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El cantar de los cantares de los antepasados
ОглавлениеAvanzaba ya la tarde sobre el amplio valle de Güímar. Aquí y allá erguían sus esbeltos troncos hacia el cielo palmeras datileras; suavemente mecía la brisa que descendía de las montañas, las espigas repletas de grano de los trigales, y en las jugosas laderas pacían rebaños de cabras.
Ante su cueva estaba sentado el sigoñe (noble) Bedo, que, al bautizarse, había recibido el nombre de Lorenzo. Una expresión de orgullo se reflejaba en el rostro del viejo guanche, al contemplar las fructíferas tierras que el gobernador, don Alonso Fernández de Lugo, le había reconocido en la distribución como premio a sus fieles servicios.
Solo unos pocos años habían transcurrido desde la conquista de la isla por los españoles y ya había cambiado el aspecto de Tenerife. Donde hasta hacía poco se elevaban bosques impenetrables, se extendían en la actualidad lozanos campos de judías, maíz y trigo. Por todos lados surgían cortijos, y en las alturas, donde hasta época reciente sonaba el grave sonido del caracol de mar llamando a combate, repicaban alegres las campanas de las pequeñas capillas, que brillaban con su blancura.
Al atardecer llegaron de la playa dos jóvenes. Desde lejos reconoció el padre a su hija Ijaga, la flor de la montaña, como siempre la llamaba, aunque desde hacía tiempo llevaba el nombre de María. Junto a ella, apoyado suavemente su brazo en el hombro de la muchacha, caminaba un guanche, de estatura elevada, con la cabeza inclinada, como si escuchase atentamente lo que aquella le decía. Era Blas, que en el colegio de religiosos había aprendido el español y ahora actuaba de intérprete junto al capitán Juan de Viana, cuyas tierras lindaban con las del sigoñe.
De buen grado acogía Bedo al joven y animoso muchacho, que poseía las más nobles propiedades de su raza: fidelidad y obediencia. Pronto se casarían María y Blas y él acariciaría sobre sus rodillas a sus nietos. Pero si Bedo hubiese podido escuchar la conversación de ambos, hubiera mirado el porvenir con menos confianza.
«Yo te suplico, Blas», dijo la muchacha, «que nos vayamos a la montaña, lejos de aquí, donde podremos vivir como pastores libres. Allí te perteneceré y seré tu fiel servidora».
«Tú sabes», prosiguió preocupada, «que tu señor, don Juan de Viana, el poderoso conquistador, me ama. A cada paso corre detrás de mí y quiere hacerme su esclava. Es grande, hermoso y fuerte, y mi padre se mostraría propicio a entregarme a él, pues está favorable y amistosamente dispuesto hacia el capitán».
«¿Lo amas?», la interrumpió el joven.
«No», contestó Ijaga, «jamás amaré a ese forastero que nos ha hecho siervos, aunque nos haya traído al Dios Todopoderoso y a la Sagrada Virgen de la Luz, que ahora protege nuestra isla y cuyo nombre yo llevo. Solo te amo a ti, Blas».
En silencio avanzó el joven junto a ella. La duda luchaba en su alma. Ijaga… María… Él era ahora un piadoso cristiano, que no recordaba ya su anterior nombre. Ciertamente, amaba también a la linda joven con todas las fuerzas de su corazón juvenil. ¿Pero debía quebrantar la fidelidad que guardaba a su señor, renunciar a la obediencia, arrojar por la borda el deber comprometido como el fruto podrido de un madroñal?
Sus pensamientos retrocedieron a días pasados. Presente había estado en la recepción del victorioso Capitán General celebrada en la península española. En la elevada sala de la Coronación de los Reyes Católicos había presenciado, al figurar en la guardia personal de Fernández de Lugo, cómo el poderoso dominador de un gran imperio mundial colocaba en el cuello de sus capitanes el collar de oro. Había contemplado a los Grandes de Castilla, con sus capas orladas de armiño y sus zapatos con hebillas de plata y las empuñaduras engarzadas con piedras preciosas de sus aceros toledanos. Inolvidable subsistía la imagen de las armaduras de los caballeros, que lanzaban los reflejos de miles de bujías, y que, como columnas, se encontraban de pie a ambos lados del trono. Y entonces había jurado él ser fiel a este ser sobrehumano, que parecía proceder de otro mundo…
No se dio cuenta de que ya se encontraban delante de la cueva. María seguía esperando en vano una respuesta, percibiendo en sus ojos una expresión de angustia. Después él sacudió la cabeza, dio la vuelta y marchó…
Los temores de María no eran infundados. El veleidoso capitán don Juan de Viana se había enamorado de la bonita doncella guanche. Su sangre aventurera lo había arrastrado con los conquistadores, y después de la sangrienta derrota de los insulares se le habían asignado, por su valor, las ricas tierras del valle de Güímar.
Sabía que también Blas amaba a la Flor de la Montaña, pero en definitiva se trataba solo de un criado, y fiel, por lo tanto. Para él había bastantes muchachas del pueblo. El capitán no se preocupaba mucho de los sentimientos de los demás. Esto quedaba reservado para los débiles. Si se casaba con la joven, le corresponderían, después de la muerte de Bedo, sus feraces campos, lo que significaba duplicar sus bienes raíces. Sonriendo satisfecho, se acarició su bigote de caballero, montó en su caballo tordo y galopó por el campo para ver dónde se encontraba María.
