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PARTE SEGUNDA EL PADRE CLAUDIO (CONTINUACIÓN)
IX
La moral jesuítica
ОглавлениеAl día siguiente entraba el padre Claudio en su despacho donde, como de costumbre, estaba el hermano Antonio encorvado sobre la gran mesa, ocupado en la inmensa labor que producían los informes y anotaciones secretas de la terrible Compañía.
El jefe de los Jesuítas, al entrar en aquella vasta pieza, que era como el templo erigido en honor del poderío de la Orden, exhaló un suspiro de satisfacción, semejante al del peregrino que vuelve a su hogar después de un largo viaje.
El secretario, a pesar de su habitual impasibilidad, levantó su cabeza, y con aire de ansiosa interrogación contempló a su superior.
– Por fin – exclamó el padre Claudio – me veo aquí tranquilo y libre ya de tremendos compromisos. ¡Ay hermano Antonio, si supieras cuánto he tenido que trabajar por culpa de la ligera condesita, a quien Dios tenga en su gloria, y de la duquesa de León con la cual cargue el diablo! Supongo que ya tendrás noticias de lo ocurrido en la casa de los condes de Baselga.
– Sí, reverendo padre. Recibí vuestro recado, en el que me manifestabais el triste fin que ha tenido doña Pepita.
– ¿Y qué se dice por Madrid del terrible suceso?
– Nada de particular, reverendo padre. La gente cree que la condesa ha muerto de un accidente repentino, y que su esposo está desconsolado, sin que haya quien pueda inspirarle la resignación suficiente para sobrellevar la pérdida.
– Veo que no lo hemos hecho del todo mal y que he logrado evitar que el escándalo haga presa del tal suceso. Bastante me ha costado, pues a pesar de los grandes medios de que dispone la Orden, he tenido que agitarme mucho para poder conseguir el arreglo de este asunto.
– ¿Y qué dice el conde, reverendo padre?
– El conde es ya uno de los nuestros; la independencia de su voluntad se ha desvanecido para siempre, y en adelante será un instrumento inconsciente de nuestra Orden, y tendrá que obedecer a nuestros mandatos, so pena de caer en manos de la justicia humana.
– ¿Se ha ligado, acaso, a nuestra Orden con alguno de nuestros votos?
– Ha hecho más todavía. Ha firmado un papel con el que somete su porvenir y su honra a nuestras manos. Toma, hermano Antonio, lee este papel y guárdalo cuidadosamente en la nota referente al conde de Baselga. Con tal declaración su suerte está en nuestras manos y podemos manejarlo como un instrumento que obedecerá ciegamente cuanto la Compañía se digne mandarle.
El padre Claudio, sacando del bolsillo de su sotana un pliego cuidadosamente doblado, lo entregó a su secretario, quien leyó rápidamente lo siguiente:
"Yo, el abajo firmado, D. Fernando de Baselga, conde de Baselga, gentilhombre de Palacio y comandante de la Guardia Real de Caballería, declaro con espontánea voluntad y ante la presencia de Dios, que nos ha de juzgar a todos y que me castigará si miento, que he dado muerte violenta a mi esposa, doña Josefa Carrillo, baronesa de Carrillo, estrangulándola en un rapto de furor. No intento disculpar mi crimen, y por si algún día le place a la divina Providencia el descubrirme y castigarme, escribo la presente declaración de mi puño y letra, y la firmo confiándome a la misericordia de Dios.
Fernando de Baselga."
El hermano Antonio, así que terminó la lectura del documento, fijó la vista en su superior y con acento de admiración, que procuraba extremar para hacerse más grato al padre Claudio, exclamó:
– ¡Cuán grande es vuestra reverencia y qué sabia y expertamente sabe procurar por los intereses de la Orden! ¿Cómo ha logrado vuestra paternidad apoderarse de la persona del conde?
