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Sola en la fortaleza del ateísmo
[Tras el robo del sol y la luna] llegó la escarcha y acabó con las cosechas, y el ganado comenzó a morirse de hambre. Todas y cada una de las criaturas vivas comenzaron a sentirse indispuestas y se desmayaron en aquel mundo oscuro y lóbrego. Una de las doncellas de Kalevala sugirió entonces a Ilmarinen que hiciese una luna de oro y un sol de plata y los suspendiese en los cielos; así que Ilmarinen se puso manos a la obra. Mientras los forjaba, llegó Wainamoinen y le preguntó en qué estaba trabajando, e Ilmarinen le contó que iba a fabricar un nuevo sol y una nueva luna. Pero le dijo Wainamoinen: «Es una locura, pues el oro y la plata no brillarán como la luna y el sol». Aun así, Ilmarinen siguió trabajando, y pasado el tiempo logró forjar una luna de oro y un sol de plata, y los suspendió en su sitio en el cielo. Sin embargo, no daban luz, tal y como Wainamoinen había dicho.
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La vida en el interior de la fortaleza del ateísmo era buena. Me creía capaz de hallarle sentido al mundo tanto como —o mucho mejor que— la gente que afirmaba tener fe. Yo no creía en Dios, pero tenía una cosmovisión que me parecía plenamente satisfactoria. No era un punto de vista especialmente jovial, pero prefería la verdad a sentirme reconfortada, sin dudarlo.
¿Qué creía yo, entonces?
Pues sostenía que yo era producto de la obra del ciego azar a lo largo de millones de años, miembro de una especie que resultaba ser más inteligente que los demás mamíferos, pero no era única. Creía ser una criatura social porque así era como evolucionaban los seres humanos; el lenguaje con cuyo uso me deleitaba no era más que una herramienta que los seres humanos habían ido desarrollando por el camino.
De haber sido coherente, habría abrazado las teorías de la crítica literaria que trataban los relatos y los poemas como juegos lingüísticos sin un sentido fuera del propio texto, o que declaraban que el propio lenguaje era en sí contradictorio y carente de sentido, pero no lo hice; uno de los motivos de que escribiese mi tesis doctoral sobre el minusvalorado género de la fantasía era que deseaba evitar aquel tipo de teoría literaria y quedarme con una interpretación de los libros más tradicional y basada en el sentido. Aunque al hacerlo contradijese los principios que apuntalaban mi ateísmo, traté el arte, la música y la literatura como su tuvieran un verdadero significado. Me guardé muy bien de pensar en los motivos por los que lo hacía.
No creía que los seres humanos tuviesen un alma. Pensaba que cuando yo me muriese, mi conciencia se apagaría sin más y que la única inmortalidad que me aguardaba era la de el deterioro de mi cuerpo y el retorno de sus átomos constituyentes para que otros seres vivos se valiesen de ellos; a veces incluso pensaba que tal perspectiva era un consuelo y era bella. De manera vaga pensaba en la condición de persona en los términos en que la definen la conciencia del yo y la inteligencia, aunque sí me parecía que aquella postura planteaba cuestiones perturbadoras. Pensaba que el aborto era aceptable, pero ¿por qué era aquello tan distinto del infanticidio? Si lo que constituía una verdadera persona eran un cuerpo y una mente funcionales, ¿tenían algún sentido, siquiera, las vidas de las personas seriamente discapacitadas, física o mentalmente? Una vez desaparecida la actividad mental, ¿tenía una persona derecho a la vida? Un día me sorprendí a mí misma pensando de manera favorable sobre la eutanasia para las personas con mayor grado de discapacidad. Aunque me eché atrás inmediatamente al respecto de aquella idea, me hizo sentir inquietud el hecho de habérmela tomado en serio aunque solo fuera un momento. Era consciente de que había algo en el razonamiento que conducía a ideas como aquella que no me cuadraba en absoluto, pero prefería no pensar en el motivo.
Todas mis opiniones articuladas de manera consciente venían respaldadas por la misma premisa: no hay un Dios, no hay un sentido último más allá de nosotros mismos.
