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La Ley Orgánica de la Universidad de El Salvador

Este artículo constituye un análisis crítico de la Ley Orgánica de la Universidad de El Salvador, presentado al Ministerio de Educación por la llamada Comisión Normalizadora de la Universidad, el 15 de septiembre de 1972. Fue publicado en ECA 290 (1972), 749-761. Se han añadido algunos subtítulos entre corchetes para facilitar su lectura.

1. Reflexiones críticas en busca de una universidad latinoamericana

El día 19 del último julio [1972], el Gobierno intervenía militarmente la Universidad de El Salvador. No lo hacía para resolver un problema coyuntural, sino para dar vuelco político a la estructura y a la marcha de la universidad. Ya ECA enjuició editorialmente la intervención. (3) Poco después, se establecía la Comisión Normalizadora de la Universidad, entre cuyas funciones estaba la de preparar un Anteproyecto de Ley Orgánica. El 15 de septiembre, era presentado al Ministerio de Educación (4) y ya para el 5 de octubre, la Asamblea Legislativa la sancionaba con algunas correcciones. (5)

Estos breves datos muestran el carácter político de la nueva ley. Pero nuestro propósito no es, en este artículo, un enjuiciamiento político, ni siquiera una comparación histórica con la ley anterior o con otras leyes similares. Se ha escrito hace poco con frase feliz que todo en el hombre es político, aunque la política no es el todo del hombre, ni lo es todo en el hombre. Esto nos permite soslayar lo que de directamente político hay en la ley, para detenernos en lo que en ella hay de meta-político. Concretamente, el intento y el método del artículo se ceñirán, como el epígrafe inicial lo señala, a determinar qué idea de universidad se esconde tras la ley –lo que ella misma llama «la filosofía que informa la presente ley» (art. 6) y en qué coherencia está esa idea con lo que pudiera verse como ideal de la universidad latinoamericana–.

La universidad no es concepto unívoco, ni es una realidad idéntica, ni en la historia ni en la geografía. No hay una universidad para siempre y para todo lugar. Hay que buscarla y hay que hacerla dentro del marco general, que implica a la par y estructuralmente su misión y su configuración, en vistas al cumplimiento de la misión general que le es atribuible. Así, en nuestro análisis, intentaremos descubrir el enfoque general que se desprende de la estructura dada a la universidad y que la condiciona intrínsecamente. Al aclararlo y criticarlo, sabremos de qué universidad se trata, y tal vez fundamentaremos la necesidad de otra estructuración, que corresponda a otro concepto, puede ser que más acorde con el ideal de una universidad latinoamericana plural.

Para desentrañar el concepto de universidad, que condiciona la ley, la cual a su vez va a condicionar la realidad próxima de la universidad, nos encontramos con que esta nueva ley orgánica, de tanta gravedad por su origen y por su objeto, carece de exposición de motivos. La razón dada por la comisión es «la extensión e intensidad de las tareas» que el poder ejecutivo le había encomendado. Sin embargo, añaden, «se cree que en el contenido de sus disposiciones refleja claramente los principios ideológicos que los miembros de la comisión permanente han tenido presentes en todo momento». (6) Esta positiva carencia es de todo punto grave, porque o esos motivos no estaban suficientemente explicitados –y no hay cosa peor que motivos y motivaciones operantes y no explícitos–, o si lo estaban, se ha preferido el silenciarlos, el no darles expresión patente.

Nuestro trabajo, por lo tanto, deberá esforzarse por descubrir esos principios ideológicos, esa filosofía de la ley, más que a contrastar las disposiciones con esos principios y esa filosofía, que no se han proclamado explícitamente. La determinación del concepto desde la objetivación de la ley puede prestarse a malas interpretaciones, pero no hay otro camino.

En cuatro capítulos podría centrarse el análisis: (1) la preservación de las más caras conquistas de las universidades latinoamericanas; (2) la orientación profesionalista; (3) la línea culturalista e investigadora; (4) la línea de servicio social.

2. La preservación de las más caras conquistas de las universidades latinoamericanas

A los presentadores del anteproyecto les parece que conserva lo mejor de lo específicamente obtenido para la universidad por las universidades latinoamericanas. (7) Entre lo principal de esas conquistas estarían la autonomía, la libertad de cátedra, la posibilidad de que la universidad se dicte sus propias normas y la representabilidad proporcional de los sectores que la forman.

Dos puntos pueden discutirse aquí: si el sentido, el para qué, de las conquistas de las universidades latinoamericanas es el mismo que el auspiciado por los redactores de la ley, y cómo la ley entiende la determinación concreta de esas conquistas. Empecemos por el segundo de los puntos.