– Cuando contemplé el terrible espectáculo que se había desarrollado en casa de Baselga, pensé inmediatamente en nuestra máxima, de que es preciso sacar del mal todo el bien posible, y me propuse, ya que la suerte de Pepita no tenía remedio, el hacer todo lo posible para que no lo perdiéramos todo. ¿Qué hubiéramos granado con dejar al conde de Baselga completamente abandonado en tan terrible situación permitiendo que su crimen se descubriera y que la Justicia humana se ensañará con él como en un vulgar asesino? ¿Hubiera resucitado por esto Pepita? Y, por otra parte, si el conde hubiese sido juzgado por los Tribunales, ¿no nos habríamos expuesto a que siendo averiguadas las causas del crimen hubiese aparecido nuestra complicidad en los devaneos de la condesa? Por esto he creído más acertado el proteger a Baselga, no descuidando de paso el hacer de él un agente de la Compañía. Sé muy bien que al presente sus servicios no nos serán de gran utilidad, pues es casi un imbécil; pero como perro de presa no tiene precio, y el día en que la revolución vuelva a levantar la cabeza y necesitemos hombres que defiendan con valor los privilegios de la Iglesia y de nuestra Orden, el conde será un excelente combatiente, lo mismo que si por la fuerza de las circunstancias tuviéramos que dar nuestro apoyo a los que ya piensan en sustituir al rey don Fernando por el infante don Carlos.
– Efectivamente, reverendo padre, el conde es un excelente soldado y de seguro que algún día tendremos que recurrir a su espada y quién sabe si con el tiempo llegará a ser el campeón armado de la Compañía de Jesús. Pero cuénteme vuestra reverencia, si con ello no falto al respeto que se merece, cómo fué lo que sucedió cuando visteis al conde ante el cadáver de su esposa.
El padre Claudio, que había ocupado su sillón habitual, frunció el ceño ante aquella muestra de curiosidad que daba su subordinado y que tan contraria era a las reglas de la Orden; pero sentía, a pesar de su carácter, gran deseo de relatar lo que había ocurrido, pues la enormidad de aquella tragedia inesperada había trastornado por completo su carácter y modo de ser.
– Satisfaré tu indiscreta curiosidad, aunque sólo sea por una vez. El conde estaba en un estado casi rayano al idiotismo, y cuando yo, ante el cadáver de su esposa, le increpé lleno de santa indignación llamándole asesino, pareció no entenderme ni darse exacta cuenta de la enormidad de su crimen; pero de repente, y cuando más extremaba yo mis acusaciones, salió de su ensimismamiento y llorando como un niño el infeliz se arrojó a mis plantas pidiendo a gritos que le salvara de aquella situación terrible en que le ponía el resultado de su furor. Las consideraciones que antes te he expuesto pasaron rápidamente por mi imaginación y determiné salvarle, pero antes le exigí que para ponerse bien con Dios y pedirle perdón por su crimen escribiera este documento que te acabo de entregar. Habíamos pasado a una habitación contigua a aquella donde se había verificado el crimen, y Baselga comenzó a escribir cuanto yo le dicté, sin oponer ninguna resistencia, y es más, sin comprender cuanto iba diciendo, pues el infeliz estaba en tal estado que de seguro a estas horas apenas si comprenderá aún la importancia del documento, con el que se ha ligado eternamente a la Compañía.
– ¿Y qué hicisteis para salvarle cuando el importante documento estuvo en vuestro poder?
– Lo primero era evitar que se supiera cómo la condesa había muerto a manos de su esposo, y yo mismo fuí a buscar a uno de nuestros hermanos de hábito corto, el famoso doctor Rodríguez, a quien, como tú sabes, hemos convertido, merced a nuestra influencia y poder, en una eminencia científica, a pesar de su ignorancia, y de que yo antes me dejaría morir que permitirle me tomara el pulso.
– ¿Y qué le hizo el doctor Rodríguez?
– Me obedeció como un buen hermano apenas me presenté en su casa y me siguió a la de la condesa, donde a pesar del gran imperio que sobre sus impresiones tiene y de su reconocida dureza de corazón, no pudo menos de conmoverse. Te digo que el espectáculo que ofrecía el cuerpo de la condesa tendido en medio de su gabinete era para aterrorizar al hombre más feroz.
A pesar de esta afirmación, el padre Claudio hablaba con completa tranquilidad, y su voz meliflua no se alteraba con el recuerdo de aquella sangrienta escena.
Realmente el jesuíta no tenía de qué condolerse. El negocio no había sido del todo malo. Bien era verdad que la Compañía, con la muerte de Pepita, había perdido uno de sus más útiles auxiliares, pero este accidente había servido para ligar más a la Orden a un Hércules que podía prestar en adelante muy buenos servicios.
El hermano Antonio tampoco se conmovía gran cosa. Aquella relación de un suceso espantoso estaba en armonía con sus malvadas aficiones, y parecía oirla con deleite y hasta con gustosa impaciencia, pues fijaba sus ojos en el rostro de su superior para adivinar las palabras. En algunos pasajes del relato revolvíase nerviosamente en su asiento y agitaba su cabeza como olfateando el espacio. Había en él mucho de la fiera que dilata su hocico al husmear en el viento las emanaciones de la sangre.
