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LA CÁMARA DE LOS HORRORES

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—Una escena muy poco agradable.

El inspector George Flight miró a su alrededor pensando si el sargento se refería al cadáver o al escenario. Podía decirse lo que se quisiera sobre el Hombre Lobo, pero no cabía duda de que no era muy escrupuloso sobre su zona de actuación. Esta vez era la orilla de un río. No es que Flight hubiera jamás considerado «río» al Lea. El lugar era una senda, auténtico cementerio de carritos de supermercado, que bordeaba un curso de agua turbio con un pantanal a un lado, y al otro, polígonos industriales y casas bajas. Por lo visto podía remontarse el curso del Lea desde el Támesis hasta Edmonton. Aquel riachuelo discurría como una vena negruzca desde el centro este de Londres hasta más allá del norte de la capital, ignorado en su existencia por la inmensa mayoría de los londinenses.

Pero George Flight sí que sabía de él, porque se había criado en Tottenham Hale, una población cercana al Lea, y su padre iba a pescar en el tramo navegable entre Stonebridge y Tottenham Locks; de niño había jugado a la pelota en el pantanal, fumado a escondidas entre las hierbas con su pandilla y toqueteado alguna blusa que otra o un sujetador en aquel terreno baldío que ahora contemplaba al otro lado de la corriente.

Y había paseado por aquella senda, concurrida en las tardes soleadas de domingo, donde había pubs en los que se tomaba una pinta fuera del local mirando a los marineros de agua dulce en sus barcas; de noche, por el contrario, solo los borrachos, los temerarios y atrevidos se aventuraban en aquel paseo solitario y poco iluminado. Los borrachos, los temerarios, los atrevidos y... los vecinos. Jean Cooper vivía en aquella zona; desde que se separó de su marido residía con su hermana en un bloque de pisos construido hacía poco junto al camino de sirga y trabajaba en un local de franquicia en Lea Bridge Road, donde terminaba su jornada a las siete. El camino paralelo al río era el itinerario más rápido para volver a casa.

Habían encontrado su cadáver a las diez menos cuarto dos jóvenes que se dirigían a uno de los pubs y que echaron a correr hacia Lea Bridge Road a parar a un coche de policía que pasaba. A continuación, la operación siguió una pauta fluida: llegó el médico de la policía y los agentes de la comisaría de Store Newington, que examinaron el modus operandi y llamaron a Flight.

Cuando él llegó, el escenario del crimen era todo actividad organizada. Habían identificado el cadáver, interrogado a los vecinos cercanos, y localizado a la hermana; los agentes del escenario del crimen hablaban con dos agentes del equipo científico. Habían acordonado la zona que rodeaba al cadáver y nadie cruzaba la cinta sin calzar fundas de plástico sobre los zapatos y en la cabeza. Dos fotógrafos actuaban con su flash portátil alimentado por un generador al efecto, junto al que había una furgoneta de operaciones, donde otro fotógrafo trataba de desatascar una cámara de vídeo.

—Son esas cintas baratas —comentó—. Las compras pensando que son una ganga y luego siempre te dan problemas.

—Pues no compre cintas baratas —dijo Flight.

—Gracias, Sherlock —replicó, malhumorado, el fotógrafo, para volver a maldecir las cintas y al vendedor del puesto de Brick Lane. Las había comprado aquel mismo día.

Mientras, tras decidir el plan de ataque, los de la científica se acercaron al cadáver provistos de cinta adhesiva y un montón de bolsas de polietileno, y, con gran cuidado, comenzaron a aplicarle trozos de cinta en las ropas con ánimo de recoger pelos y fibras. Flight los observaba apartado a un lado. Las linternas proyectaban un fulgor blancuzco y chillón sobre la escena, de modo que, vista desde su ubicación en la zona de oscuridad, Flight se sintió como asistiendo en el teatro a la representación de una obra. Por Dios, sí que hace falta paciencia en esta profesión en que todo ha de hacerse según el reglamento y con sumo detalle. Él aún no se había aproximado al cadáver. Lo haría más tarde; quizás aún faltaba bastante.

Volvieron a oírse lamentaciones, procedentes de un Ford Sierra policial aparcado en Lea Bridge Road, donde una mujer policía consolaba en el asiento trasero a la hermana de la víctima, a quien animaba a tomar un té caliente. Pero Flight sabía que lo peor vendría más adelante, cuando tuviera que identificar el cadáver en el depósito.

Jean Cooper había sido fácil de identificar porque tenía el bolso al lado, en la senda, sin que faltara nada, al parecer. Contenía cartas y las llaves de la casa con una etiqueta y la dirección. Flight no podía por menos que pensar y pensar en aquellas llaves; no era muy prudente poner la dirección en unas llaves, pero ahora ya era tarde para tal consideración. Tarde para evitar el crimen. Volvieron a oírse los lamentos, un prolongado grito lastimero que ascendió hasta el fulgor anaranjado del cielo que cubría el río Lea y el pantanal.

Flight miró en dirección al cadáver y rehizo el camino que había seguido Jean desde Lea Bridge Road. Había recorrido menos de cincuenta metros hasta el punto de la agresión. Cincuenta metros desde una calle bien iluminada y transitada, y menos de veinte desde la parte de atrás de una fila de viviendas. Pero aquel tramo de la senda solo lo alumbraba una farola rota (seguramente ahora la arreglaría el Ayuntamiento) y la luz que difundiesen las ventanas de los pisos. Desde luego, era lo suficiente oscuro para los propósitos del asesino. Oscuro para aquel asesinato repugnante.

No estaba seguro de que fuese el Hombre Lobo; en aquel momento no podía estar totalmente seguro. Pero el presentimiento era como el efecto de un anestésico en los huesos. El terreno era apropiado; las puñaladas que le habían indicado, correspondían, y el Hombre Lobo llevaba tres semanas sin atacar. Tres semanas durante las cuales no habían obtenido ninguna pista; pero esta vez el Hombre Lobo se había arriesgado, matando a primera hora de la noche en vez de en plena noche. Tenía que haberle visto alguien, y por el hecho de verse obligado a escapar deprisa, habría dejado quizás alguna pista. Flight se frotó el estómago; el ácido había exterminado a los gusanos. Se sentía tranquilo, completamente tranquilo por primera vez en días.

—Perdone. —Era una voz amortiguada, y Flight se volvió apenas para dejar paso al hombre rana a quien seguía otro, ambos con sendas linternas muy potentes.

Flight no envidiaba el trabajo de los hombres rana. El río era oscuro y tóxico, el agua estaría helada y seguramente espesa de la suciedad; pero tenían que rastrearlo ahora. Si el asesino había tirado algo por error al Lea, incluso el cuchillo, había que recuperarlo lo antes posible, anticipándose a que al amanecer estuviera cubierto de sedimentos o de alguna porquería desplazada. No había tiempo que perder. Por eso había ordenado una exploración nada más saber la noticia, antes incluso de salir apresuradamente de su cálida y confortable casa camino de aquel lugar. Su mujer le dio unos golpecitos en el brazo, diciéndole: «Procura no volver muy tarde». Los dos sabían que la recomendación era inútil.

Observó cómo el primer hombre rana entraba en el agua y miraba pasmado la superficie iluminada por la linterna. Su compañero entró también en el río y desapareció de la vista. Flight miró al cielo. Seguía cubierto por una gruesa capa de nubes inmóviles. Las previsiones meteorológicas anunciaban lluvia a primera hora de la mañana. Borraría las pisadas y dispersaría las fibras, las manchas de sangre y los pelos por la senda transitada. Con suerte, concluirían la primera fase de intervención en el escenario del crimen sin tener que montar tiendas de plástico.

—¡George!