[2.1. La autonomía universitaria]

La autonomía está definida en el artículo tercero de la ley. Con todo, una puntillosa observación previa no estará de más. El anteproyecto remitido al Ministerio de Educación lleva por título «Anteproyecto de la Ley Orgánica de la Universidad Autónoma de El Salvador», mientras que la ley se ha quedado con esta formulación: «Ley Orgánica de la Universidad de El Salvador». Entre el anteproyecto y la ley se ha perdido un calificativo esencial, ha desaparecido una palabra. Nada menos que la palabra «autónoma». En el encabezamiento oficial de la ley de la Universidad de El Salvador no se habla de la «Universidad Autónoma de El Salvador». La universidad tendrá autonomía, gozará –como dice el texto de la ley– de autonomía en lo docente, en lo administrativo y en lo económico, pero, al parecer, ya no será ella misma autónoma.

En cuatro capítulos define la ley los límites de la autonomía: (a) estructurar unidades académicas, formular planes y programas de estudio, nombrar personal encargado de la enseñanza, sin sujeción a aprobación extraña; (b) nombrar, remover y sancionar a los funcionarios y al personal de la corporación universitaria, sin más limitaciones que las determinadas (el «previamente» del anteproyecto ha sido suprimido) por la ley; (c) disponer y administrar libremente los elementos de su patrimonio, de conformidad con la Constitución Política y su propio régimen jurídico; (d) darse sus propias normas dentro del marco de la presente ley y en consonancia con el orden jurídico de la República.

El marco formal es bueno. Paradójicamente, se atribuye a la universidad del Estado mayor autonomía en el apartado (a) que el concedido a las llamadas universidades privadas, las cuales son sometidas a un absurdo doble control, que pone en peligro la autonomía universitaria sin más. Es muy importante el nombramiento de profesorado «sin sujeción a aprobación extraña», punto por el que indirectamente el Estado puede limitar muy a fondo la labor universitaria, sobre todo por lo que toca a la contratación de profesores extranjeros.

Sin embargo, por más que el marco formal sea bueno, podrían señalarse dos posibles puntos, que sirvieran para plantear con mayor audacia la autonomía universitaria. Uno, es el de que se definiese la autonomía universitaria como la preservación de la independencia y seguridad de la universidad en todo lo referente al cumplimiento de la labor universitaria; otro, la protección incluso penal contra aquellos que desde el poder impiden el libre ejercicio de esa labor.

[2.2. La libertad de cátedra]

La libertad de cátedra se entiende como «aquella de que goza el docente para la exposición, comentario y crítica de las doctrinas e ideas, con propósito exclusivo de enseñanza e investigación» (art. 6). La definición es francamente mala y tendenciosa: (1) se reserva la libertad de cátedra al docente, lo cual implica que la función primordial de la universidad sea la docencia, con lo que esto implica de reducción en sus funciones y de reducción al tipo de sujetos al que debe ir dirigida la labor universitaria; (2) reduce la libertad a las doctrinas y a las ideas, como si no fuera objeto primordial del trabajo universitario la realidad nacional, incluso en su concreta configuración socioeconómica y política; (3) se reduce el propósito o finalidad de la libertad universitaria a enseñar e investigar, anulando así otras posibilidades esenciales que lleven directamente a la transformación, incluso política, de la realidad nacional, como sería –sin meterse eso en activismo político– el convertirse en conciencia universitaria, crítica y transformadora, forzosamente pública de los problemas y de la realidad nacional.

Prescindiendo, por lo tanto, de las ulteriores limitaciones que puedan poner los reglamentos de la universidad, la formulación de la libertad de cátedra dada en la ley es atentatoria contra su misión y responde a una concepción que tiene poco que ver con las conquistas más caras de la universidad latinoamericana. La filosofía que informa esta ley es, además, bien poca garantía de que la libertad de cátedra sea tal frente a las presiones de elementos extra-universitarios. Peligros anteriores no justifican esta manca concepción legal de una auténtica libertad de cátedra.

La representatividad proporcional en la composición de los organismos universitarios, sobre los que pesa últimamente la marcha de la universidad, también está desfigurada. El artículo noveno dice que «la corporación universitaria estará integrada por el conjunto de sus profesores, profesionales y estudiantes». Aunque sobre el problema de la «profesionalización» de la universidad volveremos expresamente más tarde, veamos, a modo de ejemplo, la composición «proporcional» de su máximo organismo elector y normativo, la Asamblea General Universitaria (art. 11): tres representantes de los profesores de cada facultad y dos representantes de los estudiantes de cada facultad.

