Читать книгу El fascismo vasco y la construcción del régimen franquista - Iñaki Fernández Redondo - Страница 8
ОглавлениеPRÓLOGO
En Cómo se hace una tesis, Umberto Eco cuenta lo que es una tesis doctoral: «Una tesis de doctorado es un trabajo mecanografiado de una extensión media que varía entre las cien y las cuatrocientas páginas, en el cual el estudiante trata un problema referente a los estudios en que quiere doctorarse. Según la legislación italiana, la tesis es indispensable para doctorarse». Adaptado al siglo XXI podríamos decir que una tesis es un trabajo escrito a ordenador que tiene una extensión variable (menos de cien páginas en el caso de las ciencias experimentales, entre trescientas y quinientas en el caso de las ciencias sociales y humanidades), que resulta indispensable para doctorarse. Debe hacerse en torno a tres años de tiempo máximo según la legislación actual, si bien hay un plazo extra que se puede pedir. Es respaldada por una o dos directoras o directores, que se encargan, una vez la han supervisado y aprobado, de proponer un tribunal que la evalúe que deberá ser avalado por el departamento universitario en que sea presentada. Se trata este de un momento particularmente sensible y, como luego veremos, quienes dirigen las tesis han sido elegidos, en ocasiones, con la mira puesta en salvar este trámite. La celebración del tribunal evaluador de la tesis doctoral tiene un fuerte componente ritual, desde el protocolo de intervenciones que en él tienen lugar hasta la manera en que el tribunal dictamina su parecer. En muchas ocasiones el ritual no suele considerarse completo si el doctorando no asume, posteriormente, la invitación a dar de comer al tribunal, fracción final de una liturgia en la que, también en ocasiones, no se tiene en cuenta la situación económica de quien se doctora. El acto final de defensa de una tesis doctoral tiene como propósito igualar a quien la presenta al resto de doctores que componen los equipos de trabajo de la Universidad española. Esa igualación es meramente formal, dado que probablemente no haya institución más alérgica a la igualdad que la Universidad, en donde cada día transcurrido en ella (de acuerdo a cada tipo de contrato vigente) es susceptible de contar a efectos de marcar la jerarquía a la hora de optar a plazas, repartir docencia o designar libranzas para actividad investigadora.
Lo que Iñaki Fernández presenta aquí es la versión en libro de la tesis doctoral que Luis Castells y un servidor tuvimos la fortuna de dirigir. Hay muchas cosas que se pueden decir de una tesis doctoral y quiero utilizar este prólogo para hacer algunas reflexiones que creo que son pertinentes a la hora de introducir la investigación en que se basa este libro. Dado que es una investigación que va a ser mayoritariamente leída por doctoras y doctores, o aspirantes a serlo, lo que aquí voy a escribir busca generar una reflexión que echo en falta cuando se aborda este formato de investigación, probablemente el más exigente que establece la Universidad española.
Toda tesis doctoral tiene una épica y una poética. La épica es creada y recreada por cada postulante una vez supera este reto iniciático. Se compone, fundamentalmente, del recuerdo de los sinsabores, los (escasos) placeres y las (múltiples) vivencias atesoradas en el transcurso de su elaboración y defensa final. La alimentan los congresos a los que se asistió, las comunicaciones que defendió, el interés que su trabajo pudo generar en personas de renombre, el vértigo ante el folio en blanco y la desorientación ante consultas documentales siempre excesivas. A ello pueden sumarse las torres de documentos y las horas invertidas en su lectura para, al final, quedar reducidos a una pulpa mínima incapaz de reflejar la cantidad industrial de horas invertidas en su recolección, lectura y análisis...
Convengamos, por tanto, en que la épica de la tesis es un ejercicio de memoria personal (inevitablemente subjetiva, cambiante, caprichosa en su selección de los acontecimientos y detalles evocados) que es compartido a lo largo de la vida. El espacio en que se comparte es el académico, el de los colegas y amigos de profesión, el de los congresos y sus horas de atonía. Fuera de esos espacios la tesis doctoral es una experiencia inaprensible por los sentidos para la mayoría de la población. Esta mayoría puede entender que una persona pase ocho o diez horas diarias trabajando en una oficina, un taller, una fábrica o un supermercado, sometida a todo tipo de maltratos laborales y condicionantes ambientales, pero es incapaz de comprender que pase esas mismas horas en un laboratorio, un archivo o una biblioteca, sentada ante un ordenador, normalmente en silencio, durante meses y años, muchas veces sin beca, en cuyo caso aumenta considerablemente la proporción de tiempo que es robado por el doctorando al descanso, a la familia, a la pareja, a los amigos, al ocio, a las aficiones e incluso a los vicios. Ese mismo robo, en proporción menor, lo cometen quienes disfrutan de una beca, y como todo robo no es reversible, el tiempo invertido no nos vuelve, los cuidados y afectos no cultivados no pueden recuperarse y todo lo perdido queda invertido en esa documentación con la que, pasados los años, uno no sabrá qué hacer y que, en muchos casos, acabará alimentando las plantas de papel reciclado...