El "socius" estaba horrible escuchando con tanto placer la descripción del repugnante aspecto que ofrecía el cadáver de la condesa, y el padre Claudio contemplaba con agrado el espíritu infernal que se transparentaba tras los ojuelos del mastín ensotanado que le servía de secretario.
– Era necesario, como antes he dicho – continuó el lindo jesuíta – , hacer ver que Pepita había muerto naturalmente, y el doctor Rodríguez, una vez repuesto de su primera impresión, determinó que la muerte de la condesa fuese a causa de una congestión cerebral. El tinte violáceo que la estrangulación había dejado en el hermoso rostro daba algún fundamento a la suposición de tal enfermedad.
– ¿Y el conde? ¿Qué hacía entretanto, reverendo padre?
– Lloraba como un niño y se mostraba tan débil que casi no podía andar sin descansar a cada instante su cabeza sobre mi pecho. Cuando volví yo con el doctor Rodríguez, tuvimos que separarlo a viva fuerza del cadáver de su esposa, al que estaba abrazado como un loco dándole furiosos besos.
– ¿Y de qué modo acabó vuestra paternidad por dar un carácter natural al suceso?
– Sabes que a mí, aunque humilde siervo del Señor, me sobran los medios para salir triunfante de todos los conflictos, y en el de ayer he tenido pericia suficiente para no dejar un solo cabo suelto ni desperdiciar el menor detalle que delatase la verdad de todo lo ocurrido. Lo primero y más urgente era el dar un aspecto de fallecimiento natural al cadáver de Pepita, e inmediatamente pusimos manos a la obra el doctor y yo. Baselga nos dejaba hacer, mirándonos con estúpida indiferencia, y todo su empeño consistía en acercarse al cadáver, lo que nosotros procurábamos evitar.
– ¿Y los criados? ¿Dónde estaban? ¿Qué decían?
El hermano Antonio hizo estas preguntas con el acento de un genio postergado que pilla a un colega en grave falta de distracción.
– Hermano Antonio – dijo el superior con aire de ofendido – , eres un ignorante tan presuntuoso, que algunas veces te olvidas de tu posición miserable hasta el punto de querer elevarte al mismo nivel de tus superiores. La culpa la tengo yo, que te concedo libertades que no te mereces Y te relato por pura condescendencia cosas que no debías saber. Porque te he dicho algunas veces que siguiendo como hasta el presente podrías algún día ocupar altos puestos en la Orden, te has engreido y abusas de mi confianza; pero ten presente que así como puedo elevarte puedo convertirte en polvo, y casi me dan tentaciones de abandonar al que se muestra como un soberbio e incorregible charlatán.
Bajó la cabeza el "socius", anonadado por tal reprimenda, y se apresuró a desvanecer con un nuevo rasgo de rastrera adulación el mal efecto que en su superior habían causado sus palabras.
– Reverendo padre, perdón, en nombre del dulcísimo Jesús, de cuanto haya podido decir en ofensa de vuestra reverencia. No soy yo quien ha hablado, sino el demonio, que muchas veces me impulsa a ser soberbio y olvidar mi humilde posición. Perdón, padre mío, perdón, que yo con toda mi alma me arrepiento de mi soberbia.
Y el secretario se puso de rodillas ante su superior, imitando la actitud de un niño que tiembla ante el castigo.
Aquello podía resultar degradante, rastrero y vergonzoso para la dignidad de un hombre; pero debía gustar mucho al padre Claudio, por cuanto de su rostro se borró la ceñuda expresión de desagrado y se dignó extender su blanca y cuidada diestra sobre la mugrienta cabeza del "socius", diciéndole con su dulce voz al mismo tiempo que le bendecía:
– Levántate, hermano; yo te perdono en nombre de Dios, a quien has ofendido dudando de mi pericia. Porque por centesima vez te repito que los actos que nuestra Orden realiza responden a la inspiración del Eterno, y, por lo tanto, peca el que pone en duda su eficacia, pues así como Dios no se equivoca nunca, jamás pueden equivocarse los directores de la Compañía, que es la gloriosa milicia de Cristo. Tu dices que eres creyente y por esto siempre debes creer en nuestra santa institución. Así confío que será "per omnia secula seculorum".
– "Amén" – contestó el secretario con acento contrito, y levantándose del suelo, volvió a ocupar su asiento.
