Читать книгу Ciudad, espacio urbano y arqueología - Henri Galinié - Страница 7
ОглавлениеINTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA
Ciudad, espacio urbano y arqueología es una pequeña gran obra que ponemos a disposición de un público hispano-parlante. Su lectura es una inversión a largo plazo y, como las inversiones, tiene un claro valor intrínseco, analítico sobre las prácticas propias de la arqueología urbana; propositivo sobre los cuestionamientos que deberían presidir la arqueología urbana. Pero el mayor valor es en el rendimiento en el largo plazo, por el carácter de inversión conceptual e intelectual que representa para quién lo lee y los cuestionamientos que suscita su lectura cuando se cierra el libro.
Desde el año 2000 en que fue editado el libro por la Maison des Sciences de la Ville, de l’Urbanisme et des Paysages de la Universidad François Rabelais de Tours, creí que iba a ser determinante para la arqueología aunque con toda certeza lo ha sido para mí y bastante menos para la disciplina como intentaré demostrar. En las relecturas necesarias para asegurar su correcta traducción y edición he apreciado cómo y cuánto ha influido en mi manera de analizar los problemas y de entender la arqueología, y no solo de la arqueología urbana. He usado el libro en la preparación de mis clases, lo he aconsejado a mis alumnos de licenciatura y de máster, lo he citado y parafraseado en conferencias y seminarios..., y todo ello independientemente de las numerosas e indudables virtudes que tiene el ensayo, e independientemente de aquellos aspectos en que se pueda estar de acuerdo, o no, con el autor, sino más bien por tratarse de una visión global sobre la arqueología y más concretamente sobre la arqueología de la ciudad.
UN PUNTO MUERTO EN LA INVESTIGACIÓN
Como el autor, que en el año 2000 se encontraba en un punto muerto en su trayectoria profesional, me siento (aunque no creo que sea solo un problema personal) en lo que podríamos llamar una crisis profesional. La práctica arqueológica ha entrado en crisis como consecuencia del crecimiento exponencial de las intervenciones realizadas aunque disponemos, en principio, de más datos que nunca. Sería el momento de hacer síntesis, calibrar, confirmar o refutar viejas hipótesis y lanzar otras nuevas pero el diálogo con el trabajo de campo se hace difícil y de manera puntual. Este diálogo es más bien fruto de la relación personal con algún profesional de la arqueología que de una auténtica relación establecida en un marco institucional, como creo que debería ser, la praxis arqueológica se ve inmersa en una lógica de inventario sin fin. Como en un puzle en permanente expansión se van encontrando piezas de la «realidad» del pasado que se van acumulando en la configuración preestablecida por el modelo o arquetipo. Como la producción de piezas de ese gran rompecabezas del pasado la arqueología está atomizada entre un sinfín de productores sin una visión global que las presida, que no vaya más allá de formulas bienintencionadas y estereotipadas. Quién posee la pieza posee el poder. Y cuando la pieza es clave por única o central en algún tipo de argumento los arqueólogos académicos aleteamos en torno al descubridor y acabamos por firmar algún artículo entre quién, por las leyes del mercado ha encontrado el hallazgo sin, a veces, demasiada noción de lo que ha encontrado y aquel que, por formación y tiempo, dispone de los elementos bibliográficos y la perspectiva científica que le permiten reintegrar el hallazgo en un discurso interpretativo. La situación no es satisfactoria para ninguna de las partes pero la atomización permite la mistificación de una práctica arqueológica donde el desarrollo urbano y territorial apenas se ve detenido, a pesar de lo que promotores y ordenadores del territorio puedan pensar, mientras que los políticos creen preservar el legado del pasado y los ciudadanos también.
