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Оглавление2. Precedentes clásicos de la autoayuda: los estoicos
Ya que hablamos de autoayuda, no está de más hacer una pequeña relación histórica del fenómeno, cuyas raíces encontramos en los primeros albores de la llamada cultura occidental.
Para empezar, debemos decir que la obra maestra de la autoayuda es la Ética a Nicómaco (siglo iv a. de C.), del gran Aristóteles de Estagira. La ética es la disciplina que analiza las buenas y malas conductas con relación a la moral. La moral es, a su vez, una estructura simbólico-afectiva que regula y determina las relaciones sociales entre personas para que en una determinada comunidad reine el orden y el concierto. Cuando Aristóteles afirmaba que el hombre es «un animal político», quería decir que es un animal de la polis, de la comunidad, es decir, un animal social, gregario. Para los griegos de la época la polis lo era todo. Al margen de la misma, uno estaba perdido. De ahí que uno de los más terribles castigos consistiera en ser desterrado. El ostracismo implicaba una cierta muerte de la identidad, del yo consciente. La identidad individual es, en un altísimo grado, el producto de nuestro entorno. Vernos desconectados del medio es algo extremadamente doloroso, además de fuente de innumerables patologías psicológicas. Es por todo esto que el bienestar entre los griegos estaba asociado a lo social y, por tanto, a lo moral, como columna vertebral de toda sociedad. De acuerdo con este patrón, solo podemos gozar de bienestar cuando nos conducimos moralmente, es decir, cuando estamos adecuadamente adaptados a nuestro hábitat.
En su Ética a Nicómaco, el célebre filósofo ofrece enseñanzas sobre el justo medio, incluyendo una aportación que, a mi parecer, es de lo más interesante: la idea del buen hábito. De acuerdo con ella, todo en la vida es cuestión de hábitos. Si nos esforzamos por conducirnos del mejor modo, a pesar de que al principio nos cueste, tras algo de práctica dichos hábitos pasarán a ser como una segunda naturaleza. Una vez adquirida la costumbre, la realización de actos antes considerados complejos se llevará a cabo de modo inmediato, irreflexivamente. Lo cierto es que el poder del hábito es verdaderamente eficaz. Según el célebre escritor japonés Yukio Mishima, paladín de la acción como medio de vida: «La experiencia nos enseña que ninguna técnica de acción puede resultar efectiva hasta que la práctica reiterada ha logrado inculcarla en las zonas inconscientes de la mente».1
Algunas teorías afirman que el instinto es, en el fondo, tan solo un hábito tan reiterado que se ha convertido, no ya en una segunda naturaleza, sino en esa primera naturaleza que nos condiciona de modo decisivo. Como el perro de Pavlov al que se le condiciona para que salive al oír una campanita, los instintos serían hábitos que, replicados innumerables veces desde las profundidades inmemoriales de la prehistoria humana, determinan gran parte de nuestra vida. Sea o no cierta esta teoría, es evidente que los hábitos son parte ineludible de nuestra identidad, pues sirven para cimentarla; y que la madurez y la existencia adulta —en muchos sentidos, más saludable que la niñez o la juventud—, consiste, básicamente, en adquirir unos hábitos adecuados que nos permitan afrontar nuestra vida cotidiana.
En este sentido, la obra ética de Aristóteles representa una filosofía de la acción. A través de nuestra acción en el mundo moldeamos nuestro carácter en direcciones favorables. No es a través del mero pensamiento que nos sentimos mejor, sino que son nuestras acciones, repetidas de modo constante, las que nos hacen mejores y, por tanto, más felices.
No obstante, es la filosofía estoica, surgida en el decaer de la Antigüedad, la que de veras sirve de predecesora a los tan abundantes libros de autoayuda actuales. La importancia del estoicismo en el mundo antiguo comienza tras las conquistas de Alejandro Magno y la instauración de su reino helenista ecuménico. Gracias a la colonización helena, la ciudad estado o polis perdió su posición, disolviéndose en favor de una forma de organización sociopolítica más amplia y universal. La falta de unas directrices adecuadas de conducta, antes mejor fijadas en la pequeña comunidad de la polis, hizo que las filosofías éticas y prácticas cobrasen un enorme protagonismo. El ciudadano de un imperio más vasto se sentía confuso ante unos nuevos e inabarcables horizontes, que eran la fuente de una ansiedad antes inexistente.
Podemos afirmar que algo similar ocurre a día de hoy. En una sociedad globalizada, en la que los patrones culturales tradicionales, más rígidos y estrechos, pierden su eficacia, las personas se sienten desorientadas y necesitan nuevas directrices que pauten el comportamiento. Es a causa de esa desorientación que los libros de autoayuda son cada vez más demandados. Tanto en el caso del estoicismo tradicional como en el de la autoayuda contemporánea, la lección esencial consiste en aprender a «lidiar favorablemente con el dolor».2 En ambos casos se trata, no de transformar la realidad a través de la acción, sino de aceptar una realidad dolorosa de la mejor manera posible.3
La cultura puede ejercer como sustitutivo del instinto natural, pues impone ciertas normas que han sido somatizadas por todos nosotros: asimiladas tan profundamente que tienen un peso incluso en la fisiología del sujeto social. Por eso hablo más arriba de la moral como una «estructura simbólico-afectiva». Pensemos, por ejemplo, en cuando transgredimos cierta norma moral. En esos casos es posible que sintamos culpa o vergüenza por nuestros propios actos, algo que tiene consecuencias en nuestro organismo: nuestro ritmo cardíaco aumenta, nos sonrojamos o nos sentimos físicamente abatidos. La transgresión moral puede incluso desembocar en efectos físicos más graves como los que retrata Fiódor Dostoyevski en su inmortal obra Crimen y castigo (1866). En cuanto el protagonista de la novela, Raskólnikov, comete un asesinato para poner a prueba su independencia con respecto a la moral dominante, es presa de todo tipo de trastornos físicos y psicológicos que terminan por obligarle a redimir su acto de violencia entregándose a las autoridades para expiar sus pecados en un presidio siberiano.