El padre Claudio, como si estuviera conmovido por tan edificante escena y no quisiera perder tan buena ocasión para estar algún rato en comunicación con Dios, cruzó ambas manos con expresión seráfica, y llevándolas a su boca de femenil contorno, al mismo tiempo que entornaba graciosamente los ojos, quedóse en perfecto recogimiento y como abstraído en la contemplación de celestiales visiones.
El hermano Antonio no era nombre capaz de dejarse engañar por tales éxtasis y conocía que lo que se proponía el padre Claudio era desesperar con la larga oración su impaciencia por saber todo lo ocurrido en casa de la condesa.
Habituado el "socius" a la obediencia, esperó pacientemente que su superior terminase la oración, y cuando ésta acabó, no hizo la menor demostración de curiosidad, seguro de que de este modo el padre Claudio continuaría su relato.
El secretario conocía perfectamente a su superior, pues éste siguió diciendo:
– Lo primero que hicimos fué colocar a la condesa en su lecho. El doctor Rodríguez tiene gran práctica en el manejo de los cadáveres, y aprovechando que el de la condesita estaba todavía caliente, y manejándolo sin ninguna contemplación y sin fijarse en el crujido de los huesos, cada uno de los cuales hacía palidecer a Baselga, consiguió darle el aspecto de un cuerpo que no estaba contraído por los horrorosos espasmos de una muerte violenta. El rostro de Pepita tornábase por instantes de un color espantoso. El color cárdeno habíase convertido en negruzco; los ojos parecían próximos a saltar de las órbitas, y la lengua asomaba rígida por entre los labios; pero Rodríguez no es manco para esta clase de trabajos, a los que más de una vez lo hemos dedicado, y con todo el cuidado de un artista, fué transformando y retocando aquella espantosa fisonomía. Los ingredientes del tocador de la condesa, hábilmente usados, nos prestaron un gran servicio. La blanca pasta que en los saraos había embellecido el rostro de Pepita, sirvió en tal ocasión para cubrir las repugnantes manchas de sus mejillas; otros afeites lograron dar una palidez dulce a sus amoratados y sanguinolentos labios; cerramos sus ojos, arreglamos sus espeluznados cabellos, y cuando subimos el embozo de la cama hasta no dejar al descubierto más que una parte de la cabeza, quedamos satisfechos contemplando nuestra obra. La condesa no tenía a la vista la más leve señal de haber muerto violentamente.
El hermano Antonio creyó del caso hacer un gesto de admiración, para adular a su superior, y éste siguió diciendo con expresión de hombre satisfecho:
– Entonces fué cuando llamé a los criados. Estos se hallaban en la antesala, confusos y alarmados, pues ya momentos antes había yo salido para manifestarles que su señora estaba muy grave y enviar a uno de ellos a la botica con una receta que a toda prisa escribió Rodríguez, y en la cual pedía los primeros medicamentos que se le ocurrieron. Cuando manifesté a toda aquella chusma que su dueña acababa de morir y les mostré su cuerpo en la cama, hubo los llantos y lamentaciones propios del caso; pero yo no les dejé mucho tiempo entregados a los arranques de mercenario dolor, pues fuí enviando a cada uno a cumplir las comisiones necesarias en aquella situación. Al poco rato las campanas de la parroquia tocaban a muerto, en Palacio se sabía ya por orden mía el inesperado fallecimiento de la condesa de Baselga, víctima de una congestión cerebral, y teníamos ya en la casa un lujoso ataúd, un hábito y todo lo necesario para el tocado fúnebre de la difunta. Mientras todo esto se hacía por mis disposiciones, Rodríguez lavaba al conde la sangre que aún tenía en el rostro, hacía desaparecer de éste los arañazos que le había hecho Pepita y extendía la partida de defunción con todos los requisitos de legalidad.
– ¿Y quién amortajó a la condesa?
– El doctor y yo. Llegaron al poco rato a la casa gentes encargadas del fúnebre servicio, pero yo, tanto a ellas como a los criados, los despedí diciendo que la condesa, momentos antes de expirar, se había confesado conmigo, manifestándome con gran empeño que no quería que su cuerpo fuese profanado por manos mercenarias, por lo que rogaba al doctor y a mí que la vistiéramos el hábito de religiosa de la Virgen de la Merced y la colocásemos en el ataúd.
– Admiro el talento de vuestra paternidad.
