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ESTUDIANTE Y CONFERENCIANTE

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Medicina era una carrera de seis años, que incluía varias materias de la Facultad de Ciencias, además de las propias de la licenciatura. En Valencia sus estudios se hacían en locales del Hospital General, pues hasta 1885 no tendría un edificio propio (Barona, 1998: 58). La facultad contaba con dos departamentos, uno de Anatomía y otro de Fisiología, y con una serie de museos y dependencias, en los que enseñaban catorce catedráticos y varios auxiliares. Los estudios se podían orientar hacia la clínica médica, la quirúrgica o las enfermedades de la mujer y el niño (Vidal, 2007: 26). Sus medios limitados no impidieron que en sus aulas se introdujeran las nuevas ideas que circulaban por Europa, aunque no sin resistencias. Así, en 1867, el catedrático de Fisiología José Ortalá fue separado de su cátedra por haber defendido en ella públicamente las tesis darwinistas, pero con la llegada de la revolución, la Junta revolucionaria acordó reponerle, prestando así apoyo a las tesis progresistas. Otra notable figura de aquel tiempo es Peregrín Casanova (1849-1919), catedrático de Anatomía entre 1875 y 1919; su obra representó un importante impulso a favor de las tesis del monismo evolutivo de Ernst Haeckel, famoso profesor de la Universidad de Jena, defensor del evolucionismo, con quien el valenciano mantuvo una buena relación epistolar. Además, sostenía la relevancia singular de la química biológica, que era para él «el verdadero ligamento… de lo inorgánico y de lo orgánico», pues en los procesos químicos veía la base de los actos y funciones biológicos (Casanova, 1877: 7). Algunas de estas ideas iban a dejar su huella en los primeros trabajos de Simarro.

Entre las figuras influyentes de la docencia de aquella Facultad se cuenta José Monserrat y Riutort (1814-1881), que promovió los estudios de química y análisis químico médico, y sobre todo, Juan Bautista Peset y Vidal (1821-1885), gran clínico práctico, que además impulsó la creación del Instituto Médico Valenciano, fundado en 1841, y el desarrollo y la mejora de la Facultad, donde promovió los estudios clínicos, la psiquiatría y la historiografía médica (López Piñero et al., 1983).

Peset poseía una mentalidad anatomo-clínica. Con un sentido claramente positivista, buscaba los signos físicos de la lesión que afectaba a la organización anatómica del paciente y generaba el trastorno patológico; llegado el caso, la autopsia post mortem habría de confirmar la corrección del juicio médico.

De esta suerte, Simarro pudo encontrar en la Facultad valenciana algunas de las ideas que iban a marcar luego su desarrollo intelectual: el positivismo científico y metodológico, y el evolucionismo biológico.

Aquel tiempo en torno a la Primera República fue, intelectualmente, una época de gran fermentación intelectual. El país, que había sufrido un grave desajuste cultural respecto del entorno europeo en los años del absolutismo de Fernando VII y había tenido solo un principio de apertura con el reinado de Isabel II, iba a alcanzar la libertad social y política en los tiempos revolucionarios. Los nuevos aires encontraron cabezas bien dispuestas –lo que alguna vez se ha llamado la «generación de sabios»– que vivían los días de su primera juventud. Eran las gentes nacidas en torno a 1840 y 1850, que entraban en el mundo histórico respirando el aire libre del republicanismo de 1873.

En este nuevo clima de ideas, habían por fin hallado medio de entrar en nuestra sociedad las doctrinas positivistas. Basadas en la creación filosófica del pensador francés Augusto Comte (1798-1857), estas ideas habían alcanzado a impregnar la reflexión de científicos y filósofos de la época. Representaban el reconocimiento de la primacía del conocimiento científico sobre las demás formas del saber. Junto a ellas, llegaban también las teorías materialistas, en franca contradicción con el espiritualismo que había venido dominando en España, apoyado en las fuertes creencias religiosas que dominaban en la sociedad; y venían las nuevas ideas del evolucionismo o «transformismo», como entonces se llamó a las doctrinas de Charles Darwin, T. Huxley, E. Haeckel y tantos más. Los nuevos datos sobre la evolución de los organismos habían conmocionado muy recientemente no solo al mundo de la biología y de la antropología, sino también a los de la filosofía y la religión, al establecer una esencial continuidad entre el animal y el hombre, cuestionando la naturaleza espiritual de este último.

En definitiva, se había levantado la veda de ideas y creencias que antes aprisionaban las cabezas de muchos jóvenes curiosos y reflexivos. Lo divino y lo humano estaban al alcance de los espíritus discutidores e inquietos, y por primera vez las dudas y discusiones sobre todos esos temas encontraban un clima de libertad alrededor. Ello no se haría sin resistencia por parte de los partidarios de las antiguas creencias. Pero aquellos que venían de las barricadas revolucionarias difícilmente podían detenerse ante el gesto censor o la reprimenda del profesor de ideas anticuadas. Era un tiempo especialmente idóneo para ir adelante sin ceder a los obstáculos.

Este aire se refleja bien en unos recuerdos juveniles del químico José Rodríguez Carracido (1856-1928), contemporáneo estricto de Simarro y uno de los más relevantes científicos positivos de finales del siglo XIX. Al referirse a su experiencia de estudiante en la Universidad de Santiago, escribe:

La revolución del año 1868 fue un poderoso excitador de la mentalidad española. La violencia del golpe político rompió súbitamente muchas trabas, y los anhelos antes contenidos se lanzaron al examen y discusión de lo humano y lo divino, pasando por encima de todos los respetos tradicionales. En periódicos, folletos y libros se publicaban diariamente las mayores audacias de pensamiento, y en multitud de círculos se disertaba con la más absoluta libertad sobre materias filosóficas y religiosas: no sólo la política, sino también la conciencia se colocaron entonces en período constituyente (Rodríguez Carracido, 1917: 273).

También Santiago Ramón y Cajal experimentó, en los días que siguieron a la Revolución, un «peligroso recrudecimiento» de lo que él mismo llamó su «manía razonadora». En sus recuerdos cuenta cómo se dio a leer las obras metafísicas que había en la biblioteca de la Universidad de Zaragoza, para hacerse por entonces un «ferviente y exagerado espiritualista» (Ramon y Cajal, 1923: 121). Y por su lado, para no ser menos, Simarro se declaró a favor del positivismo en una conferencia que fue muy sonada en Valencia y que incluso logró ver publicada de inmediato.

Luis Simarro

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