Esta épica de la tesis solo puede ser compartida, por lo tanto, con quienes nos entienden por haber experimentado el mismo proceso ritual. Sin embargo, ese compartir tampoco es uniforme a lo largo de la vida. Aludimos más a ella en las etapas posteriores a haberla defendido para, luego, irse disipando en el océano de protocolos, incertidumbres y flexibilidades que impone la carrera investigadora española, hasta restar cuatro retazos compuestos por unos cuantos recuerdos mal coordinados y difícilmente cuajados en un relato coherente. Iñaki es quien podría dotar de contenido a su particular épica, pero en este libro no lo va a hacer, permanece fiel al principio de que esta se sostiene en una comunicación oral. Poco puedo (y debo) decir de ella. A lo sumo puedo subrayar que esta su tesis le ha acompañado por un gran número de años, muchos más de los que en sus inicios consideramos que implicaría. En ese curso temporal se han producido acontecimientos trascendentales que le han marcado y que han ido dejando su poso en su manera de afrontarla y resolverla. No es este un asunto baladí pues la proporción de tesis doctorales que naufragan en el devenir de vidas agredidas por un sistema económico tan exigente como el que nos sostiene no es menor. Todos conocemos las historias de colegas que aparcaron sus tesis ante retos vitales (oposiciones, desgracias personales, construcción de familias, necesidades laborales) para no poderlas volver a retomar. Esto precisaría de una perspectiva de género que aplicar, pues en absoluto es igual la proporción de mujeres que de hombres, y tampoco es igual la proporción de mujeres doctoras que no pueden continuar con su carrera universitaria que la de hombres. Son cuestiones que el mundo académico, siempre tan progresista en su estética como conservador en su práctica, tiende a abstraer, si no directamente a silenciar.
Toda tesis doctoral tiene otra dimensión complementaria que voy a abordar de forma más breve y que viene a cuento de esto último que he comentado acerca de la carrera investigadora y sus trampas: su vertiente de poética. Se trata de una narrativa marco que dota de sentido (o eso pretende) toda investigación doctoral. Según cuenta en su página web el Ministerio de Educación, insertarse en la carrera investigadora «supone un reto personal, pero es además una aventura apasionante, al convertirse una persona en agente activo en la generación de conocimiento y de nuevos descubrimientos». Convengamos en que este tipo de lenguaje resulta poco ajustado a la realidad de igual manera que la publicidad tiende a ajustarse mal a los productos que promociona. En la actualidad la elaboración de una tesis doctoral solo habilita para poder iniciar una carrera universitaria (ninguna universidad contrata a no doctores) cuyo curso será imprevisible.
La poética que encierra toda tesis ensalza sus virtudes en la construcción de la ciencia y de la cultura ciudadana y las capacitaciones que proporciona a quien la hace para insertarse en el mundo universitario, pero esto es una mera idealización. Una vez cubierta la tesis doctoral es cuando realmente tiende a empezar la carrera del investigador o investigadora, y tiene poco de «aventura apasionante». En realidad, lo que el doctorando muchas veces aprende en la confección de la tesis doctoral y, sobre todo, en el diseño del tribunal que le evaluará es el campo de batalla en que va a ir insertándose como futuro agente investigador: quiénes son hostiles y quiénes podrían serlo, a quién hay que amar o temer. Esto explica un fenómeno constatado por diversos trabajos sociológicos recientes como es la concentración de las direcciones de tesis doctorales en muy pocas manos académicas. Esta responde a mecanismos de estratificación social de la ciencia que fueron descritos para el caso norteamericano por la socióloga Harriet Zukerman hace más de cincuenta años. Y revela que los perfiles de las directoras y directores de tesis doctorales no son inocuos en la propia construcción de estos productos científicos. Las directoras y directores de tesis tienden a ser buscados por doctorandas y doctorandos con dos criterios referenciales: que sean capaces de garantizar su formación científica y que les doten de la seguridad de que en su tramo final la tesis no sufrirá contratiempos. Esto significa que, incluso en una fase final de elaboración de la tesis, el doctorando no maneja el criterio de que la calidad del trabajo que ha realizado es la variable por la que será evaluado. Sabe que el «peso social» de su directora o director es tenido muy en cuenta en esa fase en tanto que variable complementaria que disipe posibles complicaciones derivadas del funcionamiento clánico de los departamentos universitarios y de muchos de sus grupos de investigación.