– Vestimos al cadáver el tal hábito, cubrimos su cabeza con la blanca toca, y cuando lo colocamos en el ataúd presentaba un aspecto tal, que el más hábil observador no hubiese adivinado la terrible tragedia que se ocultaba bajo aquella fúnebre estameña. El cuello de la toca ocultaba las manchas amoratadas que la estrangulación había dejado en la garganta y la parte superior de la blanca caperuza, sombreando los ojos impedía fijarse en lo abultados que éstos parecían bajo los párpados. Al anochecer nuestra obra estaba concluída y habíamos borrado en aquella casa todo vestigio del crimen.
– Y, aunque os parezca demasiado audaz mi curiosidad, ¿que hicisteis después, padre mío? ¿No había ya terminado vuestra misión?
– ¡Oh, alma ignorante! ¿Y eres tú el que en ciertos momentos te atreves a darme lecciones? Imposible parece que a una penetración tan exquisita como quiere ser la tuya se le escapen ciertos detalles. Los vestigios del crimen se habían borrado ya en la casa, como te he dicho, pero estaban permanentes y acusadores sobre el cuerpo de la condesa. Figurate que durante la noche se le hubiera ocurrido a cualquiera de los encargados de velar el cadáver levantar un poco la toca o examinar el cuerpo de la difunta. Inmediatamente se habría descubierto la terrible verdad, y aunque nuestra Orden tiene medios para librarse de peligros aún mas grandes, no por esto se hubiera evitado el escándalo. Reconoce, pues, que yo obré sabiamente al permanecer toda la noche velando el cadáver y sin perder de vista a los que me acompañaban en tan santa operación. Así se ha podido lograr que prevaleciera el benéfico engaño y que nadie se acercara al cadáver de Pepita. De seguro que tú, soberbio fatuo, hubieras olvidado tan saludable precaución.
El hermano Antonio hizo con la cabeza una señal afirmativa, aunque en su interior no consideraba al padre Claudio tan listo como él mismo se creía.
Entre tanto, el hermoso jesuíta, sacando un bordado pañuelo de batista, se frotaba la cara con fruición, como si la frescura del trapo desvaneciese el ardor de su epidermis, y decía con voz lastimera:
– ¡Si supieras cuán cansado estoy! Las agitaciones del día anterior y la contemplación del cadáver de Pepita, a quien ayer mañana vi rebosando salud y vida, no me han permitido cerrar los ojos en toda la noche, y a pesar de que soy fuerte como el hierro, como tú mil veces has podido apreciar, me siento quebrantado y necesito descansar inmediatamente.
– Esta madrugada – continuó el jesuíta después de larga pausa – mi primera ocupación ha sido avistarme con el conde de Baselga. El dolor le había rendido y estaba inerte sobre un sofá de su cuarto, respirando angustiosamente. El conde debe de haber pasado una noche más dolorosa aún que la mía. Como comprenderás, convenía a los intereses de la Orden el que explorase nuevamente la voluntad de ese fiero, uniéndolo aún más estrechamente a nuestra santa Compañía. Te confieso que más que los peligros que pudiera proporcionarnos la inesperada muerte de Pepita, me preocupaba lo que diría ese león furioso al despertar de su delirio del día anterior y darse cuenta exacta de su situación examinando las cosas con frialdad.
– La conversación sería larga.
– Muy larga, hermano Antonio, y te aseguro que en los primeros momentos el conde me causó miedo. Las terribles impresiones y la dolorosa crisis que acababa de sufrir, habían cambiado su carácter y sus facultades hasta el punto de que yo quedé asombrado al oírle expresarse con una energía tan culta y un acento de tan dramática indignación, que me recordó a alguno de aquellos oradores liberales que alborotaba en las Cortes durante el maldecido período constitucional.
– Eso es un milagro de Dios tratándose de un hombre tan rudo y poco ilustrado como lo es el señor conde.
– El dolor y los terribles desengaños operan algunas veces en el hombre asombrosas transformaciones.
– Realmente en el ánimo del conde debe de haberse efectuado una verdadera revolución.