La arqueología urbana deviene una arqueología en la ciudad en lugar de una arqueología de la ciudad como preconiza el autor. Las prácticas arqueológicas se convierten en una excavación sin fin donde los arqueólogos se enredan en una eternamente aplazada interpretación sobre preguntas que en unos años ya no serán las mismas y haciendo de la mayor virtud de la disciplina, así como su mayor dificultad, la razón de ser de su profesión y de ellos mismos: la producción constante de hechos inéditos, la acreción del corpus de datos. El estado del conocimiento de una ciudad se convierte en un fin en sí mismo, como si el inventario fuera neutro y a la espera de que surjan las respuestas del crecimiento del corpus de pruebas. Las características del registro arqueológico, inédito hasta su exhumación y acumulativo, al menos teóricamente, hasta el infinito, así como los procedimientos de obtención de la información y su tratamiento interpretativo, hacen de la práctica arqueológica un reservorio de científicos frustrados cuya máxima aspiración pudo haber sido ser profesionales de una ciencia de protocolo, una ciencia «inhumana», y que sólo su incapacidad para desenvolverse en los procedimientos propios de las disciplinas científicas les condujo a las ciencias humanas y sociales. Supone otorgar al protocolo y métodos propios de la arqueología el papel preponderante, alimentando el carácter «científico» de la arqueología. Olvidan que, a pesar de los aportes mayores de los métodos científicos a la arqueología durante la segunda mitad del siglo xx (la denominada arqueometría), las contribuciones más notables de la disciplina han surgido de la integración a la misma de los útiles conceptuales provenientes de las ciencias sociales como la sociología, la geografía y la antropología social. Algo que H. Galinié pone en evidencia a lo largo del texto.
Las consecuencias de estas prácticas son nefastas. A pesar de tratarse de un paso necesario, abordar la arqueología como una ciencia descriptiva, donde se establece una clasificación y se alimenta eternamente una base de datos de una realidad histórica que nunca llegaremos a aprehender es una quimera en la que caen muchos proyectos de arqueología urbana y su corolario, los sistemas de información geográfica (SIG) aplicados a la arqueología. Si indudablemente son una herramienta indispensable para manejar los datos de disciplinas que tienen el espacio como referente, incluida la arqueología como veremos, su carácter compilatorio ha permitido sublimar a los arqueólogos que aplazan eternamente las respuestas, en una postura de huida hacia delante. Si, en las palabras críticas de H. Galinié «describir sería duplicar la realidad», la base de datos georeferenciada que es un SIG se convierte en ese pozo sin fondo donde verter los datos, eso sí, con orden metódico, hasta alcanzar el umbral que permita la explicación. Hemos perdido casi dos décadas en discusiones sobre cuáles eran las herramientas más adecuadas (ordenadores, programas, estructuras de bases de datos...) y ahora que casi todos esos problemas están resueltos, podemos seguir perdiendo el tiempo si no somos conscientes de que no existe una base de datos eternamente válida porque su existencia solo se justifica por las preguntas que se le hacen y que, aun correctamente formuladas, varían con el tiempo. Si existió una realidad, ésta no es restituible en su infinita complejidad por más excavaciones, estudios o técnicas que sumemos. Lo peor es que todo ello ha sido dicho hace casi cinco lustros por Alain Gallay y si el colectivo arqueológico leyera más no se caería en estas tentaciones universalistas.
