Читать книгу El calzoncillo de Perón y otros relatos absurdos - Hernán Ciarma - Страница 4

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Un atento de mierda

El humor consiste en poner una cosa donde no va.

Schopenhauer

No había un tipo más atento y amable que Leticio. Demasiado, para los tiempos que corren. Poseía una caballerosidad extrema que asfixiaba, y también era un predicador del optimismo hasta el límite del absurdo. Pasaba todo el día adelantándose para evitar cualquier mínimo esfuerzo de las personas: corría y acomodaba las sillas a las mujeres que amagaban a sentarse, abría las puertas a los ancianos, ayudaba a una mamá que caminaba con su carrito de bebé por una vereda rota o movía los objetos que pudieran obstaculizar el recorrido de un niño que aprendía a caminar. No se permitía jamás estar sentado en un colectivo si veía a una mujer parada, cualquiera fuera la edad que tuviera; inmediatamente, le cedía el asiento. Muchos de los detalles caballerescos que una mujer podría esperar de un hombre los tenía Leticio, aunque en exceso, con lo cual terminaba provocando el efecto contrario en ellas. La grata y enorme sorpresa que causaban sus virtudes cuando alguien lo conocía terminaba siendo proporcional al rechazo que provocaba con su exageración.

Leticio era un gran tipo, no tenía maldad. En eso coincidían todos los que lo conocían, aunque inmediatamente, luego de enumerar sus virtudes, le seguía un «pero» muy largo… así, con la letra e extendiéndose. Sin embargo, para los amigos del barrio, era un personaje que no podía faltar en un asado, porque en las sobremesas le jugaban bromas para esperar las reacciones más previsibles y divertidas. Su bondad y su predisposición crónicas eliminaban toda posibilidad de que alguien osara considerarlo un plomo.

Su problema era, fundamentalmente, con las mujeres. Ya estaba un poco grande y todavía no había conseguido una novia que le durase más de un mes. No era un tipo lindo, claramente. Tampoco era lo que se dice feo. Ni siquiera tenía una fealdad exótica a la cual sumarle onda; no tenía facciones o rasgos que pudieran ser recordados. Tenía un rostro aburrido, fácil de olvidar. Y, con las mujeres, tenía la obsesión de piropearlas, aunque siempre muy educadamente: su estilo galante era el de los tangueros de los años cuarenta. No ganaba demasiado dinero ni tenía un trabajo atractivo como para mantener una conversación interesante como punto de partida. No se le conocía ninguna destreza física. Tampoco era muy inteligente, y sus conversaciones eran un manojo de frases hechas. Aburría, aunque se propusiera mentir sobre sí mismo con entusiasmo. En síntesis: carecía de las mínimas armas de seducción.

Sus amigos le aconsejaron que probara con aprender a tocar algún instrumento como para atraer a las mujeres, y también para que se quedara quieto y callado en las reuniones. Aunque esto último no se lo dijeron. Leticio, sabiendo de sus limitaciones, les hizo caso y, sin confesarlo, se dispuso a estudiar música, casi a escondidas, para darlo a conocer una vez que aprendiera algo digno de ejecutar.

Pero hasta la elección del instrumento fue desacertada. No había remise ni taxi que le quisiera llevar el arpa; incluso sus amigos ponían excusas para pasarlo a buscar en auto cuando se juntaban o festejaban algún cumpleaños. Sin embargo, Leticio, una vez que aprendió una melodía para presentarla ante sus amigos y ante alguna eventual invitada desconocida, insistía en llevarla consigo y tomaba colectivos o subtes si era necesario; y siempre llegaba tarde a toda reunión, porque debía esperar a que pasara la hora pico para ingresar con su arpa, sin que fuera echado por el resto de los pasajeros.

Un día, en el cumpleaños del primo de un amigo, Leticio vio —o creyó ver— la oportunidad de amenizar la sobremesa tocando un par de temitas, y se guardó un tercero por si le pedían bises. Ante la sorpresa de todos, salió decidido a la puerta y sacó el arpa del baúl de su Ford Falcon, recientemente adquirido, y volvió a entrar, pasando con su gran estuche por el pequeño pasillo camino al living. Algunas personas que allí conversaban debieron interrumpir su charla para permitirle el paso. Pidiendo reiteradamente perdón, a diestra y siniestra, Leticio atravesó el camino y se sentó en un viejo puf y sacó del estuche el gigantesco instrumento. Sus amigos le hacían señas para que terminara de agradecer y de pedir disculpas exageradamente, pero él seguía en su mundo. Si hubiera cronometrado los minutos que le insumía decir por día tantas veces las palabras gracias, permiso y perdón, tal vez hubiera considerado utilizar ese tiempo en estudiar una carrera. Pero no, él era demasiado educado y no le importaba que tanta amabilidad generara, como mínimo, una rara incomodidad.

La anfitriona, entusiasmada al ver lo que se venía, trajo del fondo a su madre anciana y la ubicó, con su silla de ruedas, al lado de Leticio, para que presenciara el show lo más cerca posible, dada su incipiente sordera. Su marido, el cumpleañero, codeó de manera canchera a su esposa, como atribuyéndose que, entre sus invitados desconocidos, hubiera un artista para sorprender a su suegra.

Leticio giró levemente su silla, para evitar darle la espalda a la octogenaria; y esta correspondió el gesto caballeresco con una sonrisa. Sus amigos le hacían señas para que arrancara, de una vez por todas.

Finalmente, llegó el momento tan esperado por Leticio. Cansado de que solo fuera reconocido por sus modales y nunca por alguna destreza, esta vez tendría su gran oportunidad. Y, como objetivo final, quizá lograra enamorar a alguna de las señoritas que ahora estaban mirándolo.

