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Capítulo 1

La mano invisible

Eran más o menos las dos de la mañana cuando despertaron los leones. El sonido no era tan fuerte como grande, como el ruido de los escapes de un camión de basura interrumpido por el motor de una motocicleta Harley-Davidson detenida en la calle. Mi primera reacción, vaga y soñolienta, fue una especie de agradecimiento dichoso. ¡Ah, los sonidos del África salvaje! Miré las estrellas a través del techo de malla y sentí cómo la brisa nocturna movía la hierba seca y los espinosos árboles de acacia contra las delgadas paredes de nailon de mi tienda, transportando con ella el coro de los leones. Me sentí afortunado de estar allí, acampando en mi tiendita en medio de la vasta sabana del este de África, un lugar tan lejano y sin límites que a unos pocos cientos de metros de allí vagaban nada menos que leones. Qué suerte la mía.

Pero entonces, sentí una punzada de miedo y adrenalina. Éste no era un zoológico ni un safari. Esos leones no eran bonitas fotografías en una revista National Geographic o un documental. Era la vida real. Una pandilla de depredadores asesinos, 150 kilos de puro músculo felino, rondaba a unos metros, ansiosa… Incluso hambrienta, quizá. Por supuesto que podían olerme. Tras días acampando, podía olerme yo mismo. ¿Cuál era mi plan cuando vinieran por mi cuerpo de suave piel humana? Me pregunté cuán cerca llegarían antes de que pudiera escucharlos en la hierba alta, o si el fin vendría súbitamente, una explosión de garras y colmillos ardientes desgarrando las paredes de la tienda.

Traté de mantener la sangre fría, de ser racional. A juzgar por la dirección del sonido, los leones tendrían que pasar primero por las tiendas de Dave y Brian. Yo me encontraba en la puerta número 3 de este particular juego de azar. Es decir, tenía una oportunidad de tres de ser devorado por los leones esa noche o, si pensaba en mí como dos terceras partes de un vaso lleno de persona, 67 por ciento de oportunidades de no ser la cena. La idea me reconfortó. Además, estábamos con los hadza, en la periferia de su campamento, y nadie se mete con ellos. Es cierto que, de vez en cuando, las hienas y los leopardos se cuelan en sus chozas de paja durante la noche, en busca de comida y bebés sin supervisión, pero ahora los leones parecían mantener su distancia.

El miedo comenzó a disiparse y volví a sentirme soñoliento. Seguro estaría bien. Además, si iba a ser devorado por leones parecía preferible estar dormido, al menos hasta el último momento. Esponjé la pila de ropa sucia que usaba como almohada, acomodé mi colchoneta y volví a dormirme.

Fue mi primer verano trabajando con los hadza, un pueblo generoso, hábil y resistente que vive en pequeños campamentos salpicados por la agreste sabana semiárida que rodea el lago Eyasi en el norte de Tanzania. A los antropólogos y a los biólogos como yo nos gusta trabajar con los hadza por su forma de ganarse la vida: son un pueblo de cazadores-recolectores.1 No tienen agricultura ni animales domésticos, máquinas, armas o electricidad. Cada día le arrebatan su comida al terreno salvaje que los rodea, sin nada más que su esfuerzo y su astucia. Las mujeres recolectan bayas o desentierran tubérculos silvestres en el suelo rocoso con ayuda de fuertes palos afilados, muchas veces cargando un bebé a sus espaldas. Los hombres cazan cebras, jirafas, antílopes y otros animales con ayuda de potentes arcos y flechas que fabrican ellos mismos con ramas y tendones, o cortan árboles con ayuda de pequeñas hachas para extraer miel silvestre de los panales construidos en los huecos de las ramas y los troncos. Los niños corren y juegan alrededor de las chozas de hierba del campamento o salen en grupos para recoger leña y agua. Los viejos van a recolectar comida con los demás adultos (incluso los septuagenarios son notablemente activos) o se quedan en el campamento para vigilar.

Este estilo de vida fue la norma en todo el planeta durante más de dos millones de años, desde los albores evolutivos de nuestro género, Homo, hasta la invención de la agricultura hace 12,000 años. Conforme la agricultura se popularizó y dio origen a los asentamientos, la urbanización y con el tiempo la industrialización, la mayor parte de las culturas intercambiaron sus arcos y sus palos por cultivos y casas de ladrillos. Algunos, como los hadza, conservaron orgullosamente sus tradiciones aunque el mundo que los rodea cambió y se expandió. Hoy en día este puñado de poblaciones son las últimas ventanas vivientes al pasado como cazadores-recolectores que compartimos todos los humanos.

Yo me encontraba en Hadzaland (así se refieren coloquialmente a su hogar en el norte de Tanzania) en compañía de mis colegas Dave Raichlen y Brian Wood, y de nuestro asistente de investigación, Fides. Estábamos allí para investigar cómo se refleja el estilo de vida de los hadza en su metabolismo: cómo queman energía sus cuerpos. Es una pregunta sencilla, pero increíblemente importante. Todo lo que hacen nuestros cuerpos —crecer, moverse, sanar, reproducirse— requiere energía, de modo que el primer paso, fundamental para entender de qué modo funcionan nuestros cuerpos, es comprender cómo gastamos energía. Queríamos saber cómo funciona el cuerpo humano en una sociedad cazadora-recolectora como los hadza, donde la gente sigue siendo parte integral de un ecosistema funcional y con un estilo de vida parecido, en muchos sentidos, al de nuestros antepasados remotos. Nadie había medido el gasto diario de energía, la cantidad total de calorías quemadas al día, en una población cazadora-recolectora. Nosotros anhelábamos ser los primeros.

En el mundo moderno, tan alejado de la tarea diaria de conseguir comida con nuestras propias manos, le prestamos poca atención al gasto de energía. Si alguna vez pensamos en eso es en términos de la dieta de moda, de nuestra rutina de ejercicio, de si nos podemos comer esa dona que tanto se nos antoja. Las calorías son un pasatiempo, un dato más en nuestros relojes inteligentes. Pero los hadza sí saben. Entienden de forma intuitiva que los alimentos y la energía que contienen son la sustancia que nos da vida. Todos los días se enfrentan con una aritmética antigua e inmisericorde: consigue más energía de la que quemas o pasa hambre.


Figura 1.1. A media tarde en el campamento de los hadza. Los árboles de acacia les proporcionan un fresco oasis en medio de la sabana. Hombres, mujeres y niños se relajan y discuten los acontecimientos del día. Nótese la choza de hierba a la izquierda.

Despertamos con un sol que se asomaba, aún anaranjado y tenue, por el horizonte, y los colores de los árboles y la hierba deslavados por la luz matinal. En nuestro pequeño hogar de tres piedras estilo hadza, Brian encendió el fuego para cocinar y puso a hervir agua en una olla. Dave y yo dimos una vuelta por ahí, con ojos empañados y ansiosos de cafeína. Pronto bebíamos nuestras tazas de café instantáneo Africafe y comíamos, a cucharadas, avena instantánea y gelatina en botes de plástico, mientras discutíamos los planes de investigación para el día. Todos habíamos oído a los leones durante la noche y bromeamos nerviosamente sobre lo cerca que se escucharon.

