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Capítulo VIII

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Sin embargo, lo que de todos modos no estuvo siempre oculto a su mente, en lo tocante a sus años de tinieblas, fue una verdad mucho menos aborrecible. Se debía una vez más a los extraños designios de la vida: los años de tinieblas habían sido requisito indispensable para que llegaran los años de luz.

Una mano más sabia de lo que al principio él mismo creía le había mantenido ocupado en la tarea de cierta clase de adquisiciones, a modo de ensayo de otro tipo de adquisiciones, y aquella tarea primera habría sido débil y deficiente si la buena fe hubiera sido menor. La relativa ceguera del señor Verver había dado paso a la buena fe; y esta buena fe, a su vez, había abonado la tierra de sus buenas cualidades para que en ella floreciera la idea suprema. Era preciso que al señor Verver no le gustara forjar y sudar, y también era preciso que le gustara pulir y acumular.

Por lo menos, esto último era algo que no tenía más remedio que creer que le gustaba, de la misma forma que había creído que le gustaba el cálculo trascendente, la apuesta imaginativa y la creación de nuevas cosas de su interés que suponía el olvido de otras anteriores, incluso la tonta vulgaridad de ser el primero en entrar o en salir. Pero esto fue dejando de ser verdad debido a que la idea suprema crecía constantemente y arraigaba más y más hondo, bajo todo lo demás, en la cálida y fecunda tierra. El señor Verver, sin saberlo, había estado en pie, había caminado y había trabajado sobre los lugares en que estaba enterrada su idea; y el hecho de su fortuna hubiera sido, en sí mismo, algo estéril si el primer brote de aquella idea no habría salido a la luz del día. Por una parte, estaba la fealdad de la que se había librado en su edad madura y, por otra parte, portento de portentos, se hallaba la belleza que podía coronar su vejez. Sin duda alguna, el señor Verver era más feliz de lo que merecía, pero es fácil que así ocurra cuando uno es feliz.

Había avanzado por caminos tortuosos, pero había llegado al lugar deseado, y ¿había hombre alguno en la tierra que ocupara con más rectitud que él el lugar que ocupaba? Su actuación no sólo contaba con todas las aprobaciones de la civilización, sino que era civilización condensada, concretada, consumada, levantada con sus propias manos como una casa sobre una peña, una casa en cuyas ventanas y puertas abiertas a agradecidos y sedientos millones, resplandecería el más alto conocimiento, el sumo conocimiento, para bendecir la tierra. En esta casa, que sería sobre todo un regalo a su ciudad y estado adoptivos, el señor Verver podía apreciar debidamente la urgencia de liberarlos de la fealdad de la servidumbre, con este museo de museos, palacio de arte que destacaría por su carácter compacto como por compacto resplandece un templo griego; receptáculo de tesoros a buen resguardo, su espíritu vivía casi plenamente, al día, compensando, como él hubiera dicho, el tiempo perdido, y su espíritu merodeaba por el pórtico en espera de que llegara el momento de los últimos ritos.

Estos serían «los ejercicios de apertura» de la augusta consagración del lugar. El señor Verver se daba perfecta cuenta de que su imaginación corría más que su juicio, porque todavía quedaba mucho por hacer antes de que pudieran apreciarse los primeros efectos.

Los cimientos existían ya los muros se estaban levantando y la estructura general había quedado ya determinada, pero la rudeza de las prisas estaba prohibida en una cosa tan estrechamente vinculada a la paciencia y a la piedad; por cuanto el señor Verver se traicionaría a sí mismo si diera cima a un monumento de la religión que deseaba propagar, la religión de la pasión ejemplar, la pasión por la perfección a cualquier precio, sin que tuviera, por lo menos, un toque de esa majestad hija de la demora. Todavía estaba muy lejos de saber dónde terminaría, pero estaba admirablemente seguro de cómo empezaría.