Dicho esto, vemos que los antiguos vinculaban el bienestar de cada persona a una existencia en armonía con las leyes culturales del entorno social. La adecuación a ese instinto moral era esencial. En este sentido, los mejores pensadores estoicos sabían muy bien que el hombre debía esforzarse, a través de toda una serie de ritos y actividades, para sentirse bien consigo mismo y así conducirse moralmente. Al vivir en una cultura que se extendía más allá de la polis, era importante, por tanto, fijar unas normas de conducta aplicables a todos. Tales imperativos hacían las veces de estrella Polar que había de orientar a los navegantes en un nuevo magma social que trascendía la comunidad local a la que cada cual pertenecía.
Dichos ritos e imperativos eran lo que Foucault llamó —como siempre con un alto grado de pedantería— «tecnologías del yo». No obstante, estas «tecnologías», que bien podríamos llamar «técnicas», son también fundamentales en la actualidad. Por nombrar unas pocas, tenemos el yoga, la meditación, las terapias alternativas o la lectura de libros de autoayuda, entre otras muchas disciplinas. Todas estas técnicas sirven para otorgar al sujeto un centro sobre el cual afianzar una identidad sólida e independiente.
Gracias al estoicismo, uno habrá de aprender a juzgar el valor de las verdaderas desgracias. Al igual que ocurre a día de hoy en el caso de la autoayuda, es necesario interpretar mentalmente aquello que nos acontece. El modo en que algo nos afecte dependerá, principalmente, no de su valor negativo intrínseco, sino de nuestro modo de calibrar la desgracia.4
Las enseñanzas más abyectas de los estoicos acusaban explícitamente a cada cual de los males que le afectaban. Precisamente, eso mismo es lo que fomenta la autoayuda contemporánea. Este último género surge en Estados Unidos, una sociedad en la que el Estado desempeña un papel menor en la vida de las personas y donde la conciencia como elemento constitutivo del individuo ha sido hipertrofiada para ser equiparada al sujeto como un todo. Curiosamente, conciencia y voluntad han sido identificadas en ese país como una y la misma cosa. Como si la voluntad brotase del pensamiento consciente, como si pudiésemos elegir nuestros deseos, como si el carro tirase de los caballos.
La falta de una red de apoyo social en el seno de la sociedad norteamericana ha hecho que la responsabilidad con respecto a los males que afectan a cada cual recaiga sobre el individuo. En el fondo, se invierten las responsabilidades creando una monstruosidad epistemológica según la cual son las ideas las que determinan la realidad, y no a la inversa.
Según muchos pensadores estoicos, «vivir bien y ser felices depende de nosotros no de las cosas exteriores»,5 una idea muy halagüeña pero poco realista. De acuerdo con las enseñanzas de Epicteto, ilustre pensador estoico del primer siglo i d. de C., «nuestro bien y nuestro mal no existe más que en nuestra voluntad» y «dependen de nosotros nuestros juicios y opiniones, nuestros movimientos, nuestros deseos, nuestras inclinaciones y nuestras aversiones: en una palabra, todos nuestros actos».6 Desde los tiempos actuales, ya post-marxistas y post-freudianos, tales aseveraciones nos parecen sencillamente ridículas. Es más, cualquier persona carente por completo de instrucción filosófica sabe bien que lo que Epicteto afirma es un puro embuste. ¿De veras elegimos «nuestros deseos, nuestras inclinaciones y nuestras aversiones»? Si analizamos nuestra vida despierta, veremos que esto es inaceptable. Si así fuera, la vida sería mucho más sencilla y, por cierto, mucho más aburrida. Nuestras inclinaciones, nuestros deseos y, en definitiva, nuestro carácter nos vienen dados. Por otra parte, todo aquello que deseamos tiene múltiples orígenes: biológicos, culturales, anímicos, circunstanciales.
