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Vilaflor

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Allá en lo alto, en la aireada altura, próxima a la zona de la retama, yace como pájaro en reposo con alas extendidas, en las empinadas laderas del Guajara, la pequeña aldea de Vilaflor. Atractivas lucen sus casas, pintadas de diversos colores, a los rayos del sol. Por encima de los últimos edificios, que, esparcidos entre floridos cerezos, miran al valle, comienza el bosque. Aquí se elevan altos pinos silvestres canarios junto a otras coníferas, cuyas copas cubren, como gigantescas sombrillas, el suelo cubierto de pinocha. Asustados por las pisadas del caminante, emprenden el vuelo unos pinzones azules del Teide, desapareciendo en el verde oscuro del boscaje.

Solitario caminaba yo a través del bosque silencioso, cuando dos gigantescos pinos silvestres llamaron mi atención. Mientras los contemplaba, intentando apreciar su altura y circunferencia, apareció repentinamente, como surgido del suelo, un hombrecillo de pelo blanco, que de forma pícara me miraba con ojos de aspecto juvenil, que no parecían ajustarse a su rostro, surcado por arrugas.

«Muchos forasteros llegan hasta aquí», dijo el pequeño, sin introducción, como si prosiguiese una conversación ya empezada, «para ver el ‹Pino gordo› y la ‹Madre del agua›, si bien pocos conocen la leyenda que rodea a ambos árboles. Yo se la contaré».

Diciendo esto se agachó, con lo que apareció del todo un enano misterioso escapado de improviso de un libro de cuentos de la niñez. También yo me senté en el suelo, incliné la espalda contra el ingente tronco del Pino gordo y presté atención a las palabras del desconocido, que subrayaba con expresivos movimientos de las manos, como si quisiese pintar en el aire las imágenes de sus protagonistas.

«Mucho antes de que los españoles pusiesen el pie en Tenerife, vivía en el valle de Güímar un joven guanche llamado Arico, del distinguido linaje del gran Tehinerfe, que poseía un gran rebaño de cabras y ovejas, heredado de sus padres, que habían gozado de buena posición. Sus tierras se extendían desde la cumbre hasta el azulado mar, alternando los prados de pasto con los campos de cereales. Para su dicha solo le faltaba una joven esposa que compartiese con él el hogar.

»Pero Arico no pensaba mucho en ello. Con humor juvenil daba a sus amigos banquete tras banquete. Sucesivamente fueron cayendo al filo de la tabona, la cuchilla de piedra bien afilada, los animales de su rebaño, que eran consumidos por los invitados entre cantos y danzas. En apuestas insensatas y en el juego desordenado perdió sus bienes, y pronto se encontró más pobre que el más desvalido pastor en todo el principado.

»Sin tardar, decidió emigrar. Pronto llenó de gofio su bolsa de cuero, echó sobre sus hombros la rodela de corteza de drago y encajó en el cinturón del tamarco la afilada cuchilla de obsidiana. Después cogió la jabalina y abandonó, sin mirar a su alrededor una sola vez, el hogar paterno y el lugar de su feliz juventud.

»Emprendió su camino montaña arriba, hacia la cima del Guajara, y cuanto más ascendía, más ágil se sentía aspirando el aire puro de la montaña. Comenzaba a olvidar el hogar, y cada vez le preocupaba menos lo que tras de sí dejaba. Varios días vagó por el frío bosque, descansando bajo los umbrosos pinos y escuchando el gorjeo de los pinzones azules.

»Pero pronto se terminó el gofio, el hambre comenzó a acosarlo, y aun cuando intentó salir del bosque, no encontró el camino. En su apuro invocó a Guayote, el demonio, que vivía en el Teide, para que lo ayudase. Después siguió andando con nuevos ánimos.

»Al poco tiempo llegó a un manantial, en el que divisó a tres doncellas guanches. La más hermosa estaba sentada en una piedra y dejaba colgar sus lindos pies sobre el agua. Rápido saltó Arico hacia ella, le sustrajo una de las botas de piel que se encontraban bajo un helecho y corrió al bosque para embromar a la doncella. Pero esta, apercibida, le gritó: ‹Devuélveme mi bota y seré tu esposa›.

»No dejó Arico que se lo dijesen dos veces. De un par de saltos volvió de nuevo, se agachó y calzó a la hermosa desconocida las botas.

»‹Yo soy Vilaflor›, dijo la joven, ‹y estas son mis dos hermanas, Jaruma y Tindalla. Nuestro padre es Guayote, el demonio, a quien tú buscas. Yo te conduciré hasta él y seré tu mujer, como te he prometido. Pero cuando mi padre te dé un cántaro para sacar agua de la hoya del demonio, no lo hagas, pues te matará. Di que eres de noble origen y que no realizas servicios de esclavo›. Dicho esto, lo cogió por la mano y lo condujo trepando a la cueva paterna.

»Cuando Guayote vio venir a los dos, supo enseguida lo que hasta él los traía. ‹Tú quieres casarte con mi hija›, dijo a Arico, sin saludarlo; ‹para ello tienes que bajar de la montaña, derribar árboles y descuajarlos, roturar la tierra, plantarla con judías y traerme la cosecha. Entonces te daré a Vilaflor como esposa›.