Cuatro hombres hadza salieron tranquilamente de la hierba alta. No venían de su campamento sino de la dirección opuesta, del terreno agreste. Cada uno cargaba en hombros unos bultos grandes y deformes, y tardé un instante en reconocer lo que eran: patas, ancas y otras partes ensangrentadas que le pertenecieron a un antílope recién cazado. Los hombres sabían que nos gustaba mantener un registro de la comida que llevaban al campamento y querían darnos la oportunidad de anotar esta pieza antes de repartirla entre las familias.

Brian se puso en acción, sacó la báscula, localizó la libreta de Registro de caza y entabló una conversación en suajili, nuestra lengua común con los hadza.

—Gracias por traerlo —dijo—, pero ¿dónde demonios encontraron un antílope tan grande a las seis de la mañana?

—Es un kudu —respondieron los hadza, sonriendo— y lo tomamos.

—¿Lo tomaron? —preguntó Brian.

—Ustedes escucharon a los leones anoche, ¿verdad? —preguntaron los hadza—. Pensamos que algo se traían, así que fuimos a ver qué fue. Resultó que acababan de matar este kudu… así que lo tomamos.

Y eso fue todo. Otro día en Hadzaland; un día emblemático que comenzó con el inusual trofeo que representaba una pieza de caza mayor, en toda su grasosa y proteínica gloria. Más tarde esa mañana, mientras masticaban tiras de kudu asado y escuchaban cómo sus papás y sus amigos ahuyentaron en la oscuridad a una manada de leones hambrientos para llevar comida a casa, los niños hadza entenderían una lección importante e intemporal: la energía lo es todo, y hay que arriesgarse para obtenerla.

Incluso si debes arrancar tu desayuno de las garras de los leones.


Figura 1.2. Un día de trabajo en la vida de los hadza. Los hombres cazan animales con arcos y flechas o recolectan miel de panales silvestres. A la izquierda, un hombre se prepara para destazar un impala al que le disparó con su arco una hora antes. Sus amigos, que ayudaron a rastrear al animal, lo observan. Las mujeres recolectan bayas silvestres y otros vegetales. La mujer de la derecha está desenterrando tubérculos silvestres con un palo para cavar mientras su hijo dormita sujeto con un chal a sus espaldas.

UN ASUNTITO DE VIDA O MUERTE

La energía es la divisa de la vida; sin ella te mueres. Tu cuerpo está hecho de unos 37 billones de células,2 todas resonando al unísono, como fábricas microscópicas, cada segundo. Cada 24 horas queman en conjunto suficiente energía para llevar al punto de ebullición unos 30 litros de agua helada. Nuestras células eclipsan a las estrellas: cada gramo de tejido humano vivo quema 10,000 veces más energía que un gramo de sol.3 Una pequeña fracción de esta actividad se encuentra bajo nuestro control consciente: la actividad muscular que usamos para movernos. Apenas notamos otra parte, como nuestro latido cardiaco y nuestra respiración. Pero la mayoría de esta frenética actividad ocurre por completo bajo la superficie, en un océano enorme e invisible de procesos celulares que nos mantienen con vida y que notamos únicamente cuando algo sale mal, cosa que ocurre cada vez con mayor frecuencia. La obesidad, la diabetes tipo 2, las enfermedades cardiacas, el cáncer y casi todas las otras enfermedades que nos atormentan en el mundo moderno se originan, en el fondo, en la forma en la que nuestros cuerpos obtienen y gastan energía.

Y sí, a pesar de su importancia para la vida y la salud, el metabolismo (la forma en la que nuestros cuerpos queman energía) es un gran incomprendido. ¿Cuánta energía quema al día un adulto promedio? Todas las etiquetas nutrimentales del supermercado te dicen que la dieta estadunidense estándar consta de 2,000 calorías al día… y todas las etiquetas están equivocadas. Un niño de nueve años quema 2,000 calorías;4 los adultos cerca de 3,000, dependiendo de nuestro peso y de cuánta grasa tengamos (por cierto, cuando hablamos de nuestros requerimientos de energía diaria el término correcto no es calorías sino kilocalorías). ¿Cuántos kilómetros tienes que correr para quemar la energía almacenada en una sola dona? Al menos tres, pero, una vez más, depende de cuánto peses. Y a todo esto, ¿a dónde va la grasa cuando la “quemamos” mediante el ejercicio? ¿Crees que se convierte en calor? ¿En sudor? ¿En músculo? Error, error, error. En realidad exhalas la mayor parte en forma de dióxido de carbono, y conviertes una pequeña parte en agua (pero no necesariamente en sudor). Si no lo sabías estás en buena compañía; la mayor parte de los médicos también lo ignora.5

Parte de nuestra ignorancia sobre la energía proviene de lagunas en nuestro sistema educativo y de la propiedad que el cerebro humano comparte con el teflón para repeler detalles que no usamos con frecuencia. Si tres de cada cuatro estadunidenses son incapaces de nombrar los tres poderes del gobierno federal de Estados Unidos6 —un dato importante que nos metieron en la cabeza con sangre, curso a curso, durante los años de escuela— difícilmente podemos recordar el ciclo de Krebs de la clase de biología de secundaria. Y nuestro pobre entendimiento es víctima de una multitud de charlatanes y mercachifles de internet que promueven ideas falsas, por lo general con fines de lucro. Si cuentas con un público predeciblemente mal informado pero ansioso por mantenerse sano puedes venderle casi cualquier cosa, sin importar qué tan absurda sea. ¡Acelera tu metabolismo!, prometen. ¡Quema grasa con estos sencillos trucos! ¡Evita estos alimentos si quieres permanecer delgado!, gritan desde las lustrosas páginas de las revistas, por lo general sin una pizca de evidencia o respaldo científico.

Pero la razón principal de que no entendamos cómo funciona la energía del cuerpo humano es que la ciencia que la estudia ha vivido fundamentalmente equivocada. Desde el inicio de la investigación metabólica moderna, hacia principios del siglo XX, nos han enseñado a pensar en nuestros cuerpos como simples máquinas: recibimos “combustible” en forma de comida y lo quemamos al revolucionar nuestros motores mediante el ejercicio. El combustible extra que permanece sin quemar se almacena en forma de grasa. La gente que le exige más a sus motores y quema más combustible todos los días tiene menos probabilidades de engordar a causa de la acumulación de energía sin usar. Si ya acumulaste grasa indeseada, sólo tienes que ejercitarte más para quemarla.

Es un modelo sencillo y atractivo, la idea de metabolismo que podría tener un ingeniero. Y acierta en un par de cosas: nuestros cuerpos necesitan combustible en forma de comida, y el combustible sin usar se almacena como grasa. Pero se equivoca grotescamente en lo demás. Nuestros cuerpos no funcionan como sencillas máquinas de combustión porque no son producto de la ingeniería, sino de la evolución.

