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El imán

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—Estoy listo.

Lo digo en voz alta, aunque no haya nadie en casa. Lo digo para convencerme. Nati va a pasar a buscarme en un rato. Tengo todas mis cosas en el bolso y la ropa en la valija, junto a la puerta de calle. El imán, la piedra negra, la astilla de quebracho, el llavero de pelo de vicuña, el pedacito de coral y la moneda china, todo está en la bolsita de terciopelo. Y la bolsita, en el bolsillo del saco. Lo había revisado varias veces, pero chequeo de nuevo. No quiero molestar a Nati si me olvido algo.

—Estoy bien.

Vuelvo a hablar en voz alta. Voy a estar bien en el geriátrico. La duda vuelve a aparecer y la respuesta es la misma. Pienso que ella tiene razón, qué sé yo. Dice que voy a estar mejor cuidado, que voy a estar con gente de mi edad. No es lo que más me entusiasma. Pero es verdad, Nati no puede estar pendiente, y los chicos, menos. Me dicen que es un peligro que viva solo a los ochenta y cinco, que me olvido de las cosas. Todo porque se me quemaron un par de veces las tostadas. O cuando dejé el horno prendido durante unos días, aunque estaba en mínimo. En febrero Nati encontró la radio en la heladera. Le dije que era para mantener las pilas. Es cierto, el mes pasado fue la afeitadora en la heladera, pero la encontré yo y no dije nada. Cucharitas al microondas con las tazas es normal que me pase, y el aparato entra a tirar chispas hasta que lo apago. Tengo un par de reglas para saber qué perilla es de cada hornalla, pero fallo casi siempre.

Lo que sí me preocupa un poco son las dos veces que me desmayé. De la nada, como que se me apagó la luz. Aparecí en el piso de la pieza una vez y en la terraza la otra. Por suerte no me lastimé casi nada al caer. En la pieza se ve que pegué en la cama antes de caer al piso. Me hice un chichón pero nada grave. La llamé a Nati y me llevó a la guardia. Me hicieron algunos estudios y dijeron que había sido un síncope. Una falla de irrigación momentánea en el cerebro. Nada que se pudiera hacer para evitarlo ni prevenir. No avisa. No es un mareo. La segunda vez fue como hace dos semanas. Me caí en la terraza, arriba de unas macetas. Me desparramé mientras hablaba con mi vecina. Sole estaba en su terraza y casi se muere de un susto. Dijo que fue de golpe, que se me pusieron los ojos en blanco y se aflojó todo el cuerpo como a una marioneta a la que le cortan los hilos.

Dicen que son señales. Y no sé. No quisiera que Nati me encuentre tirado por ahí ni que esté pendiente de mí. Está bien, vuelvo a decir en voz alta. Doy una última vuelta a la casa. El duelo ya estaba hecho. Más o menos. Por las dudas, trato de mirar por arriba, de ir pasando rápido. Nati va a revisar todo, seguro. El gas está cerrado, la puerta del patio también. La terraza, con candado. Las llaves, en el llavero de Cafayate. Las ventanas que dan a la calle, cerradas, y las persianas, bajas.

Me había sentado en la cama a esperarla, me estaba sacando la tierrita de debajo de las uñas y se ve que me quedé dormido. Fue un segundo. Cuando me despierto Nati me está ayudando a levantarme. Yo le digo que puedo solo y ella me suelta, pero se queda ahí mirándome con una sonrisa forzada. Siento que está muy impaciente conmigo, como siempre en el último tiempo.

Me parece que fue ayer que la llevaba al jardín. Me costaba hacer que se levantara y no quería que la ayudáramos a vestirse. Ella quería elegir la ropa y la dejábamos. No le digo nada de que me acordé de eso para no parecer un viejo nostálgico.

Llegamos a la calle. Está lloviznando, está horrible afuera. Me meto rápido en el auto mientras ella da una vuelta a la casa y cierra todo. El auto de Nati es muy confortable. Es nuevo, parece caro. Ya no reconozco las marcas modernas, pero es uno de esos japoneses de alta gama. Tiene un tablero que parece un avión, lindos los colores de las luces, buena calefacción. Hasta parecería que los asientos tienen su propia calefacción.

—Estaba abierta la puerta del lavadero.

Me lo dice como retándome, antes de arrancar.

—Pero yo la había cerrado.

—Estaba abierta.

—Los fantasmas —le digo, pero no le hace gracia.

El auto avanza como si no tocara el piso. Se agarra bien en las curvas a pesar de la llovizna. No se siente el empedrado ni el frío que debe estar haciendo afuera. Tampoco se oye nada del tráfico. Se mueve como una ballena lenta en un mar mudo. Trato de sacar un tema de conversación y no se me ocurre nada. Ella tampoco habla.