Este discurso burdo, ingenuo y falaz es perpetuado en la actualidad por psicólogos y gurús de la autoayuda por doquier. Este es el caso de Rafael Santandreu, psicólogo cognitivista que ha vendido millones de ejemplares de sus libros. Según dice en un artículo de prensa, «para ser feliz hace falta muy poco, simplemente la comida y la bebida del día»;7 un enfoque muy estoico, como cualquiera puede comprobar. Santandreu es, de acuerdo con el mismo artículo, el «autor de no ficción que más libros vende en España». Este reconocido admirador de Epicteto afirma que todo depende del prisma con que se mire. De hecho, uno de sus libros más conocidos se llama Las gafas de la felicidad (2014). En el programa «Para todos La 2» afirma que hacer deporte es básicamente lo mismo que realizar trabajos forzados en la cuneta de una carretera. Que lo importante no es tanto la actividad en sí, sino la manera en que nuestro cerebro filtra dicha información empírica. Según afirma: «lo que yo me digo es cómo me afecta». Su visión consiste en actuar de conformidad con la realidad. En sus propias palabras: «Los seres humanos podemos disfrutar prácticamente en cualquier circunstancia. ¿Por qué? Porque hay mil oportunidades de disfrutar de la vida, si no te quejas, si no te dices “tendría que estar en esta situación” o “sería mejor la otra”, o “no lo puedo soportar”... Si no te dices eso, y te acomodas a lo que hay, en seguida descubres posibilidades para disfrutar de la vida... Si dispongo de comodidades, las disfrutaré, pero si no dispongo, me olvido. Hay mil cosas maravillosas que hacer».8 Su psicología trata de crear personas con «alta tolerancia a la frustración», algo que, sin duda, tiene bien poco que ver con la felicidad, si entendemos esta como un sentimiento positivo.
Aparte de lo delirante de algunas de sus ideas, tal posicionamiento sirve descaradamente a los intereses de élites que se lucran y nutren de las carencias económicas de otros. Naturalmente, a quien más le interesa una adaptación incondicional a la jerarquía de lo real es a aquel que ocupa un lugar privilegiado en la misma. Se estima que las empresas estadounidenses pierden medio billón de dólares al año a causa de la infelicidad de sus empleados.9 No es de extrañar que el mundo financiero quiera acabar con toda infelicidad, especialmente promoviendo el uso de técnicas cognitivas —meramente mentales— entre sus empleados, y así no verse obligado a realizar grandes cambios económicos o estructurales. Si resulta que «todo está en la mente», nada ha de cambiar en la esfera de lo material.
Curiosamente, las simplonas ideas de Santandreu chocan precisamente con el auge de la literatura de autoayuda. La cosa no es tan simple como decidirnos a contar con un estado de ánimo deseado. Parece que si realmente tanta gente compra libros de autoayuda es que «ni los deseos, ni las inclinaciones, ni nuestras aversiones» son cosa nuestra y que, si algo demuestra el éxito comercial de la auto-ayuda, es que muy felices no somos. La enormidad de las ventas de este tipo de libros sirve a modo de índice de felicidad no reconocido. Una cosa es lo que la gente dice y otra lo que hace. Hablemos de las encuestas realizadas en nuestro país con relación al índice de felicidad nacional. En estos engañosos sondeos, los españoles hablan, desde la crisis, de una situación económica y política lastimosa. Sin embargo, cuando se les pregunta si son felices, dicen que mucho. Estas encuestas, generalmente, no valen nada. Lograr que un español reconozca públicamente que es infeliz o que tiene una vida sexual insatisfactoria es misión imposible, por lo que los datos negativos en referencia a la autoimagen quedarán siempre soterrados.
Pero volvamos de nuevo a los estoicos. Epicteto hace depender de cada cual ese índice de felicidad, pase lo que pase, sean las circunstancias las que sean: «Ninguna de las desgracias presagiadas por ese [mal] augurio me atañe; si acaso, a este mi débil cuerpo o a mi menguada hacienda; tal vez a mi reputación o a mi mujer o a mis hijos, que para mí no hay, si me lo propongo, sino presagios felices, ya que, suceda lo que suceda, de mí depende sacar en todo el mayor bien y provecho».10
La filosofía de este pensador parece abogar por una independencia de criterio en relación con el mundo exterior. Defiende la responsabilidad de cada cual a la hora de guiarse en el mundo. Algo loable, solo que su pasión por la independencia parece excesiva, y poco realista. Los eventos que acontecen en el mundo nos afectan, y mucho. Y, la verdad, eso es inevitable.
Esta independencia con respecto a las desgracias o avatares que defiende Epicteto es lo que hoy en día ha venido a llamarse resiliencia: una habilidad para recomponernos en situaciones adversas. La resiliencia es un concepto absurdo por varias razones. La primera de ellas es que los seres humanos, generalmente, al afrontar situaciones verdaderamente adversas, nos recomponemos de modo automático, es decir, que contamos con una habilidad congénita para adaptarnos a esas circunstancias y, cuando algo de veras nos hace daño, de modo inmediato e instintivamente —no a través de un esfuerzo consciente— hallamos la salida más ventajosa. Es decir, tenemos una capacidad extraordinaria para adaptarnos a todo tipo de circunstancia, algo que queda demostrado cuando analizamos los aspectos más terribles de la historia universal. Si la humanidad no fuese resiliente por naturaleza, ninguno de nosotros estaríamos aquí ahora mismo. Invitar a alguien a ser resiliente ante circunstancias trágicas es como animar a ir al baño a un borracho que se ha bebido cinco litros de cerveza.