Pero el azar se cruzó con sus planes bajo la forma de un llamamiento que mandó hacer el gobernador: un barco se encontraba anclado en Santa Cruz, el cual debía llevar a África a todos aquellos que quisiesen combatir contra los moros paganos, enemigos de Cristo.
Un impetuoso entusiasmo corrió por toda la isla: despertaba el antiguo espíritu guerrero. Los mercenarios de otras veces buscaron sus armas enmohecidas y las limpiaron.
También el capitán don Juan de Viana soñó con nuevas glorias, con tintineos de armas y fragor de batallas, con el estallido de las piezas de artillería y el rabioso estampido de los basiliscos… ¡Y después…! ¡A la cabeza de la caballería, con sable desenvainado, arremetiendo como un alud contra los infieles, en honor de Dios y de la Santa Virgen! La muchacha guanche no lo rechazaría cuando regresase como vencedor.
Para Blas no había lugar a dudas. Adonde fuese su señor, él también iría. Así rezaba la máxima de sus abuelos; así, y no de otro modo, se entendía la fidelidad de los vasallos.
Conmovido, se despidió de María. Cuando regresase feliz, sería su mujer. Mas ahora, en el peligro, no podía dejar a su señor en la estacada.
Llegó la víspera de la marcha. El capitán ya había enviado a bordo a Blas con su equipo. Al anochecer se puso en camino para ver una vez más a María. Sabía dónde podía encontrarla. A la puesta del sol ella solía ir bajo los pinos, del brazo de Blas, en dirección de la vivienda paterna.
Y sucedió lo que tenía que ocurrir: la hora de la despedida, un brillo especial en los ojos de la muchacha, la ardiente sangre del conquistador, el sino inevitable…; involuntariamente cayó la joven en sus brazos.
A la mañana siguiente se hizo a la mar el bergantín. Sin contratiempos alcanzaron los voluntarios la costa de Berbería. Comenzó entonces la marcha hacia el interior. A la cabeza de la caballería, seguido por su escudero Blas, avanzó el capitán luchador don Juan de Viana.
Por ninguna parte se divisaban sarracenos. Quizá estaban agazapados detrás de las dunas que, en forma de colinas, se extendían ante los ojos del castellano. Entonces dio orden el general de tocar una marcha guerrera, de desplegar banderas y disparar morteretes para atraer a los infieles de los lugares donde estaban emboscados.
Y entonces aparecieron los blancos albornoces de los bereberes. Con valor temerario se lanzaron contra los falconetes y arcabuces, profiriendo su grito guerrero: «¡Allah il Allah!».
Un disparo de la pistola del capitán, y se precipitó éste sobre su caballo tordo, al frente de todos, contra el grupo enemigo, como siempre había soñado.
Un nuevo timbre de gloria en los anales de la historia patria constituyó esta victoria de los hijos de Castilla contra los infieles, de los que solo unos pocos pudieron escapar al desierto. Pero también los cristianos tuvieron que lamentar severas pérdidas. Debajo de su caballo tordo encontraron sin vida al valiente capitán don Juan de Viana. Su cabeza estaba hendida por la gumía de un moro. Junto a él yacía Blas, el escudero. En su corazón estaba clavada la punta de una flecha sarracena.
Velozmente se propagó la noticia de la muerte de ambos héroes por el valle de Güímar. En el primer choque con los paganos habían perdido su vida por la verdadera fe.
Sin derramar una sola lágrima contemplaba María, con la mirada perdida, desde una roca solitaria, la superficie del mar. Todo había terminado. Había deshonrado su noble linaje y no se atrevía a mirar los ojos venerables e inteligentes de su padre. Estremeciéndose, miraba la profundidad a sus pies. Allí solo apuntaba la solución de su pena insondable…
Su sentimiento maternal se despertó en aquel momento decisivo. Fue como si una mano invisible la hiciese retroceder del abismo. ¡No! ¡No le importaba su propia vida, pero no podía ser la asesina del niño! Debía aceptar las consecuencias que le aportase el fruto de su vientre.
Y Bedo, el noble sigoñe, que conocía bien los caminos torcidos de la vida, comprendió el dolor de Ijaga, la Flor de la Montaña, y perdonó a su hija…
María dio a luz un hermoso niño. Tenía la nariz atrevida, romana, de los conquistadores, y los ojos inteligentes y claros de los guanches. Al bautizarlo se le puso por nombre Antonio. Llegó a ser un mozo arrogante y se casó con Ana González, una isleña del valle de Igueste. Su única hija, María, fue la esposa del castellano Francisco Hernández. Y de este matrimonio nació don Antonio de Viana, el mejor poeta de Tenerife y más tarde ciudadano de honor de San Cristóbal de La Laguna, la capital en aquel entonces de la isla.
¿Quién es capaz de seguir la enrevesada marcha de las ideas de un espíritu creador? ¿Quién explica el misterioso fluido que lo induce a decir esto o aquello? ¿Supo el poeta Viana el secreto de su bisabuela Ijaga, la hija del noble Bedo, a quien debía la vida?
Su poema inmortal ‹Antigüedades de las Islas Afortunadas de la Gran Canaria›, que describe la lucha por la libertad de los guanches contra los conquistadores españoles, y que se imprimió en el año 1604, hace presumirlo. Figuran al comienzo estas sencillas palabras: «Cantaré el cantar de los cantares de mis antepasados…».