Читать книгу Manual de escritura para científicos sociales - Howard Becker - Страница 8
ОглавлениеEn el transcurso de mi carrera profesional, varias veces he dictado seminarios de escritura para estudiantes de posgrado (y otros). Eso requirió una buena dosis de audacia. Después de todo, cuando enseñamos un tema se supone que sabemos algo al respecto. Haber escrito profesionalmente como sociólogo durante muchos años me confiere ese conocimiento. Además, varios maestros y colegas no solo han criticado mi prosa sino que me han dado innumerables lecciones para mejorarla. Por otra parte, “todo el mundo sabía” que los sociólogos escribían muy mal; tanto es así que cuando un crítico o un aficionado literario quería hacer un chiste sobre el “arte de escribir mal” le bastaba con mencionar la palabra “sociología”, así como los comediantes de otros tiempos provocaban las risas del público con solo decir “Peoria” o “Cucamonga”[1] (véanse, por ejemplo, el ataque de Cowley, 1956, y la respuesta de Merton, 1972). Pero la experiencia y las lecciones no me han puesto a salvo de cometer los errores que todavía comparto con aquellos colegas.
Sin embargo, impulsado por los constantes relatos de los problemas crónicos que los estudiantes y mis colegas en el campo sociólogo tenían con la escritura, en algún momento de los años setenta afronté el desafío. Anuncié el curso en la cartelera. El número de asistentes a la primera clase me sorprendió. No solo se anotaron diez o doce estudiantes de posgrado, sino también un par de investigadores de posdoctorado e incluso algunos de mis colegas docentes más jóvenes, patrón de matrícula que se repitió en años posteriores. Sus preocupaciones y sus problemas con la escritura superaban el temor de quedar en ridículo por tener que volver a las aulas.
Mi audacia fue más allá de dictar un curso cuyo tema no dominaba. Ni siquiera me preparé para la clase, porque (al ser sociólogo, no profesor de composición ni de retórica) no tenía la menor idea de cómo dictarla. De modo que, ese primer día, entré al salón sin saber qué haría. Después de unas pocas y balbucientes observaciones preliminares, tuve una revelación. Hacía ya varios años que venía leyendo las “Entrevistas con escritores” que publicaba The Paris Review, y siempre había sentido un interés levemente obsceno en aquello que los autores entrevistados revelaban sin pudor acerca de sus hábitos de escritura. De modo que me dirigí a una exestudiante de posgrado y vieja amiga, que estaba sentada a mi izquierda, y le dije: “Louise, ¿cómo escribes?”. Le expliqué que no estaba interesado en ninguna observación ad hoc sobre su preparación académica sino, por el contrario, en los detalles materiales, concretos: si escribía a máquina o a mano (aún no existían las computadoras personales), si utilizaba alguna clase especial de papel o trabajaba a alguna hora del día en particular. No sabía cuál sería su respuesta.
La corazonada dio resultado. Casi sin darse cuenta, Louise relató en detalle una compleja rutina que debía cumplir paso a paso. Aunque su relato no le causaba la mínima vergüenza, algunos de los presentes se mostraron un tanto incómodos mientras ella explicaba que solo podía escribir en páginas amarillas de tamaño oficio, con renglones, y utilizando una pluma estilográfica verde; que primero debía limpiar toda la casa (esta resultó ser una actividad preliminar común a casi todas las mujeres pero no a los hombres, quienes en cambio tenían mayor propensión a sacarles punta a veinte lápices); que solo podía escribir entre tal y cual hora, etc.
Supe que había dado en el clavo y proseguí con la siguiente víctima, quien, con un poco más de renuencia, describió sus hábitos igual de peculiares. El tercero dijo que lo lamentaba, pero que prefería no responder. No se lo permití. Resultó que tenía un buen motivo para no querer contestar. Todos lo tenían; para entonces ya habían advertido que lo que sus compañeros relataban era algo sumamente vergonzoso, algo que nadie querría compartir con otras veinte personas. Pero me mostré implacable: hice que todos contaran todo y no di el brazo a torcer.
El ejercicio produjo mucha tensión pero también muchas bromas, un enorme interés y, en última instancia, una sorprendente distensión. Señalé que todos se sentían aliviados, y que lógicamente debían estarlo porque, si bien sus peores miedos eran una locura –y doy fe de que lo eran–, los miedos ajenos no les iban en zaga. Era un malestar común a todos. Así como algunas personas se sienten aliviadas al descubrir que los aterradores síntomas físicos que han estado ocultando son “algo que les ocurre a muchos”, saber que otros tenían hábitos de escritura extravagantes debía ser (y, evidentemente, era) bueno.
Proseguí con mi interpretación. Desde cierto punto de vista, mis discípulos estaban describiendo síntomas neuróticos. Sin embargo, desde una perspectiva sociológica esos síntomas eran rituales mágicos. Según el antropólogo Bronislaw Malinowski (1948: 25-36), las personas realizan esa clase de rituales para influir sobre el resultado de algún proceso que no creen poder controlar racionalmente. Describió así el fenómeno, tras observarlo entre los isleños de Trobriand:
Para la construcción de canoas, el conocimiento empírico del material, de la tecnología y de ciertos principios de estabilidad e hidrodinámica funciona conjunta y estrechamente asociado con la magia, sin que ninguno de estos dos ámbitos se deje contaminar por el otro.
Por ejemplo, [los isleños] comprenden perfectamente bien que cuanto más ancha sea la apertura de la escora, mayor será la estabilidad y menor la resistencia al esfuerzo. Pueden explicar con precisión por qué deben darle un ancho tradicional a esa apertura, medido en fracciones de la longitud total de la canoa. También pueden explicar, en términos rudimentarios pero claramente mecánicos, qué deben hacer si se levanta un temporal, por qué la escora debe estar siempre del lado del tiempo, por qué cierto tipo de canoa funciona y otro no. De hecho, poseen un sistema completo de principios de navegación, con una terminología compleja y rica, transmitido por tradición y obedecido con tanta racionalidad y coherencia como los marineros modernos obedecen la ciencia moderna.
Pero más allá de todo conocimiento sistemático y metódicamente aplicado, [los isleños] todavía están a merced de mareas poderosas e incalculables, de ventarrones súbitos durante la estación de los monzones, y de arrecifes desconocidos. Y es entonces cuando aparece la magia, realizada por primera vez durante la construcción de la canoa, repetida al comienzo y durante el transcurso de las expediciones, y convocada nuevamente en momentos de verdadero peligro (1948: 30-31).
Al igual que los marineros de Trobriand, los sociólogos que no podían encarar de modo racional los peligros de la escritura utilizaban encantamientos mágicos para contrarrestar la angustia, sin afectar realmente el resultado.