El camino tiene gusto a lata. Es difícil de explicar. El aire está cargado de un sabor metálico. Tengo el imán escondido en mi mano derecha. Lo había sacado de la bolsita de terciopelo y lo acaricio con la yema del pulgar adentro del bolsillo del saco. Siento su magnetismo. Eso me tranquiliza.

El imán es un burro de baquelita de color gris oscuro, de unos tres centímetros de alto y otros tantos de largo. La base donde se para el burrito es el imán. Ese objeto debe tener más de cien años en la familia. Lo usaba mi abuela María para recoger los alfileres cuando se le caían entre la ropa o al piso. Cuando era muy chico, me gustaba jugar con el imán. A veces, la abuela me tiraba a propósito la latita de alfileres para que los recogiera. Armaba cadenitas simples, dobles o triples cuando un alfiler imantaba a otro. Un temblor en el pulso podía cortar la imantación y se desarmaba la cadena y había que empezar de nuevo.

El imán fue el primero que tuve. No les digo amuletos porque no son objetos que den suerte. Es más bien algo relacionado con la estabilidad, el equilibrio, la seguridad. Me centran cuando algo alrededor mío quiere descontrolarme. Por eso siempre los tengo a mano a esos objetos.

Cuando me dijeron que se había muerto mi abuela, pedí permiso para quedarme con el imán y quise ir al velorio. Tenía cinco o seis años y nunca había visto un muerto. Me acuerdo de que estaba de la mano de mi mamá y en la otra mano tenía el imán adentro del bolsillo, como ahora. Empecé a sentir que el imán me ayudaba. Me acuerdo como si fuera hoy. Es muy difícil de explicar por qué el imán me sirve. Siento como si despejara partículas metálicas que hay en el aire, no sé si llamarlas energías de mal agüero, es algo así. Hace que todo sea más liviano.

Cuando enfoco la vista me doy cuenta de que estamos yendo por un barrio que me resulta familiar. Nati dice que es para evitar el tránsito de las autopistas a esta hora. El paseo es agradable. Las casas son enormes, tienen jardines al frente con muchas plantas, árboles en las veredas. Los tonos verdes, amarillos, rojos, marrones me recuerdan a un cuadro que teníamos en casa. Las gotas de agua en la ventanilla toman esos colores, los replican y los distorsionan. Me saco los lentes y me refriego los ojos.

Veo poca gente por la calle. Van con pilotos amarillos y paraguas grandes, esos de golf. Parece la maqueta de una ciudad ideal. Todo muy pulcro, demasiado ordenado. Hay pilas de hojas amontonadas cada tanto. Pocos autos estacionados. Se nota la limpieza de un barrio con garitas en las esquinas y la gente paseando sus perros y saludando a sus vecinos. Parece un escenario montado a propósito no sé para quién. Siento otra vez el sabor metálico en la boca y busco el imán en el bolsillo. En este lugar todo anda bien porque la gente es educada, así se dice a veces. Me da rabia cuando escucho ese tipo de comentarios en el noticiero. Nati me encontró varias veces discutiendo con los de la tele. Últimamente me venía pasando más seguido. Me acuerdo de esto y me río solo. Nati debe pensar que me falla la cabeza y me mira con carita compasiva.

Agarro fuerte el imán y la miro. Va atenta a la calle. Aprieta un botón en el volante y cambia la música a algo que creyó adecuado para el paseo por este barrio impecable: una pieza para piano y cuerdas, algo clásico que transmite tranquilidad. Creo que la eligió más para ella que para mí. Siempre le gustó musicalizar los momentos. No le pregunto qué estamos escuchando, pero parece esa música que ponen en las películas cuando ya se acerca el final.

No me hace mal pensar en eso. Estoy tranquilo, salvo ese sabor metálico en el aire que vengo sintiendo desde que me subí al coche. Miro de reojo el imán. De alguna forma, el hecho de tenerlo en la mano pasa a ser fundamental para mí. Cierro la mano. Lo escondo entre mi muslo derecho y la puerta del auto. No quiero que Nati me lo vea.

La garúa hace trabajar sin pausa al limpiaparabrisas. Las varillas se deslizan sin ruido. Nada hace ruido en este auto, ¿o me estaré quedando sordo?

—¿Falta mucho? —le pregunto como para romper el silencio.

—Falta —me responde un poco seca. Suspira y parpadea largo.