Flight se dio la vuelta para saludar al recién llegado. Era un hombre de cincuenta y tantos años, de rasgos cadavéricos, que iluminaba la sonrisa más amplia posible en aquel rostro enjuto. Llevaba un maletín negro en la mano izquierda, y tendió la derecha a Flight. Caminaba a su lado una mujer guapa, de la misma edad que Flight. De hecho, por lo que recordaba, era exactamente un mes y un día más joven que él. La tal Isobel Penny era, eufemísticamente, la «ayudante» y «secretaria» del cadavérico, y existía consenso general de que hacía ocho o nueve años que dormían juntos; aunque a Flight se lo había dicho personalmente ella por la circunstancia de haber sido alumnos de bachillerato en la misma clase y mantenerse más o menos en contacto.

—Hola, Philip —dijo Flight, estrechando la mano del forense.

Philip Cousins no era un simple forense del Ministerio del Interior, sino el mejor forense oficial, con una fama producto de veinticinco años de trabajo, veinticinco años en los que nunca se había equivocado, que Flight supiera. Con su sagacidad para los detalles y su inquebrantable tenacidad había resuelto o ayudado a resolver docenas de homicidios, desde los estrangulamientos de Streatham hasta el envenenamiento de un funcionario del gobierno en las Indias Occidentales. Quienes no lo conocían personalmente comentaban que vestía el cargo por sus trajes azul marino y sus facciones macilentas, sin imaginar ni por asomo su vivo y punzante humor, su bondad y su modo de encandilar al alumnado de medicina en el aula atestada. Flight, asistente en una ocasión a una de aquellas clases que versaba sobre arterioesclerosis, no se había divertido tanto en su vida.

—Creí que estabais en África —dijo, besando en la mejilla a Isobel.

Cousins suspiró.

—Estábamos, pero Penny echaba de menos Inglaterra. —Siempre la llamaba por su apellido. Ella le dio un puñetazo en broma en el brazo.

—¡Mentiroso! —exclamó, volviendo sus ojos azul claro hacia Flight—. Fue Philip, que era incapaz de estar lejos de sus cadáveres —añadió—. Eran las primeras buenas vacaciones que teníamos desde hace años y resulta que se aburría. ¿Te imaginas, George?

Flight sonrió y balanceó la cabeza.

—Bueno, me alegro de que hayas podido venir. Parece ser que es otra víctima del Hombre Lobo.

Cousins miró por encima del hombro de Flight hacia la escena donde seguían trabajando los fotógrafos, con los de la científica en cuclillas en su tarea de poner cintas adhesivas y una bandada de moscas sobre el cadáver. Cousins había examinado las tres primeras víctimas del Hombre Lobo, y esa continuidad era positiva para el caso; no solo porque él sabía qué detalles buscar, como indicios característicos del Hombre Lobo, sino porque además podría detectar cualquier detalle discrepante respecto a los otros asesinatos, cualquier señal indicativa de un cambio en el modus operandi: arma distinta u otro ángulo de agresión, por ejemplo. Flight iba haciéndose pieza a pieza una imagen mental del Hombre Lobo, pero era Cousins quien podía señalarle cómo encajaban esas piezas.

—¿Inspector Flight?

—Sí. —Un hombre con chaqueta de tweed venía hacia ellos por la senda, con varios bultos y un agente uniformado a la zaga. Dejó los bultos en el suelo y se presentó.

—Soy John Rebus. —Flight lo miró con cara inexpresiva—. El inspector John Rebus —añadió, tendiendo la mano que Flight estrechó, sintiendo un fuerte apretón.

—Ah, claro —dijo—. Acaba de llegar, ¿no? —añadió, mirando hacia el equipaje—. No le esperábamos hasta mañana, inspector.

—Bueno, es que al llegar a King’s Cross oí que... —dijo Rebus señalando con la barbilla el camino de sirga iluminado—. Así que decidí presentarme directamente.

Flight asintió con la cabeza, con fingida preocupación. En realidad, buscaba ganar tiempo para entender bien el habla con marcado acento escocés de Rebus. Un agente de la policía científica que estaba en cuclillas se incorporó y se acercó al grupo.

—Hola, doctor Cousins —dijo antes de dirigirse a Flight—. Hemos acabado; si el doctor Cousins quiere echar un vistazo...

Flight se volvió hacia Philip Cousins, que asintió muy serio con la cabeza.

—Vamos allá, Penny.

Flight se disponía a seguirlos cuando se acordó del recién llegado y se volvió hacia John Rebus, bajando inmediatamente la vista de su rostro hacia la rústica y pesada chaqueta; parecía salida de Dr. Finlay’s Casebook, y, desde luego, fuera de lugar en aquel camino de sirga urbano en plena noche.

—¿Quiere echar un vistazo? —inquirió Flight condescendiente, y vio que Rebus asentía sin entusiasmo—. Muy bien, deje ahí el equipaje.

Echaron a andar siguiendo a Cousins e Isobel, que iban ya unos dos metros por delante. Flight señaló hacia ellos.

—Probablemente habrá oído hablar del doctor Philip Cousins —dijo, pero Rebus negó despacio con la cabeza, y Flight le miró como a alguien incapaz de reconocer a la reina en un sello de correos—. Ah —comentó secamente, y volvió a señalar—. Y ella es Isobel Penny, ayudante del doctor Cousins.

Al oír su nombre, Isobel volvió la cabeza y sonrió. Tenía un rostro atractivo, redondo e infantil, y un arrebol en las mejillas. Físicamente, era la antítesis de su compañero, pues, aunque alta, era bien proporcionada —lo que el padre de Rebus habría calificado de huesos grandes— y tenía un cutis saludable en contraste con el macilento de Cousins. Rebus no recordaba haber conocido a ningún forense de aspecto saludable, lo que atribuía a las horas que pasaban trabajando con luz artificial.

Llegaron al sitio en que yacía el cadáver. Lo primero que vio Rebus fue alguien que le enfocaba a él con una cámara de vídeo, que desplazó a continuación en dirección al cadáver. Flight se puso a hablar con un agente del equipo de la policía científica, sin mirarse ninguno de los dos a la cara, fijando su atención en los trozos de cinta adhesiva que acababan de despegar cuidadosamente del cadáver y que el agente sostenía en la mano.

—Sí —dijo Flight—, espere a enviarlos al laboratorio porque en el depósito aplicaremos más trozos.

El agente asintió con la cabeza y se alejó. Se oyó un ruido en el río, Rebus se volvió y vio a un hombre rana que salía a la superficie, miraba a su alrededor y volvía a sumergirse. Conocía un lugar igual que aquel en Edimburgo, un canal que discurría al oeste de la ciudad entre parques, cervecerías y solares vacíos. Allí tuvo él que investigar un crimen en cierta ocasión: el cadáver de un vagabundo que apareció bajo un puente en la orilla del canal. Dieron enseguida con el asesino, otro vagabundo con el que había discutido por una lata de sidra, y el tribunal dictaminó homicidio, pero no había sido homicidio, sino asesinato. A Rebus no se le olvidaría.

—Creo que hay que envolver las manos inmediatamente —dijo el doctor Cousins con un evidente acento de los condados aledaños de Londres—. En el depósito las examinaré con detenimiento.

—Perfecto —comentó Flight, alejándose para coger más bolsas de plástico. Rebus observó al forense en acción. Tenía en la mano una pequeña grabadora a la que dirigía sus comentarios; entre tanto, Isobel Penny sacó un bloc y comenzó a dibujar el cadáver.

—Probablemente, la pobre mujer cayó ya muerta al suelo —dijo Cousins—. Leves indicios de magulladuras. Hipostasis coherente en apariencia con el terreno. Yo diría que murió aquí mismo.

