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1. Mi filosofía de la acción

La autoayuda es un concepto en sí mismo imposible. La ayuda real no puede nunca ser autoabastecida. Que nadie se engañe, somos animales sociales y los bienes de los que queremos disfrutar, de algún modo, han de ser provistos desde el exterior. Auto-ayudarse es como obtener satisfacción afectivo-sexual a través de la masturbación. No es la mente consciente la que debe salvarnos de nosotros mismos, sino la acción que transforma el mundo y que nos permite, a su vez, gozar de él. No es ayudándonos a nosotros mismos como podemos revertir una situación difícil, sino transformando el mundo.

Este no es un libro de autoayuda sino, como reza el título, de antiayuda. La autoayuda que encontramos por doquier —en librerías, en entrevistas televisadas y en carteles publicitarios omnipresentes— parece sostenerse en un enfoque cognitivista que hace de los pensamientos la fuente del cambio y la mejora. Mi libro, sin embargo, aboga por la acción, su opuesto natural. De ahí que represente la antítesis de la autoayuda: busca la transformación del yo a través del no-pensamiento, de la impulsividad dirigida hacia el mundo (y en el mundo). Solo anulando el recalcitrante, narcisista y obsesivo pensamiento autorreferencial, y apostando por modificar la realidad, podremos, en el proceso, transformarnos a nosotros mismos.

La vida cuenta con inconvenientes y con los años parece que la cosa llega incluso a empeorar. Como dice el periodista Sergio C. Fanjul: «La juventud es esa droga cuya resaca es el resto de la existencia». Sin embargo, la juventud cuenta también con innumerables discordias, inseguridades y cuestionamientos, aspectos que, en muchos casos, olvidamos con los años. La memoria humana es selectiva y reprime muchos recuerdos desagradables. La verdad es que, si uno no sufre y anda siempre contento, existe la posibilidad de que tenga alguna tara. Solo los locos tienen una fe inquebrantable en sí mismos y en sus delirios. Cuando uno sufre, es buena indicación de que uno vive, de que se halla en la senda correcta: la senda del aprendizaje. Cada fase de desarrollo individual es como un embudo que parecemos incapaces de atravesar. Una vez se lleva a cabo la transición con valor y coraje integramos aquello que considerábamos imposible de superar como parte cotidiana de nuestras vidas. En cada una de estas fases sufrimos, sentimos angustia y dolor. La existencia es una interminable carrera de obstáculos, de superación de malos tragos y termina, en el caso de haber sido vivida con plenitud, con la última transición: la muerte.

A medida que maduramos, interpretamos la realidad de nuevas maneras, nos hacemos más tolerantes, menos caprichosos, y los problemas que nos aquejaban en nuestra juventud se disipan; surgen otros nuevos, eso sí, quizás más relevantes y trágicos.

La felicidad, como tal, no existe. Parte esencial del proceso de maduración es esa: aceptar que la felicidad es, en realidad, una mera ilusión. Y que cuando hablamos de salud mental, de bienestar, nos referimos esencialmente a saber madurar, a saber aceptar, pero también a saber desempeñar. Madurar es el remedio a toda neurosis, ese infierno psicológico que devora a tantas personas en los tiempos que corren.

La supuesta felicidad sería un estado de quietud, cuya esencia estaría en total contradicción con el devenir que subyace a la vida; un devenir que es la vida misma. Si acaso, uno puede alcanzar cierta comodidad con la que se encuentre relativamente satisfecho. Pero la felicidad, en mayúsculas, es mejor olvidarla. Decía mi profesor de Metafísica en la universidad que mientras uno vive, debe habituarse a experimentar siempre cierta incomodidad, un malestar perpetuo, por pequeño que sea. Parece que es ley de vida sentirse, en parte, desajustado con respecto al entorno; lo cual no podría ser de otra manera: aquel que está por completo adaptado al cosmos es, por necesidad, un enajenado. Existen transiciones felices, momentos y épocas de bonanza emocional, pero no una felicidad como tal.

Esta incomodidad constituye, en parte, el motor de la vida y de la historia, y no solo eso, sino también del desarrollo personal. Anular dicha inquietud sería un suicidio, o una narcotización y embotamiento de la conciencia, propio de especímenes vegetales más que de humanos.

Es en los momentos en los que uno logra sintonizar su vida personal y material con sus ideas y gustos, cuando cierta expansión anímica —siempre asociada a una determinada actividad, y no a un pensamiento— se adueña de nosotros. Es de dicha realidad material de donde emana el bienestar verdadero, junto a ideas y sentimientos agradables. Por muchos pensamientos «positivos» que tengas, si tu situación vital es mala, tu conciencia reflejará ese malestar. La auto-ayuda tradicional, esa floreciente literatura que domina las listas de ventas, tiene como función hacer del pensamiento la herramienta decisiva a la hora de lograr la «felicidad». Sin embargo, la verdad es que todos perdemos en la vida, en una medida u otra, y el pensamiento poco puede hacer al respecto. El común de los mortales necesita siempre de los demás para sentirse verdaderamente satisfecho, por mucho que digan algunos psicólogos.

A pesar de no creer en la autoayuda convencional, pensé, llegado el momento, que debía escribir un libro de este género, aunque desde una posición inversa a la dominante. ¿Quién sabe? A lo mejor así me ayudaba a mí mismo. Y quise lograr esto mismo precisamente a través de una acción: escribiendo un texto que pueda servir a otros para comprender su propia situación vital. En ese sentido, el mecanismo que aquí promulgo seguiría funcionando, sin contradicción lógica. No me ayudo a mí mismo desde mí mismo, sino desde mi acción en el mundo.

Dicho esto, este libro no es realmente un libro de autoayuda sino más bien, como reza el subtítulo, un manual de antiayuda. Para empezar, hay que tener muy claro que no necesitamos ayuda, que lo necesario es sincronizar nuestros intereses con los del devenir objetivo (externo) y sentir, así, un flujo de energía revitalizador que, en el fondo, somos nosotros mismos, y que es antagónico al mundo fijo y elaborado de las ideas. No se trataría de adaptarse al mundo exterior, sino de crear una sintonía entre nuestra vocación y las dinámicas del mundo, encontrar ese elusivo punto de enlace entre el sujeto y el objeto, entre universo interior y exterior, que solo la acción puede proporcionar.

Mi libro es un manual de antiayuda también en otro sentido. Los libros de autoayuda muchas veces nos dicen lo que queremos oír y es, precisamente, a través de la adulación que nos vemos debilitados, puesto que no afrontamos nuestras carencias. Uno no crece al alimentar sus propias ficciones sino al enfrentar ciertas verdades. Como dijo Sigmund Freud, un sabio cuya influencia se hará notar en este libro: «Las multitudes no han conocido jamás la sed de verdad. Demandan ilusiones, a las cuales no pueden renunciar. Dan siempre preferencia a lo irreal sobre lo real, y lo irreal actúa sobre ellas con la misma fuerza que lo real».1 Sería conveniente, pues, a guisa de apoyo, dotar a las personas, no de ficciones, sino de altas dosis de realidad.

1. Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, Santiago Rueda Editor, 1953 (1921), p. 19.

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