– Cuando yo comencé a dirigirle las primeras palabras de consuelo, Baselga pareció despertar. Cada una de mis expresiones fué desvaneciendo una parte de las nieblas que envolvían su cerebro y, al fin, como el ciego que de repente ve la luz, se pintó en su rostro una expresión de asombro y de sorpresa y dió un suspiro que tenía mucho de rugido. Acababa de darse cuenta exacta de su situación. Su figura nada tuvo de tranquilizadora cuando los recuerdos fueron agolpándose en su memoria. Paseábase furiosamente por la habitación y con voz entrecortada fué dando salida a los pensamientos que en tropel acudían a su memoria. ¡Cómo recordar yo ahora lo que allí dijo aquel infeliz para desahogar su furor! Habló hasta contra el mismo Dios; y al rey, a pesar de todas sus aficiones realistas, lo puso como un trapo, apurando todos los adjetivos malsonantes que había podido recoger en las cuadras de los cuarteles. Te digo que parecía un tribuno de aquella "Fontana de Oro", de triste memoria.
– La verdad es que el señor conde tiene motivos sobrados para hablar mal de S. M.
– Así es; pero si hubiera podido oírle Chaperón o cualquiera otro director del moderno Santo Oficio, te aseguro que Baselga, a pesar de todos sus servicios a la causa del absolutismo, estaría a estas horas en la cárcel y mañana patalearía en la horca de la plaza de la Cebada. Mira con qué calor hablaría, que hasta yo mismo me conmoví un poco. ¡Con qué acento tan lastimero declamaba contra el rey, en cuya defensa había derramado su sangre, y que correspondía a tan grandes servicios arrojando la deshonra sobre su cabeza! Dijo que los reyes eran todos iguales: bestias miserables que no reparaban en deshonrar a sus más fieles vasallos turbando la paz de sus hogares, y acabó en su furor hasta por decir que ya se iba convenciendo de que los revolucionarios tenían razón, y que los franceses del 93 habían obrado muy cuerdamente cortando las cabezas de los monarcas.
– ¡Eso dijo! – exclamó el secretario con afectado asombro – . No cabe dudar de que el conde deliraba a impulsos del dolor. Esas palabras sólo se comprenden en un loco.
– Has acertado; el conde estaba loco y aun me afirmo más en ello cuando recuerdo que habló de lo dispuesto que estaba a dar una puñalada al rey apenas lo viese, o al menos darle de latigazos así que encontrara ocasión.
– Eso es horrible, padre Claudio.
– Vamos, hermano Antonio. Finge un asombro menos vivo y con menos afectación. A ti, que estás enterado de los secretos de la Orden y sabes los medios de que ésta se vale a veces, no te cuadra el mostrarte escandalizado del mismo modo que un imbécil realista. Piensa que si algunas veces el rey don Fernando no quisiera obedecer nuestras indicaciones y se opusiera a nuestro desarrollo y esplendor, no nos vendría mal un conde de Baselga, que con su acero y su furor nos libraría de tan temible enemigo. Acuérdate de Juan Chatel y de Jacobo Clemente.
Esta lección, dicha en tono severo, quitó al "socius" el deseo de seguir fingiendo dramáticos asombros, y el padre Claudio continuó hablando:
– Por fin, el conde pareció calmarse, aunque sin abandonar por esto sus propósitos de venganza. Yo le hablé entonces con bastante acierto de lo necesario que era la resignación y la caridad cristiana en tales casos, y él no pareció conmoverse mucho con mis palabras.
– Difícil situación, reverendo padre.
– No desespero yo por tan poco. Tenía en mi bolsillo lo necesario para hacer que el conde desistiera de su hostilidad contra el rey, así como de su propósito de desafiar a sir Walace y darle muerte.
– ¿Se refiere vuestra referencia al papel denunciador firmado por el conde?
– Eso mismo. No necesité más que apuntar el recuerdo de que yo poseía pruebas comprometedoras, para que Baselga se mostrase dispuesto a obedecerme. Además, yo ejerzo gran ascendiente sobre su ánimo, y él está profundamente agradecido por el gran interés que me he tomado en ocultar su crimen. Le pinté el peligro que corría su persona tan sólo con que fuera a desafiar al "baronet" de la Embajada inglesa, y le convencí inmediatamente, haciéndole ver que todo el mundo se preocuparía de tal duelo, que el escándalo se encargaría de propalar que había sido motivado por las infidelidades de la condesa, y que esto podría ser causa de que muchos curiosos, con sucesivas averiguaciones, llegasen a adivinar todo lo ocurrido, haciendo pública la muerte violenta de la condesa.
– ¿Y qué dijo el conde?
– Se convenció, aunque tardando mucho; pero, al fin, prometió que nada intentaría contra el rey y contra el "baronet".
– Según eso, seguirá formando parte de la alta servidumbre de Palacio como hasta el día.