Otro problema más complejo que atañe a los SIG es la dificultad de representar el tiempo en el modelo (simplificación) de la realidad. Como demuestra el autor de este libro, en arqueología ni el espacio es el soporte- escenario de la actividad social, ni el tiempo es el tiempo cronológico del calendario, siquiera la datación que nos permiten los métodos arqueológicos. Un ejemplo que evoco en clase en relación con la arqueología urbana es el de la ubicación espacio-temporal de una calle cuyos orígenes remontan a la Antigüedad, prolongándose su uso en el Medioevo y en la época moderna y hoy sigue siendo un activo eje mayor de circulación de la ciudad. Si bien, el trazado de la calle actual perceptible en el plano es coincidente con el de la calle antigua o medieval, e incluso admitiendo la misma georeferenciación espacial en x e y, normalmente, el nivel de circulación, la z, es otra diferente, evidenciando que ambas calles no son completamente coincidentes ni siquiera en el espacio. ¿Cuál es la datación de esa traza perceptible en el plano? No podemos contentamos con adjudicar un tiempo (variable T en la base de datos) que tenga en cuenta el lapso de tiempo comprendido entre el origen y la actualidad. Incluso, aunque así sea, el SIG solo mostrará una evolución temporal cuando interroguemos a la base de datos sobre la topografía de un momento cronológico preciso de la ciudad y nos dé una respuesta gráfica de ese momento. Cuando volvamos a interrogar la base de datos para una cronología posterior, obtendremos otra imagen fija correspondiente a momento posterior, y así sucesivamente. En nuestro afán por mostrar la evolución, por ofrecer un continuo, construimos una película a partir de 3 o 4 imágenes fijas que representan una secuencia de 2000 años, cayendo en el defecto evocado a lo largo del libro y contra el que milita: pretendemos aplicar a las fuentes arqueológicas las secuencias y las periodizaciones de la historia social o económica construida con otro tipo de fuentes y con otros fines bien distintos de los que podemos alcanzar con el registro arqueológico.
No sorprende que el autor nada diga en su libro de los SIG, aunque ha ayudado a implantarlos en el equipo de Tours. A partir de su lectura se evidencian cuáles son los errores habituales que en nada ayudan al éxito de muchas experiencias llevadas a cabo en arqueología urbana. Como se ha dicho, los SIG no son una buena herramienta para representar la dimensión temporal. Los fracasos de muchas experiencias de SIG aplicados a la arqueología de las ciudades provienen de tres errores de partida que se desprenden de la lectura de este libro.
En primer lugar, la pretensión de construir modelos de la realidad (irreductible e inaprehensible) del pasado que acaben por darnos un modelo, ya no de la ciudad histórica en un instante preciso, lo que podría llamarse «utopía pompeyana», sino también de su evolución temporal, con las dificultades añadidas de representación del tiempo a las que aludía. Si además, descendemos al terreno más prosaico de las condiciones materiales de la arqueología urbana y las consecuencias que producen en una concepción dinámica de la investigación y del estado de los conocimientos, la utopía se aplasta contra el suelo de la realidad. En otras palabras, ¿de qué sirve una base de datos que permite producir un plano con todos los fragmentos de ánforas itálicas repertoriadas en 30 años de excavaciones ininterrumpidas en una ciudad, si cuando queremos revisarlas físicamente, fruto de nuevos interrogantes, somos incapaces de encontrarlas en los almacenes porque, o bien no hay quién las encuentre por problemas de espacio o de personal, o bien porque se ha estropeado la carretilla elevadora que da acceso a la fatídica estantería?
En segundo lugar, e íntimamente relacionado con lo anterior, el principal problema no deja de ser la pretensión de crear una base de datos disponible para responder las preguntas que surgirán algún día. Pretender aplazar no solo las explicaciones sino también las preguntas en la creencia de que los métodos de excavación, registro e inventario son uniformes y que algún día bastará con apretar la tecla adecuada para responderlas es, cuanto menos, un error de juventud. Algunos pasamos por él a principios de los 90 pero, a la vista de las experiencias, aciertos y fracasos, mantenerlo hoy en día es fruto de una arrogancia propia de la «modernidad». Significa creer, parafraseando a Karl Popper, que nuestra visión y praxis arqueológica es la última y más audaz realización de la historia de la disciplina, tan sensacionalmente moderna que muy pocos profesionales están suficientemente adelantados para comprenderla y que hemos alcanzado la cumbre del desarrollo disciplinario al final de una evolución.