De modo que les pregunté a mis alumnos: “¿Qué es lo que tienen tanto miedo de no poder controlar racionalmente para verse obligados a utilizar todos estos hechizos y rituales mágicos?”. No soy freudiano, pero estaba convencido de que se resistirían a responder la pregunta. No se resistieron. Por el contrario, contestaron sin prejuicios y exhaustivamente. Para resumir el prolongado debate que siguió a mi pregunta, temían dos cosas. Tenían miedo de no poder organizar sus pensamientos, de que escribir fuera un gigantesco y confuso caos que los llevara a la locura. Y hablaron sentidamente de un segundo resquemor: temían escribir algo que estuviera “mal” y que los otros (sin especificar quiénes) se rieran de ellos. Esa parecía la justificación principal del ritual. Otra persona, que también escribía sobre papel amarillo de tamaño carta, siempre comenzaba en la segunda página. Le pregunté por qué. “Bueno –respondió–, porque si alguien aparece de repente, siempre puedo cubrir lo que he escrito con la página en blanco para que el otro no lo vea” (de haber estado escribiendo en una computadora, habría podido obtener el mismo resultado cambiando de pantalla).
Muchos de los rituales garantizaban que lo escrito no pudiera tomarse por un producto “terminado”, de modo que nadie pudiera reírse del resultado. Era un pretexto muy arraigado. Creo que, precisamente por eso, incluso los escritores que pueden escribir sin dificultad en la computadora todavía emplean, a veces, métodos que implican una enorme pérdida de tiempo (entre ellos, el recurso al manuscrito). Se da por sentado que cualquier cosa escrita a mano no está terminada, y por lo tanto no es pasible de ser criticada como si efectivamente lo estuviera. Sin embargo, la mejor manera de impedir que el prójimo considere nuestra escritura como una expresión seria y confiable de nuestras capacidades es no escribir absolutamente cosa alguna. Es imposible leer lo que jamás se ha trazado en una forma accesible a la vista.
Algo importante había ocurrido en esa clase. Como les advertí aquel primer día, todos los estudiantes habían dicho algo que en cierto modo los avergonzaba y nadie se había muerto por eso. (Lo ocurrido se parecía mucho a lo que podría haber ocurrido en ciertos tipos de terapia grupal basados en que las personas desnudaran su psique o su cuerpo en público y descubrieran que la desnudez no mata). Me sorprendió que los integrantes de la clase –muchos de los cuales se conocían bastante bien– no tuvieran siquiera un atisbo sobre los hábitos de trabajo de sus compañeros y, de hecho, jamás hubieran visto sus escritos. Y decidí hacer algo al respecto.
En un principio les había anunciado a los futuros integrantes de la clase que, antes que en la escritura, pensaba concentrarme en la edición y la reescritura. Por lo tanto, establecí que, para ser admitidos en la clase, debían presentar un artículo ya escrito sobre el cual practicarían técnicas de reescritura. Pero antes de arremeter con los mencionados artículos, decidí mostrarles qué significaba reescribir y editar. Una colega me prestó el segundo borrador de un texto que estaba redactando. Distribuí su apartado sobre “Métodos”, de tres o cuatro páginas, al comienzo de la segunda clase, y dedicamos tres horas a reescribirlo.
Dado que los sociólogos tienen la mala costumbre de emplear veinte palabras allí donde bastaría emplear dos, pasamos la mayor parte de la tarde eliminando las palabras que estaban de más. Para orientarlos, recurrí a un truco que solía utilizar en mis clases particulares. Apoyaba la punta del lápiz sobre una palabra o una oración y preguntaba: “¿Es necesario que esto esté aquí? En caso de que no, voy a eliminarlo”. Insistí en que, al hacer un cambio, bajo ningún concepto debíamos perder los matices –por levísimos que fueran– del pensamiento del autor. (Tenía en mente las reglas que siguió C. Wright Mills en su magistral “traducción” de fragmentos de Talcott Parsons; me refiero a Mills, 1959: 27-31). Cuando nadie defendía la palabra o la frase, yo las eliminaba. Cambié las construcciones pasivas por construcciones activas, combiné oraciones, dividí oraciones largas… En fin, hice todas las cosas que esos estudiantes bien podrían haber aprendido a hacer en primer año de composición. Al cabo de tres horas, habíamos reducido las cuatro páginas a tres cuartos de página sin perder matices ni tampoco ningún detalle esencial.
Trabajamos sobre una sola oración larga –que abarcaba las posibles implicaciones de lo expresado hasta el momento– durante un buen rato; eliminamos palabras y frases hasta que el artículo quedó reducido a una cuarta parte de su extensión original. Por último, sugerí (con malicia; pero mis alumnos no estaban seguros de que así fuera) que elimináramos toda la oración y la remplazáramos por un parco y escueto “¿Y qué?”. Por fin, alguien se atrevió a romper el perplejo silencio. “Usted podría arreglárselas así, pero nosotros no”. Entonces hablamos del tono y llegamos a la conclusión de que yo tampoco podría “arreglármelas así”, a menos que hubiera preparado adecuadamente al lector para ese tipo de tono y que el tono fuera, además, apropiado para la ocasión.
Los estudiantes sintieron mucha lástima por mi colega, que generosamente había donado las páginas que sometimos a intervención quirúrgica. Pensaban que la habíamos humillado, y que era una suerte que no estuviera presente pues de lo contrario podría haberse muerto de vergüenza. Esa clase de empatía era una clara expresión de sus sentimientos no profesionales; no se daban cuenta de que quienes escriben de manera profesional –y además escriben mucho– siempre reescriben sus textos… tal como nosotros acabábamos de hacer. Yo quería que creyeran que esa práctica era habitual y que debían estar preparados para reescribir muchísimo, de modo que les dije (con absoluta sinceridad) que por lo general reescribo mis manuscritos entre ocho y diez veces antes de que sean publicados (pero no antes de dárselos a leer a mis amigos). Dado que, como explicaré más adelante, mis discípulos pensaban que a los “buenos escritores” (es decir, a sus profesores) las cosas les salían bien en el primer intento, mi confesión los dejó atónitos.
El ejercicio tuvo varios resultados. Los estudiantes quedaron exhaustos; jamás habían dedicado tanto tiempo ni tanta atención a un texto escrito, jamás habían imaginado que alguien pudiera ocupar tantas horas con esa tarea. Habían visto y experimentado una cantidad de artificios comunes de edición. El trofeo llegó a mis manos al final de la tarde cuando, exhausto, un estudiante –ese estudiante maravilloso que dice lo que todos están pensando pero saben que no les conviene decir– comentó: “Pero, Howie, si dice las cosas de esa manera, da la impresión de que cualquiera podría decir lo que usted dice”. Por supuesto que sí.
Hablamos sobre eso. ¿Lo que yo había dicho era sociológico per se, o lo sociológico era mi manera de decirlo? Téngase en cuenta que no habíamos reemplazado ningún término técnico sociológico. El problema no era ese (casi nunca lo es). Habíamos reemplazado las redundancias, la “escritura caprichosa”, las frases pomposas (entre otras mi bête noire personal, “la manera en que”, usualmente fácil de sustituir por un sencillo “como” sin perder otra cosa que la pretenciosidad)… en fin, todo lo que pudiera simplificarse sin perjudicar las ideas. Llegamos a la conclusión de que los autores intentaban dar sustancia y peso a lo que escribían sonando académicos, incluso a expensas de lo que en realidad querían decir.