Como la ciencia está comenzando apenas a comprender, nuestra historia evolutiva de 500 millones de años ha producido maquinarias metabólicas increíblemente dinámicas y adaptables. Nuestros cuerpos son extremadamente astutos para responder a los cambios en dieta y ejercicio de formas que tienen sentido evolutivo, incluso si frustran nuestros esfuerzos por permanecer sanos y delgados. Así pues, hacer más ejercicio no necesariamente resulta en un mayor gasto energético diario, y quemar más energía no nos protege de engordar. A pesar de esto las estrategias de salud pública se aferran a la simple idea del metabolismo tradicional y, por ende, perjudican los esfuerzos por combatir la obesidad, la diabetes, las enfermedades cardiacas, el cáncer y las otras enfermedades que ponen en peligro nuestras vidas. Si no entendemos claramente de qué modo nuestro cuerpo quema energía, es natural que nos frustremos al ver que fracasan nuestros programas de pérdida de peso, al notar que la aguja de la báscula se niega a moverse a pesar de nuestros más denodados esfuerzos en el gimnasio, al darnos cuenta de lo decepcionante que es lo último en magia metabólica.

Este libro explora lo más actual en la ciencia del metabolismo humano. Como biólogo humano al que le interesa el pasado evolutivo de nuestra especie y lo que nos depara el futuro, llevo más de una década trabajando en la primera línea de la investigación metabólica en humanos y otros primates. En los últimos años hemos hecho descubrimientos emocionantes y sorprendentes que están transformando nuestro conocimiento sobre las relaciones entre gasto energético, ejercicio, dieta y enfermedad. En las páginas que siguen analizaré estos nuevos descubrimientos y lo que implican para que vivamos vidas largas y saludables.

Buena parte de esta nueva ciencia proviene del trabajo con los hadza y poblaciones como ellos: sociedades no industriales de pequeña escala, aún integradas a su ecología local. Estas culturas tienen mucho que enseñarnos a los habitantes del mundo desarrollado, pero sus lecciones no tienen nada que ver con la versión caricaturizada del estilo de vida de los cazadores-recolectores que se ha popularizado en buena medida gracias al movimiento “paleo” actual. Mis colegas y yo también hemos aprendido mucho en los últimos años sobre cómo la dieta y la actividad física diaria mantienen a estas poblaciones libres de las “enfermedades de la civilización” que asolan los países modernizados, urbanizados e industrializados. Visitaremos a estos grupos para ver cómo es la vida diaria (y el trabajo de campo) en sus comunidades, y qué lecciones podemos aprender. También viajaremos a zoológicos, bosques tropicales y excavaciones arqueológicas de todo el mundo para comprobar cómo el estudio de los simios actuales y los fósiles de humanos nos ayudan a comprender nuestra salud metabólica.

Pero primero tenemos que darnos una idea de la gigantesca escala y del alcance del metabolismo en nuestras vidas; para apreciar de verdad la importancia del gasto energético tendremos que explorar más allá del problema cotidiano de la salud y la enfermedad. Igual que las placas tectónicas terrestres, el metabolismo es una plataforma invisible que se desplaza lentamente y rige nuestras vidas. La existencia humana, desde nuestros primeros nueve meses en el vientre hasta los cerca de 80 años que podemos aspirar a vivir en este planeta, está conformada por las maquinarias metabólicas que arden en nuestro interior. Nuestros cerebros, grandes e inteligentes, y los de nuestras crías están impulsados por máquinas metabólicas muy distintas a las de nuestros parientes simios. Apenas hemos comenzado a entender que la evolución de nuestro metabolismo nos convirtió en la extrañísima y maravillosa especie que somos.

AÑOS DE PERRO

—¿Una miaka ngapi?

Me encontraba hablando con un varón hadza, de unos veintitantos años, según mis cálculos. Lo interrogaba como parte de nuestra investigación anual para reunir información básica sobre salud en los campamentos que visitábamos. Hacía lo que podía con mi suajili, comprensible pero malo: ¿Cuántos años tienes?

Pareció confundido. ¿Tal vez no lo dije bien? Volví a intentarlo.

—¿Una miaka ngapi?

Me mostró una sonrisa. “Unasema”: Dime tú.

Mi suajili era correcto. La que era tonta era mi pregunta.

Para un estadunidense típico, siempre saturado de actividades, uno de los choques culturales más notables con los hadza es su falta de interés en el tiempo. No es que no tengan la noción: viven con los ritmos diarios de la luz y la oscuridad, el calor y el frío, el ciclo lunar, los ciclos estacionales de lluvias y sequías. Son perfectamente conscientes del crecimiento y el envejecimiento, y de los hitos culturales y fisiológicos que delimitan nuestras vidas. Tras décadas de visitas de investigadores y otros fuereños, incluso tienen alguna noción sobre la medición occidental del tiempo en minutos y horas, semanas y años. Lo entienden, pero sencillamente no parece preocuparles. No les interesa llevar registro. No hay relojes en Hadzaland, ni calendarios o agendas, cumpleaños, días festivos o lunes. Para los hadza la pregunta de Satchel Paige —“¿Qué tan viejo serías si no supieras cuántos años tienes?”— no es motivo de ninguna profunda introspección. Es la vida diaria. Tener que descubrir cuántos años tienen todos los habitantes de un campamento hadza es para los investigadores como una limpieza dental: una tarea anual necesaria, desagradable y un poco dolorosa.

La indiferencia de los hadza hacia el tiempo resultaría escandalosa en Estados Unidos, donde todos los padres conocen el desarrollo esperado de sus hijos con una precisión de días, y nuestros derechos y responsabilidades están regidos ni más ni menos que por nuestra edad. Caminamos al año, hablamos a los dos, vamos al kínder a los cinco, alcanzamos la pubertad a los 13, somos adultos legales a los 18 y podemos celebrar los primeros hitos de nuestras vidas con un trago legal a los 21.7 Luego vienen el matrimonio, los hijos, la menopausia, el retiro, la senilidad y la muerte, todo en los momentos previstos. Si no es así, resulta motivo de preocupación (y de habladurías). Pero ya sea que nos obsesionemos por cada hito del desarrollo como un millennial de Manhattan o dejemos que los años pasen con la indiferencia zen de una abuela hadza, la velocidad de la vida humana es universal, un ritmo que todos tenemos en común.

Sin embargo, el ritmo de la vida humana es todo menos común. En lo que respecta a la “historia de vida”, el ritmo al que los humanos crecemos, nos reproducimos, envejecemos y morimos es una rareza, una enorme anomalía en el reino animal. Nuestras vidas transcurren en cámara lenta. Si los humanos viviéramos como el típico mamífero de nuestro tamaño alcanzaríamos la pubertad antes de los dos años y estaríamos muertos a los 25.8 Todos los años las mujeres darían a luz bebés de dos kilos y medio. A los seis años el individuo promedio ya sería abuelo. La vida diaria sería insólita.