Cuando Flight regresó con las bolsas, Cousins, bajo la persistente mirada de Rebus, había tomado la temperatura corporal y la temperatura interna. La senda donde estaban era larga y casi recta; el asesino habría podido ver cómodamente si alguien se acercaba. Además, había casas en la calle más próxima desde las que habrían podido oírse gritos; al día siguiente harían la indagación puerta a puerta. Allí, la senda junto al cadáver estaba llena de basura: latas de bebida oxidadas, envoltorios de patatas fritas y de caramelos y papeles de periódicos rotos y sucios. En el río flotaban también desperdicios y en la superficie asomaba el manillar rojo de un carrito de supermercado. Vieron salir a la superficie la cabeza y los hombros de otro buceador. En el puente por el que la calle cruzaba sobre el río se había congregado una multitud que contemplaba el escenario del crimen. Agentes de uniforme trataban de hacer circular a los curiosos, acordonando lo más posible la zona.

—Por las señales en las piernas, la tierra y algunos arañazos y hematomas —prosiguió la voz—, diría que la víctima cayó al suelo o que fue empujada o presionada hacia el suelo por detrás y que posteriormente se le dio la vuelta.

La voz del doctor Cousins era serena, neutra. Rebus suspiró hondo varias veces y pensó que bastante había retrasado ya lo inevitable. Había acudido a aquel lugar para demostrar buena voluntad y hacer ver que no estaba en Londres en viaje de placer, pero ahora que se encontraba ya allí, consideró que debía examinar de cerca el cadáver. Dio la espalda al canal, a los hombres rana, a los curiosos y a los agentes que había tras el cordón, dejó atrás su equipaje, olvidado al final de la senda, y miró al cadáver.

La víctima estaba tumbada de espaldas con los brazos a los costados y las piernas juntas; tenía las medias y las bragas bajadas hasta la altura de las rodillas, pero la falda la cubría, aunque por detrás estaba arrugada. Tenía abierta la cremallera de la cazadora azul celeste y la blusa desgarrada, aunque el sujetador estaba intacto. Su pelo era negro, largo y liso, y llevaba pendientes de aro grandes. Su rostro habría sido bonito años atrás, pero la vida lo había ajado, dejando sus señales. También el asesino había dejado las suyas: sangre en la cara y en el pelo apelmazado, procedente de un tajo en la garganta. Pero también debajo del cadáver había sangre que encharcaba el suelo por debajo de la falda.

—Vamos a darle la vuelta —dijo el doctor Cousins a la grabadora, al tiempo que lo hacía con ayuda de Flight, y a continuación apartaba el pelo de la nuca de la mujer—. Herida penetrante —añadió para la grabadora—, coherente con el gran corte de la garganta; de salida, diría yo.

Pero Rebus no escuchaba ya realmente al médico. Ahora miraba horrorizado la parte del cuerpo en que la falda estaba remangada: había mucha sangre, gran cantidad de sangre que manchaba la rabadilla, las nalgas y la parte superior de los muslos. Por los informes que llevaba en la cartera, sabía la causa de tal profusión de sangre, sin que por ello resultara más llevadero contemplar la realidad, el crudo horror de la realidad. Respiró hondo de nuevo varias veces. Nunca había vomitado en un escenario del crimen y no iba a hacerlo ahora.

«Nada de cagadas», le había dicho el jefe. Era cuestión de orgullo. Pero Rebus sabía que el propósito de su viaje a Londres era realmente serio y nada tenía que ver con «orgullo», con «lucirse» o con «actuar lo mejor posible». El objeto del viaje era cazar a un pervertido, a un sádico atrozmente brutal, y hacerlo antes de que volviera a matar. Y si hacían falta balas de plata, Dios, pues balas de plata habría.


Rebus temblaba todavía cuando en la furgoneta de operaciones le dieron un vaso de té.

—Gracias.

Bueno, la carne de gallina podía achacarse al frío. Aunque no hacía tanto frío. El cielo nuboso ayudaba, y no corría viento. Sí, claro, en Londres hacía siempre unos cuantos grados más de temperatura que en Edimburgo en cualquier época del año, y no era el mismo viento, aquel viento cortante y helado que barría las calles de Edimburgo en verano e invierno. Realmente, si le hubieran preguntado cómo era la noche, él habría dicho que era templada.

Cerró los ojos un instante, no por cansancio, sino tratando de anular la visión del cadáver frío de Jean Cooper; pero parecía tenerlo colgado en las pestañas en todo su esplendor horripilante. Le fue de cierto alivio advertir que hasta el inspector George Flight parecía afectado: actuaba, se movía y hablaba como si hubiera perdido energía, más en sordina, como si reprimiera conscientemente sus emociones, el fuerte deseo de gritar o dar una patada al aire. Ya salían los hombres rana del río sin haber encontrado nada. Lo rastrearían de nuevo por la mañana, pero su modo de hablar delataba sus pocas esperanzas. Flight escuchó su informe y asintió con la cabeza; Rebus no le quitaba ojo desde detrás del vaso de té.

George Flight tenía casi cincuenta años; era algo mayor que Rebus. No era bajo, pero su aspecto era más bien achaparrado, se le insinuaba cierto estómago, pero en un tronco musculoso. Rebus no se las habría prometido muy felices en una pugna física con él. Flight tenía el pelo muy moreno y espeso, pero escaso en la coronilla; vestía una cazadora de cuero y vaqueros. Muy pocos cuarentones podían evitar tener aspecto ridículo en vaqueros, pero Flight sí; le sentaban bien a su talante y a sus andares rápidos y directos.

Tiempo atrás, Rebus había clasificado en tres grupos a los agentes del DIC, por su vestimenta: los de la brigada con cazadora de cuero y vaqueros, con ínfulas de tener el mismo aspecto de lo que ellos mismos se sentían; los mercaderes pulcros de traje y corbata, a la caza de ascensos y respeto (no necesariamente en ese orden) y los indefinidos cuya vestimenta era generalmente el resultado de una mañana de compras en algún gran almacén importante.

La mayoría de los agentes del DIC eran indefinidos y Rebus se consideraba miembro de ese grupo. Pero un día que se miró en un espejo de cuerpo entero advirtió que tenía un aspecto decente. Los de traje con corbata no se llevaban bien con los de cazadora de cuero y vaqueros.

Flight estrechaba la mano a un individuo de apariencia importante, quien, tras el apretón de manos, las metió en los bolsillos para escucharle con la cabeza ladeada, asintiendo de vez en cuando como si reflexionara. Vestía traje negro con chaleco de lana; tan elegante como si hubiera sido pleno día. Casi todos los agentes comenzaban a dar signos de cansancio por sus caras y su desgaire. Las únicas excepciones eran aquel hombre y Philip Cousins.

El desconocido estrechó la mano del doctor Cousins y saludó a su ayudante. En ese momento Flight hizo un gesto hacia la furgoneta... no, hacía él. Venían hacia él. Rebus apartó el vaso del rostro y se lo cambió a la mano izquierda por si acaso tenía que saludar al recién llegado.

—Le presento al inspector Rebus —dijo Flight.

—Ah, nuestro hombre del norte de la frontera —dijo el hombre de aspecto importante con una irónica sonrisa de superioridad. Rebus replicó a la sonrisa mirando a Flight.

—Inspector Rebus, le presento al inspector jefe Howard Laine.

—¿Cómo está usted?

Apretón de manos. A Rebus, Howard Laine le sonaba a nombre de calle.

—Y bien —dijo el inspector jefe Laine—, ¿qué, ha venido a echarnos una mano con nuestro problemita?

—Bueno —contestó Rebus—, no estoy muy seguro de qué es lo que puedo hacer, señor, pero tenga la seguridad de que haré cuanto pueda.

Se hizo una pausa y Laine sonrió sin decir nada. La verdad golpeó a Rebus como un rayo que parte un árbol: ¡no le entendían! Le miraban sonrientes, pero no entendían su forma de hablar. Se aclaró la garganta y repitió:

—Haré cuanto pueda, señor.

Laine volvió a sonreír.

—Magnífico, inspector, magnífico. Bien, estoy seguro de que el inspector Flight le pondrá al corriente de todo. ¿Está bien alojado?

—Bueno, realmente...

Flight le interrumpió.