Si nuestra vida no tiene un verdadero sentido, ¿qué sentido tiene vivirla? Este problema ya lo había reconocido allá por la época del instituto. Recuerdo estar en clase de Latín en segundo año, leyendo a algunos de los poetas más filosóficamente desconsolados, y preguntarle al profesor que, si les parecía que la vida no tenía sentido, ¿por qué no se suicidaban sin más? «Muchos de ellos lo hicieron», me respondió el profesor.
Aun así, creía que era posible y deseable ser una buena persona (dejemos a un lado la cuestión de la procedencia de mi criterio de bondad). Pensaba que merecía la pena vivir la vida aunque fuera difícil. ¿Cómo podía ser de ese modo y aun así carecer de sentido?
El ateísmo conduce al autoengaño o a la desesperación cuando se vive de manera coherente. El sentido construido por uno mismo no es más que un recurso provisional: solo es real de la misma manera en que un decorado del castillo de Elsinore es un lugar real. Uno puede suspender la incredulidad mientras se está representando Hamlet, pero en algún momento habrá que salir del teatro. ¿Qué se hace cuando uno reconoce que ayudar a los demás, hacer buenas obras y amistades no constituye sino un decorado y unos trucos de luces?
Era tentador convertir el ateísmo en una causa de mayor alcance en beneficio de la humanidad. Tal vez mereciese la pena dedicar la propia vida a la creación de un mundo sin religión, placenteramente libre de las cadenas de la superstición. Esa es la imagen que John Lennon capta en Imagine, y es hermosa… mientras te esfuerces en no pensar demasiado en serio sobre ella. Tal y como lo expone Francis Spufford:
Pensemos en ese monumento al pomposo artificio estético que es Imagine: es sin duda el «pequeño poni» de las declaraciones filosóficas […]. Imagina que no hay un cielo. Imagina que no hay un infierno. Imagínate a todo el mundo viviendo la vida en… ¿Cómo? ¿Perdone? ¿Que quitemos la religión de la foto y todo el mundo se pondrá a vivir en paz de manera espontánea? No sé qué pensarás tú, pero en mi experiencia la paz no es el estado natural del ser humano a falta de otro.
Me bastaba con mirarme y con echar un vistazo a la gente que me rodeaba para reconocer la ira, los celos, la inseguridad, la envidia, el desprecio, el egoísmo, el temor y la avaricia que hundían sus profundas raíces en la tierra de ser humano. Se me antojaba que una aceptación universal del ateísmo dejaría a la gente con los mismos problemas de antes, si no peores (no desconocía que el historial de derechos humanos de los países dogmáticamente ateos, digamos, dejaba mucho que desear). Conocía la diferencia entre la imaginación y hacerse ilusiones. El ateísmo podría ser cierto, pero fingir que era una causa humanitaria no ofrecía ninguna solución a mis problemas.
¿Qué hacer?
Cuando la alternativa es sucumbir a la oscuridad, parece que merece la pena probarlo todo. En su poema La playa de Dover, Matthew Arnold se sitúa ante un mundo en el que la belleza y el sentido han resultado ser meros deseos y falsas esperanzas:
El mundo, que parece
extenderse ante nosotros como una tierra de ensueño,
tan diversa, tan bella, tan nueva,
en realidad carece de gozo, de amor, de luz,
de certeza o de alivio del dolor;
y aquí estamos como en un páramo que oscurece,
barrido por el confuso griterío del forcejeo y la huida,
donde unos ignorantes ejércitos se enfrentan en la noche
Ante esta triste visión, exclama: «¡Oh, amor, seamos sinceros / el uno con el otro!». Para alguien joven y con aspiraciones románticas, esto tiene pinta de ser una buena solución. El único problema es que cualquier pareja en la que sus miembros se apoyen únicamente el uno en el otro para su plena realización y su sentido se ahogará sin duda, como dice Shakespeare, «como dos nadadores exhaustos que se aferran el uno al otro / y traban su destreza».
En cuanto a mí, traté de mantener la oscuridad a raya buscando el sentido en actividades que consideraba que merecían la pena: la enseñanza, apreciar la literatura, ganar torneos de esgrima, escribir un libro, ahorrar e invertir dinero. Todas estas cosas era buenas en sí mismas, al menos hasta cierto punto, y no había ninguna desventaja obvia en buscar en ellas el sentido de mi vida.
