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Prólogo

Faro de la justicia

El 9 de noviembre de 1989, el día de su cumpleaños cincuenta y nueve, Ignacio Ellacuría escribió una carta desde Salamanca, España, dirigida al ministro de la Presidencia de El Salvador, respondiendo a la solicitud que por dicho medio el entonces presidente, Alfredo Cristiani, le hizo llegar para que fuera parte de una Comisión Nacional que investigara el atroz asesinato de varios sindicalistas, ocurrido pocos días antes. La intención era dar credibilidad a la labor de dicha comisión, integrando en ella a figuras de prestigio ético nacional e internacional. Ellacuría postergó su decisión hasta regresar al país, prevista para el 13 de ese mes.

Dos días antes, el sábado 11, se desató una nueva ofensiva militar por parte de la guerrilla de izquierda, por lo que en todo el país, sobre todo en la capital, se agudizó el estado de guerra. Segundo Montes, superior religioso de la comunidad universitaria a la que pertenecía Ellacuría, intentó comunicarse con él para sugerirle que retrasara su retorno dada la peligrosa y caótica situación. No fue posible. En esos años, la comunicación era a través de teléfonos fijos y, como avance novedoso, el uso del fax, no el correo electrónico.

Tal como había anunciado, el rector de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» (UCA) llegó al país el lunes 13. Al poco tiempo de haber arribado, su comunidad fue objeto de un registro, un «cateo» militar mediante el cual, supuestamente, querían verificar que en las instalaciones del campus no hubiese armas. El registro se enfocó en la recién estrenada vivienda de los sacerdotes. Tras su asesinato, la madrugada del 16 de noviembre, quedó en evidencia que se trató de un reconocimiento del terreno. Un batallón de casi cien soldados, fuertemente armados, participaron en el operativo mediante el cual asesinaron a ocho indefensas personas: seis jesuitas, una madre y su joven hija. «Tu zona abarca la UCA. Allí están Ellacuría y los jesuitas. Elimínalo y no dejen testigos» fue la orden dada al coronel, responsable material de la cruel y cobarde masacre. A san Romero de América lo «eliminaron» en 1980 con un disparo al corazón. A los jesuitas les dispararon ante todo a la cabeza. Les vaciaron sus cerebros. Del arzobispo molestaba su amor de pastor, de los jesuitas su rigor y honradez intelectual. La sinrazón de la fuerza se impuso y destrozó nuevamente a la fuerza de la razón.

«Es irracional, cruel e inhumana la guerra en la que estamos embarcados» afirmó Ellacuría en una entrevista que le hicieron en Barcelona con ocasión de su visita para recibir el Premio Internacional Alfonso Comín, el 6 de noviembre. Ese día pronunció su último discurso. Lo introdujo explicitando el significado que para él tenía el evento: «la concesión del premio Fundación Comín a la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas», supone para ella y para muchos de quienes en ella trabajamos, por una parte complacencia, al ver reconocido algo muy profundo de su actividad y aún función universitaria, y por otra parte agradecimiento al darnos con ello un impulso para seguir adelante».

¿Qué es eso «profundo» del quehacer universitario de la UCA, primera universidad de gestión privada y función pública fundada en El Salvador? La respuesta está desplegada en el conjunto de documentos, artículos, conferencias y discursos recogidos en la presente edición conjunta con la UCA Editores y la Editorial Cara Parens, de la Universidad Rafael Landívar (1961), universidad hermana de la UCA nicaragüense (1960) y de la UCA salvadoreña (1965); las tres fundadas y dirigidas por jesuitas y laicos. Las tres comparten, respetando los énfasis y concreciones diferentes a partir del ignaciano criterio de «según personas, tiempos y lugares», una misma visión de la misión de la universidad, de sus funciones, de sus retos y de su inspiración.

La universidad es el «santuario de la inteligencia», sostuvo el filósofo existencialista alemán y rector universitario, Karl Jaspers. No he encontrado en todos los textos aquí reunidos una definición explícita y equivalente por parte de Ignacio Ellacuría. Pero partiendo de la lectura y reflexión de los mismos y, ante todo, tomando en cuenta cómo incide en la UCA desde 1967, a la que se integró como académico y directivo, y cómo la condujo y orientó como rector diez años a partir de 1979, me atrevo a proponer como definición latente que, para Ellacuría, la universidad sería una especie de «faro de la justicia». La inteligencia, concebida por el Ellacuría-filósofo como un «hacerse cargo de la realidad» (lo cognitivo conceptual), un «cargar con la realidad» (lo compasivo solidario) y un «encargarse de la realidad» (lo ético práctico), así, ejercida como el instrumento central de una universidad al servicio de los «pueblos oprimidos y las mayorías populares» –como solía decir el rector mártir– haría de la misma un «faro de la justicia».

En situaciones estructurales caracterizadas por la oscuridad de la injusticia y la falta de libertad, por la penumbra del sistemático irrespeto a la vida de la tierra y a la dignidad humana, por la neblina de la ignorancia y la mentira, por la ceguera de la ideologización y la irracionalidad, la universidad tendría como identidad ser un «faro», aportar luz, lucidez y claridad. Esclarecer la realidad en todas sus dimensiones y ámbitos, así como alumbrar nuevos caminos y posibilidades. Se trata de que el quehacer universitario facilite el entendimiento de la realidad global, regional y local, que oriente y guíe el accionar sociocultural de las personas y los pueblos, que capacite integralmente a quienes, con su saber, su profesión y su responsabilidad ética, hagan la diferencia y aporten positivamente a encauzar la historia en una nueva y positiva dirección.

Para Ellacuría, contribuir universitaria e institucionalmente a esa transformación en sintonía con el Evangelio y los valores del reinado de Dios proclamado por Jesús de Nazaret fue y es la «inspiración» que ha permeado –y deberá seguir distinguiendo– la misión, las funciones, la organización, el funcionamiento, el rol público y la convivencia interna de una universidad que no quiera ser legitimadora de un sistema social injusto que asesina y destruye, que no quiera ser un negocio, que no se encierre en una torre de marfil, que no sea una prolongación de un colegio titulador y deformador; dicho en positivo, que se tome en serio y a profundidad aquello de que «solo la verdad nos hará libres».

Es todo un modelo de universidad el que nos legaron los jesuitas asesinados. Las ideas y planteamientos contenidos en este libro y formulados por Ignacio Ellacuría desarrollan y exponen dicho modelo. Es la «idea» de universidad que él y sus compañeros concibieron, construyeron, ofrecieron y sellaron con su sangre «libre» y esperanzadamente entregada en favor de los más desfavorecidos.

Rolando Alvarado, S. J.

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