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III

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Por fortuna, la manera como la señora Grose me dio la espalda en aquella ocasión no fue un obstáculo para el desarrollo de nuestra mutua estimación. Por el contrario, después de que regresé con el pequeño Miles, nuestras relaciones se volvieron más íntimas, siempre sobre la base del asombro que me causaba el hecho de que aquel niño que acababa de conocer hubiera sido objeto de una expulsión. Llegué con cierto retraso al lugar fijado para el encuentro y, al observarlo mientras él permanecía buscándome con la mirada en la puerta de la posada donde lo había depositado el cochero, pensé que en aquel instante captaba de él, de dentro y fuera de su ser, la misma positiva fragancia de pureza que había percibido desde el primer momento en su hermanita. Era de una hermosura sin par, y la señora Grose lo había descrito perfectamente: su presencia lo derribaba todo, excepto una especie de apasionada ternura hacia él. Lo que entonces me arrebató el corazón fue ese algo divino que nunca he visto, ni antes ni después, en ningún otro niño; aquel aire indescriptible de no saber nada de las cosas de este mundo, fuera del amor. Resultaba imposible asociar una mala fama con semejantes dulzura e inocencia, y mientras volvía yo con él a Bly no hacía más que pensar con estupor, con una sensación casi de ultraje, en el significado de la carta que guardaba encerrada en una gaveta de mi cuarto. Tan pronto como pude cambiar unas palabras con la señora Grose, le manifesté mi asombro: aquello era grotesco. Ella me comprendió en seguida.

—¿Se refiere usted a ese cruel cargo contra el niño?

—Es imposible sostenerlo un solo instante. ¡Mírelo usted, querida amiga!

La señora Grose sonrió ante mi pretensión de haber descubierto el encanto del chiquillo.

—Puedo asegurarle, señorita, que yo no he creído una sola palabra —e inmediatamente añadió—: ¿Qué va a decirles ahora?

—¿En respuesta a la carta? —yo ya había tomado para entonces una decisión—. ¡Nada!

—¿Y a su tío?

Fui tajante.

—¡Nada!

—¿Y al niño?

Estuve maravillosa.

—¡Nada!

La señora Grose se llevó a la boca la punta de su delantal.

—Yo estoy de su lado, señorita —afirmó—. Procuraremos arreglarlo todo.

—¡Lo arreglaremos! —exclamé ardientemente, tendiéndole la mano para sellar nuestro juramento.

La señora Grose retuvo mi mano un momento y luego volvió a llevarse el delantal a la boca con la mano que le quedaba libre.

—¿Le importaría, señorita, que me tomara la libertad...?

—¿De besarme? ¡Por supuesto que no!

Estreché entre mis brazos a la buena señora y, después de habernos besado como hermanas, me sentí aún más fortalecida e indignada.

Al recordar esos días —tan densos que al describirlos veo lo difícil que resulta hacer que se entiendan claramente— lo que más me asombra es la situación que acepté. Había convenido con mi compañera arreglar la situación y diríase que me hallaba bajo el efecto de un hechizo que parecía tender un velo sobre las dificultades de semejante empresa. Me hallaba en la cima de una inmensa ola de infatuación y piedad. En mi ignorancia, confusión y, tal vez, vanidad, me era fácil suponer que podría entendérmelas con un muchacho cuya educación para el mundo debía de comenzar apenas. Ni siquiera logro recordar qué proyectos fragüé para el final de sus vacaciones y la reanudación de sus estudios. Se esperaba que durante aquel encantador verano yo le daría clases; pero ahora me doy cuenta de que, durante varias semanas, quien recibió lecciones fui yo. Aprendí —por lo menos, al principio— algo que no había figurado en las enseñanzas de mi anodina y tranquila vida; aprendí a divertirme, e incluso divertir a otros, y a no pensar en el mañana. Por primera vez, en cierto modo, conocía yo el espacio, el aire y la libertad, la música entera del verano y los misterios de la naturaleza. Era objeto de atenciones... y aquella consideración me llenaba de gozo. ¡Oh, era una trampa —una trampa involuntaria, pero profunda— a mi imaginación, a mi delicadeza, tal vez a mi vanidad; a todo lo que había en mí de más excitable! El mejor modo de describir la situación sería diciendo que me cogió enteramente desprevenida. Los niños me daban tan pocas molestias... eran de una amabilidad tan extraordinaria... Yo solía meditar, aunque con una vaguedad absoluta, acerca de cómo el áspero futuro —todos los futuros son ásperos— los trataría y podría lastimarlos. Estaban en la flor de la salud y la felicidad; y, sin embargo, como si yo hubiera estado a cargo de un par de pequeños príncipes de la sangre, para quienes todas las cosas debían ser previstas de antemano, la única forma que en mi imaginación podían asumir los años venideros era la de una expansión romántica, una expansión real del jardín y el parque. Es posible, por supuesto, que lo que repentinamente sucedió diera a toda la época anterior el encanto de la inmovilidad... ese apaciguamiento en que todo se concentra y recoge. El cambio equivalió, en efecto, al salto de una fiera.