La escuché bien clarito. No estoy sordo. Me mira y frunce los labios, como que iba a decir algo y se arrepiente. Parece que ella se fastidia un poco, como si mi presencia o mi impaciencia le molestaran, siento como si para ella fuera imperioso entregar pronto el paquete.

La residencia donde me lleva mi hija queda en Pilar. En Pilar también hay cementerios. Los cementerios y los geriátricos suelen tener nombres que transmiten tranquilidad. Me parece que Nati me dijo que la residencia donde me lleva se llama Estancia El Amanecer. Algo con amanecer, eso es seguro. Me da la sensación de que en estos casos, cuando usan la palabra amanecer, están queriendo decir lo contrario: el atardecer, el ocaso, la muerte. Quizás son ideas mías. Como ese geriátrico que se llama El Palmar… Hay que tener mucho cuidado cuando se elige el nombre de una residencia para ancianos. Es muy fácil caer en el lugar común y hasta en lo desagradable, como ponerle un nombre de cementerio.

Nati repasa los vidrios con una franela.

—Se empañan —me dice—, pasá esto por ahí.

—¿Qué? ¿Por dónde?

Me agarra distraído. Me alcanza la franela pero se me cae de las manos, resbala entre sus rodillas y queda cerca de sus pies. Noto que se molesta un poco, pero también me doy cuenta del esfuerzo que hace para moderar sus gestos. Con un comando desde su puerta abre un poco la ventana de mi lado para que el frío desempañe el vidrio. Toso una vez. Entonces sube el vidrio de vuelta sin mirarme. Mi hija no me dice nada, pero sé que tiene ganas de decirme algo. El aire metálico es por algo. Busco el imán otra vez en mi bolsillo y lo agarro fuerte.

Extraño a Florencia, que está muy lejos. Vive en Canadá con su marido Connor y sus dos hijos cuyos nombres jamás podré aprender a pronunciar porque no sé si son difíciles o si me los cambian para jorobarme cada vez que nos vemos. Ellos vienen una vez al año, seguro. Tratamos de juntarnos para Navidad y Año Nuevo. Pero también cuando me operaron del corazón, hace tres años, se vinieron todos y estuvieron un par de semanas. Fue un buen gesto, estaba toda la familia junta, aunque siempre me quedó la duda de si se habían quedado a esperar mi velorio.

Pienso en los hijos de Nati, mis nietos de Buenos Aires, como me gusta decirles. Los veo bastante seguido por suerte, son buenos pibes. Vienen a visitarme a mi casa y me gusta cocinarles guiso de lentejas o polenta con salsa o fideos amasados por mí. Quiero que conozcan las recetas de mi mamá para que hagan las cosas como hay que hacerlas. Lucas es mi preferido, el más chiquito de todos los nietos. Está en la secundaria y viene a almorzar casi todos los días antes de volver a la escuela. Me hace sentir útil, es el que más me hace sentir abuelo. Me deja que le cuente cómo era todo cuando yo tenía su edad. Se fascina y se sorprende o no entiende cómo se podía vivir sin celular, sin compu, sin la play.

A Lucas le muestro mis objetos, le expliqué para qué me servía cada uno. Él no me cuestiona. Al contrario, le divierte ese tema y quiere saber todo. Ahora que me llevan al geriátrico, la madre se va a tener que arreglar de otra manera para darle de comer al mediodía. Pero yo le pedí a él especialmente que me viniera a visitar seguido y sé que el chico habló con la madre y lo va a hacer. Espero no haberme mandado una macana con eso. Me hace dudar cuando me reta y entonces prefiero no pedir ayuda. Esta vez, Nati no me dijo nada.

A veces mi hija dice que cuanto más trato de no molestarla, más la molesto, como por ejemplo cuando voy al banco por mi cuenta y me mando una macana con los plazos fijos, o si se me pasa un pago del gas o la luz. O cuando se me descarga el celular, entonces se apaga y no me doy cuenta y ella se asusta. Eso la pone de muy mal humor y a mí me hace sentir más dependiente y menos lúcido de lo que soy.

No es que no tenga achaques de salud, pero nada es grave-grave. Lo que sí son cuestiones crónicas que se pueden ir complicando de a poco. Después de la operación de corazón, hace cosa de un año me agarré una neumonía de las bravas y quedé internado en terapia como tres semanas. Me dejó secuelas en los pulmones y eso hizo que mi corazón sintiera el esfuerzo. Así me lo explicaron, o mejor dicho, así se lo explicaron a mis hijas mientras yo me hacía el dormido.

