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Capítulo IX

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Índice

Tanta muda comunicación fue durante aquellos momentos maravillosa; quizá debamos confesar que hemos visto prematuramente en esta escena una crisis que tardó mucho más en producirse. La tranquila hora de recíproca compañía de que padre e hija gozaron aquella tarde, estuvo realmente centrada en las sensaciones que tuvieron cada uno de ellos por el tratamiento que recibían de quienes habían ido a la iglesia y en pocas cosas más. No se produjo entre ellos ninguna alusión, ninguna insistencia antes del almuerzo ni inmediatamente después, a no ser que el hecho de no haberse reunido con la prontitud acostumbrada estuviera cargado de significado. Por espacio de una o dos horas después del almuerzo y los domingos con especial puntualidad, por una razón doméstica que Maggie debía tener en cuenta la Princesa se encontraba habitualmente en compañía de su hijo, en cuyas habitaciones a menudo encontraba ya instalado al señor Verver, o tarde o temprano recibía su visita. Las visitas del señor Verver a su nieto tenían lugar en cualquier momento del día: nada ni nadie podía impedírselo; también debemos tener en cuenta que no pocas veces era el niño quien visitaba a su abuelo, a horas no previstas, sin olvidar que la Princesa y su padre pasaban juntos unos «ratitos», como éste decía, siempre que podían. Eran éstos verdaderos momentos de comunión que casi siempre se producían en la terraza, en los jardines o en el parque, mientras el Principino tomaba el aire con mucha pompa y circunstancia de sombrilla, cochecito y velos de encaje, más la incorruptible vigilancia femenina.

Las habitaciones privadas del Principino ocupaban en aquella gran mansión la mayor parte de un ala y no eran mucho más accesibles que si la mansión hubiera sido un palacio real, y el niño, el príncipe heredero. En aquel sancta sanctorum de la infancia, en el tiempo a que nos referimos y en los períodos mencionados, la conversación estaba siempre tan centrada en el ser que con su presencia dominaba el escenario, o en temas con él relacionados, que los restantes intereses o motivos de conversación habían aprendido a conformarse con el ligero e insuficiente tratamiento que allí se les daba. En el mejor de los casos, salían a colación sólo en lo que afectaban al futuro del niño, a su pasado o a su presente, y jamás tenían grandes oportunidades de hacer valer sus méritos, ni de quejarse del olvido en que se los tenía. En verdad, esta unida participación quizá fuera lo que mayormente contribuyó a confirmar en los adultos que intervenían en la escena la sensación, con respecto a Adam Verver, de una vida no sólo no interrumpida, sino también más profundamente asociada, más ampliamente combinada, a la que hemos hecho referencia, en cierta medida. Desde luego, asunto viejo e idea harto conocida es el que un hermoso niño constituya un nuevo vínculo entre marido y mujer, pero Maggie y su padre habían conseguido con sumo ingenio transformar a la preciosa criatura en un vínculo entre su mamá y su abuelito. El Principino, acaso espectador de este proceso, hubiera podido convertirse, con un solo paso más a lo largo de esa senda, en un desdichado huérfano, con el lugar del más inmediato pariente varón vacío y expedito para que lo ocupara el más próximo afecto.