Tenemos alguna noción cultural intuitiva sobre lo inusuales que somos, pero con nuestro estilo típicamente antropocéntrico la ponemos de cabeza. Nuestras mascotas, que se apegan al calendario mamífero normal, viven sus vidas con el que nos parece un ritmo acelerado. Decimos que viven en “años de perro”, y que cada uno de ellos equivale a siete de los nuestros, como si los distintos fueran los otros animales. Pero los raros somos nosotros. Trata de calcularlo al revés: convierte tu edad a años de perro y comprobarás lo extraordinario que eres. Yo tengo casi 300 años (de perro) y me siento bastante bien para mi edad.

Los biólogos que estudian la historia de vida saben, desde hace mucho, que el ritmo de la vida no es un calendario fijo y arbitrario impuesto desde el más allá. Las tasas de crecimiento y de natalidad, y la velocidad a la que envejecen las especies pueden cambiar —y cambian— a lo largo de escalas de tiempo evolutivas. También sabemos desde hace décadas que los humanos y otros primates (nuestra familia evolutiva, que incluye lémures, monos y simios) tienen historias vitales excepcionalmente lentas en comparación con otros mamíferos.9 Incluso sabemos bastante sobre por qué los primates han evolucionado para tener historias de vida tan lentas. Las condiciones en las que las especies son menos propensas a morir tempranamente a manos de un depredador favorecen un ritmo de vida más lento.10

Así que ya sabíamos que los primates, incluyéndonos, tienen historias de vida lentas, probablemente como resultado de menores tasas de mortalidad en algún momento de nuestro pasado evolutivo antiguo (tal vez mudarse a los árboles hizo a los primeros primates más difíciles de atrapar). Lo que nadie podía determinar era cómo. ¿Cómo conseguimos los humanos y otros primates ralentizar todo el proceso, desacelerar nuestras tasas de crecimiento y prolongar nuestras vidas? Tal vez tenga que ver con el metabolismo, puesto que el crecimiento y la reproducción requieren energía, como discutiremos en el capítulo 3. Pero ¿cuál es la respuesta? No resultaba claro. La búsqueda nos llevó a zoológicos y santuarios de primates de todo el mundo para descubrir los cambios evolutivos en el metabolismo que volvieron tan extraordinario lo que llamamos la vida “normal”.

EL PLANETA DE LOS SIMIOS

Los monos y los simios son inteligentes, tiernos e increíblemente peligrosos. Los cálculos varían, pero podemos afirmar con certeza que los primates no humanos son, kilo por kilo, al menos dos veces más fuertes que los humanos.11 La mayor parte de las especies tienen largos caninos afilados que usan para amenazarse y, de vez en cuando, herirse unos a otros. Cuando se les mantiene en cautiverio no tienen el menor inconveniente en emplear sus habilidades para destruir a los humanos, sobre todo cuando están de mal humor. ¿Y quién no estaría aburrido, molesto e incluso un poco resentido si pasa su vida en un laboratorio médico, un zoológico de tercera o el garaje de algún idiota? Cuando vemos simios actores en la televisión (cada vez menos, por suerte) nos parecen engañosamente adorables. Pero ésos son los jóvenes, pequeños e inocentes que permiten que los humanos los manipulen, a la fuerza si es necesario. Para cuando tienen 10 años de edad, los simios son impredeciblemente agresivos, sobre todo en cautiverio; un instante son perfectamente pacíficos y tranquilos, y al siguiente te destrozan la cara y los testículos. La tendencia de los niños actores a convertirse en delincuentes impulsivos y destructivos es otra cosa que los humanos y los simios tenemos en común.

Sabiendo todo esto, no podía creer lo que veían mis ojos. Era finales del verano de 2008 y me encontraba en el Gran Fondo para los Simios de Iowa, en su amplio y moderno centro para orangutanes, mirando por una ventanita en la puerta de acceso al área de simios. Allí, Rob Shumaker vertía tranquilamente un té helado isotónico —sin azúcar— en la boca de Azy, un orangután macho adulto de 115 kilos de peso, con un rostro como manopla de beisbol y la fuerza para arrancarte un brazo con facilidad. Rob no es un idiota; los separaba una reja de acero de alto calibre. Y sin embargo, Azy parecía estar disfrutando su golosina con lo que parecía una gran cordialidad. Muchos investigadores de simios me aseguraron una y otra vez que lo que estaba viendo era imposible: ningún simio cautivo querría prestarse para una investigación, incluso una tan inocua como ésta, y ningún director de un centro para simios sería tan arrogante o tonto para molestarse en intentarlo. Sin embargo, allí estaba Rob, administrándole una dosis de 1,000 dólares de agua doblemente marcada,12 tan fácilmente como si regara una planta doméstica.

Mi entusiasmo se veía multiplicado por la emoción de hacer algo totalmente nuevo. Ésta sería la primera medición del gasto energético diario (la cantidad total de kilocalorías quemadas por día) en un simio. En ciencia pocas veces llega la oportunidad de hacer algo realmente nuevo, de ser el primero en medir algo importante. Era un momento trascendental. Por primera vez tendríamos una imagen completa de la maquinaria metabólica de un simio. ¿Sería como nosotros? ¿Como otros mamíferos? ¿O descubriríamos algo nuevo y emocionante bajo esa superficie naranja y peluda?

Traté de controlar mis expectativas; sabía que podríamos no encontrar nada interesante. Durante más de un siglo diversos investigadores han estudiado las tasas metabólicas basales o TMB, es decir, la cantidad de calorías quemadas por minuto cuando el sujeto se encuentra totalmente en reposo (véase el capítulo 3). En las décadas de 1980 y 1990 diversos estudios pusieron a prueba la idea de que la lenta historia de vida de los primates estaba relacionada con una baja tasa metabólica y, por lo tanto, con una baja TMB. Hubo acérrimos defensores de esta hipótesis, como Brian McNab,13 que sostenía que casi todos los aspectos de la historia de vida y la variación alimentaria de los mamíferos estaba interrelacionada y directamente vinculada con la TMB. Era una idea atractiva: puesto que el crecimiento y la reproducción requieren energía, un ritmo de vida más rápido presumiblemente precisa de una maquinaria metabólica más acelerada.14 Pero luego vinieron análisis estadísticos más rigurosos que sepultaron la idea de McNab y demostraron que los primates tenían TMB perfectamente normales para un mamífero. No había nada allí que pudiera explicar nuestra extraña historia de vida. Otros estudios confirmaron estos resultados, y surgió el consenso15 de que los humanos, los simios, otros primates e incluso otros mamíferos somos básicamente lo mismo por dentro, al menos en lo que se refiere al metabolismo. Sólo tenemos formas distintas (distintas carrocerías sobre los mismos motores).