—El inspector Rebus vino aquí directamente nada más enterarse del asesinato. Acaba de llegar a Londres.

—¿Ah, sí? —inquirió Laine, impresionado, pero Rebus advirtió que mostraba inquietud por aquella charla intrascendente, pues no le gustaba dar la impresión de que tenía tiempo para charlas, y buscaba con la mirada un pretexto para irse—. Bien, inspector, ya nos veremos —añadió, y volviéndose hacia Flight—: Tengo que marcharme, George. ¿Todo en orden? —Flight asintió con la cabeza—. Muy bien, entonces, bueno...

Y el inspector jefe se dirigió a su coche con Flight. Rebus dio un profundo suspiró. Se sentía como gallina en corral ajeno. Se daba cuenta de que allí sobraba y se preguntó de quién habría sido la idea de asignarlo al caso del Hombre Lobo. Algún gracioso, seguro. Su jefe le había mostrado la carta.

—John, por lo visto se ha convertido en experto en asesinos en serie —dijo— y en la metropolitana están algo faltados de especialistas en este momento. Quieren que vaya a Londres unos días, a ver si se le ocurre algo y pueda tal vez darles algunas ideas.

Rebus, sin acabar de creérselo, leyó la carta que mencionaba un caso de hacía años, el de un asesino de niños, un caso que él había resuelto; pero eran homicidios personales, no crímenes en serie.

—Yo no sé nada sobre asesinos en serie —protestó Rebus.

—Bueno, en ese caso estará en igualdad de condiciones, ¿no cree?

Y ahora allí estaba, en un paraje del nordeste de Londres, con un vaso de té infecto entre las manos, el estómago vacío, los nervios de punta y el equipaje tan solo y fuera de lugar como él mismo. Allí, para solucionar lo insoluble: «nuestro hombre del norte de la frontera». ¿A quién se le había ocurrido enviarle a Londres? A ningún cuerpo de policía de la localidad que sea le agrada admitir el fracaso, pero obligándole a él a ir allí, era precisamente el papel que asumía Scotland Yard.

Después de despedir a Laine, Flight parecía más tranquilo; dirigió incluso una sonrisa de aliento a Rebus antes de dar órdenes a dos hombres que Rebus sabía que eran empleados del depósito. Estos fueron a la furgoneta y volvieron con un gran trozo de plástico doblado, cruzaron el cordón policial, se detuvieron frente al cadáver y dejaron el plástico a un lado. Era una bolsa transparente de casi dos metros de largo con cremallera de arriba abajo. El doctor Cousins permaneció atento a la operación de los dos hombres, que abrieron la bolsa, metieron el cadáver y cerraron la cremallera. Un fotógrafo tomó unas cuantas fotografías con flash, y a continuación los dos empleados cargaron con el cadáver hasta la furgoneta.

Rebus advirtió que de la multitud solo quedaban algunos curiosos. A uno de ellos, un joven que llevaba un casco de motorista en la mano y vestía cazadora de cuero con brillantes cremalleras plateadas, un agente uniformado le instaba a circular.

Se sentía como un curioso más y pensó en series de televisión y en películas en donde en cuestión de minutos un enjambre de policías irrumpe en el escenario del crimen (destruyendo de paso las pruebas científicas) y resuelven el homicidio en hora u hora y media. De risa. El trabajo de la policía era eso: trabajo. Un trabajo tenaz, rutinario, aburrido, frustrante y nada rápido, sobre todo. Miró el reloj y eran las dos en punto. Su hotel estaba en el centro de Londres, en algún lugar detrás de Picadilly Circus; tardaría otra media hora o tres cuartos en llegar, y eso suponiendo que hubiese un coche patrulla disponible.

—¿Vamos?

Era Flight que estaba a unos pasos de él.

—Pues vamos —dijo Rebus, sabiendo muy bien a qué se refería y más exactamente adónde iban.

—Tengo que admitir, inspector Rebus —añadió Flight sonriendo—, que es incansable.

—La famosa tenacidad escocesa —comentó Rebus, citando a una de las crónicas deportivas sobre el partido de rugby del domingo.

Flight se echó a reír brevemente y Rebus se sintió contento de haber acudido allí. Tal vez no se había roto totalmente el hielo, pero sí un buen trozo del iceberg.

—Vamos, pues; tengo ahí mi coche. Ordenaré a un chófer que meta en su maletero el equipaje porque la cerradura del mío está bloqueada. Hace semanas que trataron de forzarla con una palanca —dijo mirando inopinadamente a Rebus a la cara—. Hoy en día no se está seguro en ningún sitio —añadió—. En ninguno.

En la calle principal había ya bastante barullo entre voces y portezuelas que se cerraban de golpe; en el lugar quedarían varios agentes, por supuesto, pero otros volverían al calor de sus comisarías o —¡lujo difícil de imaginar!— a su propia cama. Varios coches seguirían al furgón mortuorio hasta el depósito.

Rebus tomó asiento junto a Flight, delante, y ambos se esforzaron torpemente por el camino en iniciar una conversación, casi sin lograrlo hasta poco antes de llegar a su destino.

—¿Se sabe quién era? —inquirió Rebus.

—Jean Cooper —contestó Flight—. Llevaba el carnet en el bolso.

—¿Andaba por esa senda por algún motivo concreto?

—Iba camino de su casa al salir del trabajo. Trabajaba en una franquicia cerca de allí. La hermana nos ha dicho que terminaba la jornada a las siete.

—¿Cuándo encontraron el cadáver?

—A las diez menos cuarto.

—Hay un largo intervalo de tiempo.

—Hay testigos que la vieron en el Dog and Duck, que es un pub cercano a su lugar de trabajo al que solía ir algunas tardes a tomar una copa. La camarera dice que se marchó hacia las nueve.

Rebus miró por el parabrisas. Había todavía bastante tráfico teniendo en cuenta lo tarde que era y deambulaban grupos de jóvenes y peatones alborotadores.

—Hay una discoteca muy concurrida ahí en Stokie —dijo Flight—, pero a esta hora ya no hay autobuses y vuelven a casa a pie.

Rebus asintió con la cabeza y a continuación inquirió:

—¿En Stokie?

Flight sonrió.

—Store Newington. Seguramente pasó por ahí viniendo de King’s Cross.

—Dios sabe —contestó Rebus—. A mí todo me pareció igual. Me da la impresión de que el taxista me la jugó como a un turista. Tardamos tanto desde King’s Cross que pensé que recorríamos la M25 —añadió Rebus, esperando que Flight riera, pero solo reaccionó con un esbozo de sonrisa. Se hizo otra pausa—. ¿Era soltera esa Jean Cooper? —preguntó al fin.

—Casada.

—No llevaba alianza.

Flight asintió con la cabeza.

—Estaba separada; vivía con la hermana y no tenía hijos.

—¿Y salía a beber sola?

Flight miró a Rebus.

—¿A qué viene eso? —inquirió.

Rebus se encogió de hombros.

—Por nada, simplemente porque si iba sola a los pubs puede que allí conociera al asesino.

—Es posible.

—De todos modos, lo conociera o no, el asesino pudo haberla seguido desde el pub.

—Mañana indagaremos quiénes estaban presentes, pierda cuidado.

—O bien —añadió Rebus, pensando en voz alta— el asesino esperó junto al río a que pasara y alguien pudo haberlo visto.

—Ya indagaremos —dijo Flight, ahora con voz más seca.

—Perdone —dijo Rebus—. Soy un caso grave de meterme donde no me llaman.

Flight se volvió otra vez hacia él en el momento en que cruzaban hacia la izquierda la verja de un hospital.

—No es eso —dijo—, cualquier comentario es bien recibido. Tal vez se le ocurra algo en lo que yo no he pensado.

—Sí, claro —replicó Rebus—. Es que esto no habría sucedido en Escocia.