En consecuencia, los unidos concelebrantes del culto de adoración al niño no tenían ocasión de hablar de lo que el Príncipe podía hacer y podía no hacer en beneficio de su hijo, por cuanto en su ausencia la suma de servicios quedaba totalmente cumplida. Además, de ninguna manera cabía decir que se dudara del Príncipe, por cuanto era conspicuamente adicto a acariciar al niño, al modo italiano, en los momentos en que lo consideraba discreto, habida cuenta de ajenas reivindicaciones de este derecho. Sí, conspicuamente, para Maggie; ésta, en términos generales, tenía más ocasiones de hablar con su marido de los excesos de efusión de su padre que con éste de los excesos de efusión de su marido. En lo tocante al tema de que hablamos, Adam Verver se comportaba con peculiar serenidad. Estaba seguro de la admiración auxiliar de su yerno, admiración hacia su nieto, naturalmente, pues para empezar, ¿qué otra cosa sino el instinto o quizá la tradición había sido la causa de que engendrara a un niño tan bello que por la fuerza tuviera que ser objeto de admiración? Sin embargo, lo que mayormente contribuía a la armonía de este juego de relaciones era la manera en que el joven Príncipe parecía dar a entender que, tradición por tradición, la del abuelo del niño, cualquiera que fuese el criterio de estimación, no había sido estéril ni mucho menos. Se trataba de una tradición que, fuera de lo que fuera, había florecido precursoramente en la Princesa, lo cual Americo daba a entender con sus delicadezas. El comportamiento del Príncipe con respecto a su heredero no era más anguloso que su comportamiento general. De ninguna fuente recibía el señor Verver, quizá, tan clara impresión de ser para él aquello un extraño e importante fenómeno, como de la constituida por la impunidad de su apropiación, por aquellas horas no disputadas en las habitaciones del niño. Parecía que las demostraciones especiales del abuelo, como tal, fueran otra faceta que el observador debiera estudiar u otro hecho en que el propio abuelo debiera reparar. Nuestro personaje sabía que todo ello estaba unido a una anterior percepción suya: la incapacidad del Príncipe de concluir las materias que hicieran referencia a él. Era preciso demostrarle al Príncipe, en cada momento diferente de un proceso, la razón de tal o cual comportamiento. Ahora bien, llevada a efecto la demostración, el Príncipe aceptaba admirablemente el resultado. A fin de cuentas, esto era lo más importante. El pobre Príncipe procuraba realmente ser aceptado, al procurar constantemente comprender. A poco que lo pensemos, ¿cómo se puede saber que un caballo no se asustará ante una banda musical, en la calle de un pueblo, porque no se asustó ante una máquina de tren? Puede muy bien ser que el caballo se haya acostumbrado a las locomotoras y no a las bandas musicales. De esta manera, al paso de los meses, el Príncipe se fue enterando poco a poco de aquello a que el padre de su esposa se había acostumbrado. Sí, se había acostumbrado a la romántica contemplación del Principino. ¿Quién lo hubiera dicho, y en qué pararía todo ello? El único temor de cierta importancia que experimentaba el señor Verver era el temor de defraudar al Príncipe por sus rarezas. Éste estimaba que, desde este punto de vista, el señor Verver se comportaba de manera harto razonable. No sabía estaba aprendiendo y esto le divertía a cuántas cosas realmente estaba acostumbrado el señor Verver. ¡Ah, si el Príncipe pudiera descubrir alguna a la que el señor Verver no lo estuviera! En su opinión, esto no alteraría la suave armonía de sus relaciones con el señor Verver y, además, bien cabía la posibilidad de que les diera mayor interés.

De todas maneras, lo que ahora padre e hija vieron con claridad fue sencillamente que sabían lo que deseaban por el momento: que querían estar juntos, a toda costa, pasara lo que pasara, y esta necesidad tanto les acució que les indujo a salir de la casa por un lugar oculto del sitio en que sus amigos se habían reunido, y pasear sin ser vistos, sin ser seguidos, a lo largo de una senda cubierta por las copas de los árboles que cruzaban el jardín «viejo». Lo llamaban así, y era viejo con esa antigüedad que adquieren las realidades formalizadas, con altos bojes, con tejos y la extensión de un muro de ladrillos que había adquirido tonos purpúreos y rosáceos. Salieron por una puerta de dicho muro que ostentaba una placa con la fecha de 1713 en una inscripción antigua; luego, tuvieron ante sí una pequeña portezuela blanca, intensamente blanca y limpia entre el verdor, la cruzaron y penetraron poco a poco en el lugar en que los altos árboles se apiñaban espaciosamente, que era donde encontrarían uno de los puntos más recoletos. Hacía tiempo que habían colocado un banco bajo la copa de un roble que contribuía a coronar un pequeño montículo; detrás de él el terreno descendía y se alzaba de nuevo a una distancia suficiente para proteger la soledad y permitir la visión de un horizonte boscoso. La bendición del verano estaba aún con ellos, el sol vertía su luz en aquellos lugares en que traspasaba el follaje menos denso. Maggie, dispuesta a salir, había cogido una sombrilla que, sobre su encantadora cabeza descubierta, tal como la sostenía, juntamente con el gran sombrero pajizo que su padre llevaba siempre muy echado hacia atrás, daba definida intención a su paseo. Conocían el banco. Estaba «reservado». Esta palabra les gustaba, y bendecían el banco por gozar de semejante condición.