No empezaría con una colección reducida, sino que comenzaría con una gran colección, de cuya grandeza, ni siquiera en el caso de querer, podía determinar los límites. El señor Verver no se había privado de manifestarlo así a sus conciudadanos, consumidores y suministradores, en sus propios dominios y en los adyacentes, con cómicos dibujos y textos, escritos con grandes letras, todos los días «compuestos», impresos, publicados, doblados y entregados, basados en su presuntuosa imitación del caracol. Para él, en virtud de la irónica comparación, el caracol se había convertido en el más simpático ser viviente de la naturaleza, y su regreso a Inglaterra, del que nosotros somos testigos, no había sido ajeno a dicha consideración. Indicaba lo que él quería que indicase, es decir, que en aquella materia no necesitaba que nadie del mundo entero le diera instrucciones. Un par de años más en Europa, un par de años de renovada proximidad a los cambios y a las oportunidades, de reavivada sensibilidad a las corrientes del mercado, complementarían aquella sabiduría coherente, aquel concreto matiz de ilustrada convicción que quería mantener a todo trance. No cabía decir que fueran buenas las apariencias de toda una familia dedicada a vagabundear y a esperar, porque, desde el nacimiento de su nieto, formaban una familia, pero, a su juicio, en el mundo entero y en cuestión de apariencias sólo había una que pudiera importarle. Le gustaba que una obra de arte de elevado precio «tuviera las apariencias» de ser del maestro al que quizá falsamente se atribuía, pero el señor Verver había dejado de conocer todo lo demás que en el mundo había, por sus apariencias.

En líneas generales, el señor Verver contemplaba la vida desde gran altura y en la medida en que lo hacía como coleccionista, lo hacía, eso sí, como abuelo. En la categoría de preciosas piezas menudas jamás había tenido en sus manos cosa tan preciosa como el Principino, el primer hijo de su hija, cuya italiana denominación era inagotable fuente de divertido goce para él, quien lo acariciaba y mecía, y poco le faltaba para tirarlo al aire y volver a cogerlo, como jamás había podido hacer con otro ejemplo anterior, parecidamente insólito, de pâte tendre. Cogía al niño de los brazos de la niñera con una insistencia que sólo era obstaculizada lamentablemente por algo parecido a la obstrucción que significaban, con respecto a su contenido, los cristales correderos que cerraban las altas vitrinas. En esta nueva relación, algo, sin duda claramente beatífico, confirmaba al señor Verver la sensación de que ninguna de sus silenciosas respuestas a las públicas detracciones, a las provincianas vulgaridades, era tan legítimamente directa como el simple hecho de su actitud reduzcámoslo a esto, decía él adoptada durante aquellas tranquilas semanas en Fawns. Esa actitud era lo único que deseaba conseguir en aquellas semanas, y estaba gozando de ella incluso más de lo que había previsto, gozaba de ella a pesar de la señora Rance, a pesar de las señoritas Lutche, a pesar de la pequeña preocupación que le causaba el convencimiento de que Fanny Assingham le reservaba algo que, por el momento, se callaba, aunque tenía plena conciencia, conciencia rebosante como la copa rebosa de vino escanciado con excesiva generosidad, de que por haber dado su consentimiento al matrimonio de su hija, daba con ello, valga la expresión, el consentimiento a que se produjera un cambio, de modo que todo lo que le rodeaba era exactamente consentimiento vivificado, matrimonio demostrado, y el cambio, dicho en pocas palabras, tenía carácter definitivo. El señor Verver podía evocar su anterior conciencia matrimonial, que aún no se encontraba fuera del alcance de una vaga reflexión. Se había supuesto a sí mismo y, sobre todo, había supuesto a su esposa tan casada como la que más; sin embargo, se preguntaba si acaso su estado había merecido realmente tal nombre, si su unión había tenido la bella gradación que tenía la pareja, en sí. De un modo especial, desde el nacimiento del niño, en Nueva York culminación de su reciente período norteamericano, tan felizmente conseguida , la pareja causaba al señor Verver la impresión de haber llevado aquella belleza a un punto más alto, más profundo, más avanzado, en realidad hasta un punto que no era competencia de la imaginación del señor Verver seguirlo. Extraordinaria sin ponderación posible era una de las ramificaciones de la muda sensación de maravilla que ponía de relieve la modestia del señor Verver. Se trataba de la oscura duda que al cabo de los años se despertaba en su fuero interno, acerca de si la madre de Maggie había sido, a fin de cuentas, capaz del máximo, del máximo de ternura, quería decir el señor Verver, en el significado que el término tenía para él, del máximo respeto a la realidad de estar casada. Maggie sí, Maggie sí era capaz en sí misma, en la presente sazón; era divinamente exquisita, al máximo. Ésta era la impresión que, con un poco de abstracción de las consideraciones de orden práctico y de tacto en el comportamiento, por el respeto a la belleza y a la santidad anejas, casi equivalentes al pasmo maravilloso y atemorizado, ésta era la impresión, decíamos, que Maggie causaba diariamente a su padre. Ella era igual que su madre, ciertamente, pero también era algo más que su madre, y así Maggie se convirtió en una nueva luz para el señor Verver; resultaba curioso, pues, que en las presentes circunstancias fuera posible que Maggie llegara a superar a su madre.