Descubrimos varias otras cosas en aquella tarde interminable. Algunas de esas expresiones largas y redundantes eran irreemplazables porque no ocupaban el lugar de ningún sentido subyacente. Eran marcadores de posición: indicaban el lugar donde el autor tendría que haber dicho algo más sencillo, aunque en su momento no había tenido nada más sencillo que decir. Sin embargo, esos huecos debían ser llenados porque, de lo contrario, el autor se quedaba con una oración a medias. Los escritores no utilizaban al azar aquellas frases y oraciones carentes de sentido, ni tampoco por sus malos hábitos de escritura. Algunas situaciones evocaban marcadores de posición sin sentido.
Los escritores suelen usar esas expresiones sin sentido para encubrir dos clases de problemas, que reflejan serios dilemas de la teoría sociológica. Un problema está relacionado con lo que usualmente llamamos “agentividad”: ¿quién lo hizo? ¿Quién hizo las cosas que, según alega el texto, se hicieron? Los sociólogos a menudo prefieren los enunciados que dejan en una nebulosa la respuesta a esa pregunta, principalmente porque muchas de sus teorías no informan quién está haciendo qué. En muchas teorías sociológicas, las cosas simplemente ocurren sin que nadie las haga. Es difícil encontrar un sujeto para la oración cuando están en marcha “fuerzas sociales más grandes” o “procesos sociales inexorables”. Evitar decir quién hizo algo produce dos fallas características de la escritura sociológica: el uso habitual de construcciones pasivas y de sustantivos abstractos.
Si decimos, por ejemplo, que “los desviados fueron etiquetados como tales”, no tenemos necesidad de decir quién los calificó. Eso es un error teórico, no solo producto de la mala escritura. Uno de los hitos de la teoría del etiquetado de la desviación (Becker, 2018 [1963]) es, precisamente, que alguien etiqueta a la persona desviada; alguien con el poder de hacerlo y con buenos motivos para querer hacerlo. Si dejamos afuera a estos actores, malinterpretamos la teoría, tanto en la letra como en su espíritu. Sin embargo, es un postulado común. Los sociólogos cometen errores teóricos similares cuando dicen que la sociedad hace esto o aquello, o que la cultura obliga a hacer cosas a la gente… y los sociólogos escriben así todo el tiempo.
La incapacidad o la falta de voluntad de los sociólogos para formular postulados causales conduce a escribir mal. El Ensayo sobre el entendimiento humano, de David Hume, nos pone nerviosos a todos a la hora de demostrar conexiones causales. Y si bien pocos sociólogos son tan escépticos como Hume, la mayoría entiende que, a pesar de los esfuerzos de John Stuart Mill, el Círculo de Viena y todo el resto, corren graves riesgos académicos cuando alegan que “A causa B”. Los sociólogos tienen innumerables maneras de describir la covariación de los elementos, en su mayoría expresiones vacuas que insinúan aquello que nos gustaría (pero no nos atrevemos a) decir. Como tememos decir que A causa B, decimos: “Tienen tendencia a covariar” o “Parecen estar asociados”.
Los motivos para hacerlo nos conducen, una vez más, a los rituales de la escritura. Escribimos así porque tememos que, si escribimos de otra manera, otros nos pesquen cometiendo errores obvios y se rían de nosotros. Es mejor decir algo inocuo pero seguro que algo audaz que tal vez no podríamos defender de las críticas. No sería objetable decir “A varía con B” si eso fuera lo que realmente queremos decir; y es por cierto razonable afirmar “Creo que A causa B y mi información me respalda al mostrar que covarían”. Pero muchas personas utilizan esas expresiones para insinuar aseveraciones más fuertes, que no tienen la valentía de hacer. Quieren descubrir causas, porque las causas son interesantes en el plano científico, pero no quieren la responsabilidad filosófica que eso conlleva.
Todos los profesores de composición en lengua inglesa y todos los manuales de escritura critican el uso de las construcciones pasivas y los sustantivos abstractos, así como la mayoría de las otras faltas que mencioné. Yo no inventé esos estándares. De hecho, los aprendí tomando clases de composición. Si bien los estándares son independientes de cualquier escuela de pensamiento en particular, creo que mi preferencia por la claridad y el estilo directo también arraiga en la tradición interaccionista simbólica de la sociología. Un colega brasileño, el antropólogo Gilberto Velho, solía insistir en que estos son estándares etnocéntricos notablemente favorecidos por la tradición angloamericana del discurso directo, pero que en realidad no son mejores que el estilo florido e indirecto de algunas tradiciones europeas. Creo que se equivocaba, dado que algunos de los mejores escritores en otros idiomas también utilizan el estilo directo.
En el mismo tenor, el docente de periodismo Michael Schudson una vez me preguntó –no sin razón– cómo debería escribir alguien que cree que las estructuras –las relaciones de producción capitalistas, por ejemplo– causan fenómenos sociales. ¿Ese teórico tendría que usar construcciones pasivas para indicar la pasividad de los actores humanos involucrados? La pregunta requiere dos respuestas. La más simple es que son muy pocas las teorías serias sobre la sociedad que no dan lugar a la agentividad humana. Y, más importante aún, las construcciones pasivas suelen ocultar incluso la agentividad que se atribuye a los sistemas y las estructuras. Supongamos que un sistema se encarga de etiquetar a los desviados. Decir “los desviados han sido etiquetados” también encubre esa agentividad.
Si tomamos en consideración los propósitos de la clase (y nos hacemos eco de la crítica de Wayne Booth, 1979: 277, a la “mentira [académica] polisilábica de prosapia griega” como precedente legitimador), gran parte de lo que aquella tarde eliminamos del artículo de mi colega podría definirse como “calificaciones mentirosas”; vale decir, frases vagas que expresan una disposición general a dejar de lado la afirmación realizada, ante la primera objeción: “A tiende a estar relacionado con B”, “A seguramente podría tender a estar relacionado con B bajo determinadas condiciones”, y otras clasificaciones igual de cobardes. Una calificación real dice que A está relacionado con B excepto bajo algunas circunstancias específicas: siempre compro verduras en el Safeway,[2] a menos que esté cerrado; la relación positiva entre renta y educación es más intensa en las poblaciones blancas que en las poblaciones negras. Pero los estudiantes, al igual que otros sociólogos, tendían a emplear calificaciones menos específicas. Querían decir que la relación existía, pero sabían que –tarde o temprano– alguien encontraría una excepción a la regla. La calificación no específica ritual les proporcionaba una excusa multipropósito. Si los atacaban, podían aducir que nunca habían dicho que aquello fuera siempre cierto. Las calificaciones mentirosas, al disimular los postulados, ignoran la tradición filosófica y metodológica que sostiene que hacer generalizaciones en forma marcadamente universal permite identificar el tipo de evidencia negativa que luego podría utilizarse para mejorarlos.