Después de haber comenzado a reposar allí, hubiesen sonreído (si no hubieran sido tan serios y si el asunto no hubiera dejado muy pronto de tener importancia), al pensar en la probable curiosidad que los demás sentirían respecto a su paradero. ¿Y qué revelaba lo mucho que los dos gozaban de su indiferencia ante cualquier juicio que su olvido de la ceremonia provocara, sino que tenían muy en cuenta a los demás? Cada uno de ellos sabía que los dos rebosaban superstición por no «ofender», pero bien hubieran podido preguntarse a sí mismos, o preguntarse el uno al otro, si acaso esto iba a ser, a fin de cuentas, la última y definitiva palabra del ejercicio de su conciencia. Era cierto de todas maneras que, además de los Assingham, las Lutche y la señora Rance, podía darse el caso de que asistieran a la reunión del té que se celebraba en lugar adecuado en la terraza occidental las cuatro o cinco personas entre ellas la muy linda y típicamente irlandesa señorita Maddock, invitada, anunciada y al fin incorporada de las dos o tres casas relativamente cercanas; una de estas casas era la residencia del propietario de la mansión arrendada por el señor Verver, un propietario que vivía humildemente contemplando desde lejos su mansión ancestral, que ahora le reportaba beneficios. No menos cierto era también que, en alguna medida, los miembros del grupo en cuestión tendrían que aceptar la ausencia de los Verver, de una manera u otra. En este asunto siempre cabía confiar, empero, en que Fanny Assingham, en caso de peligro, defendiera la reputación de los buenos amigos del señor Verver y de su hija, y también cabía confiar en ella a los efectos de justificar su ausencia ante Americo, caso de que éste diera muestras de su expresiva ansiedad italiana. Americo, como a la Princesa le constaba sobradamente, siempre se doblegaba con facilidad a las explicaciones, artimañas y afirmaciones de la señora Assingham, y en realidad quizá viviera pendiente de ellas, mientras su nueva vida tal era el nombre que le daba iba desarrollándose. Maggie no guardaba en secreto, ni mucho menos incluso constituía una broma que hacía entre sus amigos, que ella era incapaz de dar las explicaciones que la señora Assingham daba satisfaciendo con ello el capricho del Príncipe, a quien las explicaciones gustaban hasta el punto que parecía coleccionarlas como si se tratara de grabados o de sellos de correos. El Príncipe no causaba la impresión, por el momento, de que quisiera esas explicaciones con el fin de utilizarlas, sino más bien como ornamento o diversión, diversión inocente que le gustaba en grado sumo y que resultaba característica de una hermosa, bendita y, por lo general, un tanto indolente carencia de gustos más refinados e incluso más sofisticados.

De todas maneras, debiérase a lo que se debiera, la buena mujer había llegado a un punto en el que franca y alegremente se reconocía y ella era la primera en reconocerlo que ejercía en el reducido círculo íntimo una función que no siempre era una sinecura.

Casi parecía que hubiera asumido, con el amable y melancólico coronel siguiéndole los pasos, un compromiso de responsabilidad consistente en estar siempre disponible para dar respuestas a las llamadas y peticiones que surgían en el curso de las conversaciones y, también sin la menor duda, a consecuencia del ocio. La posición que la señora Assingham ocupaba en aquel hogar constituía el motivo más que suficiente con frecuencia tanto de su presencia, como de las visitas, hechas juntamente con su marido, pródigamente repetidas y largamente prolongadas, que en ocasiones revestían la forma de protesta de amistad. La señora Assingham estaba allí para que el Príncipe no sufriera inquietudes, y ésta era la manera en que aquél explicaba la influencia que en él ejercía dicha señora; sólo faltaba una más visible predisposición a la inquietud en el Príncipe, para que esta explicación fuera perfectamente ajustada. Fanny quitaba importancia a su función, casi la ridiculizaba, hasta solía afirmar que no hacía falta carcelero alguno para guardar a un corderito domesticado, adornado con cintas de color de rosa. Semejante animalillo no exigía que se le dominara, sino sólo que se le educara. En consecuencia, la señora Assingham reconocía que era una educadora, en tanto que Maggie tenía plena conciencia de que irremediablemente ella no lo era. De esta manera llegó a ser una auténtica realidad el que la señora Assingham quedara encargada solamente de la inteligencia del Príncipe.

