento napoleónico de un imperio universal, crecieron los deseos de escapar a la uniformidad y exaltar la propia tierra, las tradiciones locales, los cuadros de historia, los paisajes llenos de sentimiento y pasión por la naturaleza, y el cultivo del retrato personal.

Ramón Simarro, un valenciano atraído como muchos otros por la fama artística del mundo romano, se había trasladado allí para ampliar estudios de pintura. Al parecer, iba becado para enriquecer la iconografía valenciana pintando los retratos de los dos papas Borja, o Borgia, nacidos en Xàtiva –patria también del propio pintor–: Calixto III, o Alonso de Borja, y Alejandro VI, o Rodrigo de Borja, dos figuras centrales de la historia del siglo XVI. En su estancia en aquel centro mundial del arte se encontró con artistas e hizo amistades, entre otras con uno de los hijos del notable pintor neoclásico José de Madrazo. Se trataba de Luis, pintor, que era hermano de Federico; este último llegaría a ser el gran retratista del reinado de Isabel II.

Ramón ha dejado dibujos en los que traza con finura los retratos de su mujer, también valenciana, Cecilia Lacabra, y de su hijo Luis. Ella posa con el peinado de rodetes típicamente valenciano, sentada, envuelta en un chal y con un abanico en la mano; el hijo, que aún no ha cumplido un año, se cubre con un gorro la cabeza y mira tranquilo hacia uno de los lados. Así que, junto a la pintura oficial histórica, cultivaba sin duda otra centrada en los apuntes del natural, ágiles y precisos, con los cuales reflejaba el mundo afectivo que le rodeaba. Con los pinceles debió de lograr cierta aceptación y reconocimiento. Se sabe que algún cuadro religioso suyo figuraba en la iglesia parroquial de Enguera (Valencia), junto a algún otro de Vicente López (Tormo, 1923: 217), y también fueron suyos los techos del Teatro Principal de Valencia, luego destruidos durante la Guerra Civil española (Vidal, 2007: 21).

El Romanticismo, se dijo, no era sino el liberalismo en poesía. Los artistas, como Ramón, nacidos hacia 1820 sentían sin duda la llamada del Romanticismo. Sin embargo, en un país como España, en el que Fernando VII gobernaba con mano dura, se ponían trabas a toda expresión de libertad. En tales circunstancias, muchos pensaron que era preferible atenerse a la pintura histórica para no tener problemas, y hubo que esperar a la muerte del rey para que los nuevos temas comenzaran a circular. Pero en el caso de Ramón el drama vino de otro lado, vino de su mala salud.

Enfermó, como tantos otros artistas de la época, de tuberculosis. Entonces, su mujer y su hijo retornaron a España para recibir el apoyo protector de la familia con que hacer frente a la nueva situación. Algún tiempo después se reunió con ellos el padre. Pero aquello no duró. En mayo de 1855, antes de que el niño tuviera cuatro años, el padre, a los treinta y tres años de edad, falleció a resultas de su enfermedad. Lo que luego sucedió lo discuten los biógrafos, pero, según varias de las fuentes que se conocen, parece que la madre, al día siguiente de la muerte del marido, envolvió al niño en su chal, y con él en los brazos, se lanzó al vacio por un balcón de su casa, deseosa de reunirse con el marido en el otro mundo. Ella tal vez lo logró, pues falleció a consecuencia del golpe. Por su parte, el niño quedó vivo aunque maltrecho, y desde aquel momento vino a tener una leve cojera que le acompañó de por vida. Así lo cuenta, entre otros, Juan Vicente Viqueira, uno de sus discípulos próximos, que dejó de él interesantes recuerdos (Viqueira, 1930: 52) y que confirma el suceso.

De este modo, en 1855, quedó convertido en un huérfano solitario. Los apoyos familiares fueron limitados. Habría de aprender a valerse por sí mismo y a aceptar las ayudas de los demás, aunque su orgullo personal sufriera con ello.

Tuvo primero que vivir con unos tíos en la ciudad de Xàtiva. Llena de historia, con castillo y una noble colegiata, antiguas iglesias y palacios, Xàtiva era cuna de papas, y también de artistas grandes, como Jusepe de Ribera, el Españoleto, el que fuera, según Lafuente Ferrari, «el verdadero orientador de la pintura española del siglo XVII» (Lafuente Ferrari, 1953: 255). Durante el siglo XVIII la ciudad vio cambiado su nombre por el de San Felipe, como consecuencia de su derrota en la Guerra de Sucesión tras la muerte de Carlos II, pero en las Cortes de Cádiz pudo recuperar el antiguo de Xàtiva. Rica en agua, con numerosas fuentes, una con veinticinco caños, cultivaba y regaba una espléndida huerta, base de su economía.