Él podía revivir, casi en todos los momentos de paz y de tranquilidad, el largo proceso de los inicios de sus relaciones con sus actuales intereses, unos inicios que se debían solamente a él, como los que se basaban en la audacia de un joven que, sin credenciales, aborda a un hombre ilustre, traba conocimiento con él o forja una verdadera amistad por el hecho de dirigir la palabra a un transeúnte desconocido. En ese asunto, el verdadero amigo del señor Verver sería su propia mente, con la que nadie le había puesto en relación. Él había llamado a la puerta de esa casa esencialmente privada; su llamada, para ser sinceros, no fue inmediatamente atendida; en consecuencia, después de esperar y de volver a llamar, por fin consiguió entrar, pero lo hizo nervioso y dando vueltas al sombrero con las manos, intimidado como un extraño; o probando diversas llaves, como un ladrón en la noche. Sólo con el paso del tiempo había adquirido confianza, pero tan pronto hubo tomado posesión del lugar se quedó en él para siempre. Es preciso reconocer que el éxito se basaba en un principio de orgullo. Se trataba de un orgullo debido a su condición natural, puesto que basarlo en su dinero habría sido un orgullo debido a algo adquirido fácilmente. El justo motivo de satisfacción era la dificultad vencida, y la dificultad del señor Verver debido precisamente a su modestia había sido creer en su facilidad. Éste era el problema en que había trabajado hasta solucionarlo. Actualmente dicha solución contribuía, más que cualquier otra cosa, a que sintiera que sus pies se asentaban firmemente en el suelo y que sus días discurrieran felizmente. Cuando quería sentirse satisfecho, le bastaba con seguir mentalmente la trayectoria de su inmenso avance. En esto radicaba todo; en que el avance no había sido de otra persona, pasando falsa e innoblemente como avance suyo.

Pensar en lo servil que habría podido ser equivalía, en términos absolutos, a respetarse a sí mismo; y era, en realidad, admirarse a sí mismo todo lo que quisiera, en cuanto hombre libre. El más bello resorte que siempre respondía cuando el señor Verver lo tocaba, estaba siempre allí, presto a ser accionado; este resorte era el recuerdo del amanecer de su libertad, en un alba toda ella rosa y plata, en el curso de un invierno dividido entre Florencia, Roma y Nápoles, unos tres años después de la muerte de su esposa. Fue el silencioso amanecer de la revelación romana, principalmente, el que con más facilidad recobraba el señor Verver, juntamente con aquella peculiar manera en que habían vivido príncipes y papas, antes que él, y fue allí donde el reconocimiento de su facultad se le hizo patente. Él era, a la sazón, un simple ciudadano norteamericano que se alojaba en un hotel en el que, a veces, durante largos días, había veinte clientes más como él, pero el señor Verver creía que no había habido papa ni príncipe que hubiera sabido ver un significado tan rico como el que él veía en la función de mecenas de las artes. En realidad, estaba avergonzado de aquellos príncipes y papas, cuando no le inspiraban cierto temor, e incluso jamás se había comportado tan cautelosa y sigilosamente como al considerar, después de una somera lectura de Hermann Grimm, el lugar en que Julio II y León X quedaban «situados», debido al tratamiento que dieron a Miguel Ángel. Sí, en un lugar muy inferior al del vulgar ciudadano norteamericano, por lo menos en caso de que éste no fuera tan vulgar que no pudiera ser Adam Verver. Además, bien podemos estimar que los resultados de semejantes comparaciones, después de haber acudido a la mente de nuestro amigo, sin duda alguna se quedaron en ella. Y ¿qué podía hacer su libertad de ver, de la que dichas comparaciones formaban parte, sino aumentar y aumentar?