Cuando les pregunté a los participantes del seminario por qué escribían como escribían, me enteré de que habían adoptado muchos de sus hábitos en la escuela secundaria y que luego los habían consolidado en la universidad. Habían aprendido a escribir lo que entonces se denominaban monografías semestrales y hoy solemos llamar monografías de investigación. Uno escribe ese tipo de monografía leyendo e investigando todo lo que sea necesario durante el semestre y redactando el texto mentalmente mientras tanto. Pero escribe un solo texto, quizás después de tomar algunos apuntes o redactar los lineamientos principales, casi siempre la noche previa a la entrega. Es como la pintura japonesa sumi-e: uno la hace… y sale bien o sale mal. Los estudiantes universitarios no tienen tiempo para reescribir porque casi siempre deben entregar varias monografías en una misma fecha. Por lo general, este método les funciona bien. Algunos se vuelven expertos en el formato y producen monografías loables, muy pulidas, que redactan mentalmente mientras recorren el campus y luego trasladan al papel cuando se acerca la fecha de entrega. Los profesores están al tanto de todo. Si no conocen la mecánica, conocen los resultados típicos y no esperan monografías más coherentes ni más prolijas de lo que el método puede producir.
Los estudiantes habituados a trabajar de esa manera se preocupan (y es comprensible) por el texto que producen. Saben que podría ser mejor, pero que no ha de serlo. Lo que escriben, sencillamente, es todo lo que tienen para decir. Siempre y cuando el documento se mantenga en el plano confidencial –dentro del marco de la convencionalmente privada relación profesor/estudiante universitario–, no pondrá en aprietos a su autor.
Pero la organización social de la escritura y el concepto de reputación cambian radicalmente en la instancia de posgrado. Los profesores comentan las monografías de los estudiantes, para bien o para mal, con sus colegas y también con otros estudiantes. Con un poco de suerte y viento a favor, las monografías se transforman en tesis y son leídas por varios miembros del cuerpo docente.
Los estudiantes de posgrado también escriben monografías más largas que los estudiantes de grado. Los expertos en hacer monografías “de un tirón” no pueden retener en su mente un texto demasiado extenso. Y es entonces cuando comienzan a perder su capacidad de escribir. No pueden producir una monografía “de un plumazo” confiando en que no harán el ridículo ni recibirán duras críticas. Entonces, directamente no escriben.
No les dije todo esto a los estudiantes durante las primeras clases del seminario (aunque a la larga se los hice saber). En cambio, les di tareas cuyo objetivo principal era que desistieran del método de producir monografías “de un plumazo”. Quizás de ese modo podrían encontrar rutinas alternativas menos dolorosas e igualmente eficaces para obtener recompensas académicas. En cada uno de los varios seminarios que he dictado, unos pocos estudiantes audaces tuvieron suficiente confianza en mí como para acompañarme en estos experimentos. Mi reputación de “profesor comprensivo” debilitó el tradicional miedo del estudiante al docente, y los que ya habían tomado otras clases conmigo confiaban en mis excentricidades. Los profesores que carecen de esta ventaja podrían tener problemas para poner en práctica algunos de estos trucos.
Les dije a los estudiantes que lo que pusieran en el borrador inicial no tenía demasiada importancia, porque siempre podían cambiarlo. Dado que lo que escribían en la primera página no era necesariamente definitivo, no tenían por qué preocuparse tanto. La única versión que importaba era la última. Ya habían vislumbrado que las cosas podían cambiar, y prometí revelarles más secretos.
Nuestra tarea de edición en clase y mi interpretación posterior tranquilizaron a los estudiantes. Les pedí que para la clase siguiente trajeran las monografías que había solicitado como prerrequisito de admisión al seminario… pero que todavía no había recopilado. (Algunos se mostraron contrariados. El segundo año que dicté el curso, una estudiante dijo que no podía traer una monografía porque sencillamente no tenía ninguna. Me enojé: “Cualquiera que haya asistido a clase tanto tiempo como usted tiene montones de monografías en su haber. Traiga una”. Entonces salió a la luz el motivo verdadero: “No tengo ninguna que sea lo suficientemente buena”. Insistí y cedió. Después de todo, yo era el profesor). Luego de reunir las monografías y de hojearlas un buen rato, se las devolví… asegurándome de que ninguno recibiera la que había escrito. Les pedí que las editaran a conciencia. Una semana después, las monografías volvieron a manos de sus autores. Los estudiantes parecían contrariados, pero también ansiosos por ver lo que sus compañeros habían hecho con sus textos. La respuesta era: muchísimo. La tinta roja estaba presente, por todas partes.
Les pregunté si les había gustado editar una monografía ajena. Respondieron con suma verborragia y bastante enojo. Les había sorprendido la enorme cantidad de trabajo por hacer, la cantidad de errores tontos que cometía la gente. Después de tolerar una hora de quejas, les pregunté si les gustaba que otro hubiera editado sus monografías. Volvieron a expresar su enojo, pero esta vez se quejaron de que el lector no tenía compasión, era incapaz de comprender lo que habían querido decir, había modificado sus textos para decir cosas que ellos jamás habían pensado. Los más inteligentes pronto advirtieron que estaban hablando de sí mismos… y, cuando todo el grupo cayó en la cuenta, quedó sumido en un profundo silencio. Les dije que acababan de recibir una lección sobre la que debían reflexionar, y que habían comprobado en carne propia que debían escribir de modo tal que los editores bienintencionados –y tenían que suponer que sus colegas eran bienintencionados– no corrieran ningún riesgo de malinterpretar el sentido del texto. Les advertí que los editores y colegas a menudo reescribirían sus textos y que sería mejor que se acostumbraran y que la experiencia no afectara negativamente su autoestima. En cambio, debían tratar de escribir con extrema claridad para que nadie se confundiera ni propusiera cambios no deseados.
Luego les dije que podían empezar escribiendo casi cualquier cosa, cualquier tipo de borrador a mano alzada, por crudo o confuso que les pareciera, y sacar algo bueno de eso. Para demostrarlo, tenía que conseguir que alguien produjera un primer borrador sin censura, unas cuantas ideas escritas espontáneamente y sin correcciones. Les expliqué que ese borrador los ayudaría a descubrir lo que, quizás, tenían para decir.
Este fue uno de los tantos momentos en que saqué un conejo de la galera; aunque, sin yo saberlo, los expertos en teoría de la composición y muchos otros ya estaban embarcados en la investigación de esos temas. Linda Flower (1979: 36), por ejemplo, describe y analiza ese mismo procedimiento, al que denomina “prosa de autor”, y dice que “otorga libertad al escritor para generar un cúmulo de información y una variedad de relaciones alternativas en vez de encerrarse en una formulación prematura”. Años más tarde leí Bird by Bird (1994) de Anne Lamott, que recomienda con énfasis escribir “primeros borradores de mierda” porque entiende que esa es la mejor manera de comenzar cualquier proyecto de escritura.