Allí, el niño hubo de recibir su primera formación. Al parecer, ingresó en el Colegio de Damas Nobles, que mantenía una actividad educadora, donde pronto dio muestras de unas excepcionales condiciones para el estudio y atrajo la atención de sus maestros.

Los estudios secundarios los realizó en Valencia. Allí ingresó, en 1866, en un nuevo internado, el Colegio de San Pablo, que había sido vinculado al Instituto General y Técnico, creado pocos años antes en la capital e instalado luego en los locales de lo que antes había sido colegio jesuítico, siendo por aquellos días su director Vicente Boix, quien se convirtió en su nuevo protector.

Boix (1813-1880) era espíritu inquieto, escritor y erudito, y estaba muy interesado por la cultura y la política. Procedía de una familia modesta. Había sido escolapio, pero luego, cuando se suprimieron las órdenes religiosas, y entre ellas la suya (1836), orientó su vida hacia el periodismo y la enseñanza. Le inspiraba un fuerte radicalismo político, y dedicó gran parte de su esfuerzo a la historia valenciana, al estudio de sus fueros y a su literatura, impulsando el naciente valencianismo romántico, que animó y dio vida al renacimiento cultural o Renaixença. Firmaba sus escritos como «lo Trobador del Turia» (‘el trovador del Turia’), y publicó notables estudios de historia, así como novelas también de tema histórico. Este interés por la historia y la cultura dejó probablemente una huella consistente en el espíritu de su joven discípulo.

No fueron pacíficos estos cambios. En la España isabelina, al tiempo que crecía la economía, había una fuerte inestabilidad social y política, y a las tensiones entre moderados y progresistas se vino luego a unir el naciente conflicto en el norte de África, donde fueron atacadas las plazas de soberanía española allí establecidas –Tetuán, Ceuta, Melilla…–, conflicto que iba a tener largas consecuencias en el tiempo posterior. Se fue agudizando la crisis en la que Valle-Inclán llamara «la corte de los milagros», donde la monja Sor Patrocinio y el confesor de la reina, San Antonio M. Claret, ejercían una profunda influencia sobre la reina. En 1868 se produjo la Revolución de Septiembre, o «septembrina», que puso término al reinado. Isabel II abandonó el país.

Se desataron con fuerza los vientos republicanos de reforma, libertad y democracia. «¡Viva la libertad! ¡Viva la soberanía nacional! ¡Abajo los Borbones!». Con tales gritos termina la proclama que dirigió la Junta revolucionaria superior de la provincia al pueblo de Valencia, y que fue publicada el 29 de septiembre de 1868 (Bozal, 1968: 87). Los revolucionarios, entre otras cosas, cerraron el Colegio de San Pablo y expulsaron a los internos, sin duda como medida democratizante. Simarro había terminado su bachillerato en 1867 y se encontró ahora en la calle. Hubo de acogerse a la generosidad, primero del conserje del centro, y luego de un caballero, Jaime Banús Castellví, que le ofreció su casa y después le buscó un colegio donde dar unas clases y empezar a ganar algún dinero. El joven bachiller se vio así envuelto en el vendaval del cambio de régimen hacia una democracia, por el que habían trabajado muchos espíritus radicales y soñadores.

La Junta revolucionaria, encabezada por Josep Peris i Valero (1821-1877), recibió en la ciudad al general Prim a principios de octubre de ese año. Mientras muchos buscaban una nueva monarquía democrática que ocupara el trono vacante, otros procuraban favorecer la llegada de una república que pusiera fin a los abusos y corruptelas que habían abundado en la vida de la corte. La agitación no cesó. En septiembre de 1869, un año después de la caída de los Borbones, el Gobierno provisional del general Serrano trató de disolver las Milicias Nacionales a fin de consolidar el poder central. Las Milicias habían llegado a reunir un poder considerable y en muchos lugares se sublevaron buscando su permanencia.