Y esa libertad quizá llegó incluso a ser tan grande que para él representaba todas las libertades, ya que, por ejemplo, esta libertad estaba presente íntegramente en los mismísimos momentos en que la señora Rance conspiraba contra él, en Fawns, aquella mañana dominical en la sala de billar, un hecho alrededor del cual quizá hayamos trazado un círculo excesivamente amplio. La señora Rance dominaba prácticamente todas las licencias del presente y del futuro inmediato: la licencia de pasar aquellos momentos como el señor Verver habría querido; la licencia de dejar de recordar durante unos momentos que, si le proponían contraer matrimonio fuese la presente aspirante, fuese cualquier otra, no se portaría como un insensato, aunque la demostración de su prudencia comportaría cierta crueldad; la licencia, principalmente, para pasar de las cartas a los periódicos y aislarse y orientarse de nuevo mediante el sonido, durante aquel intervalo por él conquistado y emitido por el monstruo de múltiples bocas, el ejercicio de cuyos pulmones el señor Verver estimulaba incesantemente. La señora Rance se quedó en su compañía hasta que los demás regresaron de la iglesia. En ese momento se advirtió más claramente que en cualquier momento anterior que la tortura del señor Verver, cuando comenzara, sería realmente desagradable en grado sumo. La impresión que la actitud de la señora Rance produjo en él y esto era lo importante consistía no tanto en que ella quisiera poner de relieve sus méritos cuanto en que resultaba más convincente de lo que ella misma suponía, es decir, la señora Rance simbolizaba, de manera virtualmente inconsciente, la especial deficiencia del señor Verver, su desdichada carencia de una esposa a la que encomendar soluciones. Las contingencias a las que aplicar esas soluciones, contingencias que la señora Rance le invitaba a pensar que quizá algún día le asaltarían por todas partes, no eran de aquella clase que le permitiese a uno enfrentarse a ellas. La posibilidad de que tales contingencias se produjeran, cuando la visitante del señor Verver dijo o expresó con igual claridad aunque sin decirlo: «Como puede usted comprender, me veo refrenada por el señor Rance y porque soy orgullosa y refinada, pero ¡ay, si no fuera por el señor Rance, por mi orgullo y por mi refinamiento!»; la posibilidad de que tales contingencias se produjeran, decía, se transformó en un murmullo multitudinario de tal volumen que era capaz de llenar todo su futuro; murmullo de enaguas, de perfumadas cartas con muchas hojas, de voces en las que, a pesar de que se distinguieran las unas de las otras, importaba muy poco en qué parte del resonante país habían aprendido a prevalecer. Los Assingham y las señoritas Lutche se habían alejado por el sendero que llevaba, a través del parque, a la pequeña y antigua iglesia, «en la propiedad» que nuestro amigo a menudo se descubría a sí mismo en trance de poder transportar, tal como ahora el edificio se encontraba, con toda su sencilla dulzura, en una caja de vidrio, a una de sus salas de exposición. Mientras tanto Maggie había inducido a su marido, hombre no muy dado a estas prácticas, a hacer con ella en coche la peregrinación un tanto más larga al más cercano altar, ciertamente modesto, de la fe de Maggie, que era la misma que la de su madre, y que también era la que el señor Verver siempre había deseado vagamente se supusiera que era también la suya, sin cuya sólida facilidad, que daba firmeza y suavidad al escenario, el drama del matrimonio de Maggie no hubiera podido ser representado.

Sin embargo, lo que por fin parece que ocurrió fue que los dos grupos regresaron en el mismo momento, coincidieron junto a la casa y, luego, formando un solo grupo, sus individuos anduvieron juntos de habitación desierta en habitación desierta buscando, al azar, a la pareja que habían dejado en casa.

Esta búsqueda los llevó a la puerta de la sala de billar; la aparición de los recién llegados, cuando la puerta se abrió dándoles entrada, motivó que Adam Verver tuviera, de la forma más extraña del mundo, una nueva y penetrante sensación. Fue realmente notable. Dicha sensación se abrió allí mismo, como una flor, como una extrañísima flor pueda abrirse súbitamente al impulso de un soplo de brisa.