Tan mesiánicos nos convertimos que osamos ser profetas. Nuestro tercer y último pecado es el de la profecía. A finales de los 80 y principios de los 90, coincidiendo con el final de lo que podríamos denominar la época dorada de la arqueología urbana, la pretensión de compaginar el desarrollo económico y social con el descubrimiento y puesta en valor del patrimonio exigió de los arqueólogos la capacidad de responder a una pregunta que es, a todas luces, imposible de contestar: ¿qué hay en el subsuelo antes de excavar? Consecuencia de otra pregunta más prosaica ¿Cuánto va a costar (en tiempo, en dinero) liberar al suelo de esa carga? Ante la presión y la lógica, por necesaria, autojustificación pragmática de nuestra actividad, confundimos dos niveles diferentes de respuesta. Un nivel, fruto de la investigación fundamental, que nos permite modelizar, restituir la realidad fragmentaria, proponer modelos explicativos de la fábrica urbana que nos permite comprender la ciudad del pasado. Y otro nivel, más propio de la investigación aplicada, de ayuda a la gestión de la ciudad actual a través de la compilación de las diferentes fuentes que conciernen a la ciudad y cuyo tratamiento sistemático ahorraría sorpresas innecesarias en la gestión cotidiana de nuestra acción social contemporánea sobre el espacio urbano. Era el filón necesario para los arqueólogos, surgidos de las carreras de letras, inútiles en términos de una orientación a la resolución de problemas sociales inmediatos con aplicación tecnológica y de rápidos réditos económicos, para encontrar empleo, la grave consecuencia de la democratización y acceso a la formación de las clases medias en la segunda mitad del siglo xx. Lo que con toda seguridad es incierto es que podamos prever y erradicar los problemas derivados de una sensibilización social, la documentación, puesta en valor y protección del patrimonio, convertida en una ley de obligado cumplimiento por una decisión política de nuestra sociedad.
Nos olvidamos de que esa misma decisión colectiva de nuestra sociedad ha diseccionado con precisión quirúrgica los fines de los medios, otorgando carta de naturaleza a la posición en la que muchos arqueólogos se encontraban a gusto. En España, privatizando el mercado de la intervención científica en el suelo hasta el punto en que la administración se diluye sin demandar mayor explicación sobre los resultados observados. En Francia con la modificación de la ley de arqueología preventiva de 2001 que despojó, escrito negro sobre blanco, del carácter de actividad científica a la arqueología preventiva, permitiendo a su vez, la entrada del sector privado en clara concurrencia con el INRAP1 La disparidad de modelos de gestión no es el problema de fondo porque los resultados no son tan diferentes, el problema principal (común a ambos modelos) radica en la separación entre las problemáticas científicas y las políticas patrimoniales, entre explicaciones y métodos, entre ciencia y técnica.
Pasada esa época en que se ejecutaron en nuestro país las políticas evidentes, aquellas que, en relación con el patrimonio, simplemente eran necesarias tras cuarenta años de oscuridad y desestructuración de la sociedad civil, se iría imponiendo el núcleo ideológico tecnocrático que diferencia entre práctica y técnica y donde la política no se orienta a la realización de fines prácticos sino a la resolución de cuestiones técnicas. Con la misma precisión quirúrgica se separó ciencia y praxis profesional, transformándola en una «ciencia sin seso» y favoreciendo una aplicación profesional rutinaria que no conduce sino a «sociedades conservadoras y economías dependientes». Una excelente prueba de esta separación es que en la Comunidad Valenciana, los primeros jefes de servicio de arqueología de la nacida Generalitat Valenciana eran profesionales de reconocido prestigio académico de los museos o de las universidades que fueron poco a poco reemplazados por cargos de confianza sin nivel académico reconocido, hasta la situación actual en que, la función es ocupada por funcionarios de empleo si posesión del título de doctor. No pretendo con ello que sea imprescindible, solamente ilustrar la evolución final.