Después de eso, me tuve que quedar más quieto y fui bajando cambios. Perdí un poco de movilidad, de independencia. Eso se nota. Mis manos y mis rodillas empezaron a sentir la artrosis y algunos temblores. Y la diabetes está ahí, al acecho. Ya ni sé qué puedo comer o qué me hace mal para una u otra cosa.

Tuve que dejar la carpintería porque mis hijas pensaron que era peligroso. Era un hobby que había agarrado después de jubilarme. Tenía una buena caja de herramientas; había comprado una caladora, una lijadora, una sierra circular y un banco de trabajo, y con eso me daba maña para hacer mueblecitos para mis nietos, hice mesas y alacenas y también reparé varias sillas. Le daba alegría a la familia y me hacía sentir útil. Pero eso se me terminó después de la neumonía.

Lo que mis hijas no entienden es que el cuerpo puede estar deteriorándose, pero lo que siempre me anduvo bien fue la cabeza. Bueno, eso digo yo. Supongo que cada uno no se da cuenta cuando le empieza fallar el bocho. Uno mismo se acomoda y se adapta para creer que todo está igual, casi igual o no tan mal. Pero puedo asegurar que ahora, de viejo, me acuerdo con más detalle de cosas que pasaron hace años.

Las vacaciones a Mendoza en el 67. No éramos de salir mucho. No era como ahora, que todo el mundo viaja. Mi querida Élida, que Dios la tenga en la gloria, tenía unos primos de su madre que vivían en Guaymallén, que es lo mismo que decir la capital, más o menos. Florencia tenía once años y Nati, cinco. El asiento trasero del Fiat 1500 rural se reclinaba totalmente para adelante. Atrás se formaba una cama enorme para ellas dos. Las valijas iban en el portaequipaje, arriba del techo, cubierto con una lona impermeable. Hicimos una pequeña visita a la Virgen de Luján y seguimos nuestro camino con las bendiciones que habíamos ido a buscar. Agarramos la ruta 7 todo derecho. Paramos a almorzar, a tomar la leche y a cenar y dormir. Tardamos más de dos días completos en llegar a Mendoza. Así se viajaba antes.

En ese momento llevaba una piedra negra en el bolsillo del pantalón. Una piedra ovalada, poco más grande que una aceituna. La había encontrado en Mar del Plata. En las vacaciones, el mismo año en que se murió la abuela María. La piedra brillaba en la arena entre otras piedras más opacas. La agarré porque sentí que su energía me llamó. No sé decirlo de otra manera.

En el camino a Mendoza, cada vez que sentía olor a tierra, agarraba la piedra. Tenía la sensación de que la piedra compensaba algo en el aire cuando se me secaba la boca. Y era como que eso me dejaba tranquilo, todo iba a estar en orden. La pasamos bárbaro. Todavía hay diapositivas que Florencia insiste en mostrarles a Connor y a sus hijos cuando vienen de visita a la Argentina. Y pasa siempre lo mismo: Connor se aburre, se burla de la tecnología de pasar diapositivas y se duerme, y los chicos se distraen y empiezan a pelearse y los terminan retando en inglés.

En ese viaje a Mendoza fue la primera vez que Nati tomó vino. Era muy chiquita, no sé si se acordará.

—¿Te acordás del viaje a Mendoza?

—No vamos para ese lado, papá.

—Ya sé, querida, ya sé. ¿Te acordás de cuando tomaste el vino patero del tío Eduardo?

—¿Siempre con lo mismo, pa? Era el siglo pasado, tenía dos años, no me acuerdo.

—Tenías cinco.

—Sabés que no me acuerdo, ya lo hablamos dos millones de veces.

Claro que ya lo hablamos. Todo ya lo hablamos. ¿Qué será lo que hace que cada vez que le hablo se irrite? No sé si está enojada conmigo, si vive enojada o si justo le pasa algo cada vez que nos vemos. Ya aprendí a no preguntarle cómo se siente porque siempre me dice que no es nada, que no pasa nada. ¿Seráque eso le pasa a Nati? Justamente, que no le pasa nada.

En un momento, camino a Mendoza, nos agarró el Zonda. Fue bravo. No sabría calcular la temperatura, pero era insoportable. El volante me quemaba en las manos. Habíamos puesto repasadores para tapar las ventanillas de atrás. La tierra formaba nubes de polvo afuera y adentro del auto. Para que las chicas no se pusieran nerviosas, Élida les decía que imaginaran que estábamos viajando adentro de un caleidoscopio. Cada tanto yo iba tanteando la piedra negra en mi bolsillo y rogaba que no nos estrelláramos contra otro auto o un camión.

