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TERCERA PARTEbr /> EL SEÑOR AVELLANEDA

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I
El hombre de la rue Ferou

Todos los vecinos del barrio de San Sulpicio, el distrito levítico de París, conocían en 1842 al extranjero que habitaba en la rue Ferou, casi desde tiempo inmemorial.

Largos años de residencia en la misma calle le habían dado en el barrio el carácter de una institución, y lo mismo las porteras y las vendedoras de esquina que los cocheros de punto en la plaza de San Sulpicio y los traficantes en imágenes y objetos de culto, conocían perfectamente a "monsieur l’espagnol" y podían dar cuenta de todo lo que hacía al día, pues su existencia, a través del tiempo, se desarrollaba con la impasible y mecánica exactitud de un reloj.

A pesar de esto, en los primeros años nadie sabía en el barrio a ciencia cierta el porqué de la estancia de aquel extranjero en París; pero todos presentían que aquella residencia en extraño suelo era forzosa y que algo había en su patria que se oponía a su paso y le cerraba las puertas de la frontera.

Como dice Víctor Hugo, "los volcanes arrojan piedras y las revoluciones hombres".

Aquel hombre era una piedra que las convulsiones de España habían arrojado de su seno, y que errante por el espacio, fué a caer en París.

Nada más metódico que su vida.

A la una de la tarde remontaba con paso tardo, el cuerpo algo encorvado, las manos a la espalda y el aspecto meditabundo, la estrecha calle Ferou, no parando hasta el jardín del Luxemburgo, en una de cuyas alamedas más solitarias tomaba asiento en un banco y allí, arrullado por el susurro del ramaje, el piar de los pájaros, los gritos de los niños que en las inmediatas plazoletas se entregaban a sus juegos, el monótono redoble del tambor de los teatrillos mecánicos y el rumor de la gran ciudad que semejaba el cansado resuello de un lejano monstruo, se dedicaba a la lectura de periódicos o permanecía horas enteras abstraído y meditabundo, siguiendo con vaga mirada los caprichosos arabescos que el sol, filtrándose a través del movible follaje, trazaba sobre el suelo.

La tarde entera permanecía el viejo en el Luxemburgo, y al llegar la noche volvía, siguiendo el mismo camino, a su vivienda de la rue Ferou, enorme caserón perteneciente en otros tiempos a un cortesano de la antigua nobleza, pero que en tiempos de la Revolución había venido a ser propiedad de un especiero.

La araña negra, t. 2

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