La situación es tan generalizable a cualquiera de las administraciones españolas o francesas que conozco que cuesta creer que sea fruto del azar y de la incapacidad. La asepsia de la objetividad, la frialdad pragmática que preside la ejecución de la liberación del suelo con el pretexto de la modernización y la consiguiente generación de unos beneficios económicos corren paralelos a la falta de reflexión, a la existencia de servicios arqueológicos y empresas que bien poco contribuyen al que debería ser el fin último de las intervenciones arqueológicas. Este fin ha acabado subvertido llegando a confundirnos. El problema social inmediato al que la arqueología de las ciudades debe responder no es liberar el suelo de las cargas históricas como se deduce de la práctica habitual. El objetivo no ha de ser otro que el de conocer la fábrica urbana. Por qué la ciudad en que vivimos, por la que nos desplazamos, que admiramos o sufrimos y representamos es como es y no de otra forma. Si ese conocimiento de la realidad del pasado ampliamente difundido entre la sociedad se aplica a una mejor gestión del espacio urbano, transfiriendo ese conocimiento de la fábrica al ámbito de la ordenación (control) del espacio actual el conocimiento obtenido revertirá por duplicado a la sociedad.
Desconozco si existe alguna reflexión global como la que se hace en este libro, fruto de la experiencia del autor en la ciudad de Tours y en el equipo Archéologie et Territoires pero se me ocurre que ante la ausencia de alternativas consistentes, la arqueología urbana de cualquier ciudad debería obtener respuestas a los numerosos interrogantes que se abren en el mismo.
EL CNAU2 Y EL LABORATORIO ARCHÉOLOGIE ET TERRITOIRES
Henri Galinié fue el creador y primer director del CNAU, un centro que pretendía animar la reflexión metodológica con vocación de centralización de la información sobre los problemas relacionados con el patrimonio arqueológico de las ciudades. Un centro de recursos y documentación que actuaba como observatorio de la investigación en arqueología urbana, permitiendo la relación entre arqueólogos y promotores por medio de publicaciones científicas y donde arqueólogos, historiadores, urbanistas y geógrafos se unían en torno al objeto científico que es la ciudad. Garantiza la coherencia de la investigación realizada en las diferentes ciudades e inscribe el patrimonio en las políticas de ordenación y desarrollo urbano. Una experiencia que aunaba en su seno investigación fundamental y aplicada y que en estos momentos ha desaparecido, otro síntoma de la disección a la que me refería anteriormente.
Tras la experiencia del CNAU, Henri Galinié creó, junto a otros investigadores de la Universidad y del CNRS (Elisabeth Zadora-Rio, Alain Ferdiere, Gérard Chouquer...) en 1992 la UMR3 Archéologie et Territoires de la que fue su director, uno de los primeros laboratorios de investigación dedicados a la relación de las sociedades del pasado con el espacio.
A finales de los años 90 este laboratorio se fundió junto a otros dos: la UMR 6592 Centre d’Etudes et de Recherches sur l’Urbanisation du Monde árabe (URBAMA), creada en 1977, y el equipo EA 2111 Centre de recherche Ville/Société/Territoire, cristalizando en 2000 en tomo a la estructura federativa Maison des Sciences de l’Homme, editora de la edición francesa de este libro.