Cuando se nos habla de resiliencia no se nos anima a esa adaptación por la supervivencia, sino a adaptarnos a situaciones incómodas para nosotros que se traducen en beneficiosas para otros. William Davies emplea una buena analogía en su libro sobre la industria de la felicidad: «Si levantar pesas se torna demasiado doloroso, uno se enfrenta a un dilema: o reduce el peso, o trata de prestar menos atención al dolor. A principios del siglo xxi existe un creciente número de expertos instructores en “resiliencia”, “mindfulness” y terapia cognitiva conductual que aconsejan adoptar la segunda opción».11 En vez de cambiar las cosas, uno ha de realizar los esfuerzos cognitivos necesarios para adaptarse a una situación negativa. Yo emplearía un ejemplo análogo, pero mejor. Si calzas unos zapatos que no son de tu talla, que te incomodan, o incluso te hacen llagas, ¿qué sería mejor? ¿Tratar de imaginar que no te duelen o cambiar de zapatos? Creo que la respuesta a esta pregunta es más que evidente.
Esto no solo puede producirse en el marco de una economía de mercado, sino que la resiliencia, entendida de este modo, es sencillamente insana: seguir en una relación insatisfactoria, en un trabajo que atenta contra nuestro bienestar psicológico, o cualquier otro escenario de este tipo. Lo que yo propongo es, sencillamente, deshacernos de dicha relación perjudicial, abandonar ese trabajo que está minando tu salud. Mejor será que el mundo sea resiliente con nosotros que a la inversa. Esa capacidad para adaptarnos a las contingencias de la vida no conlleva necesariamente felicidad alguna. «Ir con los golpes», como diría Donald Trump, puede ser necesario en algunos casos, pero no es nunca fuente de felicidad, sino un modo de sufrir el mínimo impacto. Sin embargo, el impacto sigue ahí.12 ¿No sería mejor deshacerse del impacto en caso de que existiera dicha posibilidad?
Ofreceré un ejemplo personal que sirva para ilustrar este principio. Diría que soy una persona resiliente por naturaleza. Muchas veces he preferido adaptarme a situaciones difíciles antes que pasar por ciertos trámites, especialmente los burocráticos. Cuando tenía quince años, casi todas las mañanas, a primera hora, tenía la misma clase de Historia. Al entrar en el recinto de mi instituto me encontraba a menudo con mi amigo Buba, que siempre me animaba a bajarme con él a unas canchas de baloncesto para fumarnos un porro. Digamos que, por su culpa y por la mía, siempre me perdía la primera hora de clase. Era el primer trimestre del curso 1997-1998. Un día en que sí asistí a clase, la profesora me hizo un gesto con la mano para que me acercase y me dijo que estaba suspendido por hacer tantas pellas. No me suspendía solamente ese primer trimestre, sino el curso completo. Sin previo aviso, ni nada, solo me quedaba presentarme en septiembre. Yo, con gesto despreocupado, le dije que vale. Como aconsejan los instructores motivacionales, vi el lado bueno del asunto: no tendría que ir a Historia en todo el curso y a primera hora podría irme con mi amigo Buba, o con quien me diese la gana. Curiosamente, fui tan resiliente que no supe defender mis derechos. Técnicamente, suspender el curso entero a un chico por hacer pellas el primer trimestre es ilegal. De hecho la enseñanza secundaria de entonces funcionaba a base de la llamada evaluación continua: si aprobabas el segundo trimestre aprobabas el primero de modo automático. Yo, sin embargo, acepté lo sucedido y aprobé su asignatura después del verano, sin grandes esfuerzos. No obstante, si hubiese sido menos flexible y más combativo, habría sabido defenderme de una manifiesta injusticia y habría impedido que me suspendiesen un curso entero de modo ilegítimo. No solo eso, sino que podría haber asistido a clase el resto del curso, y quizás haber aprendido mucho más; en especial, si hubiese sido avisado por la profesora de que no estaba dispuesta a tolerar faltas a clase, algo que otros profesores pasaban por alto.
Muchos años después, compré un sótano a modo de inversión de poca monta. Nada más comprarlo, un empresario rumano se hizo con el local adyacente. Este señor me dijo, poco después, que según el catastro, 15 metros cuadrados de mi sótano eran en realidad suyos. En principio me pidió que se lo vendiese. Luego dijo que me pagaría la mitad en negro y, finalmente, decidió hacer un agujero en la pared y apropiarse de esos 15 metros tapiando una de las puertas de mi local (dejando el baño e interruptores eléctricos en «su lado» del muro). Yo, en un principio, pensé ante tal situación que debía ser resiliente, que lo suyo era ver el lado bueno de esta dolorosa contingencia.
Sin embargo, siendo yo pobre, a causa de los excesos de este señor estaba perdiendo unos quinientos euros mensuales después de haber gastado todos mis ahorros en la compra de la propiedad. El proceso judicial para dirimir el asunto sigue ahora su curso. No obstante, a pesar de mi buena actitud, me despertaba en mitad de la noche y sentía un profundo agobio.
Si este señor hubiese adoptado un enfoque civilizado ante el dilema que nos afectaba a ambos, me habría ahorrado penurias varias y cualquier necesidad de recurrir a esa supuesta resiliencia. No solo eso, la resiliencia que yo, por mi propia naturaleza, supe adoptar, en el fondo no era más que una fachada superficial de indiferencia que se hallaba atravesada de una angustia real, propiciada por unas condiciones materiales concretas.