Admitimos que el problema práctico es difícil. Se pretende un equilibrio de fuerzas en la universidad. Como, al parecer, es una conquista de la universidad latinoamericana la representación estudiantil, se permiten dos estudiantes frente a seis no estudiantes por cada facultad. Como, al parecer, los estudiantes representan forzosamente una línea, llamémosla de izquierda, se les pone la contrapartida de los profesionales que, al parecer, representarán la línea de la ley y el orden: los profesores, a su vez, podrán buscar sus aliados entre ambos extremos. Si se unen profesores y estudiantes, los profesionales quedarán reducidos a la inoperancia. Si se unen profesores y profesionales, los estudiantes quedarán reducidos a ultra-inoperancia. La posible unión de profesionales estudiantes que parecería teóricamente la más probable –una gran parte de estudiantes serán hijos de profesionales– no se suele dar de hecho, porque los estudiantes más activos o no son hijos de profesionales o son hijos de rebeldes, pero, ¿qué sería si la mayor parte del estudiantado, que por su ascendencia –en contra de su idealismo y de su edad– es de intereses conservadores, se aliaran habitualmente con los movimientos y posibilidades más conservadoras?

La ley se inclina por el claro predominio de lo profesional como cautela frente a errores pasados. Tal vez habría que buscar una solución que no pasara forzosamente más que por aquellos elementos –sean estudiantes o profesores–, cuyo inmediato servicio no es a sí mismos, sino al pueblo. Habría entonces que buscar el modo cómo el pueblo pudiera controlar que los directores de la labor universitaria estuvieran al servicio de quien es el destinatario primordial de la labor universitaria y su principal sostenedor. Esta idea es de difícil realización, pero es tal vez el único principio de solución para evadir una universidad desfigurada en su misión o por el activismo político de los partidos, o por la sumisión a quienes cuidan del mantenimiento de la situación reinante. Fórmulas nuevas necesitan ser ideadas y realizadas. Pero lo que es suficientemente claro es que una universidad, máxime si es la del Estado, abierta a una intervención masiva de los profesionales, representará un entorpecimiento para la dinamización social.

[2.3. Las limitaciones de la preservación de las conquistas]

Los límites de la preservación de las conquistas de las universidades latinoamericanas, que esta ley representa, se ven todavía más claramente, si nos preguntamos por el sentido y el para qué de esas conquistas. Solamente habiéndose preguntado el para qué latinoamericano de esas conquistas, solamente teniendo bien presente cuál ha sido el aporte específico de la universidad latinoamericana al concepto moderno de universidad, se hubiera tenido la clave para dar paso a una ley universitaria latinoamericana.

Todas esas conquistas –incluida la posibilidad de que la universidad se dicte sus propias normas, que no es sino consecuencia de la autonomía– iban dirigidas a impedir que la universidad sea sirviente domesticada de los poderes que configuran la sociedad latinoamericana. La rebeldía de la universidad, en otras regiones, se explica tan solo desde una situación sociopolítica, que apenas dejaba sino el resquicio para que esta se convierta en voz de protesta contra un estado de cosas intolerable. Ha habido por eso, en ella, un afán, muchas veces equivocado y prostituido, de ponerse al servicio inmediato del pueblo postergado y de impedir que fuese la universidad un instrumento del robustecimiento del statu quo, a través de un silencio cómplice y de la multiplicación de profesionales.

De ahí que no tenga sentido conservar limitadamente algunas de sus conquistas, si es que se pretende coartar el carácter de motor radical del cambio, que la universidad latinoamericana ha querido para sí. Será correcto tratar de impedir formas no universitarias de entender la realización de esa misión, pero lo que no se puede es mutilarla para convertirla de nuevo en lo que ha pretendido no ser. Quedaría así completamente desvirtuado el aporte específico de la universidad latinoamericana.

En efecto, este aporte específico no está en conservar, fomentar y difundir la cultura; no está en realizar investigaciones científicas, filosóficas y técnicas de carácter universal –lo que añade la ley sobre la realidad centroamericana y salvadoreña, lo recogeremos más tarde como aporte bien positivo–; no está en formar profesionales capacitados moral e intelectualmente para desempeñar la función que les corresponda en la sociedad –porque ¿cuál es la función que en esa formulación se presume? Ni siquiera lo está en propender con un sentido social a la formación integral del estudiante, ni fomentar entre sus educandos –otra limitación de los destinatarios de la labor universitaria, que quiere cerrarse en los muros de la universidad– el ideal de unidad de los pueblos centroamericanos. Ni lo está, finalmente, en colaborar con el Estado en el estudio de los problemas nacionales.

Todos estos son fines que la ley atribuye en su artículo cuarto a la universidad. Pero, en primer lugar, esas formulaciones no merecen tanto el nombre de fines como el de medios, o, a lo más, el de objetivos, y ya veremos inmediatamente que no se trata de una distinción puramente verbal. En segundo lugar, son formulaciones que lo mismo serían válidas –con alguna mínima diferencia accidental– para cualquier universidad mantenida en países cuya situación histórica sea radicalmente distinta de la nuestra; es decir, son poco nacionalistas en el sentido profundo y válido del nacionalismo. Y, en tercer lugar, representan un concepto arcaico de universidad.