Me dio bastante trabajo encontrar a un estudiante dispuesto a someterse a un procedimiento tan arriesgado. Distribuí las copias del texto resultante al resto de la clase.
La estudiante que aportó el texto hizo algunos chistes peyorativos acerca de su persona y dijo que lamentaba haberse puesto en peligro al permitir que otros lo leyeran. Para su gran sorpresa, lo que había escrito impactó a sus compañeros de clase. Si bien advirtieron que estaba mal redactado y era caótico, también notaron –y comentaron– que incluía varias ideas interesantes que valía la pena desarrollar. Además, admiraron abiertamente su valentía. (Otros estudiantes valerosos tuvieron un efecto similar sobre sus pares en años posteriores).
El borrador revelaba que la autora se acercaba al tema de su interés dando rodeos, sin estar segura de lo que quería decir, o diciendo lo mismo de varias maneras diferentes. Al comparar distintas versiones, pudimos distinguir mejor las ideas esbozadas de manera oblicua y formularlas de modo más conciso. Así, encontramos tres o cuatro ideas para desarrollar y pudimos ver, o sentir, algunas conexiones entre ellas. Concordamos en que la mejor manera de trabajar sobre un borrador de ese tipo era tomar apuntes, ver cuál era su contenido y, a partir de eso, trazar los lineamientos de un segundo borrador. ¿Por qué molestarse en evitar desde un comienzo las redundancias o cualquier otra de las faltas que tanto nos habíamos esforzado por eliminar la semana anterior si era tan fácil deshacerse de ellas después, con los nuevos trucos que habíamos aprendido? La preocupación por esas fallas puede estancarnos, o bien impedirnos decir algo de manera de obtener la pista o la clave que necesitamos para continuar. Siempre es mejor editar a posteriori y no sobre la marcha. Los estudiantes empezaban a ver que la escritura no tiene por qué ser “a todo o nada”, una aventura que se resuelve “de un plumazo”. La escritura puede tener etapas, y cada una de estas, su propio criterio de excelencia (como Flower y otros podrían haberles dicho, aunque quizás haya sido mejor que lo descubrieran por experiencia propia). La insistencia en la claridad y el estilo pulido, apropiada para una versión posterior del texto, era absolutamente inadecuada para las primeras versiones, cuyo único objetivo era poner las ideas por escrito. Al llegar a estas conclusiones, los estudiantes obtuvieron algunos de los resultados de Flower y comenzaron a entender que preocuparse por las reglas de escritura desde un comienzo podía impedirles decir lo que en realidad querían decir.
No quiero exagerar. No fue una situación en que mis estudiantes arrojaran sus muletas al aire y se pusieran a bailar. Pero vieron que había salida para sus problemas, y eso era lo único que yo esperaba. Si sabían que era posible, tarde o temprano podrían intentarlo. Pero, por supuesto, no alcanzaba con solo saberlo. Debían usar esos artificios, incorporarlos en su rutina de escritura, quizás en reemplazo de algunos de los elementos mágicos que habíamos debatido.
Hicimos unas cuantas cosas más en el transcurso del seminario. Hablamos de retórica, leímos los trabajos de Gusfield (1981) sobre retórica de las ciencias sociales y el ensayo “La política y el idioma inglés” de Orwell (1954 [1946]). Para mi gran sorpresa, el sociólogo Gusfield tuvo un impacto más fuerte que el escritor Orwell. Gusfield supo mostrarles –en el propio campo de los estudiantes– cómo los escritores manipulaban los artificios estilísticos para parecer o sonar “científicos”, al hacer hincapié en el modo en que las construcciones pasivas producían una fachada de impersonalidad… detrás de la cual se escondía el investigador. Hablamos de la escritura científica como una forma de retórica destinada a persuadir, y sobre las formas de persuasión que la comunidad científica consideraba aceptables o no. Insistí en la índole retórica de la escritura científica, aunque los estudiantes, tal como muchos de sus mayores, creían que algunas maneras de escribir ilegítimas intentan persuadir al lector mientras que otras se limitan a exponer los hechos y dejar que hablen por sí solos. (Los sociólogos de la ciencia y los estudiantes de retórica han escrito largo y tendido al respecto; véanse especialmente Bazerman, 1981; Latour y Bastide, 1983 y la bibliografía adjunta).
Aquel estudiante a quien tanto apreciaba volvió a ayudarme en esta encrucijada. Cuando ya llevábamos un buen rato analizando y debatiendo la retórica de la ciencia, comentó: “Y bien, Howie, sé que a usted no le gusta decirnos lo que tenemos que hacer… Pero ¿va a decírnoslo de una buena vez o no?”. “¿Decirles qué?”. “¡Cómo escribir sin usar la retórica!”. Como había ocurrido antes, todos estaban esperando que les revelara ese secreto. Cuando se los dije en voz alta, confirmé sus peores miedos. No podían escribir sin usar la retórica –nadie puede hacerlo– y por lo tanto no podían eludir las cuestiones de estilo.
Con el transcurso de los años, de tanto dictar el curso, desarrollé una teoría de la escritura que describe el proceso que produce tanto la escritura como las dificultades que tenemos para escribir. (En líneas más generales, aparece en Los mundos del arte –Becker, 1982a– como una teoría sobre la factura de todo tipo de obras artísticas. Si bien surge de una psicología social sociológica por completo diferente de la psicología cognitiva que domina la teoría de la composición, mis ideas tenían cierta semejanza con las de Flower y Hayes, más las de sus colegas). La forma de cualquier obra es resultado de todas las decisiones que han tomado todas las personas involucradas en su producción. Cuando escribimos, constantemente tomamos decisiones sobre cuál idea expresar y en qué momento; sobre qué palabras usar, y en qué orden, para expresarla; sobre cuáles ejemplos ofrecer para dejar en claro lo que pretendemos decir. Por supuesto, la escritura entraña un proceso mucho más largo y exhaustivo de absorción y desarrollo de ideas, precedido por un proceso similar de absorción y selección de impresiones. Cada decisión que tomamos da forma al resultado.
Si este análisis es razonable, nos engañamos a nosotros mismos cuando, al sentarnos a escribir, pensamos que estamos empezando de cero y que podemos escribir lo que se nos ocurra. Nuestras decisiones anteriores –considerar el tema desde determinada perspectiva, pensar en determinado ejemplo al desarrollar nuestras ideas, usar determinada manera de reunir y almacenar información, leer determinada novela o mirar determinado programa de televisión– excluyen todo aquello que, de otro modo, podríamos haber elegido. Cada vez que respondemos una pregunta sobre nuestro trabajo y lo que hemos estado investigando o pensando, nuestra elección de palabras afecta la manera en que lo describiremos la próxima vez, quizás cuando redactemos notas al pie o pongamos de relieve algunos temas.