»Arico descendió, y comenzó la penosa labor. Pero Vilaflor lo auxilió, y antes de que llegase el invierno estaban las judías exigidas en la guarida del demonio.

»Mas no se dio por satisfecho Guayote con ello. ‹Ve abajo hasta el mar y tráeme el collar de conchas rojas que mi mujer perdió cuando se bañaba›, le mandó, ‹entonces tendrás a mi hija›. Enseguida se dedicó Arico a la nueva tarea, y Vilaflor lo acompañó.

»Cuando llegaron a la orilla del mar, le ordenó la doncella que rasgase su brazo con la punta afilada de su tabona y recogiese la sangre en una calabaza vacía. ¡Pero debía obrar con cuidado y no derramar gota alguna! Él habría de silbar una canción para que no se durmiese, mientras ella se sumergía para buscar el collar de conchas rojas. Diciendo esto, saltó desde una roca al espumoso mar.

»Y Arico silbó una canción, y luego otras, hasta que no se le ocurrieron más, y comenzó a silbarlas de nuevo. Por fin oyó un débil grito de auxilio, e inclinándose sobre el borde del escollo extrajo a Vilaflor. Cuidadosamente instiló a la desmayada su sangre; pero al hacerlo cayó una gota en el suelo. Y cuando la doncella abrió los ojos, le faltaba un dedo de la mano izquierda. Pero alrededor del cuello llevaba el collar perdido de su madre.

»Cuando llegaron a la cueva de Guayote, oyeron desde lejos su voz llena de ira: ‹¡Da el collar›, gritó, ‹o morirás!›. Y Arico se lo entregó.

»Entonces dijo la mujer del demonio a su esposo: ‹Como ves, este guanche es más diablo que tú, al haber encontrado el collar en el fondo del mar. Debemos darle a nuestra hija como esposa›.

»La muchacha fue llamada, y los tres se colocaron detrás de una cortina. Enseguida reconoció Arico a Vilaflor por el dedo que le faltaba; cogió su mano y condujo a la muchacha, que ahora era su esposa, hacia una cueva no muy alejada, donde querían vivir.

»En esa noche, cuando por vez primera dormían en una yacija común, despertó de pronto Vilaflor y dijo: ‹Antes del alba estará aquí mi padre y nos matará a ambos›. Rápidamente llenaron dos pellejos de cabra hasta la mitad con sangre de oveja y la otra mitad con viento silbante de la montaña, que había cogido Vilaflor. Después arrojaron los pellejos sobre el lecho y huyeron a los bosques de Adeje.

»La luna ya se había ocultado cuando Guayote se deslizó hacia la cueva de la joven pareja. Apenas divisó la yacija cubierta con piel, comenzó a golpear con su maza sobre los supuestos amantes hasta dolerle el brazo. Después cogió su lanza y la hundió repetidas veces en los pellejos de cabra. La rociada de sangre y el silbido del viento de la montaña, que tomó por gemidos de los moribundos, le hicieron creer que había matado a Arico y Vilaflor.

»No obstante, al día siguiente descubrió su mujer el engaño. Con sonrisa irónica se acercó a él y le dijo: ‹¿No ves lo listos que son? Pueden engañar mejor que tú. ¡Parte enseguida y mátalos en el bosque!›.

»Vilaflor vio venir al padre a lo lejos, y rápidamente se transformó en un madroño. Y Arico se agachó y recogió las frutas caídas a tierra. Guayote, al que volvía la espalda, le preguntó si no había visto a un hombre con una joven doncella. Arico, haciéndose el mudo, se limitó a negar con la cabeza, para no traicionarse con su voz. Rabioso, regresó el demonio a su cueva.

»‹¡Imbécil con cuernos de cabra!›, le dijo su mujer, ‹el hombre con quien hablaste era Arico, y Vilaflor se ha transformado en un madroño. Yo misma saldré para buscarlos y matarlos›.

»Tranquilamente descansaban ambos amantes, al amanecer, bajo la floresta de pinos, en la ladera del Guajara, cuando se acercó la madre con el hacha de Guayote. Mas el canto de un pinzón azul los despertó y, rápido, se metió Arico en el ‹Pino gordo› y Vilaflor en la ‹Madre del agua›.

»Inútilmente buscó la mujer del demonio a sus hijos. Entonces trazó con su palo un amplio círculo de encantamiento y, encendiendo fuego en el centro, pronunció esta tremenda maldición: ‹¡Que os olvidéis uno del otro por toda la eternidad!›. Dichas estas palabras regresó junto a Guayote.

»Apenas había desaparecido la madre, salieron ambos de sus árboles, aunque la maldición había hecho ya su efecto: no se reconocieron al verse. Arico marchó al valle de Adeje, donde desapareció. Vilaflor, en cambio, permaneció en el país y, al fundarse allí más tarde una aldea, se le dio su nombre.

»Pero el ‹Pino gordo› y la ‹Madre del agua› rumorean todavía hoy, durante las noches, al ser agitados por el viento montañero, en tono muy quedo, la historia de ambos amantes…».

Bajo el drago

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