El aporte específico de la universidad latinoamericana en el sentido mismo atribuido a la universidad: el de contribuir universitariamente al cambio social, a la transformación radical de una sociedad que no ha sabido dar a la mayor parte de sus componentes la posibilidad real de llevar una vida humana digna. Hay, pues, un fin claro: transformar radicalmente la sociedad, y hay también una especificación necesaria: contribuir universitariamente –es decir, no verbalista y demagógicamente, no partidarísticamente– a esa radical transformación. Este trabajo universitario así entendido implica toda una configuración de la universidad, desde el modo de concebir físicamente sus edificios y los sueldos que deben percibir sus profesores hasta la selección de la actividad académica. Aquí solo pueden señalarse unas ciertas líneas generales, que la ley en cuestión ignora.

Dos líneas generales podrían indicarse: una, la de buscar el esclarecimiento científico y técnico de la realidad nacional, de sus causas y de sus remedios, y un enjuiciamiento ético; es decir, algo que podríamos llamar la ciencia y la técnica críticas de la realidad nacional. Otra: la de hacer operativa esa ciencia, es decir, la de convertirla en conciencia apropiada –en el sentido de hecha propia– y eficaz. La eficacia de esta conciencia, a la que ha precedido una ciencia, debe lograrse por dos canales: por la transmisión directa a la conciencia nacional y por la formación de hombres nuevos que, técnicamente bien preparados, pueden ir realizando los modelos que la universidad ha encontrado como eficaces para la liberación de todo el pueblo.

No es que esto falte absolutamente en la ley, y menos aún que sea positivamente negado, pero tampoco está positivamente propugnado; más bien, está eludido. Y por ello, se puede concluir que no se han salvado plenamente las conquistas más caras de las universidades latinoamericanas, y todavía menos se las ha prolongado y actualizado.

3. Universidad profesionalista

Que lo dicho en el apartado anterior esté fundado se desprende del pronunciadísimo acento que lo profesional tiene en la nueva ley. Sin ánimo de agotar los aspectos profesionalistas, vamos, en primer lugar, a mostrar unos cuantos ejemplos, para después acometer su valoración.

[3.1. La estructuración profesionalista de la universidad]

Ya en la carta de remisión del documento, y a continuación del propósito de conservar las conquistas de las universidades latinoamericanas, se nos habla de que la nueva ley permitirá modernizar los métodos de enseñanza, elevar el rendimiento, ofrecer posibilidades técnicas y científicas al servicio del país. La autonomía, como ya vimos, se reduce fundamentalmente a lo técnico-académico, a lo técnico-administrativo y a lo técnico-normativo. Se caracteriza a la Universidad de El Salvador como una «corporación de derecho público que presta el servicio de la educación superior» (art. 1). Entre los fines (?) propuestos a la universidad, tres se refieren directamente a la formación de los estudiantes, y de esos tres –son cinco en total–, uno habla explícitamente de «formar profesionales» (art. 4).

Otra línea distinta es la estructuración fundamental de la universidad, a través de facultades: «para efectos de gobierno, la unidad básica será la Facultad» (art. 9). Aunque la frase está limitada por el inciso «para efectos de gobierno», hay pocas dudas de que la ley está suponiendo el carácter fundamental de la estructura por facultades. Ahora bien, la facultad es la distribución usual donde la finalidad fundamental de la universidad sea la formación de profesionales, mediante el curso de una carrera; a diferencia de la universidad montada seriamente sobre departamentos –donde el departamento no sea una forma disimulada de facultad–, cuya finalidad sobrepasa el planteamiento profesionalista y lo subordina a fines superiores.

Una tercera línea altamente significativa está en el concebir la corporación universitaria como «integrada» por el conjunto de sus profesores, profesionales y estudiantes (art. 9), donde se consideran como actualmente constituyentes de la corporación a profesionales, que puede ser que hace muchos años dejaron la universidad y, por qué no, según la letra de la ley, que nunca han pasado por las aulas de la Universidad de El Salvador, ni siquiera se han incorporado a ella, por ejemplo, si han cursado sus estudios en otras universidades de la República.

Finalmente, hay una cuarta línea que es la más grave, pues apunta a la distribución del poder universitario.

En la Asamblea General Universitaria como órgano supremo, los profesionales están equiparados a los profesores (art. 11) y, desde luego, superan a los alumnos. En el Consejo Superior Universitario como máximo organismo administrativo, disciplinario, técnico y docente de la universidad, están equiparados a los profesores y a los estudiantes (art. 12). En las juntas directivas de cada facultad, hay dos profesores, un profesional no profesor (esta especificación se repite siempre, al parecer para que no tenga ningún contacto realmente universitario) y un estudiante (art. 24). Además, para cargos personales, como el de rector, se requiere «pertenecer al correspondiente colegio profesional, caso de ser obligatoria la colegialidad» (art. 17); lo mismo para ser decano (art. 25); incluso los profesionales, para poder ser elegidos representantes ante la Asamblea General o el Consejo Superior, deben haber ejercido la profesión durante cinco años y pertenecer a alguna de las asociaciones o colegio que lo elija (art. 16).