La mayoría de los estudiantes tenía una visión más convencional del asunto, encarnada en la máxima popular que sentencia que, si uno piensa con claridad, escribirá con claridad. Pensaban que debían tenerlo todo masticado y resuelto antes de escribir la Palabra Número Uno; que primero debían reunir todas sus impresiones, ideas e informaciones y decidir explícitamente todas las cuestiones importantes relacionadas con la teoría y los hechos. De lo contrario, quedaban expuestos a un posible fracaso. Ponían en acto esa creencia ritualmente y no comenzaban a escribir hasta no haber apilado sobre sus escritorios todos los libros y todos los apuntes que acaso pudieran necesitar. Además estaban convencidos de tener libertad de elección en la mayoría de los casos, y deslizaban frases del tipo “Creo que usaré a Durkheim para la parte teórica”, como si no hubieran decidido de antemano las cuestiones teóricas implícitas en la invocación a Durkheim (o a Weber, o a Marx: los académicos de otros campos sabrán reemplazar los Grandes Nombres).
Mi teoría conduce a la perspectiva opuesta: cuando alguien se sienta a escribir, ya ha tomado muchas decisiones, pero probablemente no sepa cuáles fueron. Desde luego, eso produce un poco de confusión y un primer borrador misceláneo, que no debe ser causa de vergüenza. En cambio, muestra cuáles fueron esas primeras decisiones; a cuáles ideas, postulados teóricos y conclusiones adhirió antes de empezar a escribir. Al saber que escribirá muchos más borradores, sabe que no necesita preocuparse por la crudeza y la falta de coherencia del primero. El borrador inicial es una fase de descubrimiento, no un texto para presentar en público (la distinción pertenece a C. Wright Mills, 1959: 222, siguiendo a Reichenbach).
La escritura de un primer borrador a mano alzada, entonces, mostrará todas las decisiones iniciales que darán forma a lo que podamos escribir. No podemos “usar” a Marx si las ideas de Durkheim han modelado nuestro pensamiento. No podemos escribir sobre aquello que la información reunida no nos informa, ni sobre aquello que nuestro método de almacenamiento no nos permite utilizar. Vemos lo que tenemos y lo que pensamos, lo que ya hemos hecho y lo que ya sabemos, y también lo que todavía nos queda por hacer. Vemos que lo único que nos queda por hacer –aunque recién hayamos empezado a escribir– es volverlo todo más claro. El borrador inicial a mano alzada nos mostrará cuáles conceptos hay que aclarar. Nuestra capacidad de reescritura y edición nos permitirá hacerlo.
Por supuesto que no es tan fácil como suena. Las próximas decisiones, tomadas durante los procesos de reescritura y edición, también darán forma al resultado. Ya no podemos hacer lo que nos venga en gana, pero nos queda una multitud de opciones. Las cuestiones de lenguaje, organización y tono suelen dar mucho trabajo a los autores porque implican nuevos compromisos, distintos de los adquiridos hasta el momento. Si utilizamos a Durkheim para indagar las ideas marxistas o empleamos el lenguaje propio de las investigaciones para analizar un estudio etnográfico, probablemente nos encontraremos en una encrucijada. Esta clase de confusiones provocaban las dificultades teóricas que descubrimos durante nuestras prácticas de edición en el seminario.
Si una persona empieza a escribir desde el comienzo de su investigación –antes de haber reunido toda la información necesaria, por ejemplo–, podrá despejar en un momento más temprano sus pensamientos. Escribir un borrador sin datos le permitirá ver con mayor claridad lo que desea analizar y, por lo tanto, confirmar qué clase de información necesita conseguir. Este modo de escribir determinará la forma de su plan de investigación. Esto difiere de la idea, tanto más difundida, de que primero se investiga y después “se pone por escrito lo investigado”. Y amplía la idea de Flower y Hayes (1981) de que las primeras etapas de la escritura permiten que los autores vean lo que deberán hacer en las últimas.
Dar mayor claridad a lo que escribimos implica tomar en consideración al público lector. ¿Para quién se supone que debemos ser más claros? ¿Quién leerá lo que escribimos? ¿Qué tienen que saber esos lectores para no interpretar erradamente lo que escribimos ni notarlo oscuro o ininteligible? Escribiremos de cierta manera para las personas con quienes trabajamos en un proyecto, de otra para los colegas profesionales de nuestra subespecialidad, de otra para los colegas profesionales de otras especialidades y disciplinas, y de otra para el lector inteligente no versado en el tema.
¿Cómo saber, entonces, lo que entenderán los lectores? Podemos pasarles los primeros borradores a “exponentes” de nuestro posible público lector y pedirles su opinión al respecto. Eso era precisamente lo que tanto inquietaba y asustaba a los integrantes del seminario, porque mostrar sus primeros borradores a sus compañeros podría exponerlos al ridículo y la vergüenza. De modo que esa directiva, por simple que parezca, podría no ser viable. Solo podremos mostrarles nuestros textos “mucho menos que perfectos” a otras personas si sabemos –como espero que hayan llegado a saber los miembros de mis seminarios después de los ejercicios que hicimos en clase– que eso no nos perjudicará. Naturalmente, no todas las personas son un buen público lector de borradores a mano alzada. Y así lo descubrimos mientras editábamos las monografías de otros compañeros del seminario. Algunos, a quienes desde un comienzo les resultaba particularmente difícil leer los borradores iniciales, insistían en criticarlos según los parámetros apropiados para los productos terminados. Algunos lectores tienen mayor capacidad de edición que otros, y por eso necesitamos un círculo de personas confiables que puedan responder a las distintas etapas de nuestro trabajo.
Entonces, además de una teoría del acto de escritura, precisamos una teoría de la organización social de la escritura como actividad profesional. Dado que la mayoría de la gente escribe en la más absoluta privacidad, los lectores atribuyen los resultados exclusivamente al autor, e imputan el debe y el haber a la cuenta de su reputación profesional. Utilizo un lenguaje contable porque la mayoría de la gente piensa en esos términos… aunque lo mantiene en secreto.
¿Por qué los escritores escriben a solas? La mayoría de ellos, como hemos dicho antes, adoptan sus hábitos de escritura –junto con todos los rituales destinados a eliminar el caos y las posibles situaciones de escarnio– en la escuela secundaria o en la universidad, y casi siempre estos hábitos son una manera de adaptarse a la circunstancia en que deben escribir en esa etapa de sus carreras. La situación del estudiante recompensa la escritura rápida y competente de monografías cortas y aceptables, pero no compromete las capacidades de reescritura y edición (como dijo alguna vez Woody Allen, “el 80% de la vida consiste en hacerlo y entregarlo a tiempo”). Los estudiantes más inteligentes –cuanto más inteligentes son, más rápido lo aprenden– no se preocupan por las destrezas inútiles. Lo único que cuenta para ellos es el primer borrador, que por otra parte será el único.