Yo aprendí sobre este consenso en Penn State en la década de 1990 y en el posgrado en Harvard en la década de 2000, y lo apliqué diligentemente en mi tesis. Pero, como la mayor parte de los científicos, soy escéptico por naturaleza y comencé a tener pensamientos controvertidos. El consenso —que el gasto de energía era básicamente el mismo en todos los mamíferos— se fundamentaba en mediciones de la TMB que me parecían problemáticas. La TMB se mide cuando el sujeto está en reposo (casi dormido), de modo que no representa todas las calorías que el organismo quema cada día, sino apenas una fracción. Además no es fácil medir la TMB; si el sujeto está agitado, frío, enfermo, es joven y está en crecimiento las mediciones pueden salir elevadas; como era de esperarse, buena parte de nuestros datos sobre primates provenía de monos y simios muy jóvenes y manejables.

Pero existía un puñado de investigadores ocupados en el emocionante trabajo de medir el gasto energético diario total (la cantidad total de calorías quemadas por día, no sólo la TMB) en una variedad de especies mediante una sofisticada técnica que emplea isótopos, llamada método de agua doblemente marcada (véase el capítulo 3). Sus investigaciones sugerían que el gasto energético variaba ampliamente entre mamíferos y parecía reflejar su evolución y ecología. Comencé a preguntarme qué pasaría si los humanos y otros simios no tuviéramos la misma maquinaria metabólica. ¿Qué pasaría si nuestros gastos energéticos fueran distintos? ¿Qué nos diría sobre las historias evolutivas de los humanos, los simios y todos los demás primates? Desafortunadamente es tan desafiante trabajar con simios y otros primates que parecía improbable que alguna vez consiguiéramos obtener las mediciones necesarias para explorar estas preguntas fundamentales.


Figura 1.3. Primera medición de gasto energético diario en un simio. A través de la gruesa reja Rob Shumaker vierte el agua doblemente marcada, mezclada con té helado sin azúcar, en la boca de Azy (el perfil peludo de Azy puede entreverse en la imagen de la derecha). Más tarde recolecta una muestra de orina, mientras el orangután se sostiene de la reja con sus patas prensiles.

Mi primer viaje al Gran Fondo para los Simios fue una revelación. Tenía dos enormes instalaciones de vanguardia, una para los orangutanes de Rob y otra para bonobos, ambas con amplias áreas exteriores; y bajo techo, contaba con personal de tiempo completo y un centro de investigaciones integrado. El bienestar y la calidad de vida de los simios era la prioridad. Los proyectos de investigación se diseñaban de modo que resultaran divertidos e interesantes para los simios, o al menos parte de su rutina diaria y no una imposición. Los proyectos invasivos, dolorosos o de cualquier modo dañinos resultaban impensables.

En algún momento durante mi visita balbuceé algo sobre el método de agua doblemente marcada, el metabolismo y la evolución en humanos y primates, sobre lo genial que sería medir su gasto energético diario y cómo nadie lo había hecho antes. Le expliqué a Rob que estos métodos eran totalmente seguros y se usaban todo el tiempo para los estudios de nutrición humana. ¡Hasta podríamos obtener información práctica para llevar el control de las dietas y la ingesta calórica de los simios en cautiverio! Los simios sólo tendrían que beber un poco de agua y luego habría que reunir muestras de orina cada dos días durante una semana, más o menos. ¿Habrá manera de hacer algo así aquí con los orangutanes?

—Claro —contestó Rob—, con frecuencia recolectamos muestras de orina de la mayor parte de los orangutanes para sus revisiones médicas.

—Guau. ¿De verdad? ¿Cómo? —pregunté. Sonaba demasiado bueno para ser verdad.

—Sólo se las pedimos —respondió. Conversábamos junto a la reja de las áreas exteriores. Rob le dirigió una mirada a Rocky, un orangután macho de cuatro años de edad que medio jugaba, medio descansaba, medio nos observaba. “Rocky, ven aquí”, dijo Rob, como si hablara con un niño. Rocky se acercó a la reja, a nuestro lado. “Déjame verte la boca”, dijo Rob, y Rocky la abrió grande. “¿Y tu oreja?”, y Rocky puso la oreja contra la reja. “La otra”, y Rocky giró la cabeza y puso la otra oreja en nuestra dirección. “¡Gracias!”, dijo Rob, y Rocky se alejó correteando para jugar.

—También podemos pedirles que hagan pipí en una taza —dijo Rob. Yo no salía de mi asombro por la conversación simio-humano que acababa de presenciar.

—Sólo una cosa…

—¿Sí?

Ay, no, aquí viene, pensé. Aquí es cuando todo se va al demonio…

—¿Hay algún problema si se derrama un poco de orina?

—Ningún problema —respondí—, siempre y cuando nos queden unos mililitros para analizar.

—Ah, muy bien —repuso Rob—. Porque Knobi, una de nuestras hembras adultas, siempre insiste en sostener la taza ella sola con las patas.

Me sentí como Dorothy despertando en Oz. Ya no estaba en Kansas. De algún modo me encontraba en Iowa, hablando con el Mago, y los munchkins eran anaranjados, peludos y cuadrumanos.

UN PEREZOSO EN EL ÁRBOL GENEALÓGICO

Más tarde ese otoño, una vez que se administraron las dosis y se recolectaron todas las muestras, le envié una caja llena de orina de orangután en hielo seco a Bill Wong, profesor del Centro de Investigación en Nutrición Infantil del Colegio Baylor de Medicina. Bill es experto en energética y métodos de agua doblemente marcada, y para el proyecto con orangutanes me ayudó generosamente a determinar la dosis necesaria y el cronograma de recuperación de muestras de orina. Tras décadas de interesante y fructífero trabajo en nutrición y metabolismo humano, Bill disfrutó la posibilidad de cambiar un poco de carril para analizar muestras de simio.

Su correo con el primer grupo de resultados fue mi pista inicial de que habíamos encontrado algo interesante. Los datos se veían estupendamente, dijo Bill, pero los análisis indicaban que los orangutanes tenían gastos energéticos diarios muy bajos. Me pidió que le mandara todas las muestras que tenía (habíamos reunido más de las que necesitábamos para los análisis) para que pudiera volver a analizarlas todas, sin costo. Quería estar seguro de que sus cifras fueran correctas.

Otra ronda de análisis, mismo resultado: los orangutanes quemaban menos calorías diarias que los humanos.16 La diferencia era inmensa. Azy, el macho de 115 kilos, quemaba 2,050 kilocalorías al día, lo mismo que un niño humano de 9 años y 30 kilos de peso. Las hembras adultas, de 53 kilos de peso, quemaban aún menos: 1,600 kilocalorías al día, cerca de 30 por ciento menos que una humana de ese tamaño. Como era de esperarse, sus TMB también eran demasiado reducidas, muy por debajo de los valores humanos. Durante la medición con agua doblemente marcada monitoreamos cuidadosamente la actividad diaria de los orangutanes y pudimos comprobar que caminaron y treparon tanto como sus congéneres salvajes. (Es decir, no mucho. Los orangutanes son increíblemente letárgicos.) Los bajos gastos energéticos diarios no eran un artefacto de la vida en cautiverio; nos decían algo fundamental sobre la fisiología de los orangutanes.