Casi desde su fundación formé parte de Archéologie et Territoires. En 1993, como investigador asociado del CNRS de la mano de Gérard Chouquer, entre 1994 y 1995 como investigador contratado de la misma estructura para la realización del estudio de los paisajes históricos atravesados por el TGV Mediterráneo Lyon-Montpellier, y entre 1996 y 1998 con un programa de postdoctorado de formación en el extranjero financiado por el Ministerio de Investigación y Ciencia español. Son los mejores años de mi vida profesional. Los más formativos y fecundos que recuerdo. Archéologie et Territoires supone para mí el modelo de funcionamiento de un laboratorio de investigación. Las reuniones mensuales, en las que se escuchaba y criticaba el avance de los proyectos de tesis de los doctorandos, o donde se debatía los posicionamientos científicos colectivos y particulares en torno a un tema de actualidad científica que pudiera tener algo que ver con las temáticas del laboratorio son prácticas poco comunes que entonces me parecían completamente normales. Los seminarios y clases que impartí a alumnos y en los que siempre estaban presentes los miembros del equipo, incluido su director, contribuyeron con sus críticas y debates a configurar mi línea de investigación o el nuevo artículo que tenía en preparación. Algunos de esos seminarios, clases o conferencias las realicé sobre ejemplos que luego plasmé en mi libro editado por la Universidad de Jaén que sintetizaba los resultados de mi proyecto de postdoctorado: Las formas de los paisajes mediterráneos. La formación de aquella época se completaba con mis estancias en la biblioteca del CNAU dirigido por entonces por su segundo director, Pierre Garmy, quién ponía a mi disposición la llave maestra del Château de Tours, sede del CNAU y de su imponente biblioteca. Esta y la biblioteca de URBAMA fueron de una gran ayuda en la elaboración de mi artículo sobre el barrio del Carmen de Valencia.
De aquel ambiente datan algunas de las reflexiones de Henri Galinié que más tarde cristalizarían en este libro y que evocaba a lo largo de las discusiones de las reuniones del laboratorio: la tentación organicista, la irreductibilidad de la realidad del pasado, los conceptos de la sociología de Max Weber en el análisis de las acciones de las sociedades sobre la ciudad y sobre la importancia del espacio como vertebrador de la arqueología.
La tentación es sugerir al lector que se sumerja en su lectura sin más. Pero resulta imposible no glosar algunas de las cuestiones que lo vertebran. No es una propuesta sencilla. No es un manual de excavación. No espere el arqueólogo iletrado fórmulas fáciles de aplicar. Se trata de asumir la implicación de los numerosos postulados que pueblan el libro y traducirlos a nuestras prácticas cotidianas. Se encuentra bien lejos de esos gurús de la arqueología que firman artículos metodológicos sin una sola referencia bibliográfica o quizá peor, de los ágrafos que pasan la vida impartiendo doctrina retórica.
El libro plantea un marco conceptual y un utillaje teórico para formular los interrogantes adecuados que permitan comprender por qué una ciudad es como es en su estado final, en su resultado observable.
Una de las principales virtudes es el claro antipositivismo que respira todo el libro. Acostumbrados a tocar la realidad histórica con sus propias manos, los arqueólogos creen que ésta existe y que, como si de una transparencia en blanco y negro se tratara, los fragmentos «reales» que se encuentran van completando y dando color a esa utópica ciudad. Sin embargo, si desde un punto de vista constructivista aceptamos que esa realidad no es aprehensible, la construcción de la realidad de nuestras ciudades como de nuestro objeto científico es una «invención» que solo existe en función del sujeto. Así, de la misma manera que nuestra visión de la realidad es una construcción, igualmente lo son las otras construcciones sesgadas por otros tipos de fuentes: la documentación escrita es una construcción realizada por los que la produjeron y, por consiguiente, otra construcción la visión que los historiadores de los textos hacen de ella. En esta propuesta no existen ni fuentes principales ni la «documentación [escrita] es igual a historia» y la calidad de nuestra producción depende exclusivamente de «la calidad de la construcción del objeto científico que queremos estudiar». Al no existir esa «realidad» las fuentes solo son complementarias cuando hacemos el esfuerzo de establecer en qué medida lo son y qué aportan a la comprensión del espacio urbano.
Esta perspectiva libera de complejos a la arqueología. En algunas colaboraciones con los historiadores de los textos, cuando en ocasiones se les invita a observar los restos arqueológicos, no aprecian nada nuevo y no los entienden. Como mucho les permite poner «cara» a la ciudad que tenían en su cabeza, o dar soporte físico a las gentes e instituciones que frecuentan en la documentación. Pero el nuevo hallazgo no altera en nada los planteamientos previos, como mucho los alimenta aunque a priori parezca ir en contra de todo lo dicho anteriormente. En el peor de los casos la arqueología no habrá servido de nada.