—¿Ah, no? —comentó Flight con media sonrisa irónica—. ¿Y por qué? ¿Son demasiado civilizados en el gélido norte? Pues yo recuerdo que antes eran los peores gamberros del mundo en los partidos de fútbol. Quizá sigan siéndolo, pero me parece que ahora son más mosquitas muertas.

—No —replicó Rebus negando con la cabeza—, me refería a que eso no le habría ocurrido a Jean Cooper, porque en Escocia las franquicias no abren en domingo.

Rebus permaneció en silencio mirando a través del parabrisas a solas con sus pensamientos, pensamientos que giraban en torno a un solo tema: que te den por el saco. Desde hacía años esas palabras se habían convertido para él en un mantra: QTDPS. Al londinense le habían bastado veinte minutos de trayecto para darle su opinión sobre los escoceses.

Al bajar del coche, Rebus miró por la ventanilla trasera y vio en ese momento lo que había en el asiento de atrás. Abrió la boca para hacer un comentario, pero Flight alzó una mano.

—No pregunte nada —dijo, cerrando la portezuela de golpe—. Y escuche: perdone por lo que le dije antes...

Rebus se limitó a encogerse de hombros, pero no acababa de entenderlo. Definitivamente, tendría que haber alguna explicación lógica de por qué un inspector de policía llevaba un enorme osito de peluche en el asiento trasero del coche al acudir al escenario del crimen. Pero no se le ocurría la menor explicación.


Los depósitos de cadáveres son lugares donde los muertos dejan de ser personas y se convierten en bolsas de carne, menudillos, sangre y huesos. Rebus no se había mareado en ningún escenario del crimen, pero las primeras veces que le tocó ir al depósito no tardó en vomitar.

El encargado del depósito era un hombrecillo alegre, con una mancha de nacimiento que le cubría un cuarto de la cara; debía de conocer muy bien al doctor Cousins y tenía ya todo preparado para la llegada de la difunta y el habitual cortejo de policías. Cousins miró la sala de autopsias mientras la hermana de Jean Cooper pasaba a una antesala contigua al efecto de hacer la identificación oficial. Fue cuestión de segundos, entre llantos, y a continuación unos policías la alejaron del lugar, consolándola. La llevarían a su casa, pero Rebus dudaba mucho de que pudiese conciliar el sueño durante varias noches. Realmente, sabiendo lo que tardaba un forense minucioso, dudaba que nadie se fuera a la cama antes de que amaneciera.

Finalmente, metieron la bolsa con el cadáver en la sala de autopsias y colocaron el cuerpo de Jean Cooper en una plancha de mármol bajo el zumbido y la fuerte iluminación de los tubos fluorescentes. Era una sala limpísima, pero antigua, con desconchones en los azulejos de las paredes y olor a productos químicos. Hablaban en voz baja, pero no tanto por respeto sino por un extraño temor; el depósito era al fin y al cabo un memento mori, y lo que iban a hacer con el cadáver de Jean Cooper sería como un recordatorio para los presentes de que el cuerpo era un templo y que era posible saquearlo, dispersar sus tesoros y desvelar sus íntimos secretos.

Una mano se apoyó amigablemente en el hombro de Rebus, que se volvió, sorprendido, hacia el hombre que tenía al lado. «Hombre» era en cierto modo una simplificación de aquel individuo alto y serio, de pelo cortado a cepillo y rostro de adolescente víctima del acné; tenía aspecto de quinceañero, pero Rebus calculó que pasaría de los veinte.

—Usted es el escochi, ¿verdad? —inquirió con curiosidad y frialdad al mismo tiempo. Rebus no contestó. «QTDPS»—. Sí, claro. Aún no ha resuelto el caso, ¿eh? —añadió con una sonrisa, tres cuartos irónica y un cuarto despreciativa—. No necesitamos ayuda.

—Ah, veo que conoce ya al agente Lamb —terció Flight—. Iba a presentárselo.

—Encantado —dijo Rebus, mirando con cara de palo la frente llena de granos de Lamb. «¡Lamb!». No había en el mundo un apellido menos exacto y merecido, pensó Rebus. En la mesa de operaciones, el doctor Cousins lanzó un carraspeo.

—Caballeros —dijo como preámbulo a la autopsia, y todos guardaron silencio. Del techo pendía un micrófono hasta cierta altura del mármol de la autopsia. Cousins se volvió hacia el técnico—. ¿Todo listo? —inquirió. El técnico asintió con la cabeza, finalizando el ordenamiento del instrumental.

Rebus sabía qué eran aquellos instrumentos metálicos, y había visto utilizarlos: separadores, sierra y taladro. Algunos eran eléctricos, pero los había manuales; el sonido de los eléctricos era horroroso, pero, al menos, el trabajo era más rápido, mientras que los manuales hacían un ruido igual de desagradable, que no parecía acabar nunca. De todos modos, habría un intervalo antes de que entraran en acción, pues primero se abordaba el proceso lento y minucioso de desvestir el cadáver y meter las prendas en bolsas para la policía científica.

Mientras Rebus y los demás observaban la escena, los dos fotógrafos tomaban fotos para el archivo de cada fase del proceso, unas en blanco y negro y las otras en color. El operador del vídeo había desertado debido al bloqueo de la cámara por efecto de la cinta barata. O al menos es lo que alegó para marcharse del depósito.

Finalmente, una vez desnudo el cadáver, Cousins señaló ciertas zonas que requerían instantáneas de primer plano. A continuación, entraron de nuevo los agentes de la policía científica con trozos de cinta adhesiva y efectuaron sobre el cuerpo desnudo la misma operación realizada en el camino de sirga. Por algo se les llamaba los hombres «celo».

Cousins se acercó al grupo que formaban Rebus, Flight y Lamb.

—Me muero por una taza de té, George.

—Veré qué puedo hacer, Philip. ¿Para Isobel también?

Cousins miró hacia donde estaba su ayudante haciendo otro dibujo del cadáver, sin reparar en los disparos de los fotógrafos.

—Penny, ¿un té? —preguntó.

Ella abrió un poco los ojos, sorprendida, y asintió entusiasmada con la cabeza.

—De acuerdo —dijo Flight yendo hacia la puerta, y Rebus pensó que para él era un respiro salir de allí aunque fuese un rato.

—Qué puerco —comentó Cousins, y Rebus pensó por un instante si se referiría a George Flight, pero Cousins dirigió un ademán hacia el cadáver—. Hacer eso una y otra vez, sin motivo, por simple... bueno, placer, supongo.

—Siempre hay un motivo, señor —dijo Rebus—. Usted mismo acaba de decirlo. Placer es su motivación. Aunque ese modo de matar, eso que hace... sí, eso refleja otro móvil que nosotros ignoramos.

Cousins le miró y Rebus advirtió un brillo de amabilidad en sus ojos.

—Bien, inspector, esperemos que alguien descubra lo que sea sin tardanza. Cuatro muertes en cuatro meses. Ese hombre tiene una constancia lunar.

—Ya se sabe que a los hombres lobo les afecta la luna, ¿no? —comentó Rebus sonriente.

Cousins se echó a reír. Fue una carcajada profunda y fuerte que sonó muy extemporánea en aquella dependencia. Lamb no rió, ni sonrió siquiera, porque no estaba atento al diálogo, cosa que alegró a Rebus. Pero Lamb no quería quedar al margen.

—Para mí que está loco de remate, ¿entienden?

—Bueno —replicó Cousins como si el comentario estuviera de más para tomarlo en consideración—, no perdamos tiempo. —Se volvió hacia la plancha en que yacía el cadáver—. ¿Han terminado, caballeros? —Los agentes de la científica asintieron al unísono con la cabeza—. ¿Han quitado la bisutería? —Volvieron a asentir—. Bien. Si están listos, sugiero que comencemos.