El concepto de resiliencia, de hecho, es en realidad un moderno reciclaje de la ataraxia de los antiguos estoicos, epicúreos y escépticos. La ataraxia entre los estoicos, como la resiliencia actual, representa una ausencia de trastornos del alma que nos permite mostrarnos serenos ante las inevitables adversidades que entraña la vida. La ataraxia consiste en liberarse del sufrimiento a través de lo que bien podríamos calificar como una indiferencia primordial que nos permite adaptarnos al medio que nos rodea.
Se trata de un mal hábito cuyas consecuencias pueden ser funestas. Si uno adquiere tal grado de control sobre su propia indiferencia, bien puede acabar siendo víctima de mil y una injusticias y tropelías. Hablamos de un género de felicidad negativa fundamentada no en un crecimiento del sujeto proactivo que transforma su entorno, sino en un aprendizaje de la aceptación del todo. Huelga decir, a estas alturas, que cualquiera que sea dueño de sí mismo hasta tal grado frente a los inconvenientes de la existencia no será más que un completo enajenado: un ser moldeable hasta el extremo por las injerencias del mundo exterior. Aquel que de tal modo obedece al mundo, lo que no sabe es obedecerse a sí mismo. Y ¿quién sabe? Quizás sea preferible la infelicidad antes que prescindir de una conciencia crítica y de una actitud afirmativa ante la vida.
Lo curioso es que la palabra ataraxia ha sido tomada de los griegos para referir a una enfermedad cerebral producida por un ictus o un golpe en la parte frontal de la cabeza. Dicha patología consiste en la «incapacidad del ser humano para sentir frustración». La falta de voluntad para enfadarnos o desilusionarnos producto de la referida enfermedad «nos impide evolucionar como personas, puesto que la frustración nos ayuda a mejorar cuando algo no nos gusta o no estamos satisfechos con ello».13 No nos engañemos, una vida sin frustraciones es una vida enfermiza.
Los acontecimientos que uno no controla pueden ser extremadamente desestabilizantes, por muy buena que sea la actitud que uno adopte. La precariedad vital es un fenómeno que tiene efectos a gran escala. La España de hoy parece seguir la estela de muchos otros países. Actualmente domina una lenta descomposición de la economía en la que la precariedad es cada vez más prevalente y en la que las clases medias van desapareciendo. El capitalismo está devorándose a sí mismo. A este ritmo, en poco tiempo los trabajos serán meros voluntariados, y habrá que crear rentas universales para poder sobrevivir. De hecho, la precariedad de la vida, tal y como la vivimos hoy en día, es la fuente de numerosas dificultades psicológicas. A la altura de 2017, el 25 % de los ciudadanos españoles ha sufrido o sufre una patología mental, algo que, según la Sociedad Española de Psiquiatría, va unido a la crisis económica que inició su andadura en 2008.14
No obstante, parece que la crisis no representa un hecho aislado, sino que todo esto es parte de un proceso económico que vuelve la vida del trabajador cada vez más precaria, algo que no puede dejar de tener sus efectos psicológicos. En una economía cada vez más flexible resulta más complicado contar con una identidad sólida, tener confianza en uno mismo y recursos de toda índole para enfrentar situaciones difíciles. La inestabilidad económica es fuente de inestabilidad psicológica. El enfoque cognitivo que uno adopte resulta irrelevante en tales casos; algo que bien podríamos afirmar del ideal estoico.
Como ocurre en la literatura de autoayuda, entre muchos estoicos parece fundamental controlar las propias ideas. Entre sus preceptos está no verse asaltado por «pensamientos bajos», ni juzgar a otros.15 Este sería un modo de adaptarse a la realidad sin quejas. Según Epicteto: «Acusar a los demás de nuestras adversidades es propio de ignorantes; culparnos de ellas a nosotros mismos es señal de que empezamos a instruirnos; no acusarnos ni a nosotros mismos ni a los demás, he aquí lo propio de un hombre ya completamente instruido».16
Esta filosofía, como la que generalmente encontramos en los libros de autoayuda, quiere hacer del sujeto una especie de vacío, que esté más allá de todo juicio o, quizás, que carezca de él por completo. Parece evidente que un ser que no juzga y acepta todo lo que le pasa sin rechistar representa un ciudadano ideal para ser explotado y manipulado.
Por otra parte, para los estoicos predicar con el ejemplo resultaba más complicado. Habla Schopenhauer del pensador Arriano que hace referencia al perfecto estoico como aquel que «no critica a nadie, no se queja de los dioses ni de los hombres, no reprende», pero, curiosamente, su obra está luego «escrita en tono de reproche y llega a menudo al insulto». Un célebre ejemplo de este tipo fue Lucio Anneo Séneca, célebre estoico del siglo i d. de C. que, a pesar de pontificar contra los bienes materiales y defender la superación de los deseos individuales, estuvo siempre cerca del poder y pudo, gracias a ello, ser uno de los hombres más ricos del Imperio romano.17
La importancia de las ideas, en este sentido, es de nuevo fundamental en Marco Aurelio, el sabio emperador estoico: «Semejante a la naturaleza de tus ideas será el fondo de tu alma, porque nuestra alma se impregna de nuestras ideas. Impregna, pues, continuamente la tuya de reflexiones como éstas, por ejemplo: en cualquier parte se puede vivir y vivir bien».18 Se hace extraño escuchar tales preceptos de boca de todo un emperador.