El soplo se hallaba, con carácter muy principal, en la expresión de los ojos de la hija del señor Verver, con la que comprendió con toda exactitud lo que había ocurrido en su ausencia: la persecución de que la señora Rance había hecho objeto a su padre hasta aquella remota estancia, el espíritu y la manera, perfectamente característica, con que el señor Verver había aceptado aquella complicación.

En resumen, la expresión de Maggie llevaba el sello inconfundible de una de sus ansiedades. Cierto es que esta ansiedad parecía compartida separadamente por otras personas, ya que el rostro de Fanny Assingham no tenía en aquel instante una expresión impenetrable para el señor Verver, y en los cuatro hermosos ojos de las señoritas Lutche brillaba una extraña luz de color harto afin. Todos los que entraron, exceptuando al Príncipe y al coronel, a quienes el asunto no les interesaba, y que ni siquiera se daban cuenta de que interesaba a los restantes miembros del grupo, sabían algo o, por lo menos, tenían su particular idea al respecto; consistía la idea precisamente en que esto era lo que la señora Rance se había propuesto hacer, a cuyo fin había buscado arteramente la oportunidad más propicia. El especial matiz de la sorpresa en el caso de las señoritas Lutche podía muy bien incluso insinuar el asombro de una energía hegemónicamente ejercida. Realmente, la posición de las señoritas Lutche resultaba graciosa a poco que se piense en ello. Habían traído consigo y habían presentado, con toda inocencia, a la señora Rance, debido sin la menor duda a que el señor Rance se había separado literalmente de su vista. Y ahora resultaba que aquel ramo de flores que habían regalado al dueño de la casa la señora Rance era un verdadero regalito había sido el vehículo en el que habían transportado a una peligrosa víbora. El señor Verver casi palpaba en el aire la acusación formulada por las señoritas Lutche; y esta acusación era tan marcada que incluso la dignidad del propio señor Verver quedaba en entredicho.

Sin embargo, esto fue sólo una pincelada en el cuadro, ya que lo verdaderamente importante, como he insinuado, fue la muda comunicación con Maggie. Sólo la angustia de su hija era profunda, y el señor Verver la percibió con mayor fuerza por ser nueva. ¿En qué momento, en el pasado que habían compartido, Maggie había revelado temor, aunque fuera en silencio, por el modo de vivir del señor Verver? Habían compartido temores, como habían compartido alegrías, pero los temores de Maggie se habían centrado en lo que afectaba por igual a los dos. Y he aquí que, de repente, se planteaba una cuestión que sólo al señor Verver afectaba, y esa insonora explosión marcó una época. El señor Verver estaba en la mente de Maggie y, en cierta manera, estaba también en sus manos, lo cual era muy distinto a estar donde siempre había estado, sencillamente, en lo más hondo de su corazón y en lo más hondo de su vida, a tal profundidad que no podía quedar separado de ella, quedar en contraste o en oposición con ella; en resumen, no era un objeto o ser distinto. Pero el paso del tiempo lo había logrado al fin. Su relación había quedado alterada. El señor Verver vio de nuevo esa diferencia expresada en el rostro de Maggie. También la sintió en su persona, ya que no se trataba simplemente de señora Rance más o señora Rance menos. También para Maggie, súbita y casi beneficiosamente, la señora Rance pasó de ser una presencia incómoda a ser una revelación. Al contraer matrimonio, habían dejado vacío el territorio que el señor Verver tenía inmediatamente al frente, o sea su personal recinto, ya que ellos eran el Príncipe y la Princesa. Ante el señor Verver habían dejado espacio libre para que otros pudieran ocuparlo, y los otros ya se habían dado cuenta. También el señor Verver no sólo vio lo que Maggie veía sino también lo que Maggie veía que él veía. Debemos añadir que esto hubiera sido su más intensa percepción, si al momento no se hubiera fijado en Fanny Assingham. El rostro de ésta no podía ocultarle lo que se albergaba en su mente. A su manera, Fanny Assingham había visto lo que los dos, Maggie y su padre, estaban viendo.

La Copa Dorada

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