El comienzo no era nunca demasiado desagradable. Mediciones y descripción física: estatura, un metro sesenta y siete con cincuenta; pelo moreno, etc. En otras bolsas de polietileno fueron guardando restos recogidos en las uñas y otros residuos. Rebus tomó nota mental de comprar acciones de la empresa fabricante de aquellas bolsas; había participado en casos de homicidio en que se gastaban a centenares.

Poco a poco, el proceso fue tomando peor cariz. Recogieron muestras de la vagina de Jean Cooper y a continuación Cousins se dispuso a emprender una tarea más importante.

—Gran herida incisa en la garganta. A juzgar por el tamaño, yo diría que el cuchillo fue retorcido en la herida. Se trata de un cuchillo pequeño, y a juzgar por la herida de salida, calculo que con una hoja de unos trece centímetros de largo y unos dos y medio de ancho, y de punta muy aguda. La piel en torno a la herida de entrada muestra cierto hematoma, indicativo de que el cuchillo penetró con bastante fuerza.

»No hay en manos y brazos señales de heridas defensivas, por lo que la víctima no tendría tiempo de presentar resistencia. Cabe la posibilidad de que se le aproximasen por detrás. Hay en torno a la boca y en la mejilla derecha manchas de carmín. Si la agredieron por detrás, un posible escenario sería que el agresor le tapase la boca con la mano izquierda para impedir que gritase, pringándola con el carmín de los labios, mientras la acuchillaba con la mano derecha. Se aprecia en la herida del cuello una leve inclinación hacia abajo, lo que indicaría una persona más alta que la víctima.

Cousins volvió a aclararse la garganta. Bueno, pensó Rebus, de momento quedaban fuera de la lista de sospechosos el empleado del depósito y uno de los fotógrafos; la estatura del resto de los presentes era superior a un metro sesenta y siete.

La pausa les dio una oportunidad de mover los pies, carraspear y mirarse unos a otros, comprobando la palidez de algunos. A Rebus le sorprendió que el forense hablase de «escenarios», que era tarea de ellos, no de él. Los forenses con quienes él había trabajado exponían los hechos escuetos, dejándole a él las deducciones. Tal vez este fuese un policía frustrado, porque a él le costaba creer que nadie eligiera ser forense por vocación.

El inspector Flight trajo el té servido en tres vasos sobre una bandeja de plástico. Cousins e Isobel Penny cogieron cada uno el suyo, y Flight, el tercero. Hubo miradas de envidia por parte de algunos agentes, Rebus entre ellos.

—Bien —dijo Cousins entre dos sorbos de té—, pasaré a examinar la herida anal.

El asunto tomaba peor cariz. Rebus intentó concentrarse en lo que Cousins decía, pero le costaba. Con el mismo cuchillo en cuestión se habían practicado varias cuchilladas en el ano; había señales de rozaduras en la zona de los muslos, puestos al descubierto al bajar brutalmente los leotardos. Rebus miró a Isobel Penny, pero, salvo un ligero rubor en sus mejillas, comprobó que mantenía la misma actitud distanciada. No cabía duda de que estaba acostumbrada. Y, además, seguramente habría visto cosas peores. No, no, peor que aquello, era imposible. ¿O sí?

—El estómago presenta interés —decía Cousins—. La blusa fue desgarrada para dejarlo al descubierto y hay en la piel dos líneas de leves pellizcos curvados que arañan y abren la epidermis, aunque son apenas perceptibles y no hay sangre, por lo que afirmaría que fue llevado a cabo después de apuñalarla. De hecho, una vez muerta la víctima. Hay algunas manchas secas en el vientre cerca de esos mordiscos. Sin prejuicio de otra posibilidad, la anterior evidencia de tres casos muy similares demostró que tales manchas eran de naturaleza salina: lágrimas o quizás gotas de sudor. A continuación voy a tomar la temperatura corporal.

Rebus estaba muerto de sed. Tenía calor, el cansancio se le infiltraba en los huesos y, por la falta de sueño, la escena adquiría una calidad irreal: veía un halo en torno al forense, su ayudante y el técnico de autopsias, le parecía que las paredes se movían y evitaba mirarlas por temor a perder el equilibrio. Cruzó casualmente una mirada con Lamb y este le dirigió una fea sonrisa y un guiño aún peor.

Ahora aplicaban el primer lavado al cadáver para eliminar las manchas marrón claro y negras y la sangre de la melena apelmazada. Cousins lo examinó una vez más sin descubrir nada nuevo y, a continuación, volvieron a tomar las huellas dactilares. Se acercaba el momento del examen interno.

Practicaron una profunda y larga incisión frontal y recogieron muestras que entregaron a los agentes de la científica, muestras de orina, de los contenidos estomacales, del hígado, del vello (cejas incluidas) y muestras tisulares. Era un proceso que impacientaba a Rebus, porque resultaba evidente cómo había muerto la víctima. ¿Para qué ocuparse de todo aquello? Pero a lo largo de los años había aprendido que lo visible, las heridas externas, muchas veces no era tan importante como lo que no se ve; esos diminutos secretos que solo se detectan al microscopio o por un análisis químico. Por ello, había aprendido a tener paciencia y la puso en práctica, reprimiendo un bostezo cada medio minuto.

—¿Le estoy aburriendo? —oyó decir en un educado murmullo a Cousins, que alzó la vista y le sonrió al cruzar la mirada con la suya.

—En absoluto —contestó Rebus.

—Ah, bueno. Estoy convencido de que a todos nosotros, en vez de aquí, nos gustaría estar en casa en la cama. —Sólo el técnico con la marca de nacimiento no parecía candidato a la veracidad de la afirmación. Cousins introdujo la mano en la cavidad torácica del cadáver—. Acabaré lo antes posible.

No era la visión de aquel examen lo que hacía palidecer a los agentes, pensó Rebus, sino el efecto de los ruidos que lo acompañaban, la sajadura de la carne, cual si un carnicero cortara filetes; el borboteo de líquidos y el chirrido sordo de los instrumentos cortantes. De ser posible taparse los oídos, quizá fuese todo más soportable; pero, muy al contrario, sus oídos acusaban una extraordinaria sensibilidad en aquella sala. La próxima vez usaría tapones de algodón. La próxima vez.

Extrajeron las vísceras torácicas y abdominales, las depositaron en una plancha de mármol aparte y las limpiaron con una manguera para que Cousins las analizara. Mientras tanto, el ayudante entró en acción y extrajo el cerebro utilizando una pequeña sierra circular eléctrica. Rebus cerró los ojos, pero, a pesar de ello, la sala se movía. Ya falta poco, pensó. Gracias a Dios, falta poco. Pero ahora no eran solo los ruidos, sino el olor, era eso, ¿no? Sí, también el olor, ese aroma inconfundible a carne cruda que se adhiere a la nariz como un perfume, invade los pulmones y se pega al paladar de tal modo, que se convierte en la boca en una picazón, en un auténtico sabor. Sintió que se le revolvía levemente el estómago, pero se lo frotó suavemente con una mano, a escondidas. Aunque no tan a escondidas.

—Si está a punto de arrojar —terció Lamb, hablando de nuevo entre dientes, como un súcubo, por encima de su hombro— váyase. —Espetó, conteniendo la risa seca pausadamente como un motor que se cala. Rebus volvió a medias la cabeza y le obsequió con una sonrisa de pocos amigos.

No tardaron en recoger todo aquel heterogéneo material, y Rebus se dijo que antes de que los parientes vieran los restos mortales de Jean Cooper, el cadáver habría recobrado su aspecto normal.

Como de costumbre, al final de la autopsia la asistencia había quedado reducida a silenciosa abstracción. Todo hombre y mujer presente participaba de la misma materia que Jean Cooper y se veía ahora temporalmente despojado de su propia personalidad. Todos eran cuerpos, animales, conjuntos de vísceras. La única diferencia entre ellos y Jean Cooper era que sus corazones seguían latiendo; pero algún día cada uno de aquellos corazones dejaría de latir y sería el final, al margen de la posibilidad del ingreso en aquella carnicería, aquel desolladero.