A medida que avanzan en su carrera universitaria, los estudiantes descubren que la habilidad de escribir monografías cortas resulta cada vez menos útil. Es probable que durante sus primeros años de carrera, según de qué cátedra se trate, tengan que escribir el mismo tipo de monografías que escribían al comienzo. Pero tarde o temprano tendrán que redactar monografías más largas y defender argumentaciones más complejas basadas en informaciones más complicadas. Pocas personas son capaces de redactar mentalmente esa clase de monografías para luego escribirlas de un tirón –aunque los estudiantes puedan pensar, ingenuamente, que esa es la rutina de los buenos escritores–. (“Hacer las cosas bien” significa expresar las ideas con tanta claridad que la monografía comience afirmando lo que luego demostrará). De todos modos, los estudiantes titubean, tienen miedo de “hacer las cosas mal”, y en consecuencia no las hacen a tiempo. Como escriben a último momento, producen monografías con ideas atractivas, coherencia superficial y sin ninguna argumentación clara subyacente: primeros borradores interesantes que, sin embargo, aspiran a ser considerados resultados definitivos.
Después de graduarse, algunos jóvenes sociólogos (y también muchos otros jóvenes académicos) entran en situaciones todavía menos justificatorias de ese estilo de trabajo. Las actividades de docencia e investigación no tienen fechas de entrega inflexibles como sí las tienen las carreras de grado. La entrega “a tiempo” sencillamente no existe. Por supuesto que existe un “a tiempo” profesional: si uno no publica suficientes artículos con la debida frecuencia –según entienda el término su cátedra o su decano–, se expone al riesgo de no ser promovido, de no recibir aumentos de sueldo o de verse en el engorro de tener que buscar otro trabajo. Pero las fechas de entrega para estas producciones son mucho más laxas y en parte responden a caprichos administrativos; a raíz de ello, los académicos podrían pensar (erróneamente) que otras preocupaciones más apremiantes (la preparación de una conferencia u otro trabajo universitario) requieren su atención inmediata. Así es como los jóvenes e incautos académicos descubren un buen día que el tiempo ha pasado y que no han alcanzado a cubrir una cantidad mínima de producción, que resulta menos explícita que la de sus épocas de estudiantes y que se han permitido ignorar por el simple hecho de que su organización académica no los presionó.
Cuando no se fija una fecha para entregar los artículos, ni tampoco hay un juez único para calificarlos, los académicos trabajan a su propio ritmo y según su propia plantilla horaria. Luego remiten los resultados a ese cuerpo amorfo de jueces que es “la comunidad profesional”, o por lo menos a los representantes de esa comunidad que editan revistas, organizan programas de encuentros profesionales y asesoran a las editoriales. En conjunto, estos lectores encarnan la diversidad de opiniones y prácticas de la disciplina. Esa pluralidad hace que, a largo plazo, muy difícilmente no se publiquen los trabajos de los autores por tener una perspectiva errada o por escribir en el estilo equivocado. Son tantas las organizaciones existentes (cabe recordar que la cantidad de nuevas revistas y periódicos aumenta día a día) que tarde o temprano cada punto de vista encuentra su lugar. Pero los editores siguen rechazando artículos o bien los devuelven con la temida instrucción de “revisar y volver a enviar” porque les resultan caóticos: precisamente porque sus autores no demuestran claridad al escribir o enuncian mal el problema que desean analizar.
Como resultado de todo esto, la escritura profesional se ha “privatizado”. Ningún grupo de pares comparte el problema del escritor. Ningún grupo tiene que entregar el mismo artículo el mismo día. Todos y cada uno tienen que entregar un artículo diferente en cuanto lo tengan listo. Así, los escritores de sociología no desarrollan una cultura, un corpus de soluciones compartidas a los problemas que comparten. Debido a ello, se produce una situación que hemos dado en llamar “ignorancia pluralista”. Cada uno piensa que los demás están haciendo bien las cosas y podrán entregar sus artículos a tiempo. Todos se guardan para sí sus dificultades. Este puede ser uno de los motivos por los cuales los sociólogos y otros académicos escriben en el más absoluto aislamiento.
En cualquiera de los casos, sus textos requieren una reescritura extensa y un concienzudo trabajo de edición. Dado que la única versión que cuenta es la última, tienen sobrados motivos para continuar trabajando hasta hacer las cosas bien. No tan bien como podrían, dado el tiempo de que disponen –ese es el modelo universitario–, pero sí todo lo bien que son capaces de imaginar.
Esto está sujeto, naturalmente, a ciertas restricciones realistas, visto que en algún momento habrá que dar por concluida la escritura. Recordemos, sin embargo, que algunas grandes obras han demandado veinte años de escritura y que algunos académicos están dispuestos a pagar el precio de una producción lenta.
Pero la mayoría de los autores no saben cómo reescribir y piensan que todas las versiones que produzcan serán utilizadas para juzgarlos. En parte tienen razón. Las versiones generarán opiniones diversas, pero si ellos tienen suerte, esas evaluaciones serán adecuadas a la etapa de escritura en que se encuentren. Por consiguiente, no producen o bien producen de maneras sumamente dolorosas, intentando que todo lo que escriben raye en la perfección antes de mostrárselo a alguien.
Una excepción interesante a este patrón de conducta son los proyectos grupales, en los cuales, para que el trabajo siga su curso, es necesario que los integrantes produzcan textos para actualizar a sus compañeros. Los participantes de proyectos exitosos aprenden a considerar los escritos de otros como versiones preliminares, y de ese modo nadie se siente obligado a producir un primer borrador perfecto.
Pero es más común (y más de uno lo ha hecho siempre) que los autores resuelvan el problema del aislamiento formando un círculo de amigos que leerán su trabajo como corresponde; es decir, considerando preliminar aquello que es preliminar, ayudando al autor a distinguir las ideas del caos en un primer borrador o a eliminar el lenguaje ambiguo en una versión posterior, sugiriendo referencias útiles o comparaciones clave para resolver un rompecabezas imposible. El círculo puede estar integrado por amigos de la universidad, exdocentes o personas que comparten un mismo interés. Estas relaciones suelen ser recíprocas. En la medida en que crece la confianza, el lector termina por pedirle al autor que, a manera de intercambio, lea sus textos. Algunas relaciones de este tipo, por lo demás prometedoras, sucumben cuando el favor no es retribuido.
Hay personas que, simplemente, no pueden leer de una manera correcta. Se fijan en cosas menores –a veces en una sola palabra, que sin inconvenientes podría reemplazarse por otra que evite el problema– y no pueden pensar ni hacer comentarios acerca de ninguna otra cosa. Otros, a quienes por lo general se considera excelentes editores, ven el núcleo del problema y ofrecen sugerencias útiles. Evite a los primeros. Busque a los segundos.
