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VI.— La calle

Si al principio me había asombrado a captar un atisbo de un individuo tan exótico como Queequeg circulando entre la refinada sociedad de una ciudad civilizada, ese asombro se disipó en seguida al dar mi primer paseo a la luz del día por las calles de New Bedford.

En vías públicas cercanas a los muelles, cualquier puerto importante ofrecerá a la vista los ejemplares de más extraño aspecto procedentes de tierras extranjeras. Incluso en Broadway y Chestnut Street, a veces hay marineros mediterráneos que dan empellones a las asustadas señoritas. Regent Street no es desconocida para los birmanos y malayos; y en Bombay, en Apollo Green, yanquis de carne y hueso han asustado muchas veces a los indígenas. Pero New Bedford supera a. toda Water Street Wapping. En esos susodichos lugares sólo se ven marineros, pero en New Bedford hay auténticos caníbales charlando en las esquinas de las calles; salvajes de veras, muchos de los cuales llevan aún carne pagana sobre los huesos. A un recién llegado, le deja pasmado.

Pero, además de los fidjianos, tongotaburianos, erromangoanos, pannangianos y brighgianos, y además de los disparatados ejemplares de la ballenería que se bambolean inadvertidos por las calles, se ven otros espectáculos aún más curiosos, y ciertamente más cómicos. Todas las semanas llegan a esta ciudad docenas de hombres de Vermont y New Hampshire, aún muy verdes, y llenos de sed de ganancia y gloria en la pesquería. Suelen ser jóvenes, de tipos macizos; mozos que han talado bosques y ahora pretenden dejar el hacha y empuñar el arpón. Muchos están verdes como las Montañas Verdes de que proceden. En algunas cosas, se creería que acaban de nacer.

¡Mirad ahí, ese muchacho que presume en la esquina! Lleva un sombrero de castor y una levita de cola de golondrina, ceñida con un r cinturón de marinero y un machete como vaina. Ahí viene otro con un sueste y un capote de alepín.

Ningún elegante de ciudad se puede comparar con uno de campo, quiero decir, con un elegante auténticamente paleto; un compadre que, en los días de la canícula, siega sus dos hectáreas con guantes de cabritilla por miedo a broncearse las manos. Ahora bien, cuando a un elegante de campo como éste se le mete en la cabeza conseguir reputación de distinguido, y se alista en las grandes pesquerías de ballenas, habríais de ver qué cosas más cómicas hace al llegar al puerto. Al encargar su indumentaria marina, pide botones de campana en los chalecos, y trabillas en sus pantalones de lona. ¡Ah, pobre retoñito, qué amargamente estallarán esas trabillas en la s primera galerna ululante, cuando seas empujado, con trabillas, bo— ‘k tones y todo, por la garganta de la tempestad abajo!

Pero no creáis que esta famosa ciudad tiene sólo arponeros, caníbales y paletos para enseñar a los visitantes. Nada de eso. Con todo, New Bedford es un sitio extraño. Si no hubiera sido por nosotros los balleneros, ese trecho de tierra quizá habría seguido hasta hoy en condiciones tan salvajes como la costa de Labrador. Aun tal como está, hay partes del campo de sus alrededores que son capaces de asustarle a uno con su aspecto desolado. La propia ciudad es quizá el sitio más caro para vivir en toda New England. Ciertamente, es tierra de aceite, aunque no como Canaán; tierra, pues, de trigo y vino. Por sus calles no mana la leche, ni en primavera las pavimentan con huevos frescos. Pero, a pesar de todo, en ninguna parte de América se encontrarán más casas de aspecto patricio, y parques y jardines más opulentos que en New Bedford. ¿De dónde proceden? ¿Cómo se han plantado en esta macilenta escoria de comarca?

Id a mirar los emblemáticos arpones de hierro que rodean aquella altiva mansión, y vuestra pregunta quedará respondida. Sí, todas esas valientes casas y floridos jardines proceden de los océanos Atlántico, Pacífico e índico. Todas y cada una, fueron arponeadas y arrastradas hasta aquí desde el fondo del mar. ¿Puede Herr Alexander realizar una hazaña como ésta?

Dicen que en New Bedford los padres dan ballenas a sus hijas como dote, y colocan a sus sobrinas con unas pocas tortugas por cabeza. Hay que ir a New Bedford para ver una boda brillante, pues dicen que tienen depósitos de aceite en todas las casas, y a lo largo de ‘, todas las noches queman sin cesar velas de esperma de ballena.

En verano, es dulce de ver la ciudad, llena de hermosos arces, en largas avenidas de verde y oro. Y en agosto, elevándose en el aire, los bellos y abundantes castaños de Indias, como candelabros, ofrecen al transeúnte sus puntiagudos conos verticales de floración congregada. Tan omnipotente es el arte, que en muchos distritos de New Bedford ha superpuesto claras terraza de flores sobre los estériles residuos de roca arrojados a un lado en el día final de la Creación.

Y las mujeres de New England florecen como sus propias rosas. Pero las rosas sólo florecen en verano, mientras que la fina encarnadura de sus mejillas es perenne, como la luz del sol en los séptimos cielos. Hallar comparación en otro sitio a esa floración suya, os será imposible, si no es en Salem, donde me dicen que las muchachas exhalan tal almizcle que sus novios marineros las huelen a millas de la costa, como si se acercaran a las aromáticas Molucas y no a las arenas puritanas.


Moby Dick

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