Cousins se quitó los guantes de goma, se lavó minuciosamente las manos y cogió las toallas de papel que le tendía el ayudante.

—Pues ya está, caballeros, en espera de que Penny pase las notas a máquina. Asesinada entre las nueve y las nueve y media, a mi entender. El mismo modus operandi del llamado Hombre Lobo. Creo que la autopsia que acabo de practicar es la de su cuarta víctima. Mañana haré que venga Anthony Morrison a examinar las señales de dientes, a ver qué dice.

Todos parecían saber quién era, menos Rebus.

—¿Quién es Anthony Morrison? —preguntó.

—Un forense dental —contestó Cousins—. Y muy bueno. Él recogió datos sobre los otros tres asesinatos. Sus análisis de las marcas dentales han sido de gran utilidad —añadió el doctor, volviéndose hacia Flight en espera de confirmación, pero Flight se miraba la punta de los zapatos como pensando «Yo no diría tanto».

—Bien —prosiguió Cousins como aceptando la silenciosa reserva—, en cualquier caso, tienen mis datos. A partir de ahora quedan en manos de su laboratorio. Ahí —añadió señalando con la barbilla la masa eviscerada del cadáver— poca cosa hay que pueda contribuir a su investigación. Así pues, creo que me marcho a casa a acostarme.

A Flight le pareció que Cousins se había incomodado con él.

—Gracias, Philip —dijo poniendo la mano en el brazo del patólogo, quien miró la mano, a Flight, y sonrió.

Acabada la autopsia, los asistentes fueron saliendo despacio al frío y la oscuridad del amanecer que apenas despuntaba. El reloj de Rebus marcaba las cuatro y media. Se encontraba totalmente rendido y se habría tumbado tranquilamente en el césped de la fachada del edificio a echar un sueño, pero Flight venía hacia él con el equipaje.

—Vamos, le llevo —dijo.

En su deplorable estado, Rebus recibió aquellas palabras como lo más amable que le decían desde hacía semanas.

—¿Seguro que hay sitio, con ese osito? —comentó Rebus.

Flight hizo una pausa.

—¿O prefiere ir andando, inspector? —espetó.

Rebus alzó las manos en señal de acatamiento y, a continuación, cuando le abrió la portezuela, se acomodó en el asiento del pasajero del Ford Sierra de Flight y sintió como si el vehículo le envolviese.

—Tenga —dijo Flight tendiéndole una petaca. Rebus desenroscó el tapón y olió el contenido—. No va a matarle —añadió Flight. Probablemente, no; olía a whisky. Muy bueno no era, nada de malta ahumada, pero sí una marca decente. Bien, quizá le mantuviera despierto hasta el hotel. Brindó hacia el parabrisas y dejó caer un chorro en la boca.

Flight se sentó al volante, giró la llave de contacto y, con el coche al ralentí, aceptó la petaca que le pasaba Rebus y bebió con ganas.

—¿Queda muy lejos el hotel? —preguntó Rebus.

—A unos veinte minutos a esta hora —contestó Flight, cerrando bien el tapón y guardándose la licorera en el bolsillo—. Eso, parando en los semáforos en rojo.

—Le autorizo a pasárselos.

Flight rió en tono cansino. Ambos pensaban en cómo conducir la conversación hacia el tema de la autopsia.

—Mejor será dejarlo para mañana, ¿no? —dijo Rebus hablando por los dos.

Flight asintió sucintamente con la cabeza y arrancó, saludando con la mano a Cousins y a Isobel Penny que se disponían a subir a su coche. Rebus miró por la ventanilla hacia el agente Lamb, de pie junto a su propio coche, un elegante modelo deportivo. Lo típico, pensó. Lo típico. Lamb devolvió la mirada, acompañándola de su sonrisa irónica.

QTDPS, canturreó mentalmente Rebus. QTDPS. A continuación se volvió en el asiento para mirar el osito de peluche, pero Flight estaba absolutamente decidido a ignorar la insinuación y Rebus, pese a su curiosidad, tampoco estaba dispuesto a torpedear con una impertinencia la posible relación que pudiese establecer con aquel hombre. Había cosas que era mejor dejarlas para el día siguiente.

El whisky le había despejado la nariz, los pulmones y la garganta; respiró hondo, viendo mentalmente al ayudante bajito del depósito, su marca pálida, y a Isobel Penny dibujando como una artista aficionada; por la emoción que mostraba se habría dicho que estaba ante los cuadros de un museo. Se preguntó cuál sería el secreto de su perfecta calma, pero se dijo que, en cualquier caso, él lo imaginaba: su trabajo se había convertido en eso, un trabajo. Tal vez él sentiría algún día lo mismo. Aunque esperaba que no ocurriera.


Durante el trayecto al hotel, Flight y Rebus hablaron aún menos que en el camino al depósito. El whisky iba haciendo su efecto en el estómago vacío de Rebus y en el coche hacía un calor agobiante; abrió la ventanilla un centímetro, pero la corriente de aire frío era peor.

Volvía a revivir mentalmente la autopsia. Los instrumentos cortantes, la extracción de las vísceras, las incisiones y las inspecciones, el rostro de Cousins examinando a escasos centímetros un tejido esponjoso: un simple movimiento nervioso y se habría pringado la cara con... Isobel Penny observándolo todo, anotándolo todo, el corte desde la garganta hasta el pubis... Londres desfilaba velozmente ante él. Flight, tal como había dicho, cruzaba sin detenerse en ciertos semáforos en rojo y aminoraba la marcha en otros. Todavía circulaban algunos coches. La ciudad nunca duerme. Discotecas, fiestas, vagabundos, gente sin techo. Personas con insomnio que sacan a pasear al perro, las panaderías nocturnas y las tiendas que venden «beigel». Unos lo escribían «beigel» y otros «bagel». ¿Qué demonios era un «beigel»? ¿No era lo que comían siempre en las películas de Woody Allen?

Muestras de las cejas, por Dios bendito. ¿Para qué querrían muestras de las cejas? Deberían centrar su interés en el agresor, no en la víctima. Señales de dientes. ¿Cómo se llamaba el dentista? No, no un dentista, un forense dental. Morrison. Sí, eso; Morrison, como la calle de Edimburgo, Morrison Street, cercana al canal de la cervecera, con una pareja de cisnes. ¿Qué sucedería cuando murieran? ¿Los reemplazaría la cervecera? Qué calor hacía en aquel coche rojo. Iba a echar el bofe. El cuchillo retorcido en el cuello. Un cuchillo pequeño; casi podía verlo; como un cuchillo de cocina. Sintió en la boca un gusto picante, acre.

—Ya casi estamos —dijo Flight—. Esto es Shaftesbury Avenue. A la derecha está el Soho. Vaya si hemos limpiado ese antro estos últimos años. No puede imaginárselo. ¿Sabe qué? He estado pensando que el lugar ese en que apareció el cadáver no está muy lejos de donde vivían los Kray, en Lea Bridge Road. Yo era un joven agente por entonces.

—Por favor... —dijo Rebus.

—Mataron a alguien en Stokie. Jack McVitie, creo que se llamaba. Le decían Jack the Hat.

—¿Puede parar aquí? —exclamó Rebus, y Flight le miró.

—¿Qué ocurre?

—Necesito que me dé el aire. Seguiré a pie. Pare el coche, por favor.

Flight iba a protestar, pero detuvo el coche junto al bordillo. Nada más bajarse, Rebus se sintió mejor. Un sudor helado le bañaba la frente, el cuello y la espalda. Respiró hondo mientras Flight dejaba en la acera su equipaje.

—Gracias una vez más —dijo Rebus—. Y discúlpeme. Indíqueme simplemente dónde queda el hotel.

—En Circus —contestó Flight.

Rebus asintió con la cabeza.

—Espero que haya portero de noche —dijo, sintiéndose ya mucho mejor.