[3.2. Sentidos del término de profesionalización]

La profesionalización es un término equívoco. Implica la necesidad de la tecnificación y especialización más o menos científicas para el tratamiento adecuado de los problemas nacionales, pero implica también la constitución de un grupo social que, como tal, está al servicio de la estructura social dominante. Por el primer aspecto, la profesionalización, con las debidas cautelas y drásticas reformas, es un valor necesario; por el segundo aspecto, la profesionalización puede convertirse en el freno de la labor universitaria.

Podrá decirse que la sociedad –y el Estado– financiarían una institución como la universidad si no tuviera esta –como su labor fundamental– la formación de profesionales. El estudiante va a la universidad primordialmente para profesionalizarse y para instalarse debidamente (?) en la sociedad; el Estado y la sociedad favorecen el establecimiento de universidades para contar con los profesionales que necesitan, se trata, por lo pronto, de una necesidad histórica, no intrínsecamente mala, pero sí radicalmente ambigua. La ambigüedad radica, precisamente, en el doble sentido de la profesionalización: la universidad, dada la sociedad en la que vive y los hombres que la frecuentan, debe preparar soluciones técnicas y preparar a quienes las apliquen –cosa en sí buena y necesaria–, pero para ser manejados por una sociedad que, en su estructuración misma y con independencia de la voluntad de los individuos, segrega impedimentos graves para la humanización de aquella.

Por otro lado, una universidad que dejara fuera de su labor la dimensión profesionalizante, se autocondenaría. Y esto no por el lado positivo de la profesionalización, que le es absolutamente necesario para el servicio integral de la comunidad, sino por otras razones graves. En el servicio a la profesionalización radica hoy su fuerza social, y esta fuerza social le es imprescindible para cumplir con su misión básica. Finalmente, es a través de la profesionalización como se logra un lugar natural, donde estudiantes y profesores pueden mutuamente potenciarse, en vistas a una mejora personal y objetiva.

De ahí que la resistencia que la profesionalización puede poner, y de hecho pone, a labores más puras de la universidad, es elemento necesario para su propio vuelo. Decía Kant que si la paloma pudiera pensar, juzgaría que el aire hace resistencia a su vuelo; efectivamente, le hace resistencia, pero esto mismo es la condición que posibilita su vuelo. En términos más filosóficos, podría trabajarse este tema con los conceptos «estabilización-subtensión, dinámica-liberación», más que tratar de dar salidas al permanente problema teórico y práctico de las relaciones entre naturaleza e historia, cuerpo y mente, etc. No es el lugar de hacerlo aquí, pero la indicación puede bastar para situar el problema en su perspectiva justa.

Volviendo a la ley, lo que se ha llamado aquí primera línea de profesionalización es en sí buena y debe ser mantenida, siempre que se subordine a la labor primordial de la universidad. Pero las otras tres líneas son defectuosas.

Lo es la línea de la configuración facultativa de la universidad, que, centrada en las carreras, configura, de hecho y de derecho, su dirección y su peso. Si se evita este peligro, si por el camino de los departamentos e institutos de investigación, si por la debida proyección universitaria, se logra superar ese cerco, importaría menos que la unidad central fuera la facultad. Pero el temor queda de que no sea cuestión de nombres o de organización, sino de deficiencia básica en la concepción de la universidad.

Donde esta deficiencia se ofrece más llamativa es en la tercera y en la cuarta línea. La tesis contra esas dos líneas podría ser formulada así: el introducir a los profesionales, en cuanto tales, en la corporación universitaria, como parte integrante de la misma, junto con profesores y estudiantes, y darles poder decisivo en la marcha de la universidad, es una medida puramente política, que limita la autonomía de la misma y que no tiene justificación universitaria. No decimos con esto que los profesionales no puedan ayudar a la marcha de la universidad. Solamente negamos que por ser profesionales deban considerarse como integrantes de la corporación universitaria y que por ser profesionales –otra cosa sería por ser profesores y profesionales– tengan capacidad para intervenir directamente en la marcha de la universidad, en la línea llamémosla ejecutiva.

Que los profesionales puedan ayudar a la marcha de la universidad puede ser una necesidad. Pueden hacerlo de dos formas obvias: transmitiendo su saber y experiencia técnica y aconsejando sobre el tipo de formación y de investigación requerido para resolver las necesidades del país. Dicho en otros términos, lo que de ellos se reclama es su valor científico y técnico, su experiencia como grupo social de presión natural, o como casta privilegiada, puesta al servicio de sus propios intereses profesionalistas.