Durante las primeras semanas, los días fueron largos; a menudo me permitían lo que yo solía llamar mi hora de asueto, esa hora en que, una vez cenados y acostados mis pupilos, yo tenía, antes de retirarme definitivamente a descansar, un pequeño intervalo de soledad. A pesar de lo mucho que me complacían mis compañeros, aquella hora era la cosa que más me gustaba de todo el día; sobre todo me gustaba cuando, a la luz moribunda del atardecer, con el último canto de los pájaros, bajo un cielo violeta y entre los viejos árboles, podía dar una vuelta por el jardín y disfrutar, casi con una sensación de propiedad que me divertía y halagaba, la belleza y la dignidad del lugar. Era un placer sentirme en aquellos momentos tranquila y justificada; e, indudablemente, reflexionar acerca de que gracias a mi discreción, a mi buen sentido y a la respetabilidad intachable de mi comportamiento, yo también estaba complaciendo —¡si alguna vez llegaba él a pensar en ello!— a la persona a cuya influencia había cedido. Lo que yo estaba haciendo era lo que él había esperado de mí, y el que pudiera hacerlo me producía una alegría mucho mayor de lo que me había imaginado. Me atrevo a decir que me veía a mí misma como una joven notable y me consolaba pensando que eso sería un día reconocido públicamente. Y el caso es que necesitaba ser notable para enfrentarme a las cosas notables que comenzaron a dar de pronto señales de vida.

Todo comenzó un atardecer, a mitad de mi habitual paseo vespertino. Los niños se habían retirado ya a sus habitaciones cuando salí al parque. Uno de los pensamientos que me rondaban —ahora no debo ocultar nada— era el de que sería maravilloso encontrar repentinamente a alguien. Alguien que apareciera en el recodo de un camino y se detuviese ante mí con una sonrisa de aprobación. No pedía sino eso: lo único que pedía era que él se enterara; y la única manera de estar segura de que él se había enterado era viéndolo reflejado en su hermoso rostro. Estaba pensando eso exactamente cuando, al final de aquel largo día de junio, me detuve en seco al salir de una de las plantaciones y encontrarme con la vista de la casa. Lo que me detuvo en aquel lugar —y con un sobresalto mucho mayor de lo que cualquier visión hubiera podido provocar— fue la sensación de que lo ansiado por mi imaginación se volvía realidad. ¡Allí estaba él!, pero en lo alto, más allá del césped, en la cima de la torre a la que la pequeña Flora me había llevado durante mi primera mañana en Bly. Aquella torre era una del par de estructuras cuadradas, incongruentes, almenadas que, por alguna razón para mí inexplicable, ya que no podía ver la diferencia entre ellas, eran conocidas como "la nueva" y "la vieja". Flanqueaban extremos opuestos de la casa y eran, indudablemente, unos absurdos arquitectónicos, aceptados sólo por el hecho de no estar del todo desincorporados ni ser demasiado altos, datando, en su pretenciosa antigüedad, de un renacimiento romántico que era ya un respetable pasado. Yo las admiraba y dejaba volar mi imaginación sobre ellas, pues todos disfrutábamos en cierta medida, especialmente cuando se las contemplaba en la semioscuridad del crepúsculo, de la indudable belleza de sus almenas; sin embargo, no era aquella altura el lugar más indicado para que apareciera la figura que tan a menudo había invocado.