—Son las cinco menos cuarto; seguro que se encontrará con el turno de día —dijo Flight riendo brevemente antes de despedirse de Rebus, y añadió con una grave inclinación de cabeza—: Se ha apuntado un tanto esta noche, John, ¿sabe?

Rebus asintió a su vez con la cabeza. «John»: ¿otro trozo de iceberg o simple talante de gestión?

—Gracias —dijo Rebus al darle la mano—. ¿Sigue vigente la reunión a las diez?

—Mejor que sea a las once, ¿no? Mandaré que le recojan en el hotel.

Rebus asintió con la cabeza y cogió el equipaje, pero volvió a inclinarse sobre la ventanilla trasera del coche.

—Buenas noches, osito —dijo.

—¡No se pierda! —le gritó Flight antes de arrancar dando una vuelta en redondo con chirriar de neumáticos para enfilar a toda velocidad por donde habían venido. Rebus miró a su alrededor. Shaftesbury Avenue. Los edificios le abrumaban: cines, tiendas, basura; los restos de una noche de domingo. Un estruendo sordo precedió la aparición por una de las bocacalles brumosas de un camión de la basura; los operarios vestían mono color naranja y no le hicieron el menor caso cuando pasó por su lado. ¿Sería muy larga aquella calle? La curva que describía era más amplia de lo que él había pensado.

Maldito Londres. En aquel momento vio a Cupido en lo alto de la fuente, pero había algo que no cuadraba. El Circus ya no era una plaza; la habían asfaltado y ahora el tráfico pasaba rozando la fuente en vez de circundarla. ¿Por qué diablos alguien había decidido aquello? Seguía sus pasos lentamente un coche que se puso a su altura, un coche blanco con una franja naranja; un coche de la policía. El agente que ocupaba el asiento del pasajero bajó el cristal de la ventanilla y le interpeló.

—Perdone, ¿puede decirme adónde se dirige?

—¿Qué? —replicó Rebus sorprendido, deteniéndose de pronto. El coche se había detenido, igualmente, y conductor y pasajero bajaron de él.

—¿Ese equipaje es suyo?

Rebus sintió que en su interior crecía una profunda indignación, y en ese momento vio su imagen reflejada en la ventanilla del coche patrulla. Eran las cinco menos cuarto y estaba en Londres, en la calle, con una maleta, una bolsa y una cartera. ¿Una «cartera»? ¿Quién diablos iba a ir por la calle con una cartera a esa hora de la madrugada? Lo dejó todo en el suelo y se restregó el puente de la nariz, y, sin casi darse cuenta, sus hombros comenzaron a agitarse y rompió a reír. Los dos agentes uniformados se miraron uno a otro; Rebus reprimió la risa y metió la mano en el bolsillo, al tiempo que uno de los agentes retrocedía un paso.

—Tranquilo, hijo —dijo Rebus sacando su carnet—, soy de los vuestros.

El agente menos suspicaz cogió el carnet, lo examinó y se lo devolvió.

—Está muy lejos de su demarcación, señor.

—Y que lo diga —replicó Rebus—. ¿Cómo se llama, hijo?

El agente le miró receloso.

—Bennett, señor. Joey Bennett. Quiero decir, Joseph Bennett.

—Muy bien, Joey. ¿Me haría un favor? —El agente asintió con la cabeza—. ¿Sabe dónde está el hotel Prince Royal?

—Sí, señor —respondió Bennett señalando con la mano—. A unos cincuenta metros siguiendo...

—Muy bien —le interrumpió Rebus—. Señale hacia dónde sin más. —El joven agente no dijo nada—. ¿Entendido, agente Bennett?

—Sí, señor.

Rebus asintió con la cabeza. Él sabía andar por Londres. Sabía hacerse cargo y desenvolverse.

—De acuerdo —dijo, encaminándose hacia el Prince Royal, pero de pronto se volvió hacia los dos agentes—. Ah, recojan mi equipaje, por favor —añadió, y les volvió la espalda, pero habría jurado oír el ruido de sus maxilares al quedarse boquiabiertos—. ¿O quieren que informe al inspector jefe Laine de que dos agentes suyos hostigaron a un invitado suyo en su primera noche en esta bonita ciudad?

Rebus siguió andando y oyó que los agentes cogían su equipaje y se apresuraban a seguirle, discutiendo si debían o no dejar el coche patrulla sin cerrar. Él aún tuvo fuerzas para sonreír. Una pequeña victoria, un poco chusca; pero qué diablos. En definitiva, estaba en Londres, en Shaftesbury Avenue. Y hacía su numerito.


Por fin, estaba en casa, ella; se lavó bien y después de sentirse un poco mejor, sacó del maletero del coche la bolsa de plástico para basura con las ropas que había vestido; prendas baratas y ligeras. Al día siguiente por la tarde limpiaría el jardín trasero y haría una hoguera.

Ya no lloraba; se había calmado. Siempre se calmaba después de hacerlo. De la bolsa de plástico sacó otra bolsa también de plástico de la que extrajo el cuchillo ensangrentado. En la cocina, el fregadero estaba lleno de agua caliente jabonosa. Metió las bolsas de plástico en el cubo de la basura con las ropas y echó el cuchillo al fregadero; lo lavó bien, vaciando y volviendo a llenar el fregadero, tarareando sin parar por lo bajo. No era una canción conocida, ni siquiera una melodía, pero la calmaba, la apaciguaba, igual que las nanas que antaño le cantaba su madre.

Ya lo había hecho todo. Era una tarea ímproba, y le agradaba haberla terminado. La clave era la concentración. Un lapso en la concentración y podía cometer un fallo que le pasase desapercibido. Enjuagó tres veces el fregadero para eliminar cualquier resto de sangre y puso el cuchillo a secar en el escurridero. A continuación salió al pasillo y se detuvo ante una puerta mientras buscaba la llave.

Era su habitación secreta, su galería de pintura. Una de las paredes estaba casi enteramente cubierta de cuadros al óleo y acuarelas, tres de ellos lamentablemente destrozados. Una lástima porque eran sus preferidos. Su preferido ahora era un paisaje con arroyo, sencillo, de colores suaves y estilo naif. Un arroyo en primer plano, con un hombre y un niño en la orilla, o tal vez un hombre y una niña; era difícil saberlo: ese era el problema del estilo naif. Pero no podía preguntarle al pintor porque el pintor había muerto hacía años.

Procuraba no mirar la otra pared, la opuesta. Era una pared atroz. No le gustaba lo que veía en ella por el rabillo del ojo. Se dijo que lo que le gustaba de su cuadro preferido era el tamaño; tendría unos veinticinco por veinte centímetros, aparte del elaborado marco barroco dorado (que no quedaba nada bien; su madre no tenía mucho gusto para los marcos). Por su pequeño tamaño, los colores suaves resaltaban y conferían al conjunto una sutileza y una evanescencia, una humildad y una dulzura que le agradaban. Por supuesto que no correspondían a la realidad. Verdaderamente, era una mentira monstruosa, todo lo contrario a los hechos. Nunca había existido ningún arroyo ni una tierna escena de padre con hijo. Solo había habido horror. Por eso, Velázquez era su pintor preferido: por el claroscuro, las ricas pinceladas de negro, calaveras e insinuaciones... la negrura del corazón al descubierto.

«La negrura del corazón», asintió con la cabeza. Había visto cosas, ella; sentido cosas que muy pocos seres habían tenido el privilegio de contemplar. Era su vida. Era su existencia. El cuadro comenzó a burlarse de ella y el arroyo se transformó en una cruel sonrisa de color turquesa.

Tranquilamente, tarareando de nuevo para sus adentros, de una silla cogió unas tijeras y comenzó a desgarrar el óleo con cortes verticales homogéneos, y después, horizontales, y otra vez verticales; desgarrándolo a voz en grito hasta destruir completamente la escena.

Uñas y dientes

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