En un momento el viento se hizo más fuerte y no se veía nada. Estábamos adentro de una nube de polvo rojo muy denso. Los camiones pasaban zumbando y decidí que lo mejor era alejarnos de la ruta lo más que se pudiera. Doblé en la entrada de un campo, puse el auto cerca de la tranquera y apagué el motor. La tierra pegaba en los vidrios, el auto se sacudía. Tenía mucho miedo, no sabía cuánto podía durar el viento soplando así. Temblaba por dentro, pero agarraba la piedra y me fortalecía por afuera. Necesitaba mantenerme sólido. Les dije a mis hijas que nos imagináramos en un cohete, que íbamos a Marte. Traté de hacer que ese momento fuera como un juego.

Ahora me siento un zombi inseguro, en vez de aquel hombre capaz de convertir una catástrofe en una aventura. No lo extraño a ese hombre, pero parece que fuera otra vida.

Todo a su tiempo tiene su tiempo, decía mi abuela María. A veces me siento tan perdido como la Chicha, la perrita que adoptamos cuando Nati empezó la primaria. Vivió como quince años. Al final estaba ciega, sorda y casi sin olfato. Se pasó ese último tiempo adentro de la casa, yendo y viniendo de un lado al otro con el tranco de una viejita que va al mercado. La Chicha estaba en peregrinación permanente. Parecía un peluche a pilas y habíamos perdido el control remoto como para detenerla.

Me ponía bastante nervioso cuando descubría que su recorrido tenía un cierto patrón, un patrón complicado pero definido. Cuando llegaba del trabajo y veía a la Chicha yendo y viniendo y necesitaba tener un pedazo de madera en el bolsillo. A veces la perra se chocaba con mis piernas y sentía que me sacaba energía, a veces incluso me mareaba. Me conseguí una astilla grande del tamaño de un lápiz grueso. Un pedazo de quebracho colorado que había encontrado cerca de las vías. Cada vez que la Chicha me tocaba, me tenía que hundir la astilla de quebracho en el dedo gordo, pero sin llegar a lastimarme. Como si estuviera prendiendo un encendedor.

Élida se lo tomaba a mal cuando me descubría. Decía que tenía que hacerme ver esa manía de andar buscando amuletos para sobreponerme a las incomodidades que me inventaba. Yo le decía que no eran amuletos. Y suponiendo que fuera una manía, ¿cómo me hago ver una manía en el hospital? Nunca me entendió ella. El imán lo necesito cuando hay metal en el aire; la piedra negra, cuando siento tierra. Esos son objetos que me dan equilibrio. Los otros son más como protección: la astilla de quebracho, por la perrita ciega que me ponía nervioso; el llavero de pelo de vicuña funcionaba cuando se enfermaba alguien cercano. No para curarlo sino para que se definiera la situación, para bien o para mal; el pedacito de coral, para cuando íbamos a visitar a alguien de la familia de Élida y yo sentía que me sentía incómodo; y la moneda china, cuando había dinero en el medio y necesitaba tomar una decisión.

—¿Desayunaste bien? —me pregunta Nati de la nada, mientras pasamos por un centrito donde había restoranes, bares y negocios de ropa.

—No, bueno… algo, sí, un té. Pensé que íbamos a desayunar antes de ir.

—¡Papá! No pienses, hablá, hablame. Por esto pasan las cosas.

—¿Qué cosas? ¿Qué pasa?

—Nada, nada. No sé, es difícil para mí cuidarte si no me decís lo que te pasa por la cabeza.

—Bueno, querida, no sé. Estoy bien, estoy bien, te digo.

—No, no estás bien, paremos. No pasa nada.

No pasa nada pero pasa. No se la quise seguir porque es lo que digo: no la emboco nunca, por más que trato de no estorbar, molesto. Si pienso, la pifio. Si no pienso, la pifio. Si hablo, la pifio. Si no, también. ¿Por qué se molesta tanto? ¿No seré yo mismo la molestia? Por el hecho de existir todavía y que sea ella la que tenga que ocuparse.

No quiero ser un lastre, por eso acepté enseguida que me llevara a un geriátrico. Pero puse una condición y creo que se lo dije bien, sin pelear. Le dije que buscara algo que se pudiera pagar con mi jubilación más el alquiler de mi casa. Me convencí de que iba a estar bien con gente de mi edad y hasta podía ser que me consiguiera una pareja. Lo último era un chiste, se lo dije, pero no le cayó bien.

En el fondo, lo que más me duele es que mi casa se alquile, aunque yo mismo lo haya propuesto para ayudar a pagar el geriátrico y no ser una molestia. Seguramente no vuelva a pisarla. Cuando se me viene esa idea a la cabeza, siento que lo metálico aumenta y tengo que agarrar el imán.