«¡Ahora verán!», pensó. Con modales elegantes y ante el silencio del auditorio, ajustó las cuerdas de su arpa. La expectativa estaba lograda, y eso, para Leticio, ya era un logro en sí mismo, acostumbrado a pasar desapercibido durante toda su vida. Eligió, para comenzar, la bella canción paraguaya Pájaro campana, una de las tres melodías que había preparado y practicado hasta el hartazgo de sus vecinos de la pensión en la que vivía. Con los primeros acordes, se dispuso a recorrer, con un solo ojo, a cada uno de los invitados, a los que increíblemente estaba hipnotizando con el sonido de las cuerdas. Pero, al cabo de unos minutos, algunos hablaban entre sí; otros resoplaban fastidiosos o jugaban con su teléfono, y los más dispersos ya habían salido a fumar a un patiecito. La única persona que estaba prestándole real atención era una empleada doméstica que se había detenido luego de dejar las copas en la mesa y que ahora, con la bandeja en la mano, lo observaba como subyugada por la música. Leticio advirtió que la mujer lo contemplaba detenidamente, y esto le dio más confianza en sí mismo. Ahora no tocaba las cuerdas, más bien las acariciaba, y se acompañaba con impostados gestos de falsa emoción, dándose aires de gran artista. Ya para entonces había dejado de importarle el resto del auditorio. Solo tocaba para ella. Si en ese momento no hubiera tenido las manos y su mente ocupadas con el instrumento, ya le habría ofrecido algo de beber o le habría cedido su asiento.

Tener a esa mujer enfrente mirándolo embelesada con tanta atención era para Leticio como tocar el cielo con las manos. Sentía que era un reconocimiento no solo a su interpretación, sino además a todo el sacrificio y al esfuerzo que había estado haciendo en los últimos tiempos, a los fines de agradarle a alguien, por primera vez en su vida.

Cuando finalizó la canción, se oyeron tibios aplausos de compromiso; algunos apenas sonrieron, pero Leticio no lo advirtió, ya que —galante como era— estaba sutilmente guiñándole el ojo a su única admiradora. Ella, muy seria, no emitió palabra alguna, solo se tapó la boca con ambas manos; gesto que Leticio interpretó como una emoción profunda que la había dejado sin aliento. Se sintió orgullosamente responsable de la reacción provocada en ella y también del nudo en la garganta que le impedía emitir palabra. La empleada volvió en sí y prosiguió con sus quehaceres. Leticio, aprovechando que se había agachado cerca suyo a levantar unos platos, le dijo al oído:

—Sabía que le iba a gustar, la elegí para usted.

La empleada doméstica giró sobre sus talones, lo miró fijo a los ojos de manera incriminatoria y preguntó ofendida:

—¿Por qué pensó que me iba a gustar?

—Porque… bueno, es un tema… popular, que a todas ustedes les suele gustar —atinó a justificarse Leticio.

—¿A todas quiénes?, ¿a todas las mucamas, querés decir? —dijo la empleada ofuscada, quien abandonó la bandeja y se paró frente a él con los brazos en jarra.

—A todas… a todas las mujeres —quiso corregirse, titubeando descolocado.

Ella continuó desafiante:

—Porque soy mucama, pensaste que soy paraguaya… ¡y, por ser paraguaya, tengo la obligación de que me guste la canción de ese pájaro de mierda!

Leticio no podía creer lo que estaba sucediendo. Esa mujer, en la que hacía minutos había depositado una ilusión, se encontraba ahora lagrimeando, con el orgullo herido. Leticio, seguro de no haber tenido mala intención, buscó apoyo en algún testigo, pero no encontraba a nadie que lo sacara de esa situación. Sus amigos, avergonzados, le esquivaban la mirada al cumpleañero, que buscaba al responsable de haber traído a Leticio. Atento como era, se agachó para sacar de su bolsillo trasero un pañuelito descartable y se levantó para alcanzárselo a la mujer y ayudarla a secar sus lágrimas, con tal mala fortuna que golpeó con la punta de su arpa a la anciana que estaba a su lado, sentadita en su silla de ruedas. Rápido de reflejos, giró una vez más, ahora para atender a la anciana, que le sangraba la cara, pero un nuevo y torpe movimiento volcó la copa de vino que estaba en la mesa ratona. La anfitriona intervino con un trapo para atender a su madre, mientras maldecía a su marido y lo culpaba por la presencia de Leticio. La empleada doméstica trataba de frenar el desastre levantando la copa, cuyo contenido seguía ensuciando la alfombra. A Leticio no le alcanzaba esta vez su conocido énfasis en el pedido de disculpas, ya que nadie estaba aceptándolas. Tampoco podía pararse a ayudar a nadie, porque estaba atado a su instrumento, que entorpecía sus intenciones de ser él mismo quien reparara los daños que estaba ocasionando. Uno de los invitados tomó suavemente los mangos de la silla de la suegra y la corrió del centro de la escena. Leticio quiso ayudar, y todos lo obligaron a que se quedara en su lugar y se callara la boca. Otra empleada doméstica, que fue a ayudar y que lo miraba de reojo, le dijo a Leticio:

—¡Justo esa canción se le ocurrió tocar! ¡Le hace recordar al marido, que lo mataron en el tren! Lo empujaron a las vías cuando estaba tocando ese tema en el arpa.

Leticio, dirigiéndose a sus amigos, que estaban casi de espaldas, yéndose, dijo ya derrotado:

—Perdón, yo no sabía. Quise ser atento.


El calzoncillo de Perón y otros relatos absurdos

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