Montar, por lo tanto, una universidad, dando preferencia axiológica a la profesionalización, en el segundo sentido del término, es convertirla en favorecedora de una casta privilegiada y en servidora domesticada del poder social. El ingente dinero que la universidad gasta –y que el estudiante, futuro profesional, no paga más que en una medida muy reducida– no puede ponerse al servicio de unos pocos privilegiados, que después van a cobrar sus servicios profesionales desproporcionadamente a la capacidad del pueblo, en favor del cual se les regaló un dinero, que, en última instancia, viene del pueblo mismo. Esta es una razón supletoria para no dar tampoco excesiva beligerancia en la marcha de la universidad a quienes van buscando en ella predominantemente una preparación profesionalizante, es decir, una preparación que les convierta en pertenecientes al grupo social de los profesionales. Por este camino, lo que se constituye es un freno para que la universidad sea conciencia crítica y operativa del cambio social.

Por otro lado, gastar los recursos de la universidad en la formación de profesionales, que exigen una determinada altura en vistas a adquirir un determinado estatus y una determinada retribución, es la mejor manera de alejarse del servicio efectivo que el pueblo más urgentemente necesita. ¿Qué significa, en efecto, la poca demanda de carreras intermedias, que serían suficientes para iniciar una resolución masiva de las necesidades más urgentes del país?

En definitiva, no parece que el configurarse conforme a los deseos de los profesionales sea la mejor garantía de servicio universitario a la totalidad de la nación. Confundir la necesidad de que se acrecienten seriamente los saberes técnicos y su utilización práctica en orden al desarrollo y a la liberación del país, con la constitución de un grupo social privilegiado, que va a aumentar su poder con el dominio político de la universidad, sería confusión de gravísimas consecuencias. Bastante campo tienen en sus profesiones y en sus asociaciones profesionales para intervenir en la marcha del país. Nada justifica que se introduzcan como profesionales en la marcha directa de la universidad, sin entrar de verdad en lo que es la labor universitaria. Solo la participación en el trabajo universitario justificaría, hasta cierto punto, su intervención en el gobierno de la universidad.

4. Dimensión culturalista e investigadora

Aunque la ley acentúa el matiz profesionalista de la universidad, no puede menos que tener en cuenta también los aspectos de cultura e investigación. Pero, como veremos enseguida, estos aspectos quedan un tanto subordinados a la dimensión profesionalizante.

Los puntos sobre los que la ley insiste más en esta línea de la investigación y la cultura están enmarcados en lo que la carta de remisión apunta: los cambios profundos a los que debe ser sometida la Universidad de El Salvador deben ir dirigidos «a la tarea de ofrecer todas sus posibilidades técnicas al servicio de nuestro país», para lo cual se necesita impulsar la investigación científica. En el artículo cuarto de la ley, ya vimos que se pone como primer fin de la universidad «conservar, fomentar y difundir la cultura», y como segundo, «realizar investigaciones científicas, filosóficas, artísticas y técnicas de carácter universal y sobre la realidad centroamericana y salvadoreña en particular». En el artículo sexto, la libertad de cátedra, con la que se puede buscar la realización de esos fines, queda algo reducida a la «exposición, comentario y crítica de las doctrinas e ideas, con propósito exclusivo de enseñanza e investigación». En el considerando tercero, a su vez, se garantiza «el estudio y libre discusión de las distintas corrientes del pensamiento humano», para lo cual queremos suponer que las aduanas del país dejarán entrar los instrumentos necesarios, sin los cuales esa discusión será todo menos universitaria.

Que la universidad tenga que ver con la cultura, es de por sí menos claro de lo que tópicamente pueda parecer. Todo depende de cómo se entiendan la cultura y su función, en una determinada situación histórica. Por eso, es equívoco plantear este problema de la cultura como fin primero de la universidad. Con todo, aunque la redacción de esta finalidad primera puede parecer tópica, es, sin embargo, casi necesaria y, además, lo suficientemente indeterminada y abierta. Cerrar y determinar su sentido por lo que se llama filosofía general que anima a la ley, sería un error.

En general, las formulaciones que incitan a la investigación son amplias y nobles. Su única limitación se esconde en lo que la ley está tratando de evitar: la repetición de lo acaecido en los últimos años en la universidad intervenida. Los autores de la ley parecen suponer que la despolitización de la universidad es posible y es necesaria, y que, entre la forma usual de haber hecho política por parte de la Universidad de El Salvador y la negación de toda forma de política por parte de la universidad, no hay posible término superador. Ahora bien, esos dos supuestos son discutibles.

La universidad es, en efecto, una institución pública de tal peso en la marcha de un país pequeño, que apenas cuenta con otra alternativa válida, que no puede menos que entenderse a sí misma como una realidad política. Un planteamiento universitario que no sea explícitamente político irá a parar o a la politización activista o a la dejación politizada de su estricta obligación política. La ley, frente a la politización activista de la anterior universidad, parece proponer la alternativa de una despolitización absoluta. Ahora bien, bastaría con percatarse de que esta despolitización es lo que busca el Gobierno actual, y, en general, todos los que detentan el poder, para entender sin lugar a dudas de que tal despolitización tiene un gravísimo sentido político, pues implica una positiva opción –a pesar de sus apariencias puramente omisivas– en favor de una de las soluciones políticas.