El estoicismo, por otra parte, ha sido reconocido como precursor de la filosofía cristiana de la vida, que invita a poner la otra mejilla: «Está en el deber del hombre el amar aun a los que le ofenden. El medio de conseguirlo lo hallarás fácilmente reflexionando que son para ti como hermanos».19
Hay que decir que esto es lo que Nietzsche llamaría una «moral de esclavos», concepto que analiza en su obra La genealogía de la moral (1887). La moral del esclavo es la que viene impuesta por el ideal cristiano, como en el caso del, también ecuménico, estoicismo. De algún modo, ambos enfoques —el estoico y el cristiano— promueven una aceptación de las circunstancias que nos ha tocado vivir, solo que la resolución del estoicismo consiste en modificar nuestra conciencia para lograrlo, mientras que el cristianismo opta por una fe irracional en otro mundo en el que buenos y malvados habrán de ser recompensados y castigados respectivamente, a su debido momento y en su justa medida. En ambos casos parece dominar una alienación: la integración de potencias y sufrimientos de origen externo, asimiladas como responsabilidad propia.
Luego está la justificación de los hechos, o una legitimación de la realidad tal y como es. Se trata de hacer de la realidad fáctica algo siempre razonable: «Si los dioses no han tenido ningún cuidado de mí, ni de mis dos hijos, no lo han hecho sin razón».20 Todo lo malo que nos ocurre, por tanto, es o bien culpa nuestra, o bien fruto de una voluntad todopoderosa que nunca se equivoca. Los estoicos, a modo de filósofos proto-hegelianos, nos invitan a creer que la naturaleza es sabia, que el mundo, en su discurrir, obedece siempre a principios racionales, como si siempre prevaleciese una justicia cósmica —algo que encaja muy bien con la cosmovisión de ricos y poderosos. Digámoslo en pocas palabras: puesto que a mí me va bien, el mundo es justo.
Por otra parte, los estoicos dicen que los buenos sentimientos, cuando son genuinos, tienen un beneficioso efecto sobre nuestra vida. Según Marco Aurelio, «la dulzura es una fuerza invencible cuando es sincera, sin afectación y sin disfraz».21 Esta idea la encontramos en uno de los primeros bestsellers de la autoayuda estadounidense: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (1936). En este caso, sin embargo, no se trata de inventar emociones a través del pensamiento, sino de aprovechar aquellos sentimientos presentes en nosotros de antemano para interactuar más sanamente con el medio y sacar provecho de ello.
Frente a este tipo de planteamientos, lo más sabio sería adoptar como nuestras las palabras de Proclo en su Comentario sobre el Primer Alcibíades de Platón: «Los apetitos del alma (antes de su nacimiento) son los que más contribuyen a configurar nuestra vida, y no parecemos haber sido formados desde fuera, sino como si desde nosotros mismos tomáramos las decisiones con arreglo a las cuales vivimos». Aunque Proclo habla de una vida interior que parece determinar nuestra existencia, dicha interioridad va más allá de la pura conciencia; entre otras razones, por ser apetitiva.
Lo apetitivo no es nunca el producto de una decisión consciente, sino más bien de un deseo o impulso que se apodera de nosotros y al que obedecemos; en ocasiones gustosamente, en otras, no tanto. Los apetitos provienen de una región más profunda que la mera conciencia. Aunque Proclo habla de «decisiones» eso no significa que sean conscientes. Dice Clemente de Alejandría, «el querer precede a todo; porque las fuerzas de la razón son las siervas de la voluntad».22
Esta idea de lo apetitivo profundo encaja bien con la noción griega de la felicidad: la eudaimonía. El prefijo «eu» en griego hace referencia al bien, o a lo bueno. Esto se manifiesta en muchos vocablos que llegan hasta nuestro mundo contemporáneo: eutanasia (buena muerte), Eustaquio (fructífero, fecundo) e incluso Eurythmics (orden rítmico). Eudaimonía es un término griego de raigambre fatalista que en su misma estructura expresa una idea muy interesante: nuestra felicidad y bienestar pertenecen a fuerzas más allá de nuestro control. Eudaimonía significa, literalmente, «buen demonio». Es decir, que nuestra felicidad o falta de ella dependen de ese demonio que vela por nosotros. No olvidemos que el demonio no era, originalmente, nada más que el mensajero de los dioses. De hecho, eudaimón es un sinónimo de ángel. Nuestro demonio personal es como un ángel de la guarda. El demonio pertenece al ámbito de lo apetitivo, de lo inconsciente. Por tanto, sus decisiones, aquellas de las que habla Proclo, no pertenecen a la esfera de la conciencia, sino a una identidad más profunda, que escapa a nuestro control.
De acuerdo con las ideas de la Grecia Antigua, en ese nivel insondable que se manifiesta en el lenguaje, la felicidad no es fruto de una decisión personal. Digamos que el lenguaje es como la cultura, como el instinto o como los hábitos muy afianzados: revela nuestro verdadero ser. Una cosa es lo que se elucubra explícitamente, y otra lo que la propia lengua expresa en su etimología. Y la etimología es una gran herramienta para revelar los significados profundos de las palabras. Quizás ciertos pensadores griegos dijesen abiertamente que la felicidad es una decisión personal. Sin embargo, el idioma que empleaban para hacerlo expresaba una idea muy distinta.