En Valencia, las calles de la ciudad se vieron envueltas en una batalla campal entre milicianos republicanos que pretendían forzar el cambio y las tropas del ejército, que buscaba imponer el orden de acuerdo con el Gobierno. Simarro aparece como uno de los jóvenes dirigentes de la juventud republicana, y debió de participar muy activamente en todo el episodio de agitación ciudadana. Con clases y conferencias animó la actividad popular de las gentes republicanas. Eduardo Pérez Pujol, rector de la Universidad y una de las figuras que luego se integraría desde su creación en 1876 en el amplio grupo de impulsores de la Institución Libre de Enseñanza, le nombró tesorero de la Junta revolucionaria. Desde esta época se fueron consolidando las convicciones políticas de republicanismo y democracia que luego le caracterizarían, al tiempo que su personalidad se afirmaba y distinguía con un perfil propio.

La construcción de un nuevo régimen no gozó de la calma que hubiera posibilitado la edificación de un nuevo marco político sólido. Un gobierno provisional, con figuras como Práxedes Sagasta, Manuel Ruiz Zorrilla y Laureano Figuerola, reunió Cortes y buscó entre personalidades de las dinastías europeas de la época a un rey que pudiera venir a ocupar el trono hispano vacante. Creyeron hallarlo en el príncipe italiano don Amadeo de Saboya (1845-1890), hijo segundo del rey de Italia, Victor Manuel II. Su nombre obtuvo el apoyo mayoritario de las Cortes, que votaron entre los distintos candidatos. El nuevo monarca iba a tener en contra a los republicanos, federales y no federales, a los alfonsinos, partidarios de don Alfonso, el hijo de Isabel II, a los partidarios del duque de Montpensier y a los que estaban a favor de darle la corona al general Espartero, y en fin, a los carlistas, que rechazaban la decisión de las Cortes. Mientras venía, fue nombrado regente el duque de la Torre y presidente del Consejo de Ministros el general Prim. Pero cuando don Amadeo llegó a España a ocupar el trono que se le había ofrecido, se encontró con que su principal valedor, don Juan Prim, había caído asesinado en diciembre de 1870. Había estallado la guerra en Cuba, donde los grupos influyentes buscaban la independencia; la internacional socialista buscaba penetrar en la sociedad y los carlistas se sublevaban iniciando la Segunda Guerra Carlista y forzando la represión militar. Todos esos factores terminaron por impulsarle a renunciar al trono y abandonar el país. Así se llegó a la creación de la Primera República, en sesión de Cortes de 11 de febrero de 1873.

Políticamente, la república fue un fracaso. Vivió sin un día de paz, agitada por la rebelión de los carlistas, la sublevación de Cuba, los movimientos separatistas y los intentos de implantar cantones independientes en diversos lugares de Andalucía y Levante. Hubo, además, fuertes movimientos obreros y los grupos anarquistas adquirieron un peso creciente y un fuerte arraigo entre ciertos sectores sociales. El nuevo régimen duró un año, desde febrero de 1873 al 3 de enero de 1874, fecha en la que el general Pavía dio un golpe de estado con el que puso fin al Gobierno que entonces presidía el cuarto presidente, Emilio Castelar (1832-1899), que había sido precedido en los meses previos por Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall y Nicolás Salmerón, figuras notables y valiosas, pero con un efímero poder.

También en este tiempo se vio el joven Simarro envuelto en las andanzas cantonales que se desarrollaron en Valencia en el verano de 1873, de forma paralela a lo que también ocurriera en Alcoy, en Castellón y en otros lugares, como Cádiz, Sanlúcar o Cartagena. Al final, el general Martínez Campos terminó dominando la insurrección y restableciendo el orden. Simbólicamente, buena parte de las murallas de la ciudad, construidas en el siglo XIV y ya en parte derribadas en 1865, terminaron por desaparecer (Barón, 1994). El cantonalismo dejaba paso, al rendirse, a la construcción de un estado nacional.

De todas esas aventuras juveniles guardó un permanente recuerdo. Todavía en 1914, en algún mitin político, hizo alusión a su presencia en las barricadas de 1869 y de 1873, así como a sus «primeros entusiasmos revolucionarios» (Simarro, 1914b: 1).

Las algaradas y las barricadas no impidieron al joven bachiller, ya estudiante de medicina, reflexionar sobre las cuestiones punzantes del conocimiento y del saber, y pensar en su futuro. Se dedicó con nuevo ahínco a su carrera.

Luis Simarro

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