Dado entonces, que la politización de la universidad es un hecho ineludible, al menos en la actual situación del país; más aún, es un derecho y una obligación, pues no nace del deseo de algunos universitarios de hacer política –lo cual podrían y deberían hacerlo por medio de partidos políticos–, sino de que la universidad misma es aquí y ahora una realidad política; dado este planteamiento, lo que urge es afrontar el problema y descubrir la manera universitaria de hacer política. Esta manera universitaria de hacer política implica, desde luego, intervención en la solución técnica de los problemas reales del país –vuelve a salir la necesidad de la profesionalización junto con la de la investigación–, pero no puede ignorar que el gran problema del país, el país mismo como problema, es fundamentalmente un problema político. No puede ignorar tampoco que para el problema político hay necesidad de ciencia e investigación política. No puede ignorar, finalmente, que los problemas políticos y el destino mismo de la universidad exigen un contacto inmediato con la conciencia popular, sin la cual la intervención de la universidad no sería ni técnica ni universitaria.

El problema es, entonces, cuál es la cultura y cuál la investigación que el país necesita para salir de su postración. No implica esto reducir la universidad a tareas inmediatistas, sino que exige una reflexión permanente sobre qué patrones de cultura deben crearse aquí y sobre qué investigación se requiere para realizar esos nuevos patrones. Todo esto supone mucho saber, porque para no repetir hay que saber mucho. La universidad debe estar en vigilia permanente, tanto para no caer en el inmediatismo politizante del que quiere hacer sin saber a fondo qué hacer y cómo hacerlo, como para no caer en el culturalismo escapista que, al ser huida de la realidad, es negación del saber real.

Tal vez, la ley, por proteger a la universidad del peligro primero, puede preparar la caída en el segundo; al menos, puede reducir el servicio universitario a una ayuda puramente técnica y profesional.

5. El servicio social de la universidad

La ley no descuida la función social que debe prestar la universidad, sino que la proclama paladinamente, incluso con formulaciones vigorosas.

El intento de la ley, según la carta de remisión, sería ante todo poner a la Universidad de El Salvador «definitivamente a la tarea de ofrecer todas sus posibilidades técnicas y científicas al servicio de nuestro país». La ley misma, en sus considerandos, es todavía más explícita: «la Universidad está obligada a prestar un servicio social, persiguiendo la elevación espiritual del hombre salvadoreño, la difusión de la enseñanza superior y la investigación científica» (Considerando II); debe contribuir «a la afirmación en El Salvador de una sociedad democrática y libre, que persigue afanosamente alcanzar la justicia social» (Considerando III). Por eso, la misma ley establece entre los fines de la universidad realizar investigaciones «sobre la realidad centroamericana y salvadoreña en particular» (art. 4b).

Respecto de los estudiantes, se propugna que alcancen una formación integral con sentido social (art. 4d). Se establece el servicio social obligatorio como condición previa para la obtención del grado académico (art. 40).

Se propone incluso la directa colaboración con el Estado en el estudio de los problemas nacionales, sin mengua de su carácter esencial de centro autónomo de investigación y cultura (art. 4).

El servicio social que la universidad debe prestar es una seria preocupación de la ley. En ella aparece con suficiente claridad la idea y el ideal de que la universidad está al servicio del país, aunque este servicio se limita un tanto cuando se lo pretende cumplir desde sus «posibilidades técnicas y científicas». Todavía se aclara más este servicio, cuando se lo califica como social y se lo dirige a la elevación del hombre salvadoreño, aunque de nuevo se limita esta «elevación» cuando se le da ese nombre y cuando además se lo específica como «elevación espiritual». Incluso se le propone a la universidad una finalidad estrictamente política cuando se pretende que contribuya a la afirmación de una sociedad democrática y libre, de una sociedad que persigue afanosamente la justicia social.

Formalmente, al menos, la ley ofrece suficiente campo para que la universidad sea lo que debe ser. No haber olvidado esta dimensión esencial de la misión universitaria, es uno de los mayores méritos de sus redactores. Desde esta mayor apertura, deben, por lo tanto, entenderse las críticas que anteriormente hemos hecho de otros aspectos de la ley. Tal vez, la formulación de esta finalidad social podía apurarse más intelectualmente, pero así como está, todavía ofrece un marco lo bastante amplio para que puedan subsanarse los límites de otros apartados. Al aceptarse además que la universidad puede y debe investigar sobre la realidad centroamericana y salvadoreña en particular, la ley está abriendo cauces prácticos para realizar lo que dice querer realizar. Entrados en esta dinámica, los universitarios no podrán menos que radicalizar desde dentro todas las demás funciones y dinámicas de la universidad.