Me acuerdo muy bien de que aquella figura, en el claro crepúsculo, provocó en mí dos reacciones diferentes. La primera fue de sorpresa y la segunda de una violenta rectificación del error inicial: el hombre que veían mis ojos no era la persona que yo atolondradamente había supuesto. En aquel momento estaba tan perturbada mi visión, que aun ahora, después de tantos años, no logro precisarla. Un hombre desconocido en un lugar solitario es un objeto justificado de temor para una joven bien educada; y la figura que contemplaba —unos cuantos segundos bastaron para convencerme de ello— no era nadie a quien yo conociera. No la había visto en la casa de Harley Street ni en ninguna otra parte. Es más: el sitio se convirtió en un instante, y de la manera más extraña del mundo, en un páramo. Vuelvo a sentir, al hacer esta declaración aquí, con una deliberación de la que siempre he carecido desde entonces, las mismas sensaciones que tuve en aquel momento. Fue como si, en el instante en que yo lo descubrí, todo el resto del escenario fuera herido de muerte. Puedo oír de nuevo, mientras escribo, el profundo silencio que devoró todos los sentidos del atardecer. Las cornejas dejaron de graznar en el cielo dorado y la hora amistosa perdió toda su voz. Pero no se produjo ningún otro cambio visible en la naturaleza, a menos que, en efecto, fuera un cambio lo que vi con una nitidez y precisión extrañas. El cielo no perdió su color de oro, ni el aire su transparencia, y el hombre que me miraba por encima de las almenas era tan definido como un cuadro en un marco. Pensé con extraordinaria rapidez en cada una de las personas que hubiera podido ser y que no era. A través de la distancia, nos miramos el tiempo suficiente para que yo me preguntara con intensidad quién podía ser, y sentir, como resultado de mi incapacidad para responder a la pregunta, un asombro que en unos cuantos segundos fue todavía más intenso.

El gran problema, o uno de ellos, lo sé muy bien, estriba en enterarse más tarde de la duración de esos lapsos. Bueno, en aquel caso concreto creo que duró el tiempo necesario para que yo barajara una docena de posibilidades, ninguna de las cuales resultó satisfactoria, aunque todas coincidían en un punto: en que había en la casa una persona cuya existencia yo ignoraba. Duró mientras yo me encolerizaba un poco ante la convicción de que mi cargo exigía que no existieran tal ignorancia ni tal persona. Duró mientras aquel visitante —del cual recuerdo ahora que se desprendía una sensación de libertad, de cierta familiaridad, por el hecho de no llevar sombrero— parecía hacerme objeto, desde su altura, de un minucioso escrutinio, igual que el que en mí provocaba su presencia. Estábamos demasiado lejos para poder llamarnos el uno al otro, pero hubo un momento en que, a menor distancia, un reto entre nosotros, rompiendo el silencio, hubiera sido el resultado lógico de nuestra mutua contemplación. Estaba en uno de los ángulos, el más alejado de la casa, muy erguido y con las dos manos apoyadas en la balaustrada. Lo veía con la misma claridad con que veo las letras que dibujo sobre esta página; y después de un instante, como si deseara añadir algo al panorama, cambió lentamente de lugar... pasó, sin dejar de mirarme con fijeza, al rincón opuesto de la plataforma. Sí, tenía la aguda sensación de que durante ese trayecto no apartaba nunca los ojos de mí, y ahora puedo ver aún los movimientos de su mano al pasar de una almena a otra. Se detuvo en el otro extremo de la balaustrada sin apartar la mirada de mí y luego desapareció; y eso fue todo lo que supe.

Otra vuelta de tuerca

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