En el otro extremo se encuentran los conversos. Bien sea por un imperativo profesional pues resulta difícil ocupar espacios académicos dando vueltas eternamente a las mismas fuentes documentales o bien por ese cierto glamour y exotismo que tiene la arqueología. Unos buscan las evidencias materiales de los textos que demostrarán in fine sus propias teorías perfectamente pautadas por los textos. Otros descubren súbitamente que la sociedad, los actores de un periodo, que han estudiado durante años tienen espacios sobre los que actuaron y quieren re-conocerlos. Otros, provenientes de disciplinas muy alejadas de la nuestra (farmacia, geología, informática...) simplemente se aburren y quieren demostrar lo útil que puede ser la arqueología cuando se apropian de ella.
Estoy seguro de que cada cual sabrá poner nombres y apellidos a cada uno de los ejemplos y también estoy seguro de que todos somos capaces de encontrar los contraejemplos. Pero lo que me interesa aquí no es iniciar un debate corporativista. Todas las disciplinas y sus practicantes tienen derecho a eso que está en boca de todos, la interdisciplinariedad, menos difícil de pronunciar que de practicar. Pero la práctica de algo tan complejo como es acercarse a las sociedades del pasado a través de los objetos materiales no es algo que pueda abordarse sin una reconversión de la que se anuncian algunas claves en el libro de Henri Galinié y a la que no son ajenos ni la concepción de espacio ni la de tiempo que en él se proponen.
El espacio que Henri Galinié nos propone no es el soporte de las actividades humanas ni el antiguo marco geográfico que inauguraba las publicaciones de historia o de arqueología. No es el espacio cartesiano ni la distancia. Es un dato, una fuente más. En la relación que mantienen las sociedades con el espacio «el espacio da cuenta de esta relación aún cuando la sociedad no dice nada». Que existan desplazamientos enteros de ciudades algunos kilómetros más allá del lugar de su fundación original, que determinadas formas espaciales, monumentos y construcciones, terruños, castillos o palacios..., estén en un sitio y no en otro, dejen huella o no, o estén en el origen de conflictos sociales, no son otra cosa que esa capacidad de «hablar» cuando la sociedad no lo hace, o lo que es lo mismo, cuando la sociedad no escribe sobre lo que ha hecho ni merece ser reseñado por los productores del corpus de documentación. Es el valor de los silencios espaciales o temporales y de las lagunas documentales que no son necesariamente lo mismo. Pero, por todo ello, la arqueología es una disciplina eminentemente espacial. Como postula el autor, deberíamos hacer arqueología con los lugares.
El espacio, y por ende, la ciudad es un puro constructo, un constructo «impensado», inventado colectivamente por los actores sociales y, consiguientemente, dotado de una identidad. Su organización es, ante todo, la producción de un texto, de un lenguaje sobre el territorio y su organización. Cada una de las acciones sociales que se han sucedido en el espacio tiene como consecuencia la construcción de la ciudad pero no existe un proyecto global que sustente la forma última de la misma. A partir del producto final de la ciudad, del espacio, como la percibimos hoy, y de la privilegiada visión del proceso que nos ofrece la arqueología, podemos entender cómo fue la acción social que otorgó una determinada identidad y configuración, el «texto» primigenio que le otorga carta de nacimiento a ese espacio.
En ese marco espacial complejo no cabe el tiempo cronológico habitual. Espacio y tiempo son sociales. Las relaciones entre espacio y sociedades se hacen en el tiempo y se moldean a partir de esa dimensión. El tiempo es fruto de la acción social y los efectos de ésta van mucho más allá de los marcos temporales que pueden medirse habitualmente. ¿Cómo explicar si no la impronta en una calle actual de los límites circulares de un anfiteatro antiguo que aun hoy siguen constriñendo nuestras acciones sociales cuando pretendemos ordenar el espacio de la ciudad?