– No. Para un carácter violento como el de Baselga, es una prueba demasiado ruda ver a todas horas al hombre a quien odia y cuya muerte desea, teniendo que doblar en su presencia la cabeza.
– ¿Pues qué piensa hacer?
– Pedir licencia a SS. MM. por conducto mío, y se retirará a su casa solariega. Allí piensa vivir entre los recuerdos de una familia a la que apenas conoció, y espera que por este medio su dolor se disipe algún tanto.
– ¿Entonces perderemos tan apreciable instrumento?
– ¿Por qué le hemos de perder? Ese brazo de hierro lo tendremos como en reserva en un rincón de Castilla; pero el día en que le necesitemos para dar un golpe en secreto o que la Iglesia se vea precisada a hacer la guerra a la maldecida libertad, bastará un simple aviso en mi nombre para que inmediatamente venga a ponerse a las órdenes de la Compañía, a la que adora. El infeliz está tan abatido por las desgracias y tan desilusionado de la vida, que considera a la Orden como una segunda madre.
– ¿Y la niña? ¿Y la hija de doña Pepita y el Rey?
– El conde no ha querido verla. Cuando una camarera, al conducirla al salón para que contemplara por última vez el cuerpo de su madre, la pasó por frente al conde, éste volvió la cabeza, tanto por no mirarla, como por ocultar en su rostro una expresión poco tranquilizadora. Me temo que Baselga sería capaz de cometer otra barbaridad si quedara alguna vez a solas con la niña. Es demasiado vivo su deseo de vengarse del rey.
– Entonces, ¿qué es lo que va a ser de la criatura?
– Por encargo de su padre, la encerraré en un convento de confianza y adicto a nuestra Orden, donde se encargarán de su educación.
– ¿Y cuándo es el entierro de la condesa?
– Dentro de pocas horas. El cadáver va a ser conducido ahora mismo a la iglesia parroquial, donde se le dirá una misa con toda la solemnidad propia de una persona de tan elevada posición. No tardará mucho la tierra en ocultar para siempre en su misterioso seno el crimen de Baselga. Todo está en regla. El cura de la parroquia ha extendido el acta de defunción sin hacer preguntas impertinentes. Le ha bastado saber que el confesor de la finada y encargado de su entierro era el vicario general de la Compañía de Jesús en España, para que inmediatamente llenase todas las formalidades necesarias sin hacer la menor pregunta ni la más leve objeción. Mucho he trabajado, pero me ha servido de consuelo apreciar de cerca la gran influencia que ejerce nuestra Orden.
El padre Claudio quedó algunos minutos silencioso, en la actitud de quien piensa en lo que todavía le queda por hacer, y dijo después con acento imperioso a su secretario:
– Prepárate a tomar unas notas. Voy a ir inmediatamente a Palacio para hablar con el rey, y quiero que a la vuelta estén ya extendidas las comunicaciones que te indicaré, para poder firmarlas.
– Reverendo padre, necesitáis descanso. ¿Por qué no dejáis la visita al rey para otro día? Perdonadme la libertad que me tomo al haceros esta indicación, pero es hija del interés que siento por vuestra preciosa salud.
– Es muy urgente lo que tengo que decir al rey. Nadie se burla impunemente de nuestra Orden, y es preciso que caiga un castigo terrible sobre los miserables que han osado desobedecernos.
– Hacéis muy bien, reverendo padre. Castigad con mano fuerte a los que no nos sirvan; es el único medio de sostener el poderío de la Orden.
– Voy a aconsejar al rey que castigue con destierro de la corte a la intrigante duquesa de León. Esa vieja lasciva tiene la culpa de todo cuanto ha sucedido. Le diré al rey que Pepita murió de una congestión cerebral a causa de la pesadumbre que le produjo el saber que la duquesa había revelado a Baselga todas sus relaciones con el monarca.
– Reverendo padre, os felicito por la idea. La gente de Palacio adivinará de dónde viene el golpe y así respetará más a nuestra Orden.
– Ahora, hermano Antonio, toma notas, y a ver si cuando vuelvan están ya extendidas dos comunicaciones dirigidas al brigadier Chaperón, como presidente de la comisión militar ejecutiva encargada del exterminio de revolucionarios y conspiradores.
