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FRANCISCO HERNÁNDEZ, CIRCA 2016
ОглавлениеUna historia del retrato literario en México podría agotar sus páginas en Francisco Hernández (1946). Su decisiva influencia goza hoy de fetiches y exvotos; gracias a él, muchos jóvenes poetas han cumplido un rito de paso entre devoto y hereje para mudar de voz. La vida y los milagros de un autor canónico, más que cantados y contados, son intervenidos como una galería, la cual abrió sus puertas con la obra temprana de Hernández (Gritar es cosa de mudos, 1974) y ha ido nutriéndose con las donaciones de su colección particular –es decir, la de los incontables otros que la conforman.
El desafío del retrato literario consiste en atravesar una zona donde se confunden la biografía con la autobiografía, la psicología o la medicina forense con la estética. Bajo amenaza, la autoridad poética tiene la consigna de perderse para encontrarse –perder el norte para dar con otros extraviados, los que Hernández encarnó al abolir la primera persona–. El balance final es inesperadamente fructífero: el paso por la cuerda floja del lenguaje nunca ha sido más firme que en la falta de red. Un programa de trabajo que podría suscribir este poema de Emily Dickinson, en traducción de Rosario Castellanos:
Jamás he visto un páramo
y no conozco el mar
pero sé cómo debe ser la ola
y cuál es la apariencia del brezal.
Con Dios no he hablado nunca
ni el cielo he visitado
pero estoy tan segura del lugar
como si en algún mapa lo hubieran señalado.
Si bien parte de la escisión mental de Friedrich Hölderlin (transformado en el mítico Scardanelli, recluido en la locura) y de la multiplicación literaria de Fernando Pessoa (extendido a setenta personajes, entre los cuales se encontraba él mismo, su desconfiado ortónimo), la polifonía de Hernández sólo es atmosférica. Nada más alejado de Hernández que la epopeya; la comunidad es una ilusión de su trance poético. Como los autorretratos diarios que por décadas realizó su amigo José Luis Cuevas, la poesía de Hernández son las caras de una moneda pulida por el tiempo. Caras que, al contemplarse retrospectivamente, semejan una exposición colectiva antes que un ejercicio hemerográfico. El mismo autor reconoce en “El que fue”:
La frustración de no poder realizar
un retrato de Henri Michaux
desapareció al leer esta frase
del propio Michaux:
Hace años he dejado de depender
de mis rasgos. Ya no habito esos lugares.
Simbólicamente, la mano del poeta lleva tatuada la frase de Michaux. Sin embargo, al retratar el mundo que asoma por entre los dedos, en realidad dibuja su línea de vida. Cuando Hernández reelabora pasajes de la vida de Robert Schumann, de Hölderlin mismo y de Georg Trakl (Moneda de tres caras, 1994); cuando redacta pies de foto a Octavio Paz o conjetura sobre los últimos días de Salvador Díaz Mirón (Imán para fantasmas, 2004); cuando ejecuta readymades de Basquiat, Warhol o Christo (Población de la máscara, 2010); cuando dirige misivas al escultor Ron Mueck, a los poetas Wisława Szymborska, Efraín Huerta y Juan Gelman, al pintor Mark Rothko o a la coreógrafa Pina Bausch (Odioso caballo, 2016)… Cuando Hernández, en resumen, bosqueja su retrato hablado de otros –un retrato que se basa en la impresión del testigo, no en la veracidad de los hechos–, descubre el móvil de su poesía. “El héroe de las mil caras”, de acuerdo con Joseph Campbell, avanza hasta el proscenio para revelar su destino: “Esa sombra que avanza cuando mi cuerpo se detiene soy yo”, según reconoce Hernández en Cuaderno de Borneo (1994).
La proclamación romántica del poeta como medio (médium) entre lo humano y lo divino, entre la naturaleza y la cultura, entre la imagen y el concepto, no podría ser aquí más cierta: el enlace porta el sello de su mediador. El médium vincula la palabra con su destinatario, sentado a la mesa de las apariciones. Lección de tinieblas, la materialización o el ectoplasma –mejor aún, ectograma: escritura “en el exterior”– sería impensable sin el cuerpo que le da cabida. A riesgo de contradicción, el poema exige no la ausencia protagónica del poeta, sino su presencia fantasmal.
En su cámara de voces, el poema se afina gracias a los ecos que allí reverberan; el poeta es guiado por su máscara hacia el extraño pero inconfundible sonido del yo. Con su cámara verbal a cuestas, Francisco Hernández se retrata –se retracta, vuelve a tocarse: retoca un álbum familiar hasta convertirlo en un autorretrato–. “El relámpago cruza una pared del cielo / y por instantes somos idénticos, / como dos espejos enfrentados”, escribe Hernández que, a su vez, escribe Scardanelli.