Antes de dejar la casa, guardé todo lo importante en tres valijas: muchas fotos viejas, recuerdos de Élida y de mis hijas de cuando eran chiquitas, ropa de bebé, dibujos y manualidades de ellas que fui guardando y siempre tuve conmigo. Esas valijas van a quedar en la baulera de la casa de Nati. Quise dejar un lugar donde el pasado se pueda reconstruir con solo tocar alguno de esos objetos, los olores de esas cosas viejas. Por las dudas, hice un inventario en un cuadernito, marqué las caras en las fotos con números y referencias y escribí algunas pequeñas anécdotas. También hice un árbol genealógico de la familia de Élida y de la mía.

La mayor parte de la ropa y los muebles, le dije a Nati que los donara a la iglesia, que los guardara para sus hijos, que hiciera lo que quisiera. Y me dijo que era un exagerado, que no era necesario hacerla sentir así. No está mal ser desapegado, le dije. Al geriátrico quise llevar lo imprescindible: cuatro o cinco mudas de mi ropa preferida, algunos libros que tienen las hojas marcadas y párrafos subrayados, el frasco de perfume que usaba Élida y mis pequeños objetos.

Paramos en un bar que no conozco. Tiene pinta de chalet alpino o cervecería alemana. Las paredes exteriores parecen hechas de troncos de madera, los techos son muy inclinados, como si fuera a nevar en Buenos Aires, y tiene un par de chimeneas que supongo que son falsas. Los postigos de madera y las cortinas blancas y rojas a cuadros me hacen acordar a una casa que alquilamos en Pinamar cuando las chicas eran adolescentes.

—Se parece a la casita del bosque, ¿te acordás?

—No, no me acuerdo.

—Pinamar… enero del 79. No, fue antes del Mundial.

—Nada que ver. No me acuerdo bien.

Bajamos del auto al mismo tiempo. No esperé a que me viniera a levantar del asiento. Me costó un triunfo, pero tengo un poco de orgullo todavía y quiero que lo sepa. El estacionamiento está lleno de pinos, me cuesta caminar porque las raíces sobresalen demasiado y no veo del todo bien. La llovizna le agrega adrenalina al riesgo. Rechazo el paraguas que me ofrece. Tampoco acepto su ayuda para caminar. Nati se va y entra sola al bar.

Trato de moverme como si no hubiera vértigo. Desobedezco al mareo. Me digo que es una sensación falsa, que los pies están firmes y que las piernas responden. Sin mirar para adelante, intuyo que Nati me está vigilando desde adentro del bar. Calculo cada paso para no tropezar. Evito que se note la preocupación y la duda. Si me cayera, sería un gran problema. Tal vez me rompería la cadera, un brazo o la cara como mínimo, y en vez de ir al geriátrico Nati tendría que llevarme al hospital. Supongo que esto es lo que le pasa a ella cuando dice que molesto más cuando no quiero molestar. Hago fuerza para mantener el equilibrio. Aprieto fuerte el imán. Eso me ayuda y llego a entrar al bar.

No quiero preguntarle dónde estamos. No sea cosa de que sea un lugar que supuestamente debería conocer. Y además, de nada me serviría saberlo. No soy el que maneja ni tampoco sé a dónde me lleva y me da lo mismo. Trato de que no se note que estoy perdido. Sonrío como para disimular. Mi hija me devuelve la sonrisa y suspira como aliviada. Pensará que estoy contento con esto de ir al geriátrico y veo que eso a ella la tranquiliza. Mejor así.

Nos sentamos en una mesa cerca de una ventana que da a la calle. Me parece que estamos sobre la Avenida del Libertador, a la altura de Martínez, creo. Pero ¿por qué vendría por acá para llegar a Pilar? Quiero un café con leche con tres medialunas y Nati me veta el pedido por la cafeína, la lactosa y la diabetes. Pide dos tés comunes con tostadas de pan integral y mermelada dietética. Pone cara de enfermera estricta y no me deja opinar.

—Siempre hay un poco de miedo.

—¿Y? ¿A qué viene eso, papá?

—Nada, quiero decirte que te quedes tranquila, que voy a estar bien, que te quiero mucho.

Siento como que ella se afloja. Se le humedecen los ojos y sonríe. Fue una sonrisa distinta esta vez, parece complacida. Me había dado cuenta de que estaba rara, pero no pensé que estuviera tan tensa por este asunto de mi mudanza.

—¡Papá! Sos un tonto —Nati se levanta y me abraza. Yo me quedo sentado porque no tuve tiempo de pararme—. Me querés hacer llorar.