Los científicos vivimos para estos momentos: probamos cosas desconocidas y encontramos algo inesperado. Lo que sabíamos sobre la energética de los primates era incorrecto, al menos parcialmente; existían diferencias considerables y significativas entre los humanos y nuestros primos simios. Los humanos y los orangutanes descendemos de una misma especie simiesca ancestral que vivió hace unos 18 millones de años. En los milenios que han transcurrido desde entonces, la evolución separó las tasas metabólicas de nuestros dos linajes. Los humanos y los simios no sólo éramos diferentes en forma y proporción, también éramos distintos por dentro.

Pero la verdadera sorpresa llegó cuando comparé el gasto energético de los orangutanes con los de una gama de especies: roedores, carnívoros, ungulados… cualquier mamífero placentario del que encontré publicada una medición de su gasto energético diario (ignorando a los marsupiales, como koalas y canguros, que tienen fisiologías extrañas). Increíblemente, los orangutanes sólo quemaban una tercera parte de la energía que era de esperarse para un mamífero placentario de su tamaño. Sus gastos energéticos caían en el 1 por ciento inferior de los mamíferos placentarios. La única especie con un gasto menor en relación con su tamaño corporal eran los perezosos de tres dedos y los pandas.17

Todo lo que sabíamos sobre la ecología y la biología de los orangutanes cobró sentido.18 Los orangutanes tienen historias de vida extraordinariamente lentas, incluso para estándares primates. En libertad, los adultos no alcanzan la madurez y las hembras no tienen su primer bebé sino hasta alrededor de los 15 años de edad. Las hembras se reproducen increíblemente lento, con periodos entre embarazos de entre siete y nueve años, el espaciamiento entre nacimientos más largo de todos los mamíferos. También enfrentan carencias alimenticias graves e impredecibles en los bosques tropicales de su nativa Indonesia. Los orangutanes dependen de la fruta, pero puede haber meses en los que hay tan poca que se ven obligados a arrancar la corteza de los árboles y roer la suave capa interior como única fuente de alimento. Estas crisis afectan su conducta social, pues son el único simio que vive solo; no siempre hay suficiente alimento para mantener a un grupo.

El lento metabolismo de los orangutanes y lo que sabemos sobre su fisiología también tienen implicaciones importantes para la supervivencia de la especie. La vida en un bosque tropical impredecible, donde la inanición es una amenaza permanente, ha conducido a adaptaciones que minimizan las necesidades diarias de energía. Sus maquinarias metabólicas han evolucionado para correr despacio y conservar combustible, y así mantener a raya el agotamiento y la muerte. Pero las consecuencias fueron severas: el crecimiento y la reproducción requieren energía, y una tasa metabólica más baja inevitablemente implica una historia de vida más lenta. Esto significa que las poblaciones de orangutanes tardan mucho en recuperarse de los desastres naturales o provocados por el hombre. Su baja tasa metabólica, una solución evolutiva elegante en un medio ambiente cambiante, los hizo más vulnerables a la extinción provocada por la destrucción de hábitats y otros tipos de interferencia humana.

Las primeras mediciones del gasto energético diario de un simio habían revelado un nuevo mundo de la evolución metabólica, con importantes implicaciones para la ecología, la salud y la supervivencia. ¿Qué más había esperando ser descubierto? ¿Y cómo entramos los humanos en este panorama? No teníamos idea; sólo se habían medido los gastos energéticos diarios de un puñado de especies de primates. Necesitábamos más datos de más especies en todo el espectro del árbol genealógico primate.

PODER PRIMATE

El proyecto de energética primate se extendió a lo largo de varios años, involucró a más de una decena de colaboradores y fue tomando forma poco a poco. Brian Hare, experto en cognición de simios y viejo amigo mío del posgrado, trabajaba en dos santuarios para simios en África, el Centro de Rehabilitación para Chimpancés Tchimpounga, en la República del Congo, y Lola Ya Bonobo en la República Democrática del Congo. (Nota para los viajeros: no confundas los Congos: uno es bastante peligroso; el otro es extremadamente peligroso.) Como el Gran Fondo para los Simios, eran centros que privilegiaban su bienestar y que sólo realizaban investigación si era segura y útil para los chimpancés y los bonobos. Por entonces Mitch Irwin, primatólogo y conservacionista que trabajaba en Madagascar, accedió a incorporar mediciones energéticas en la evaluación médica anual de los sifacas de diadema.

Pero lo que de verdad cambió la historia fue cuando conocí a Steve Ross, el director del Centro Fisher para el Estudio y la Conservación de Simios del Zoológico de Lincoln Park, en Chicago. Steve es un tipo increíblemente amigable, optimista y servicial, y es canadiense. Además de su trabajo de conservación y su investigación con gorilas y chimpancés en el Zoológico de Lincoln Park, Steve se ha dedicado a trasladar chimpancés que viven infelices en laboratorios, zoológicos ambulantes, garajes y otros lugares miserables a buenos zoológicos y santuarios. Ha trabajado, incansable y exitosamente, para lograr que en Estados Unidos se les otorgara a los chimpancés la misma protección federal de la que gozan gorilas, bonobos y orangutanes. Steve es un héroe.

Con su ayuda pudimos incluir en el proyecto gorilas, monos de Allen, gibones y chimpancés del Zoológico de Lincoln Park. Las dosis de agua doblemente marcada viajaron por todo el planeta, hacia Chicago, el Congo, el otro Congo y Madagascar, y poco a poco fueron regresando las muestras de orina para su análisis. Con ayuda de las mediciones publicadas por otros laboratorios pudimos determinar la diversidad de gastos energéticos de toda la familia primate, desde diminutos lémures ratón hasta gigantescos gorilas lomo plateado de 200 kilogramos de peso. Incluso tuvimos una muestra representativa de entornos que incluían laboratorios, zoológicos, santuarios y estado salvaje. En 2014 ya habíamos reunido todos nuestros datos. ¿Las maquinarias metabólicas de los primates serían distintas de las de otros mamíferos?

Los resultados fueron sorprendentes. Los primates sólo queman la mitad de las calorías que otros mamíferos placentarios.19 Para ponerlo en términos humanos, pensemos que el gasto energético promedio para los adultos es de entre 2,500 y 3,000 kilocalorías diarias, como discutiremos en el capítulo 3. Nuestros análisis mostraron que un mamífero placentario típico de nuestro tamaño quema bastante más de 5,000 kilocalorías al día. ¡Ése es el gasto energético diario de los atletas olímpicos en los momentos más intensos de su entrenamiento! Pero no es que esos otros mamíferos sean increíblemente activos; caminan tres kilómetros al día a lo más y pasan buena parte de su tiempo comiendo y descansando. Sus cuerpos sencillamente queman energía mucho más rápido de lo que puede tolerar nuestro menguado metabolismo primate.