A la épica y a la poética de la tesis doctoral me permito, por lo tanto, añadir una tercera variable final como es el peso que en ella tiene la directora o director. La construcción de relaciones estrechas entre doctorando y tutora o tutor generó en el pasado manifestaciones de sumisión feudal, muchas veces disfrazadas de compañerismo e, incluso, amistad; acrecentadas por la presencia de emociones como son la admiración, el respeto o el temor reverencial. Era algo que encajaba en un esquema de relaciones académicas de signo vertical que se ha modificado un poco pero no lo suficiente. La relación entre doctorando y director o directora siempre es compleja y sobre ella podría escribir una presentación entera, pues hay múltiples formas de dirigir tesis doctorales. Hay personas que convierten cada tesis doctoral dirigida en una parte importante de su actividad investigadora; hay personas que no llegan a leerse la propia tesis que han dirigido, que las contabilizan como una mercancía más que les habilitará de méritos en su horizonte profesional y que pueden manifestar la misma sensibilidad para con su pupilo que la que podrían sentir por cualquier oriundo de Yemen del Sur. Hay personas, en fin, que se implican en las tesis que dirigen, aunque intentan dejar que sea la doctoranda o doctorando quien vaya madurando en el proceso de elaborarla, no les restan sinsabores ni crisis personales, pero están ahí, guiándoles, especialmente en la segunda mitad, cuando la tesis se va haciendo real, cuando el material leído y cruzado ha reposado y comienza a definir una estructura narrativa e interpretativa que vislumbra ya un fin. Y hay muchos roles intermedios entre unas y otras figuras prototípicas.
Dirigido por Luis y por mí de acuerdo a una práctica que Iñaki, en todo caso, tendría que calificar de acuerdo a los modelos que acabo de establecer, tras muchos años y todo tipo de circunstancias personales, consiguió defender la tesis doctoral en la que se basa el presente libro. Su investigación parte de un trabajo de fin de máster que tuve el honor de dirigir y que le llevó a un terreno ignoto y, hasta cierto punto, imposible de concebir para buena parte de las vascas y vascos: el fascismo. Bueno, en realidad, los vascos (entiendo por tales quienes hablan en nombre de ellos) siempre han sabido lo que era el fascismo, el problema es que lo han concebido sistemáticamente como algo propio de quienes no son vascos. Con su socarronería característica, el periodista Luciano Rincón escribía en los años ochenta:
En Euskadi, periódicamente nos recorre un temblor de identidad que cada ciudadano conjura como puede. ¿Son exclusivamente vascos los vascohablantes? ¿Somos vascos también los que sin hablar euskera hemos nacido o vivido siempre o el tiempo suficiente en Euskadi para asimilar los paisajes físicos, culturales, históricos, lingüísticos y éticos existentes? (…) ¿Lo somos cuando votamos a un partido considerado vasco y dejamos de serlo si alguien decide que ese partido ya no es vasco? ¿Se puede ser vasco y dejar de serlo por opción política que no administrativa? ¿Se puede ser y dejar de ser vasco cada cuatro años por esa opción política, e incluso puede un ciudadano levantarse vasco y acostarse extranjero, según los enfrentamientos de la jornada?
En una identidad reiteradamente sometida a «temblores» el apelativo de «fascista» fue un instrumento reiterado, desde los años sesenta, de separar a los vascos de los demás. La violencia practicada por el Movimiento Vasco de Liberación Nacional, del que formaban parte organizaciones tan variopintas como Herri Batasuna, ETA o el sindicato LAB, dictaminó quién era vasco y descalificó a quienes no lo eran como «fascistas». Durante décadas el lema «zuek faszistak zarete terroristak» («vosotros fascistas sois los terroristas») atronó en las rutinarias concentraciones y algaradas de quienes formaban la comunidad de violencia que alentó el terrorismo de ETA y la violencia callejera satélite que lo complementó. La identidad (nacional) vasca reinventada a partir de los años sesenta en el contexto del cambio social generado por el desarrollismo, producto de las transformaciones que este generó en el nacionalismo vasco y en la izquierda marxista de ese tiempo, se sustentó en un mito antifascista. La concepción de vasquidad fue construida durante el franquismo y la transición desde la oposición a la atribución de fascismo. El Gobierno vasco así lo había fijado desde su constitución en octubre de 1936 y así lo mantuvo su propaganda en el exilio, y esa misma interpretación recogió ETA y la comunidad política en que se sustentó.