Huelga decir que esto dejaba a Maggie encargada de gran número de funciones diferentes a la anterior, en el caso de aquel ser adornado con tantas cintas de color de rosa, dicho sea simbólicamente. De todos modos, lo que acabamos de decir venía a significar, en el caso que nos ocupa, que la señora Assingham se encargaba de mantener tranquilo al Príncipe, mientras su esposa y su suegro efectuaban su modesta y parca salida al campo. Sin duda la misión de la señora Assingham era tan necesaria en opinión de los miembros del grupo allí presentes como en opinión de aquellos otros dos que estaban ausentes, casi por vez primera. A Maggie le constaba que su esposo, el Príncipe, podía soportar, cuando ella se encontraba con él, el raro comportamiento de aquellos extraños tipos ingleses que le aburrían indeciblemente, debido a lo muy poco que se parecían a él; éste era uno de los casos en que la esposa del Príncipe se constituía en su verdadero amparo. Pero ella estaba igualmente segura de que era incapaz de imaginar al Príncipe afrontando en su ausencia dicho problema. ¿Cómo se comportaría y cómo hablaría y, sobre todo, qué aspecto tendría él, que con su noble y hermoso rostro tan maravillosos aspectos podía tener, en caso de que se le dejara solo en compañía de algunos de aquellos sujetos que tanto le desorientaban? Entre sus vecinos no faltaban individuos de esa clase, pero Maggie tenía la extraña reacción que en manera alguna irritaba al Príncipe de sentir hacia ellos una simpatía proporcional a su rareza. Al Príncipe le gustaba decir que el amor de Maggie por las chinoiseries tenía carácter hereditario. Pero en la tarde a que nos referimos Maggie no se sentía preocupada por el Príncipe, pensaba que más valía que su marido se las arreglara como pudiera en el trato con dicha gente.

Si ocurrían casos como éste con más frecuencia, Maggie podía recurrir a la impresión que le causaron ciertas palabras dichas por la señora Assingham, referentes precisamente a aquellas ansias de explicaciones que Americo tenía, y a las que nos hemos referido hace poco. No era que la Princesa tuviera que agradecer a otra persona, aunque ésta fuera tan inteligente como su amiga, haberle revelado algo referente a su marido que ella no habría podido averiguar por sí misma. Pero, hasta el presente, había estado siempre predispuesta a aceptar con modesta gratitud las palabras que explicaban mejor de lo que ella era capaz de explicar una verdad por ella sabida. Por esto podía actuar a la luz de un hecho lúcidamente expresado por aquella amiga que era el común apoyo de los cónyuges; el hecho consistía en que el Príncipe estaba atesorando, guardando, con una finalidad misteriosa y muy noble, que algún día saldría a la luz, toda la sabiduría dimanante de las respuestas a sus preguntas, todas las generalizaciones, todas las impresiones que se iba formando. Las apartaba y las guardaba porque quería que su gran cañón estuviera bien cargado el día en que decidiera dispararlo. En primer lugar, el Príncipe quería conocer globalmente y con toda seguridad el tema que se estaba desarrollando ante su vista.

Después de esto, los hechos innumerables que hubiera atesorado encontrarían el uso oportuno. Él sabía muy bien lo que quería, por lo que se podía tener la seguridad de que, en su momento, y con una u otra finalidad, produciría la gran sorpresa. La señora Assingham había repetido que el Príncipe sabía lo que quería, y esta feliz seguridad había quedado arraigada en Maggie. Siempre podía recordar que el Príncipe sabía lo que quería.

En algunos momentos causaba una impresión de vaguedad, de estar ausente, de sentirse aburrido incluso. Pero cuando no se encontraba en presencia del padre de Maggie, ante quien le era imposible adoptar otra actitud que no fuera la de estar respetuosamente atento, daba muestras de su innato carácter alegre, tarareando canciones e incluso emitiendo caprichosos sonidos carentes de sentido que expresaban un sentimiento de íntima liberación, o eran fantásticamente lastimeros.