Al fin sabíamos cómo fue que los humanos y otros primates terminamos teniendo historias de vida tan lentas. Hace unos sesenta millones de años, muy tempranamente en la evolución de los primates, ocurrió una colosal reducción en el gasto energético. Las maquinarias metabólicas de los primates se ralentizaron dramáticamente, a la mitad de la velocidad de otros mamíferos placentarios. No queda claro si este cambio metabólico ocurrió a causa de la presión evolutiva para tener una historia de vida más lenta o si algún cambio en la dieta o el entorno condujo a un metabolismo más lento que repercutió en el crecimiento, la reproducción y el envejecimiento. Lo que sí sabemos es que la magnitud del cambio evolutivo en el metabolismo de los primates corresponde precisamente al cambio en sus historias de vida. Las lentas tasas de crecimiento, reproducción y envejecimiento son exactamente lo que se espera dado su bajo gasto energético diario. Hoy los humanos y otros primates, herederos de este legado metabólico, disfrutamos vidas más largas y lentas que otros mamíferos.

Curiosamente, igual que otros investigadores anteriores a nosotros, hallamos que las TMB de los primates eran parecidas a las de otros mamíferos, aunque su gasto energético diario fuera drásticamente distinto. Creemos que la discrepancia entre la TMB y el gasto diario total refleja el considerable tamaño de los cerebros primates (los cerebros consumen mucha energía). Y hay que subrayar que la relación entre la energética y la historia de vida sigue siendo un área de investigación activa y controvertida. Nos ocuparemos de estos temas en el capítulo 3 y otras secciones del libro; por ahora, dirijamos nuestra atención a un último enigma en la evolución de la energética de los primates, que resonará a lo largo de estas páginas: cómo evolucionó la estrategia metabólica de nuestra propia especie.

ÉSTOS SOMOS NOSOTROS

Incluso mientras analizábamos los resultados del proyecto de energética primate ya tramábamos la búsqueda de un premio más grande y esquivo. Los datos sobre orangutanes y otros primates nos habían mostrado lo maleables que son las tasas metabólicas a lo largo del tiempo evolutivo, y lo íntimamente vinculadas que están a la ecología y la historia de vida. La pregunta obvia, entonces, era qué podía revelarnos el gasto energético sobre nuestra propia evolución. El consenso, como mencioné antes, era que el gasto diario de energía era similar en simios y humanos y no había cambiado demasiado en la historia de nuestro linaje.

El referente para esta idea es un artículo publicado en 1995 por Leslie Aiello y Peter Wheeler.20 Para este estudio, Aiello y Wheeler recabaron mediciones del tamaño de los órganos de humanos y otros simios obtenidos en estudios previos y notaron que los humanos tienen cerebros más grandes, pero hígados, estómagos e intestinos más pequeños que otros simios. No todos los órganos gastan energía del mismo modo. Los cerebros y los sistemas digestivos son energéticamente más costosos; cada gramo de tejido quema una tonelada de calorías, porque las células de estos órganos son increíblemente activas, como discutiremos a profundidad en el capítulo 3. Aiello y Wheeler hicieron los cálculos y encontraron que en los humanos la energía que ahorramos al tener sistemas digestivos más pequeños compensa el costo energético de nuestro enorme cerebro. Con base en esta importante observación, y la de que las TMB de humanos y simios son parecidas a las de otros mamíferos, Aiello y Wheeler sostuvieron que los cambios metabólicos críticos en la evolución humana fueron cambios de distribución, que aumentaron las calorías destinadas al cerebro y redujeron las que corresponden al aparato digestivo. En este supuesto, el gasto diario permanece sin cambio: los humanos no gastan más energía que los simios, sólo la usan de forma distinta.

Los equilibrios evolutivos, como el trueque entre sistema digestivo y cerebro que descubrieron Aiello y Wheeler, son una de las piedras angulares de la biología moderna. Como observó el mismo Charles Darwin, con base en los escritos de Thomas Malthus, entre los habitantes del mundo natural se libra una batalla permanente por los recursos. Nunca hay suficientes para todos. Así, todas las especies evolucionan en condiciones de escasez. No puedes ganar todo: si la evolución favorece la expansión de ciertos rasgos —digamos patas traseras potentes y una gran cabeza llena de dientes feroces— deberás ceder, por ejemplo en las patas anteriores… y voilà, tienes un Tyrannosaurus rex. O, como lo expresó Darwin en El origen de las especies (citando a Goethe), “la naturaleza, para gastar en un lado, está obligada a economizar en otro”.21

La idea de que los cerebros y las vísceras compiten entre sí ya había sido sugerida en la década de 1890 por Arthur Keith, en un estudio sobre primates del sureste de Asia.22 Keith trató de demostrar que esta lógica podía explicar la diferencia en el tamaño de los cerebros de humanos y orangutanes, pero estaba adelantado a su tiempo y rebasado por las matemáticas; sólo entendía en forma rudimentaria cómo cambia el tamaño de los órganos en relación con el tamaño corporal general de los mamíferos, y no pudo demostrar los esperados trueques entre cerebros y vísceras. La idea vuelve a aparecer una y otra vez durante el siglo XX. Pensemos en Katharine Milton, por ejemplo, una antropóloga con una extensa experiencia en nutrición que ha trabajado durante décadas con personas y otros primates en América Central y América del Sur (y que hizo el primer estudio de agua doblemente marcada en un primate salvaje23 —los monos aulladores— en 1978). Milton demostró que los primates folívoros, con grandes intestinos para digerir su dieta fibrosa, tenían cerebros más pequeños que las especies frugívoras24 de los mismos bosques. Carel van Schaik y Karen Isler, de la Universidad de Zúrich, publicaron en las décadas de 2000 y 2010 extensos estudios en los que sostenían que el costo de los cerebros más grandes25 podía explicar la evolución de las distintas historias de vida entre los primates.

Pero, por más importantes que sean estos trueques, había razones para pensar que no eran suficientes para explicar todo el conjunto de rasgos energéticamente caros que hacen únicos a los humanos. Como discutiremos en el capítulo 4, los humanos crecemos más lentamente y vivimos más que cualquier otro simio y, sin embargo, de algún modo obtenemos suficiente energía para reproducirnos más rápido que cualquiera de ellos. También tenemos cerebros enormes y hambrientos, y estilos de vida físicamente activos (al menos en las poblaciones que no están malcriadas por la tecnología moderna). Los humanos también invierten más en el mantenimiento corporal y tienen vidas más largas que otros simios. De algún modo, en franca violación del orden natural que insiste en hacer intercambios, los humanos evolucionamos para tenerlo todo.

Pensábamos que el conjunto de adaptaciones energéticamente caras de los humanos podría ser producto de una maquinaria metabólica acelerada que evolucionó para quemar más calorías al día. Teníamos muchos datos humanos a nuestra disposición, pero necesitábamos mediciones de una gran cantidad de simios para comparar adecuadamente. Steve Ross y yo diseñamos un plan para involucrar a zoológicos de todo Estados Unidos. A unos meses de empezar ya estábamos trabajando con zoológicos de todo el país y haciendo citas para reunir datos. Contratamos a Mary Brown, becaria del Zoológico de Lincoln Park, una colaboradora alegre e imparable, tanto como el mismo Steve, para que fuera de zoológico en zoológico, catorce en total, a coordinar y recolectar datos conductuales sobre los simios con los que trabajamos. Muy pronto comenzó a fluir la orina… oro líquido.