La chica trae las tostadas y se queda parada a un costado esperando para acercarse a la mesa. Nati se apuró a secarse los ojos y, después de pensarlo unos segundos, le pidió tres medialunas para mí. Y manteca y que la mermelada no fuera dietética, le dijo. Busqué el imán en el bolsillo del pantalón, lo froté un poco y se desmetalizó el ambiente.

—¿Te acordás de cuando bailamos en tu fiesta de quince? Mamá estaba enferma ya.

—¿Me querés hacer llorar de nuevo?

—No, mi linda. Mamá disfrutó ese momento. Por eso a veces soy medio hincha para que veamos el video.

Froté una vez más el burrito-imán antes de seguir:

—Nos estamos yendo, hija, y no pasa nada. No pasa nada de nada, es lo normal.

—¡Sos un exagerado!

—Si me quedaba en Urquiza, uno de estos días capaz que incendiaba la casa por accidente. Andá a saber. Ustedes también van a estar menos pendientes de mí y van ir a visitarme. Me van a ir a ver, pero no para arreglar una macana mía.

Me agarra fuerte las manos y me hace doler, por la artritis. Pero no le digo nada. Se me queda mirando con una cara rara, como si se acordara de algo que prefiere no decirme. Me aprieta tan fuerte que casi me hace tirar la medialuna adentro de la taza. Le digo que estaban deliciosas y que hacía mucho que no comía una mermelada tan rica. Y ella se queda mirándome con ternura pero sin escucharme.

Para cambiar de tema, le señalo las chimeneas. Había pensado que eran falsas. Pero no, eran de verdad y tenían leños ardiendo. Nati se ríe sola y me dice que se acuerda de esa vez, en Bariloche, cuando fracasé no sé cuántas veces para prender el fuego y me negaba a ir a buscar al dueño de las cabañas. Élida se enojó y amenazó con mandar a Florencia a pedir ayuda. Nos llenamos de humo, pero al final pude prender el fuego y mi orgullo quedó intacto. Me dice que esa vez había sido un cabeza dura y que seguía siéndolo. No lo niego, me sonrío.

Nos vienen a la memoria otros recuerdos que siempre se encadenan con esa situación de Bariloche. Como una rutina de teatro, vamos repitiendo una a una esas anécdotas. Luego nos ponemos a hablar de sus hijos. Me cuenta cómo les va a los mayores en la facultad y que Lucas viene bien con el industrial y dice que quiere ser ingeniero como yo. No le digo nada de lo que siento por Luquitas, que es especial para mí, porque vamos a volver a llorar.

Me aferro al imán para ganar confianza, lo froto entre mis dedos y le pregunto por ella, si está con alguien. Nunca supe nada de la vida sentimental de mi hija, ni lo iba a saber ahora. Nati es así, me hace acordar a su mamá. Tiene muchos gestos, la forma de sus manos, cómo me mira cuando se enoja. Igual que Élida, no contesta cuando no quiere hablar de algo. Se ríe y no dice nada. Mira la hora y pide la cuenta, como si yo no le hubiese hecho una pregunta que me había costado muchísimo hacer.

Esta vez dejo que me acompañe hasta el auto. Vamos abrazados debajo de su paraguas. Ella abre la puerta con el control remoto de la llave y me ayuda a sentarme, a subir las piernas. El cinturón me lo quise poner solo. Tardo un montón. Nati arranca antes de que lo consiga. De algún modo logré que no estuviera tan pendiente de mí.

El aire ya no es tan metálico ahora. Suelto el imán en el fondo del bolsillo del saco y me relajo. Me pongo a ver el paisaje otra vez. La ciudad suburbana y sus árboles de colores otoñales. Nati vuelve a poner esa música de piano y cuerdas y se concentra en el camino. Dice que va a agarrar la autopista, que se hizo tarde y que en esta zona ya no hay tanto tránsito. La veo más tranquila, capaz estuvo bien la charla y siente menos culpa. El sonido del piano es perfecto para acompañar y tachar el silencio, pero los recuerdos no se callan.

Tuve que pedir una licencia en la empresa constructora para cuidar a Élida en las últimas semanas de su enfermedad. Me hacían viajar mucho al interior. En esa época tenía que ir a controlar un complejo de viviendas que estábamos haciendo en Posadas y tenía otra obra parecida en Viedma. Pasaba varios días fuera de casa. Nati estaba terminando la secundaria, rebelde, brava, ingobernable. La mayor todavía vivía en casa pero no se hacía cargo de nada. Se estaba por recibir de abogada en tiempo récord, con un buen promedio, y hacía poco había entrado a trabajar en el laboratorio Pfizer. Ya le habían ofrecido irse a Estados Unidos y estaba postergando el viaje por cómo estaba su madre y un novio larguero con el que no se comprometía del todo.