De todos es conocida la historia del demonio de Sócrates, que en ciertos momentos le aconsejaba no realizar determinada acción. Cuando el sabio ateniense obedecía dicha orden, poco después comprobaba que su daimón personal le había aconsejado bien. Se trataba de una sabiduría inconsciente. En este sentido, podríamos equiparar el demonio de la Antigüedad griega como representante divino y, en cierto grado, antropomorfo, a ese inconsciente que Sigmund Freud delimitó con gran maestría. El daimón sería, sin duda, habitante del inconsciente individual. Así pues, en la visión antropomorfa de la Grecia Antigua, el inconsciente de cada cual sería la fuerza motriz que condiciona nuestras decisiones y que, por tanto, es la verdadera fuente de felicidad o infelicidad. No sería la conciencia —el pensamiento dirigido— la que otorgaría felicidad, sino más bien la inconsciencia: todas aquellas inclinaciones personales que difícilmente podemos controlar y que constituyen nuestra identidad profunda. Este nivel apetitivo de la psique humana es impulsivo: invita a actuar. Esto lo supo ver muy bien Friedrich Nietzsche en su obra El nacimiento de la tragedia (1873), cuando cuestiona la psicología de Sócrates, que entiende como perversa y patológica. En su caso, lo irracional e inconsciente (su demonio) no se expresa de modo positivo, es decir, invitando a la acción, sino precisamente interfiriendo con la acción. Cuando Sócrates se halla ante un dilema, como hemos visto, su daimón le disuade de actuar, y no al revés. En palabras de Nietzsche: «Mientras que en todos los hombres productivos el instinto es precisamente la fuerza creadora y afirmativa, y la consciencia adopta una actitud crítica y disuasiva: en Sócrates el instinto se convierte en un crítico, la consciencia, en un creador —¡una verdadera monstruosidad per defectum!».23 Hay que decir que no se expresa el instinto como «fuerza creadora y afirmativa» exclusivamente entre «hombres productivos», sino que el ámbito instintivo de lo inconsciente se expresa afirmativamente por lo general en toda persona que cuente con una disposición psicológica sana. Lo curioso es que la autoayuda, el pensamiento positivo y la psicología cognitiva adoptan precisamente esa disposición enfermiza que caracteriza a Sócrates, tratando de hacer de la conciencia la fuerza creadora de nuevas realidades e inhibiendo los imperativos del instinto, que pasa aquí a ocupar un lugar secundario.
Ya en términos fisiológicos, el cerebro reptiliano (o el tronco encefálico), la parte más primitiva de nuestra mente material, tiene como función actuar y quizás sus mandatos sean filtrados por otras secciones del cerebro como el sistema límbico o el neocórtex en términos emocionales o lingüísticos —en la forma de mensajes—que invitan a realizar una determinada acción.
Es la impulsividad del cerebro reptiliano la que sirve de motor básico a nuestra existencia, exigiendo de nosotros la realización de determinadas acciones básicas como la digestión, reproducción, circulación, respiración y la ejecución de la respuesta lucha o huida al estrés.24 Por su primitivismo, esta parte del cerebro humano tiene una ascendencia e influencia fundacional en nuestros pensamientos conscientes —que hallamos materialmente en el neocórtex—, que cuentan con un limitado poder para domeñar los impulsos profundos del tronco encefálico. La fisiología del cerebro en términos evolutivos va construyéndose en capas. Las más primitivas son aquellas que ocupan la parte central, mientras que las más superficiales son las más evolucionadas. De ahí que la conciencia humana esté ubicada en la corteza cerebral (neocórtex). Por otra parte, el modo en que las demás secciones del cerebro humano lidian con esa impulsividad de base depende de múltiples factores como la cultura en la que estemos inmersos, nuestro individual proceso de socialización, traumas personales y educación, entre otros muchos factores. Esto es lo que Freud llama la superestructura psíquica, «tan diversamente desarrollada en cada individuo».25
Es por ello que ciertas ideas del estoicismo y de la autoayuda contemporánea nos parecen verdaderamente ingenuas. Como si el neocórtex y sus pensamientos, los últimos en el proceso evolutivo humano, fuesen a predominar y re-articular los contenidos de las propias fuentes materiales y fisiológicas de las que emanan las mismas ideas. La idea más acertada en este terreno sería la de crear apetitos. A propósito de esto ofreceré de nuevo datos autobiográficos que puedan ilustrar mis ideas.
A pesar de ser una persona con inquietudes intelectuales desde mi infancia, no adquirí un hábito lector hasta más tarde. Contaba yo con cierta curiosidad intelectual que a día de hoy lamento no haber cultivado con mayor ahínco. Sin embargo, leer cuesta inicialmente ciertos esfuerzos, en especial cuando uno vive sumergido en una sociedad mediática en la que todo se hace con prisa y corriendo. Antes de existir la televisión, la lectura era uno de los pocos medios para el entretenimiento con el que contaban ciertas clases sociales.