Los resultados fueron aún más emocionantes de lo que esperábamos. Descubrimos que los cuatro géneros de grandes simios (chimpancés y bonobos, gorilas, orangutanes y humanos) hemos evolucionado con gastos energéticos diarios característicos.26 El de los humanos es el mayor; quemamos cerca de 20 por ciento más que los chimpancés y los bonobos, aproximadamente 40 por ciento más que los gorilas y cerca de 60 por ciento más que los orangutanes, una vez que se toman en cuenta las diferencias en el tamaño corporal. La TMB también es distinta, en las mismas proporciones. Igual de sorprendentes son las diferencias en grasa corporal. Los humanos de nuestra muestra tenían el doble de grasa (entre 23 y 41 por ciento, aproximadamente) que los otros simios (entre 9 y 23 por ciento). Los orangutanes se encontraban del lado de la obesidad, mientras que los chimpancés y los bonobos eran particularmente magros. Como discutiremos en el capítulo 4, es probable que nuestro alto índice de grasa corporal haya evolucionado de la mano de nuestra elevada tasa metabólica para proporcionarnos una mayor reserva de combustibles que nos proteja de la inanición.

Estas diferencias en metabolismo y grasa corporal, por cierto, no respondían al estilo de vida humano: habíamos tenido el cuidado de seleccionar humanos sedentarios para compararlos con los simios de zoológico de nuestro estudio. Las diferencias eran más profundas; se encontraban en el núcleo mismo de cada especie. A lo largo de la historia evolutiva de cada género, la tasa metabólica se ha intensificado o atenuado, como el quemador de una estufa, respondiendo a cambios en la disponibilidad de comida o la depredación o... ¿qué? En el caso de los orangutanes, estamos razonablemente seguros de que sus bajas tasas metabólicas y su capacidad para almacenar grasa evolucionaron como respuesta a la escasez de comida, al mantener bajas sus demandas energéticas diarias y una importante reserva de combustible en forma de grasa. La variación metabólica entre los simios africanos —chimpancés, bonobos y gorilas— es una historia que aún trabajamos para dilucidar.

En el caso del linaje humano, nuestras células evolucionaron para trabajar más, hacer más y quemar más energía. Estas adaptaciones metabólicas produjeron otros cambios importantes en la forma en la que funcionan nuestros cuerpos y en nuestra conducta, temas a los que volveremos más adelante. El gasto de energía evolucionó junto con enormes cambios alimenticios y en cómo obtenemos, preparamos y compartimos nuestra comida. Un metabolismo más rápido favoreció una mayor capacidad de almacenar grasa. Hoy, nuestro metabolismo establece los límites de todo lo que hacemos, desde el deporte y la exploración hasta el embarazo y el crecimiento. Por supuesto, estos cambios fundamentales en el modo en el que nuestros cuerpos queman energía fueron cruciales en la evolución de nuestro enorme cerebro y nuestra historia de vida única. Sí, los trueques fueron importantes, pero es nuestro metabolismo lo que nos hace humanos.

DARWIN Y EL DIETISTA

La emoción de estos descubrimientos y los prospectos de nuevas aventuras científicas fueron lo que me condujo al campamento hazda, escondido en las lejanas montañas Tli’ika del norte de Tanzania, a escuchar coros de leones y medir gastos energéticos. Nuestro trabajo con simios y otros primates trastocó décadas de consenso científico y reveló dramáticamente que la evolución ha transformado las estrategias metabólicas de los humanos y otros simios. ¿Qué descubriríamos si nos concentrábamos en nuestra propia especie e investigábamos cómo queman energía personas de diversas culturas, con estilos de vida enormemente distintos? ¿Qué aprenderíamos al trabajar con poblaciones como los hadza, que conservan un estilo de vida parecido, en muchos sentidos, al de nuestros ancestros cazadores-recolectores? Por entonces no lo sabíamos, viviendo allí en nuestras tiendas y haciendo ciencia en medio de la sabana, pero nuestro trabajo con los hadza nos daría la mayor sorpresa de todas y cambiaría cómo concebimos las relaciones entre gasto energético y estilo de vida.

En los capítulos que siguen analizaré el gasto energético, el ejercicio y la dieta desde un punto de vista evolutivo para arrojar sobre, nuestras preocupaciones relativas a la salud y la enfermedad metabólica, una luz distinta a la que suele encontrarse en las portadas de las revistas de belleza o los libros de autoayuda. Nuestras maquinarias metabólicas no se perfeccionaron a lo largo de millones de años de evolución para garantizarnos un cuerpo de bikini, para mantenernos con buena condición o incluso para conservarnos sanos. Por el contrario, nuestro metabolismo responde a la directiva darwiniana de sobrevivir y reproducirnos. Más que a mantenernos delgados, nuestro veloz metabolismo nos lleva a almacenar más grasa que cualquier otro simio. Pero ésta no es la única herencia evolutiva contraintuitiva y contraproducente que opera en lo profundo de nuestros cuerpos. Como discutiremos más adelante, nuestro metabolismo también responde a los cambios en ejercicio y dieta de maneras que frustran nuestros esfuerzos por perder peso. Y nuestro impulso por comer es feroz, como pudimos ver con los hadza. Si el apetito con el que nos dotó la evolución puede llevarnos a robarle el desayuno a una manada de leones hambrientos, ¿cómo mantenernos lejos del refrigerador?

Si queremos evitar la epidemia de obesidad y enfermedades metabólicas es absolutamente imprescindible que tengamos una perspectiva evolutiva. Los que vivimos en los países desarrollados hemos construido fastuosas utopías alimentarias, Jardines del Edén donde los alimentos irresistibles son hiperabundantes y no necesitamos mover un dedo para obtenerlos. Los cuerpos que evolucionaron para moverse todo el día se la pasan sentados e inmóviles en cómodas sillas y sillones, absorbiendo el mundo a través de una pantalla brillante como papas fritas bajo una lámpara de calor. Y mientras tanto los daños se acumulan: obesidad, diabetes, enfermedades cardiacas, cáncer, deterioro cognitivo, todas estas enfermedades van al alza, y están íntimamente vinculadas con las formas en las que consumimos y quemamos energía. Para hacer un cambio de ruta y salvarnos de estas enfermedades tenemos que conocer mejor cómo funciona nuestro cuerpo y cómo están vinculados el gasto energético, el ejercicio y la dieta. Cuanto más pronto nos alejemos de las ideas simplistas sobre el metabolismo y más pronto adoptemos una perspectiva darwinista, mejores serán nuestras probabilidades.

Así pues, sumerjámonos en los engranajes de nuestras maquinarias metabólicas para entender cómo se relacionan. Si queremos administrar en forma efectiva el metabolismo que nos dio la evolución tenemos que entender cómo funciona.

Quema

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