A veces había reflexiones de la más franca lucidez acerca de las circunstancias que durante mucho tiempo no podrían modificarse en absoluto, en las que se encontraban lo que le quedaba de su verdadero patrimonio allá en su patria; acerca del principal objeto de sus afectos, la casa de Roma, el gran palacio negro, el Palazzo Nero, como le gustaba llamarlo; también acerca de la villa en los montes Sabinos, que Maggie había visto durante su noviazgo, y que tanto había deseado poseer; acerca del Castello propiamente dicho, cabeza visible del principado, que el Príncipe calificaba siempre de «encaramado», y que Maggie sabía que estaba sobre el pedestal formado por la montaña, y bellamente matizado de azul si se contemplaba desde lejos.

En ocasiones, cuando el Príncipe se hallaba en determinado estado de humor, se solazaba pensando en la alienada condición de estas propiedades, que no cabía considerar irremediablemente irrecuperables, aun sometidas a interminables arrendamientos y cargas, con obstinados ocupantes, sin posibilidades de utilización, por no hablar ya de la nube de hipotecas que, desde largo tiempo atrás, las habían enterrado bajo las cenizas de la rabia y del resentimiento, formando una capa tan gruesa como aquella que otrora cubrió los pueblos al pie del Vesubio, de manera que actualmente todo intento de recuperación de dichas propiedades constituía un proceso muy parecido al de una excavación.

Pero con el cambio de humor, el Príncipe casi gemía al recordar estos esplendentes lugares de su paraíso perdido, y se calificaba de idiota por no ser capaz de hacer los sacrificios precisos para recuperarlos, sacrificios que, caso de hacerse, correrían a cargo del señor Verver.

Entre tanto, una de las realidades más amables que se daban entre marido y mujer, una de esas fáciles certidumbres que les permitían reaccionar alegremente, radicaba en que Maggie jamás admiraba tanto a Americo, o jamás le parecía tan conmovedoramente hermoso, inteligente e irresistible, en la medida en que fatalmente así le había parecido desde un principio, como en los momentos en que veía a otras mujeres reducidas a una pasiva pulpa, y desde entonces comenzó a ser la sustancia que nutría a Maggie. En realidad, de nada hablaban con más íntima y familiar complacencia como de esa licencia y ese privilegio, de ese feliz margen sin límites recíprocamente concebido; Maggie llegaba hasta el punto de afirmar que, si algún día Americo se emborrachara y le diera una paliza, el espectáculo de Americo en compañía de odiadas rivales, cualquiera que fuese el extremo al que antes hubiera llegado, bastaría para que ella le perdonara, sólo por el soberano encanto de ese espectáculo, del encanto en sí mismo y el de aquella exhibición del Príncipe que tan profundamente conmovía a la Princesa. En consecuencia, ¿por qué no había de utilizar recurso tan abierto a sus posibilidades, para conseguir que la Princesa siguiera enamorada de él? En aquellos alegres momentos, el Príncipe reconocía de todo corazón que su actuación a este respecto pocas dificultades le planteaba, pues, por ser hombre de sencillas ideas en lo tocante a este tema¿y por qué iba a avergonzarse de ello?, solamente de una manera sabía tratar a las bellas. Sí, tenían que ser bellas y en esta materia era exigente, de gustos peculiares y pedía mucho. Pero, cuando estos requisitos quedaban cumplidos, ¿qué relación era la única concebible?, ¿qué relación era la única decente, básica y propiamente humana, sino la del puro y simple interés por su belleza? La Princesa siempre decía que dicho interés no era «simple» y que la simpleza poca relación guardaba con aquel asunto, considerado globalmente, sino que, por el contrario, destacaba por la riqueza de sus variados matices. De todas maneras, había quedado firmemente sentada la base de la actuación del Príncipe, y todas las señoritas Maddock del mundo podían estar seguras de que serían importantes para el Príncipe. Más de una vez Maggie había llamado a su padre para hacerle partícipe de tan graciosa situación: lo muy seguras, cómodamente seguras, que podían estar dichas señoritas. Y así fue como con la ternura de su carácter de vez en cuando proporcionaba un poco de felicidad a su padre por el medio de hacerle alguna que otra confidencia íntima. Ésta era una de las normas de Maggie, quien abundaba en pequeñas normas, consideraciones y previsiones. Desde luego, había cosas que no podía decirle directamente a su padre, cosas referentes a Americo y a ella, referentes a su felicidad, a su unión y a sus más profundos sentimientos; también había cosas que no hacía falta que dijera, pero no faltaban otras que eran verdaderas y divertidas, comunicables y reales, y de éstas Maggie podía sacar provecho dentro de sus normas, conscientes y delicadamente cultivadas, de comportamiento filial.