Con todo, no se resalta debidamente que la ciencia universitaria tiene que convertirse en conciencia nacional crítica y operativa del cambio social. En general, se ignora el diagnóstico que merece la actual estructuración de la sociedad. No que la ley debiera formularlo, pero sí tenerlo presente. La ley implica un concepto de universidad y un diagnóstico de la sociedad. Este último no se ha explicitado y el que puede descubrirse como implícito no es satisfactorio: la sociedad está vista como carente del debido desarrollo técnico y a suplir esa carencia parece ir configurada la aportación de la universidad. Tal diagnóstico es bien parcial y puede llevar a graves limitaciones, como las expuestas en apartados anteriores.

Se dirá que hay también un diagnóstico político cuando se insiste en la necesidad, que debe perseguirse afanosamente, de la justicia social, y en la necesidad, asimismo, de constituir una sociedad democrática y libre. Ambas son necesidades urgentes, porque son palmarias y lacerantes ausencias. La observación es, digámoslo de nuevo, justa, pues apunta a uno de los valores más notables de la ley. Silenciarlo sería incorrecto. Por eso, lo resaltamos. Y lamentamos las consecuencias debidas, al no configurar la ley desde este servicio social como determinante del quehacer universitario. Un servicio social que es sustantivamente un servicio político, desde el cual y para el cual debe configurarse toda aportación técnica y profesional. Si ese servicio –por qué no, según los casos– exige investigación inmediata, contacto permanente con la cultura universal, etc., la universidad se abrirá con entusiasmo a todo ello, pero sin perder nunca la clara conciencia y la decidida tendencia a que todo eso contribuya a su fundamental razón de ser. Lo demás sería contribuir a una crasa apolitización politizada de la universidad.

6. A modo de conclusión

En la mesa redonda con que la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» contribuyó al análisis del Anteproyecto de Ley, y a la que asistió en defensa del mismo el Dr. Juan José Fernández, presidente de la Comisión Normalizadora, tuve ocasión de formular las observaciones y de hacer un enjuiciamiento global del anteproyecto desde la situación histórica en que nació y que es bien conocida.

La ley está fuertemente condicionada por la condición de la que surge. El Dr. Fernández no aceptó que el anteproyecto mostrase una tensión interna entre la voluntad universitaria de sus redactores y la presión política a la que habían sido sometidos. Tal vez malentendió lo que significa presión política, que como tal no implica el que se hayan sometido a indicaciones ni menos a exigencias del poder público. Significa que la situación anterior de la universidad, con su determinada configuración política, presionaba antitípicamente hacia un nuevo tipo de universidad política. Significa que las actividades de la comisión arrancaron de una intervención armada, que exigía una ruptura radical con aspectos muy característicos de la universidad anterior. Significa que muchas de las fuerzas opuestas a la gestión anterior de la universidad desplegaron diligente actividad para hacer de ella un instrumento activo o pasivo, que favoreciera su valoración de la realidad nacional...

Dada toda esta suerte de presiones, nos parece un deber reconocer que el anteproyecto es digno de respeto. Dada la intervención recientísima del poder público, podría esperarse una ley que dejara a la universidad despojada de toda autonomía. No ha sido así, y en ello tanto la comisión como el poder ejecutivo se han mostrado prudentes y hasta generosos. La ley podía haber resultado mucho peor; su signo político podía haber sido mucho más entreguista. Haber logrado lo que se logró, en circunstancias tan difíciles, es mérito indiscutible y es prueba suficiente de la vocación universitaria de sus redactores.

Con todo, no sería honesto desconocer los límites de la ley, límites surgidos de la ocasionalidad que le es propia. Todos ellos parecen nacer del miedo a que la inteligencia universitaria contribuya decididamente al cambio social. No es difícil ver que en la situación actual del país, la universidad tiene la ineludible obligación de criticar intelectual y universitariamente la realidad nacional, tanto en sus vertientes técnicas como en sus vertientes políticas. No solo para proponer soluciones y modelos de solución, sino para contribuir a formar una conciencia operativa que potencie o frene, según los casos, las fuerzas operantes en torno al cambio social. Los poderes sociales y políticos debieran ver en la crítica pública de la universidad un elemento indispensable del avance social y el equilibrio social.

La universidad latinoamericana, tal como se la puede apreciar desde esta parcela tan diferenciada de Latinoamérica, como es Centroamérica, tiene un deber ineludible. Ojalá la Universidad de El Salvador acierte a cumplirlo, sacando el máximo partido de la ley que se le ha impuesto.

3 ECA 285 (1972), 435-439. [Nota del editor].

4 Anteproyecto de la Ley Orgánica de la Universidad Autónoma de El Salvador. Texto original publicado en El Mundo, 20 de septiembre de 1972. [Nota del editor].

5 Publicada en el Diario Oficial, tomo n.° 237, pp. 9670-9679. [Nota del editor].

6 Carta de remisión del documento, El Mundo. [Nota del editor].

7 ibidem.

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