Y, aun así, me dedicara a lo que me dedicase, nada me satisfacía. Quería ser una buena profesora, pero me daba la sensación de que mis alumnos no cooperaban. Quería que fuesen agradecidos y lo valorasen, pero en cambio estaban demasiado necesitados y exigían una paciencia y un autocontrol y preocupación que superaban la capacidad de lo que yo podía dar. Me sentí frustrada; rehuía mis responsabilidades y las dejaba en manos de mis colegas; me ofendía con la mala conducta de mis alumnos. Un día me sorprendí a mí misma gritando encendida de ira a unos alumnos de primer año que no querían dejar de hablar en el aula simplemente porque no les daba la gana. Con una claridad terrible, vi y desprecié a la persona en que me estaba convirtiendo, y me sentía incapaz de detener aquel cambio.
La esgrima fue mi tabla de salvación.
Competía en esgrima con sable desde la época de la facultad. De las tres armas de la esgrima (sable, espada y florete), el sable es la más dinámica y con mayor ritmo. Cuando me inicié como tiradora de esgrima, se trataba de un deporte casi exclusivamente de hombres. Es más, en la universidad formaba parte del equipo masculino de sable: no había equipo femenino. Estaba orgullosa de ser una mujer a la vanguardia de dicho deporte; me daba la sensación de haber alcanzado un logro.
Como tiradora de sable, mujer y menuda, tenía que ser valiente: mis contrincantes eran casi siempre más grandes y más fuertes que yo. Tenía que estar concentrada: las posibilidades tácticas se desarrollan a velocidad de vértigo durante una frase de armas. Y tenía que ser dura: a pesar de todo el equipamiento de protección, duele recibir el golpe de una hoja de acero flexible de un metro de longitud con gran velocidad y fuerza.
Aun cuando estaba atribulada y en pleno conflicto en el resto de mi vida, durante la esgrima podía sentirme yo misma plenamente. Aquel deporte contenía una belleza propia en el choque del acero de una perfecta parada y respuesta, en la atlética danza de avance, retirada y ofensiva. Sobre la peana de esgrima no había donde esconderse: o conseguías el toque o no lo conseguías, o vencías el combate o lo perdías. Había una claridad en las exigencias físicas y mentales de la esgrima que me permitía —allí y en ninguna otra parte— reconocer que era menos de lo que deseaba ser, y sentir que el esfuerzo por mejorar importaba… al menos durante un rato.
Sin embargo, la esgrima solo aliviaba mi lucha contra la oscuridad; no la resolvía.
La visión era cada vez más clara: si la vida realmente no tiene un sentido, entonces nuestras acciones tampoco pueden tener un sentido por sí solas.
Y así llegué de manera gradual a otra forma de gestionar la desesperación: el orgullo. Empecé a apoyarme en mi sensación de poseer fortaleza intelectual. Muy bien —me dije—, al morir, nos morimos; nada de lo que hacemos tiene un sentido último. ¡Así sea! Afrontar los hechos me podía proporcionar una cierta satisfacción a pesar de todo. Bien podían ir corriendo los débiles y los sentimentales en busca de la protección de una fe que les permitiese fingir lo contrario; yo me mantendría firme y decidida. Miraría al abismo, y dejaría que el abismo me devolviese la mirada, y seguiría adelante.
A su manera, esta postura era satisfactoria. Me podía sentir superior a cualquiera y, desde luego, a los cristianos, a los que veía débiles e incapaces de afrontar la verdad. Empecé a concebir la vida como una gran tragedia; nuestra pequeña vida consciente como la minúscula llama de una vela en la noche mientras la desesperación se cierne en el baile de las sombras. El grito desafiante «¡no hay un sentido!» se convirtió en el suelo firme, el lecho de roca de mi ideología. Algunos necios no eran capaces de afrontar la oscuridad, pero en lo que a mí se refería, podía paladear la idea de hallarme ante mi solitario precipicio, capaz de reconocer mi identidad como una mota carente de sentido dentro de un universo indiferente y seguir viviendo sin los artificiales consuelos de la religión.