Un agradable silencio había envuelto la mayoría de estos temas, mientras Maggie se encontraba a solas con su padre. Esta serenidad comportaba innumerables reconocimientos completos. Aquel ordenado y espléndido reposo, teniendo a su alrededor todos los indicios de una confianza sólidamente basada, habría representado, para personas de inferior temple espiritual, la insolencia del abandono. Pero no, ellos no se comportaban con insolencia los dos lo sabían sino con beatífica, agradecida y personal modestia, sin estar avergonzados de saber con competencia cuándo una cosa grande era grande, cuándo una cosa buena era buena, cuándo una cosa segura era segura; esto comportaba que las cosas no quedaran situadas fuera de su dicha por timidez, lo cual habría sido tan lamentable como si quedaran fuera de su dicha por descaro. Merecedores como eran de esta dicha, sometido cada uno de ellos a nuestro último análisis, parecían desear que el otro se considerara como tal. Lo que sus personas emanaban con carácter más definitorio, comunicándolo al aire de la tarde cuando sus miradas se encontraban plácidamente, bien pudiera ser una especie de desamparo en su felicidad. Su honradez, la justificación de todo, estaba con ellos acompañándolos, pero quizá habían estado preguntando, un tanto a ciegas, qué ulterior empleo podían dar a algo tan perfecto. Habían creado, alimentado y solidificado aquella honradez, la habían alojado allí con dignidad y la habían coronado de comodidad, pero ¿no cabía la posibilidad de que aquel momento representara para ellos o para nosotros, mientras los contemplamos ante su destino el alborear del descubrimiento de que ser honrado no basta para solucionar todos los problemas? De lo contrario, ¿cómo hubiera sido posible que Maggie sintiera que palabras claramente dudosas la expresión del penoso desagrado experimentado pocas horas antes ascendieran al cabo de un rato a sus labios? Además Maggie daba tan por supuesto que su padre era conocedor de sus dudas, que la vaguedad de sus palabras bastó para expresar cuanto quería decir:

A fin de cuentas, ¿qué es lo que quieren de ti?

La Princesa se había referido a aquellas amenazadoras fuerzas cuyo símbolo era la señora Rance; y su padre, limitándose a sonreír, sin que se alterase su tranquilidad, no se tomó la molestia de fingir ignorar a qué se refería Maggie. Lo que quería decir quedaría perfectamente definido tan pronto como ella hablara, pero, cuando llegara el momento de concretar, nada podría servir de base para organizar una gran campaña defensiva. Las aguas de la conversación se extendieron un poco más, y Maggie aportó una idea cuando dijo:

En realidad, lo que ocurre es que para nosotros las proporciones han quedado alteradas.

El señor Verver aceptó, por el momento, esta observación un tanto sibilina, y ni siquiera pidió aclaraciones a su hija cuando ésta añadió que todo tendría una importancia mucho menor si él no fuera tan terriblemente joven. El señor Verver se limitó a emitir un sonido de protesta cuando ella declaró que, en su calidad de hija, por elementales razones de decencia, hubiera debido esperar. Pero poco después Maggie ya reconocía que, caso de esperar, debería esperar largo tiempo, si quería aguardar a que su padre fuera viejo. Pero había una solución:

Como sea que realmente eres un irresistible jovenzuelo, tenemos que enfrentarnos con ello, esto es lo que esa mujer me ha inducido a pensar. Porque, luego, vendrán otras.

La Copa Dorada

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