En un entorno tan acelerado, no sorprende cuando la gente afirma que leer resulta aburrido; a mí me pasaba exactamente lo mismo. En mi caso, sin embargo, fui capaz de modificar mis hábitos de tal modo que, a día de hoy, verdaderamente me aburre ver una película y prefiero leer un libro. Pero ese hábito no lo adquirí hasta los veinte años de edad, y solo tras vivir una de las experiencias más traumáticas de mi vida. De golpe y porrazo me quedé solo y sin amigos, en un estado de depresión que ni yo mismo era del todo capaz de reconocer. Digamos que yo no encajaba en los patrones más convencionales de conducta y fui sancionado socialmente por ello. Solo puedo decir a mi favor que la marginación a la que me vi sometido no fue por hacer daño a nadie. Básicamente, fui víctima de acoso social. Corría el año 2002 y yo ni siquiera tenía ordenador propio, por lo que no tenía gran cosa con la que entretenerme. Estudiaba filosofía y no me quedaba otra más que leer. Esta situación difícil fue origen de un hábito de lectura que no he abandonado hasta el día de hoy. En mi caso, me hice lector gracias a un trauma. Cinco años después, mi vida social volvió a ser de nuevo de lo más estimulante. Pagué un precio alto, pero saqué buenos rendimientos personales. Gracias a ese sufrimiento desarrollé mi innata curiosidad intelectual hasta límites por mí insospechados.
No obstante, para hacerme lector había sido necesaria la irrupción de unas circunstancias dolorosas, que nada tenían que ver con mis pensamientos o deseos, sino más bien al contrario. Ese cambio de dirección no fue fruto de mis ideas, sino que supuso la reacción a un cúmulo de circunstancias materiales sobre las que yo no tenía control alguno. No fui yo quien moldeé mi carácter sino mi experiencia en relación con el mundo exterior la que determinó mi sino (y mi reacción a la misma, claro está).
No hay que engañarse: el libre albedrío no existe. El libre albedrío es un ingenuo ideal; una fábula que —en términos económicos— halaga la vanidad del rico y hace al pobre responsable de su situación. Ese liberum arbitrium indifferentiae, encierra, como bien dice el maestro Arthur Schopenhauer, «una ficción totalmente monstruosa»26 que, sin embargo, parece ser el caballo de batalla tanto del estoicismo como de la literatura de autoayuda y del capitalismo. No cabe duda de que dicha ficción, tan extendida en los tiempos que corren, sirve a unos intereses concretos.
1. Yukio Mishima, El sol y el acero, Alianza Editorial, 2010 (1967), p. 43.
2. Palabras de Antonio Escohotado sobre el estoicismo, pronunciadas en una entrevista con Sánchez Dragó en el programa de televisión «Negro sobre blanco».
3. A día de hoy, dicha realidad dolorosa estaría vinculada a exigencias propias de un sistema capitalista que pueden llegar a ser patológicas.
4. Michel Foucault, Tecnologías del yo, Paidós, 1990 (1981), pp. 75-76.
5. Juan B. Bergua. «Epicteto», en Los estoicos, Ediciones Ibéricas, 1963, p. 17.
6. Epicteto, Máximas, Ediciones Ibéricas, 1963, p. 35.
7. Entrevista con Toni Ortí, epdh. [Online]
8. «Para todos La 2». [Online]
9. William Davies, The Happiness Industry, Verso, 2016 (2015), p. 9.
10. Epicteto, Máximas, p. 37.
11. William Davies, The Happiness Industry, p. 35.
12. Es como el típico calvo que se afeita la cabeza. Como si su calvicie fuese fruto de una decisión voluntaria. No nos engañemos, si no sufriese alopecia jamás se habría afeitado el cuero cabelludo.
13. Sarah Romero, «¿Qué es la ataraxia?», Muy interesante. [Online]
14. David Maciejewski, «Aumentan los ingresos hospitalarios por trastornos mentales en España», 20 minutos, 5 de enero de 2017.
15. Epicteto, Máximas, pp. 47, 60.
16. Ibid., p. 114.
17. En el campo de la autoayuda podría nombrar el caso de Paulo Coelho. Todavía recuerdo hace años que, tras ver una serie de documentales sobre el escritor en los que aparecía como alguien a la búsqueda constante de una iluminación espiritual, me lo encontré en la Puerta del Sol de Madrid escoltado por dos mujeres esculturales que le sacaban dos cabezas cada una. No parece que en su caso fuese la meditación trascendental o el retiro ascético la vía escogida para lograr el alumbramiento espiritual.
18. Marco Aurelio, Pensamientos, Ediciones Ibéricas, 1963, pp. 171-172.
19. Ibid., p. 193.
20. Ibid., p. 243.
21. Ibid.
22. Arthur Schopenhauer, Fragmentos sobre la historia de la filosofía, Siruela, 2003, p. 236
23. Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Alianza Editorial, 2000 (1873), pp. 122-123.
24. Todo ello analizado desde el modelo del cerebro triúnico desarrollado a mediados del siglo xx por Paul MacClean, según el cual, las distintas partes del cerebro serían fruto de un desarrollo evolutivo por fases.
25. Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, p. 13.
26. Arthur Schopenhauer, Fragmentos sobre la historia de la filosofía, p. 211.