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VIII.— El púlpito

No llevaba mucho tiempo sentado cuando entró un hombre de una peculiar robustez venerable: inmediatamente, en cuanto la puerta golpeada por la tempestad volvió a cerrarse tras su paso, el modo vivo y respetuoso como le miró la feligresía atestiguó suficientemente que aquel noble anciano era el capellán. Sí, era el famoso Padre Mapple, llamado así por los balleneros, entre los cuales era muy popular. Había sido marinero y arponero en su juventud, pero desde hacía ya muchos años dedicaba su vida al ministerio religioso. En la época de que ahora escribo, el Padre Mapple estaba en el duro invierno de una sana vejez; esa clase de vejez que parece fundirse en una segunda juventud florida, pues entre las hendiduras de sus arrugas, lucían ciertos suaves fulgores de una floración de nuevo desarrollada; el verdor de primavera asomando incluso bajo la nieve de febrero. Nadie que con anterioridad hubiera conocido su historia podía observar por primera vez al Padre Mapple sin el mayor interés, porque había en él ciertas peculiaridades injertadas en lo clerical, atribuibles a la vida de aventuras marítimas que había llevado. Cuando entró, observé que no llevaba paraguas, y ciertamente, no había venido en coche, pues su sombrero de lona alquitranada chorreaba aguanieve fundida, y su gran chaquetón de piloto parecía casi arrastrarle al suelo con el peso del agua que había absorbido. Sin embargo, sombrero, chaquetón y chanclos fueron extraídos uno tras otro, y colgados en un pequeño espacio de un rincón adyacente: entonces, revestido de modo decente, se acercó silenciosamente al púlpito.

Como muchos púlpitos a la antigua usanza, era muy alto, y, puesto que unas escaleras normales hasta tal altura menguarían seriamente el terreno ya pequeño de la capilla, por su amplio ángulo en el suelo, parecía que el arquitecto había obrado bajo sugestión del Padre Mapple, terminando el púlpito sin escalera y sustituyéndolas por una escalera vertical a un lado, como las escalas de gato que se usan en el mar para subir de un bote a un barco. La esposa de un capitán ballenero había provisto la capilla de un bonito par de guardamancebos de estambre rojo para la escala de gato, que, teniendo por sí una bonita cabecera, y teñida de color caoba, hacía que todo el dispositivo no pareciera de ningún modo de mal gusto, si se tiene en cuenta la clase de capilla que era. Deteniéndose un instante al pie de la escala de gato y agarrando con ambas manos los nudos ornamentales de los guardamancebos, el Padre Mapple lanzó una mirada a lo alto, y luego, con una destreza verdaderamente marinera, pero reveréncial, sin embargo, subió, mano tras mano los flechastes como si ascendiera a la cofa mayor de su navío.

Las partes perpendiculares de esta escala de gato lateral, como suele ser el caso en las suspendidas, eran de jarcia cubierta de tela, sólo que los flechastes eran de madera, así que en cada peldaño había una articulación.

Al echar mi primera ojeada al púlpito no me había pasado por alto que, por más que fueran convenientes para un barco, esas articulaciones parecían superfluas en el caso presente. Pues no estaba preparado para ver al Padre Mapple, después de ganar la altura, dar media vuelta lentamente, e inclinándose sobre el púlpito, retirar hacia arriba cuidadosamente la escalerilla, flechaste tras flechaste, hasta que toda ella estuvo depositada dentro, dejándole inexpugnable en su pequeña Quebec.

Cavilé un rato sin comprender del todo la razón de esto. El Padre Mapple disfrutaba de tan amplia reputación de sinceridad y santidad, que no podía sospechar que persiguiera la notoriedad por ningún simple truco de escenografía. No, pensé; debe haber alguna razón sensata para esto; además, debe simbolizar algo invisible. ¿Podrá ser entonces que por ese acto de aislamiento físico simboliza su retirada espiritual desde el tiempo, desde todas las ataduras y conexiones externas de este mundo? Sí, pues reconfortado con la carne y el vino de la Palabra, para este fiel hombre de Dios, el púlpito, como veo, es una fortaleza de autocontención; una altanera Ehrenbreitstein, con una perenne fuente de agua entre sus muros.

Pero la escala de gato no era en aquel lugar el único rasgo extraño tomado de las anteriores navegaciones del capellán. Entre los cenotafios de mármol a ambos lados del púlpito, la pared que le daba respaldo estaba adornada con una amplia pintura representando un valiente navío en lucha con una terrible tempestad a lo largo de una costa a sotavento, toda rocas negras y níveas rompientes.

Pero arriba, por encima de la turbonada volante y las oscuras nubes fugitivas, flotaba una pequeña isla de luz del sol, desde la cual irradiaba un rostro de ángel; y ese claro rostro lanzaba una visible mancha de radiosidad sobre la desarbolada cubierta del barco, algo así como aquella placa de plata que ahora está inserta entre las tablas del Victory donde cayó Nelson. «Ah, noble navío —parecía decir el ángel—: sigue luchando, sigue luchando, oh, tú, noble navío, y mantén firme el gobernalle; pues, ¡mira!, el sol irrumpe, y las nubes se disipan: está cerca el más sereno azur.»

Tampoco el propio púlpito carecía de huellas de ese mismo gusto marinero que había dado lugar a la escala de gato y la pintura. Su frontal con paneles era a semejanza de un buque de proa muy llena, y la Santa Biblia descansaba en una pieza prominente en voluta, configurada como el pico de una proa, en forma de cabeza de violín.

¿Podía haber algo más lleno de significado? Pues el púlpito es siempre la parte más a proa de la tierra, y todo lo demás queda atrás; el púlpito precede al mundo. Desde allí, se da el primer grito de alarma ante la tormenta de la rápida ira de Dios, y la proa debe aguantar el primer envite. Desde allí se invoca por primera vez al Dios de las brisas buenas o malas para que dé vientos favorables.

Sí, el mundo es un barco en su viaje de ida, y es un viaje sin vuelta, y el púlpito es su proa.


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