El resultado de ello fue la construcción, a partir de los años setenta, de una particular memoria colectiva en la que olvidar fue tan importante como recordar. El recuerdo de la Guerra Civil en clave de épica nacionalista vasca y del franquismo en clave de agonía de la identidad y «genocidio cultural» requirió, en paralelo, del olvido de los diversos y amplios sustentos sociológicos que tuvo el franquismo en estas tierras, desde los voluntarios que lucharon en sus filas hasta los gudaris reclutados (a la fuerza, obviamente) tras su desmovilización en julio de 1937, pasando por la mayoría consentidora (si no directamente colaboracionista) sobre la que se sustentó el Régimen. De esa mayoría salieron quienes gestionaron el poder local, participaron en la violencia de retaguardia y compartieron el reparto de lo robado. Pero también de ella salieron quienes participaron en la economía liberalizada a partir de 1959, con su lucrativa ausencia de derechos del trabajo, y montaron talleres y empresas que generaron su enriquecimiento particular y familiar.
Esta dimensión del franquismo como marco institucional de ganancia económica ha sido ignorada por quienes reivindican la memoria de los derrotados. De forma correspondiente con esta memoria colectiva, institucionalizada por el Gobierno autonómico a partir de 1979, fundada en un credo nacional antifascista compartido por las distintas vertientes del nacionalismo vasco y por los propios partidos de la izquierda no nacionalista, fue construyéndose un conocimiento histórico que convirtió la Guerra Civil en junio de 1937 en punto final de la historia reciente de los vascos. Apenas una tesis doctoral, a finales de siglo, pretendió analizar los apoyos sociales a la insurrección golpista. La única tesis doctoral sobre los apoyos sociales al régimen instaurado en el conjunto de este territorio, en concreto en la provincia guipuzcoana, fue defendida en la Universidad de Salamanca, a mediados de los años noventa, por una investigadora desconectada de las redes de poder de la historiografía vasca. Ni los historiadores ni las historiadoras afincados en las universidades vascas tuvieron inquietud por el universo político afín a la dictadura o por cómo esta se institucionalizó y qué apoyos directos e indirectos encontró después de la guerra. Solo en este nuevo siglo han comenzado a estudiarse, sustancialmente en Álava, y de forma más limitada en Bizkaia y Gipuzkoa, estos asuntos de la mano de una nueva generación de historiadores e historiadoras. A esta generación pertenece Iñaki Fernández y esta variable generacional es esencial para entender este libro y la tesis doctoral en que se funda.
Toda nueva generación historiográfica se contempla frente a una memoria colectiva que buscará afianzar o cuestionar en tanto que plantilla de representación del pasado reciente. La interrelación entre historia contemporánea y memoria colectiva es esencial para entender la manera en que historiadores e historiadoras preguntan al pasado. De la misma manera que la historia tiende a ser comprendida por la ciudadanía como un relato de un pasado compartido compuesto por los hechos que la memoria oficial ha fijado como esenciales, quienes la escriben pueden cuestionar ese relato y decidir hacer nuevas preguntas: «Son las preguntas las que construyen el objeto histórico, procediendo a un recorte original del universo ilimitado de los hechos y de los documentos posibles», dice Antoine Prost en Doce lecciones sobre la historia. Lo que Iñaki formuló en su tesis doctoral ahora publicada son nuevas preguntas a un pasado que permanecía virgen porque su espacio nadie había querido recorrerlo: ¿hubo un fascismo vasco?, ¿qué rol jugó en el debate político del final de la República?, ¿cómo participó en la Guerra Civil y colaboró en la implantación del nuevo régimen?, ¿cuál era su sociología?, ¿cómo se ubica este fascismo en los debates historiográficos acerca de este fenómeno político? Y, para ello, optó, cuando el curso de su tesis doctoral se alargaba hasta el infinito y los avatares vitales que alimentarían su épica amenazaban con hundirla en tanto que esperanza compartida (toda tesis doctoral es una esperanza compartida), por apostar por centrarse en el suelo acontecimental que cimentará, de la mano de otras investigaciones que puedan surgir en el futuro (¿cuándo alguien se animará a estudiar el tradicionalismo guipuzcoano y vizcaíno en la guerra y la posguerra?), una mirada más desprejuiciada y sensata a la dictadura franquista en tierras vascas.
«No hay historia sin hechos», dice Antoine Prost. Sin embargo, Hayden White nos mostró que los hechos tienen una dimensión de fábula y, por ello, pueden terminar siendo poco más que textos disfrazados. Por ello, acumularlos como hacen los fabricantes de la memoria histórica en Euskadi tiene poca utilidad. Más útil, creo, es cruzarlos con nuevas preguntas que cuestionen la memoria oficial y buscar su consonancia con los debates historiográficos y el estado de los conocimientos acerca de un proceso histórico (el franquismo) y un fenómeno (el falangismo) que en otros territorios del Estado está muy bien estudiado. Eso es lo que hace Iñaki en este libro que aquí presento y que invito al lector a conocer y a apreciar en el valor historiográfico que tiene.
Bilbao, julio de 2020
FERNANDO MOLINA APARICIO
UPV/EHU