Preparóse el secretario a anotar, y el padre Claudio, con la seguridad del que dicta una cosa bien pensaba, comenzó a decir:
– La primera es pidiendo a Chaperón que prenda inmediatamente a un negro llamado Juan, criado de la difunta condesa de Baselga, y lo someta a proceso como complicado en una conspiración contra los sagrados derechos del rey y a favor de la Constitución de Cádiz. Encargarle que si no halla méritos para enviarlo a la horca, lo meta al menos en presidio para toda la vida. Si necesita testigos falsos que depongan contra él, que avise, que ya le enviaré yo tres criados de nuestra casa profesa.
El hermano Antonio tomó rápidamente algunas notas.
– Ya sabes quién es ese negro – le dijo el padre Claudio – . Es el que suministró a Baselga por orden de la duquesa, la prueba más concluyente de su deshonra.
– Conviene castigarle, y además, sabe demasiado sobre las interioridades de la vida de la condesa, y con sus revelaciones podía dar algún indicio que por el tiempo descubriera al conde. Y ya que estamos puestos a trabajar, incluye igualmente en esa delación al otro negro que está todavía en casa de los condes. Con la próxima marcha de Baselga quedará él completamente libre, y sabe también mucho de nuestras entradas y salidas en la casa y de las relaciones que la condesa tenía con los jesuítas. Que Chaperón se encargue de los dos morenos convertidos de repente en terribles conspiradores y los envíe a la horca o a presidio.
El "socius" anotó aquella nueva orden de detención, sin que en su rostro se notara la menor impresión producida por tan estupendas arbitrariedades.
– Ya está, reverendo padre – dijo a su superior.
– Bueno; ahora toma nota de otra comunicación, que enviarás al mismo tribunal, pidiendo el procesamiento y el envío a la galera, por unos cuantos años, de una partera de esta capital, llamada Manuela Gómez.
Entonces el secretario no permaneció impasible, pues su rostro palideció hasta tomar un tinte amarillento y miró con asombro y alarma a su superior.
– Escribe – dijo éste con tono imperioso – . ¿Qué es lo que te detiene?
– ¡Padre mío! – exclamó el "socius" con trémula voz – . ¡Esa mujer es mi madre!
– Un jesuíta no tiene más madre que la Orden.
– Es el ser que más ha hecho por mí en el mundo. ¡Perdón para ella, padre mío! ¡Perdón para mi madre!
– Tú lo has dicho no hace mucho rato; Hay que ser inexorable y castigar con mano ruda a todo el que estorbe y desbarate los planes de la Compañía. Esa mujer, con sus revelaciones, ha producido la tragedia de ayer y es preciso castigarla. Sé, pues, consecuente, y obedece.
El miserable "socius" causaba lástima.
Aquel canalla de sotana mugrienta, por lo regular tan repugnante y antipático, estaba transfigurado con el cariño filial. Nunca había amado gran cosa a su madre y ésta había sufrido continuos desdenes del sér criado a costa de tantos sacrificios; pero en aquel momento, al verla en peligro, el instinto filial se sublevaba momentáneamente en su conciencia, borrando, aunque sólo por un instante, las criminales aficiones que le dominaban.
Con el rostro pálido, la vista extraviada y el ademán suplicante, el hermano Antonio parecía implorar compasión de su superior, que le contemplaba sonriente afectando no comprender la causa de tal situación.
Hubo un instante en que el "socius" pareció dispuesto a arrodillarse ante el padre Claudio, pero se detuvo al ver que éste le dirigía una mirada fría y desdeñosa.
– Hermano Antonio – dijo el jesuíta con altivez y lentitud – , sois mi secretario y tenéis el deber de hacer cuanto yo os diga. Si es que no estáis dispuesto a obedecerme, libre encontraréis la puerta. Ni la Orden ni yo necesitamos hombres ligados al mundo por fútiles preocupaciones. Veo que me he engañado y que no sois lo que yo creía.
El espíritu de maldad que encerraba el cuerpo del "socius" se agitó furiosamente al contacto de tal latigazo y todo el afecto filial se desvaneció rápidamente.
La diabólica ambición resucitó en el hermano Antonio, sus ojos brillaron, y agitando la cabeza como para arrojar muy lejos tristes y abrumadores pensamientos, púsose a escribir.
El padre Claudio miró por encima de los hombros de su secretario lo que éste escribía, y al ver que anotaba la orden para enviar a su madre a la cárcel, sonrió con expresión mefistofélica y dijo, al mismo tiempo que golpeaba amistosamente su espalda:
– Estoy satisfecho. Tú irás muy lejos, pues eres de la pasta de los grandes hombres. Dentro de poco harás el cuarto voto y la Compañía reconocerá en ti un modelo de jesuítas.