Los párrafos anteriores pueden leerse como claves o pistas útiles sugeridas por la rudimentaria teoría de las situaciones profesionales y los problemas de escritura que he venido analizando. El grupo del seminario, siempre interesado en los consejos útiles, a menudo me inducía a pontificar sobre mi propia experiencia. Si bien muchas de las cosas que dije en respuesta a esas seducciones no fueron sino malas imitaciones del viejo Mr. Chips,[3] el protagonista de una película de los años treinta ya olvidada, vale la pena mencionar algunas.
Aquellos que tenían alguna experiencia profesional, y a quienes más de una vez les habían rechazado un artículo o se lo habían devuelto para una revisión exhaustiva, se preocupaban por cómo iban a responder a las críticas. A menudo recurrían a los argumentos de los estudiantes universitarios: “¿Tengo que hacer tal y tal cosa solo porque ellos lo dicen?”. A veces hablaban como si fueran artistas cuya obra maestra había sido vapuleada por los filisteos. A mi entender, estaban adoptando la actitud de la mayoría de los estudiantes durante la enseñanza universitaria y respondiendo a la idea de que “ellos” son caprichosos, no tienen parámetros verdaderos y deciden las cosas como les viene en gana. Si las autoridades en realidad no tienen normas estables, el estudiante no puede responder racionalmente a sus críticas y revisar el texto que ha creado para ver qué modificaciones precisa; en cambio, debe descubrir qué quieren “ellos” y aportarlo. Los autores encuentran pruebas de este proceder caprichoso en los consejos, a menudo contradictorios, que les dan los críticos: allí donde uno les dice que saquen algo, otro les sugiere expandirlo.
Mi consejo práctico al respecto fue que, como los lectores no son clarividentes, suele suceder que, cuando la prosa de un autor es ambigua o confusa, no adviertan de inmediato lo que quiso decir y hagan sus propias interpretaciones, a veces contradictorias. Uno de los problemas más comunes surgía cuando el autor comenzaba el artículo o la monografía sugiriendo que iba a ocuparse del problema X y luego procedía a analizar, de manera perfectamente satisfactoria, el problema Y; esta es una falla característica de los primeros borradores, fácil de corregir durante la revisión del texto. Al detectar la confusión, algunos críticos propondrán rehacer el análisis –o incluso la investigación– para que el artículo verdaderamente se ocupe del problema X. Otros, más realistas, le pedirán al autor que reescriba la introducción dejando en claro que el artículo se ocupa del problema Y. Pero las dos clases de críticos responden al mismo error. El autor no necesita hacer nada de lo que ellos sugieren, sino liberarse de la confusión para que nadie tenga motivo de queja.
Otro de los problemas que preocupaban a los participantes del seminario era la coautoría, y el ejemplo surgió en nuestra propia clase. Hacia el final del semestre, cuando ya habíamos hecho todo lo que yo había planeado y estaba escaso de recursos con que llenar las horas restantes del seminario, sugerí que escribiéramos juntos un artículo sobre un tema acerca del cual todos sabíamos algo: los problemas de escritura en la sociología. Dictábamos por turnos, a la manera de un viejo juego de salón, cada oración del artículo. Todos los participantes hacían su aporte al cuerpo del texto, que aumentaba en consecuencia. Algunos intentaban continuar la línea sugerida por sus predecesores. Había quienes la ignoraban y comenzaban todo de nuevo. Otros hacían observaciones agudas. Varios otros escribían las oraciones y después leían el conjunto a pedido.
Cuando terminamos, teníamos dieciocho oraciones; y, para nuestra gran sorpresa, a pesar de todos los non sequitur y de todas las agudezas, no era un primer borrador malo –desde la perspectiva en que habíamos acordado valorar y utilizar los primeros borradores–. De hecho, era tan interesante que sugerí ampliarlo para luego publicarlo. La pregunta fue instantánea: ¿dónde lo publicaríamos? Discutimos las distintas publicaciones que podrían interesarse en el tema y finalmente nos decidimos por The American Sociologist, revista dedicada a los problemas profesionales que la Asociación Sociológica de los Estados Unidos, lamentablemente, después dejó de editar.[4] Salí a buscar un café. Cuando volví, la atmósfera entusiasta se había disipado un poco. Los participantes se miraban con recelo y confesaron que, en mi ausencia, habían comenzado a pelear por una dificultad predecible. Si algunos trabajaban más que otros, ¿quiénes firmarían el artículo concluido y en qué orden?
Eso me molestó. Muchos autores y colaboradores han peleado por esa cuestión (muy real, por lo demás). Les propuse una solución: incluir a todos aquellos que hubieran participado de alguna manera en la redacción del artículo. De inmediato adujeron que un profesor titular podía darse el lujo de sostener esa postura, pero que los estudiantes y los profesores más jóvenes no podían. No sé si tenían razón o no, pero el argumento a primera vista no es tonto.
Continuamos hablando y enseguida advertí que solo cuatro o cinco estudiantes estaban realmente interesados en proseguir la tarea. El seminario se dictaba en primavera, pero ellos acordaron continuar trabajando durante el verano. La organización social volvió a intervenir. La actividad de los estudiantes de posgrado se organiza en clases que duran un trimestre o un semestre y luego terminan, y en proyectos cuya vida depende sustancialmente de conseguir el dinero necesario para sostenerlos. Como ninguna de estas formas de coordinación automática existía más allá del período durante el cual se dictaba el seminario, nada obligaba a los potenciales autores a reunirse y continuar trabajando. Y precisamente eso sucedió. Jamás escribieron el artículo.
En cierto sentido, este capítulo es aquel artículo malogrado, el remanente del trabajo realizado por los participantes de aquel seminario y también por muchas otras personas (ya son demasiadas para nombrarlas), que ofrecieron sugerencias al respecto (que en su mayoría acepté) y participaron en mis clases en el transcurso de muchos años. Cuando las organizaciones que respaldan el quehacer colectivo son tan efímeras, para que el trabajo finalmente se realice (cosa que casi nunca sucede) uno de los sobrevivientes debe desarrollarlo como un proyecto individual. Y eso es lo que ha pasado en este caso, si es que la colaboración que acabo de describir puede denominarse un proyecto “individual”.
[1] “Peoria” es el nombre de una etnia norteamericana. “Cucamonga” alude a una película para televisión, Camp Cucamonga, de los años noventa, protagonizada por adolescentes. [N. de T.]
[2] Cadena de supermercados. [N. de E.]
[3] Alude a la película británica Good Bye Mr. Chips –con guion basado en la novela homónima de James Hilton– sobre un profesor bastante rígido. Más conocida es la remake estadounidense de finales de los años sesenta. [N. de T.]
[4] La publicación de esa revista se retomó en 1987, con “una nueva política editorial, que amplía la anterior, pero tiene continuidad con ella”, según afirma el primer número de la nueva etapa. [N. de E.]