Se trata de un orgullo desconsolado, un orgullo solitario y, en última instancia, un orgullo alienante, pero ese orgullo proporcionaba una especie de oscuro alivio. Hay algo terriblemente seductor en sentirse superior. Una vez estás allí, resulta difícil echarse atrás. Retirarse del precipicio de la desesperación significaría que aquella gente, con cuya ridiculización tanto has disfrutado, en realidad sabía más que tú. Significaría renunciar a la embriagadora sensación de ser especial gracias a que todos los demás eran unos necios.
Y aun así me preocupaba lo que sabía de mí misma. Notaba que ese orgullo que me mantenía era en cierto modo malsano; conectaba con el desprecio con demasiada facilidad y me predisponía al aislamiento. Sabía que era propensa a una fuerte ira, más terrible aún si cabe por el hecho de que casi nunca permitía que se me notase. Perdí una vez la compostura en una competición de esgrima y descargué mi ira en una respuesta de una décima de segundo golpeando a mi contrincante en la máscara con tal fuerza que se me partió el sable. Me aterrorizó aquella pérdida de control, así que fingí que había sucedido de manera fortuita, pero yo sabía que había sido aposta. Siempre que me asomaba al profundo foso de ira de mi corazón, sabía que las cosas no iban bien.
Mi ateísmo me estaba corroyendo el corazón como el ácido. Cuando se produjo el 11S, me quedé realmente impactada por aquella forma salvaje de acabar con vidas inocentes, hasta que comencé a sacarme a mí misma de mi reacción emocional a base de racionalizar. ¿Qué me importaba a mí aquella gente? ¿No morían miles de personas todos los años en accidentes de carretera? ¿Por qué debía llorar la muerte de unos extraños? Funcionó: dejó de importarme. Al mismo tiempo, estaba debidamente horrorizada por mi desprecio de algo que yo sabía de manera objetiva que merecía una reacción de duelo y pena. En un momento de lucidez transitoria, reconocí mi estado como de anestesia, no de racionalidad superior.
Por muy intelectualmente satisfecha que me declarase, por muy inexpugnable que me pareciese aquella fortaleza intelectual de ateísmo, era un lugar lóbrego donde vivir. E incluso cuanto más me enamoraba intelectualmente del ateísmo, me encontraba con que más me costaba vivir a la luz de sus conclusiones.
De lo que no me daba cuenta entonces era de lo incoherente que yo era. No habría sido capaz de dar una explicación del origen de mi propia racionalidad, ni de mi convicción de que hubiera tales cosas como la verdad, la belleza y la bondad. Utilizaba el lenguaje de la moralidad aun cuando afirmaba que la fuente de toda moralidad no existía. Aunque me sentía cómoda siendo el árbitro último de lo que estaba bien en términos de mi propia conducta, estaba segura de que las palabras bien y mal hacían referencia a cosas reales, y que yo me debía esforzar por alcanzar el bien aun cuando no me beneficiase personalmente.
Aunque mi credo sostuviese que no había un sentido último, me obcecaba en la creencia de que existía algo como la verdad y valoraba la verdad como un bien absoluto. Ese es precisamente el motivo de que rechazase con tanta firmeza aquello que creía que era la fe: obligarte a ti mismo a creer en algo reconfortante aunque falso. Creía que, si no había un sentido y una esperanza, entonces lo bueno y lo correcto sería afrontar esa verdad, y no tratar de ocultarse de ella. Deseaba conocer la verdad y vivir conforme a ella, fuera cual fuese.
Aun así, aquella precisa idea que yo tenía de la verdad excluía cualquier consideración posible del cristianismo. Tal y como yo entendía la fe, era irracional por definición, y así, por definición, no podía ayudarme del único modo en que estaba dispuesta a aceptar ayuda.
Así, cuando era una atea tan firme, no habría escuchado ni entendido —y tampoco habría podido hacerlo— los argumentos que acabarían convenciéndome. Me había encerrado en mi fortaleza y había tirado la llave.
Pero incluso una fortaleza puede tener ventanas, y sobre ella se encuentra el cielo y sus piedras descansan sobre tierra firme…