Esos días, cuando me sentía angustiado por la enfermedad de Élida, en cada guardia, en cada internación después de la quimio, en cada tomografía de control yo tenía a mano un llavero de pelo de vicuña y acariciaba esa lana suave y me daba algo de tranquilidad. Cuando estábamos a oscuras en la cama y ella quería que la abrazara, yo buscaba el llavero en la mesa de luz y lo apretaba adentro del puño. Me ayudaba a mantenerme enfocado y controlado, para no partirme en pedazos delante de ella.

Un día, antes de la primera internación, encontré a Nati discutiendo a los gritos con su madre porque no la dejaba volver tarde de una fiesta. Élida había pedido que no le dijéramos nada a Nati de su enfermedad. Ella estaba con el uniforme del colegio, y la madre, con el batón floreado que usaba últimamente para estar en casa. Yo acababa de llegar del mercado y me tuve que poner en el medio de las dos para que dejaran de gritar y no me hacían caso. Por alguna razón no tenía cerca el llavero de la vicuña. Lo busqué en los bolsillos del pantalón y en la campera, pero no lo encontré y exploté. Solté las bolsas, algunas latas hicieron mucho ruido sobre el piso de madera, algo de vidrio se rompió. Le grité a Nati para que se callara. Grité muy fuerte. Ella se asustó. Le pedí a Élida que se sentara, que no se agitara, que se cuidara de los nervios. Nati se enojó más todavía porque me ponía del lado de mi mujer. Y le grité a dos centímetros de sus ojos, “no ves que tu madre se está muriendo de cáncer”. Me arrepiento cada día de mi vida de esa reacción que no pude controlar. Élida se desplomó en el sillón que usaba para ver la tele y se agarraba la cabeza con las dos manos. Nati se puso a llorar, me miró y confirmó en mi cara lo que acababa de decir sin querer. Fue corriendo a abrazar a su madre. Me quedé parado ahí en el medio, sin saber qué hacer. Hasta que fui a buscar el llavero de vicuña y me puse en cuatro patas a recoger las latas y las otras compras del piso.

—Ya casi llegamos. Es en la próxima salida. ¿Cómo venís?

—Bien, querida, muy bien. Ya tengo ganas de conocer el lugar.

El auto sale de la autopista por una curva suave y cruzamos la Panamericana por un puente. A la derecha, un poco más lejos, se puede ver la entrada al Parque Memorial. Ahí está enterrada Élida, y a su lado, la parcela donde me van a poner a mí. No sé si Nati pensó en eso. Calculo que no. No dije nada, claro. El auto sigue derecho por la calle que sale perpendicular de la Panamericana y nos metemos adentro, como cinco kilómetros.

—¿Es en el campo?

—Sí, bueno, casi. Se me ocurrió que ahí vas a estar mejor. Tienen un taller de carpintería. Te va a gustar.

—¿En serio? Muy buena idea, hija.

Nati sonríe y me acaricia la mejilla. Yo agarro su mano y le doy varios besos, hasta que tiene que poner un cambio y ya no me vuelve a dar su mano.

En Moby Dick, el muchacho que cuenta la historia se salva porque se aferra a un ataúd que se había construido un indio de la tripulación unos días antes del desenlace, previendo su muerte. No le digo nada a Nati, pero se me ocurre que podría hacer mi propio ataúd en la carpintería del geriátrico. Podría dejarlo desarmado para que no se note que es un ataúd y podría dejar instrucciones para que se ocupen llegado el caso. Puede tener varios compartimentos en el cajón, estantes como para que me entierren con la piedra, la astilla de quebracho, el llavero de piel de vicuña y el imán.

—Es acá —dice Nati.

Hay un cartel de madera, muy sobrio, macizo. En letra cursiva dice: “Bienvenidos a Finca El Amanecer”. Nati dobla a la derecha y agarra por una huella de piedritas blancas que corre entre dos hileras de álamos bastante altos. El pasto a los costados está cortado muy prolijo. Al fondo se ve un arco que parece la entrada al cielo o el Arco de Triunfo. Cuando nos acercamos veo que hay un portón de hierro enorme, de otra época, con barrotes muy trabajados. Nati baja la velocidad y cruzamos la entrada. De repente, justo debajo del arco, siento más fuerte la sensación de lo metálico. Busco el imán en el bolsillo del saco, lo acaricio con la yema de los dedos y cierro los ojos.

Rebobinando

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