Nuevos marcos, nuevos conceptos
Weber, Bourdieu, Elias o Ricreur ayudan al autor a construir una lectura de las sociedades en el espacio. Si las sociedades son las que cambian y, como consecuencia, los espacios que construyen; si es indiferente observar el cambio en la ciudad porque ésta no es sujeto de su evolución, se hace evidente que debe proponerse un marco alternativo en el que interpretar la sociedad que se oculta detrás de la ciudad material. Si no es la ciudad la que actúa y tampoco es una indefinida sociedad el sujeto de las transformaciones urbanas, debemos esforzarnos entonces por comprender las relaciones entre los residentes en la ciudad que, con sus acciones, de manera colectiva o individual, conducen al resultado final, a la fábrica urbana, a su funcionamiento.
Separados solamente con una finalidad heurística los conceptos de fábrica y funcionamiento son el resultado de la aplicación de los conceptos weberianos de explicación y comprensión. La fábrica urbana nos muestra los procesos por los que, partiendo de un determinado estado se pasa al siguiente y así sucesivamente hasta alcanzar el producto final, impensado e inconsciente, en continua transformación, comprometiendo y condicionando las evoluciones posteriores. Mientras que el funcionamiento de la ciudad nos conduce a comprender las acciones sociales que condujeron del motivo inicial al desarrollo. Comprender fábrica y funcionamiento significa un paso obligado por la arqueología y por el espacio como fruto de las acciones sociales.
Fuimos advertidos por H. Galinié de la dificultad que conllevaba la traducción de su «librito» como lo llama y así fue. A pesar de todo hemos intentado «decir casi lo mismo» como dice U. Eco. Para ello, aparte de las obvias adaptaciones de las estructuras gramaticales y de la lectura entre líneas del lenguaje arqueológico a ambos lados de los Pirineos hemos intentado leer en gran medida las referencias del autor. Hemos aportado un máximo de ediciones españolas de los principales autores de la bibliografía que se citan a lo largo del texto para proponer traducciones de los conceptos suficientemente asentadas en nuestra lengua sin entrar en una edición crítica que es tarea de otros. Esperamos haberlo logrado.
Ricardo González Villaescusa Catedrático de Arqueología Université de Nice Sophia Antipolis Reims, 14 de febrero de 2011
BIBLIOGRAFÍA
Abellán, J., Max Weber. Conceptos sociológicos fundamentales, Madrid, 2006.
Cabrera Varela, J., Repertorio bibliográfico castellano de Max Weber, Papers: Revista de Sociología, n° 24, 1985, 175-192.
Eco, E., Decir casi lo mismo. Experiencias de traducción, Barcelona, 2008.
Gallay, A., L’archéologie demain, París, 1986.
Habermas, J., Ciencia y técnica como ideología, Madrid, 1984.
Lefebvre, H., La production de l’espace, París, 2000 [primera edición de 1985].
Lussault, M., L’homme spatial. La construction sociale de l’espace humain, París, 2007.
Marone, L., González del Solar, R., El valor cultural de la ciencia y la tecnología, Apuntes de Ciencia y Tecnología, n° 19, junio 2006.
Méo, G. di, Buléon, P., L’espace social. Lecture géographique des sociétés, París, 2007.
Popper, K., La miseria del historicismo, Madrid, 2002.
1. Institut National de Recherches en Archéologie Préventive.
2. Centre National d’Archéologie Urbaine.
3 Una UMR (Unité Mixte de Recherche) es una Unidad Mixta de Investigación configurada entre el CNRS (Centre National de la Recherche) y una universidad, en la cual se aúnan las sinergias de la investigación y la educación superior en torno a una temática de investigación