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2. Jesús en la fraternidad de los Doce

Dejarse amar

Jesús salta al combate del espíritu después de experimentar el amor del Padre.

En el crecimiento evolutivo de sus experiencias humanas y también divinas (Lc 2,52), Jesús, siendo un joven de veinte o veinticinco años, fue experimentando progresivamente que Dios no es sobre todo el Inaccesible o el Innominado, aquel con quien había tratado desde las rodillas de su Madre[3].

Poco a poco Jesús, dejándose llevar por los impulsos de intimidad y ternura para con su Padre, llegó a sentir progresivamente algo inconfundible: que Dios es como un Padre muy querido; que el Padre no es primeramente temor sino Amor; que no es primeramente justicia sino Misericordia; que el primer mandamiento no consiste en amar al Padre sino en dejarse amar por Él.

La intimidad entre Jesús y el Padre fue avanzando mucho más lejos. Y cuando la confianza –de Jesús para con su Padre– perdió fronteras y controles, un día (no sé si era de noche) salió de la boca de Jesús la palabra de máxima emotividad e intimidad: ¡Abbá, querido Papá!

* * *

Y ahora sí, Jesús podía salir sobre los caminos y las montañas para comunicar una gran noticia: que el Padre está cerca, nos mira, nos ama. Y nos reveló al Padre con comparaciones llenas de belleza y emoción.

¿Habéis visto alguna vez que un niño hambriento pida un pedazo de pan a su padre, y este le dé una piedra para que le rompa los dientes? O si le pide pescado frito, ¿acaso su padre le dará un escorpión para que lo pique y lo mate? Estallan las primaveras, brillan las flores, anidan los pájaros, todo se cubre de esplendor, arden las estrellas allí arriba. ¿Quién da vida y belleza a todo esto? El Padre se preocupa de todo. ¿Acaso no valéis vosotros más que los pájaros, las flores y las estrellas? Hasta los cabellos de vuestra cabeza y los pasos de vuestros pies, todo está enumerado. El Padre no os vigila, os cuida.

Pedid, llamad, tocad las puertas. Se os abrirán las puertas, encontraréis lo que buscáis, recibiréis lo que pedís. Vuestro único problema consiste en dejaros envolver y amar por el Padre. ¡Si supierais cuánto os ama, si conocierais al Padre..., nunca sabríais de tristezas ni de miedos! Y ahora comportaos con los demás como el Padre procede con vosotros.

* * *

Desde hace mucho tiempo me asiste la más fuerte convicción en el sentido de que vivir el Evangelio consiste originalmente en experimentar el amor del Padre, precisamente del Padre. Cuando se siente eso, surge en el corazón humano un deseo incontenible de tratar a los demás como el Padre me trata a mí. A partir de esa experiencia el otro se transforma para mí en hermano.

Íntimamente me asiste también la más completa seguridad de que eso mismo sucedió a Jesús: experimentó intensamente el amor del Padre cuando era un joven. Y al impulso del dinamismo de ese amor, Jesús salió al mundo para tratar a todos como el Padre lo había tratado a Él. «Como mi Padre me amó, así yo os he amado a vosotros».

Este es el programa que Jesús propone a los hombres. Aquí está la revolución, la «novedad» profunda y radical del Evangelio. Jesús es su Hijo amado. Nosotros somos sus hijos amados.

Así comprendemos la motivación o sentido profundo de las actitudes evangélicas de Jesús. Cuando el Señor Jesús a sus doce años responde a su Madre que el Padre es su única ocupación y preocupación, quiere indicar con otras palabras: mi Padre es mi madre, queriendo decir que toda la ternura que podía darle su Madre, ya se la había dado su Padre.

Cuando Jesús dice que la voluntad del Padre nos constituye en padre, madre, esposa... (Mt 12,50), quiere decir esto: que el amor del Padre nos da a sentir una ternura mucho más profunda que la de una esposa; causa más dulzura que la de una madre muy querida y mayor satisfacción que miles de propiedades y hectáreas.

Y así surge la comunidad, como una necesidad de amor, como un espacio vital donde poder derramar las energías y el calor que hemos almacenado, provenientes del sol del Padre.

* * *

El modelo de conducta para el trato mutuo en una comunidad es el Padre mismo. El programa de Jesús se resume en esto: sed como el Padre.

Si amáis al que os ama, ¿cuál es vuestro mérito? Hasta los publicanos actúan así. Si queréis convivir tan sólo con los que son de vuestro agrado o mentalidad, ¿en qué está la novedad? Es una reacción instintiva. Mirad a vuestro Padre. ¿Creéis que ese sol calienta y fecunda solamente los campos de los justos? También los campos de los injustos y de los traidores. El Padre es así. Los hombres le disparan blasfemias y Él les envía un sol fecundante. Sed como Él.

Si sois cariñosos y saludáis tan sólo a vuestros parientes y amigos, ¿en qué os diferenciáis de los demás? Hasta los ateos proceden así.

Mirad esa lluvia. ¿Acaso el Padre hace discriminación, regando los campos de los buenos y dejando áridos los campos de los blasfemos e ingratos? Él no guarda rencor ni toma venganza. Devuelve bien por mal, y envía indistintamente la lluvia benéfica sobre los unos y los otros. Sed como Él y os llamaréis hijos benditos del Padre celestial.

Familia itinerante

Más que colegio apostólico o escuela de perfección, el grupo de los Doce fue una familia sin morada, caminando bajo todos los cielos y durmiendo bajo las estrellas; familia dentro de la cual Jesús fue el Hermano que los trató a ellos como el Padre lo había tratado a Él.

Igual que en una familia, fue sincero y veraz para con ellos. Les abrió su corazón y les manifestó que lo iban a crucificar y matar, pero que al tercer día resucitaría. Les previno de los peligros, los alentó en las dificultades, se alegró de sus éxitos.

Los trató como «amigos» porque un hombre es amigo de otro hombre cuando le manifiesta toda su intimidad. En una tremenda reacción de sinceridad, les manifestó que sentía tristeza y miedo. Me parece que Jesús llegó casi a mendigar consolación cuando en Getsemaní fue a verlos y los halló durmiendo. Después de muchos años, Pedro recordaba con emoción que en su boca nunca nadie encontró ambigüedad o mentira.

Fue con ellos exigente y comprensivo a la vez. Como en todo grupo humano, también allí nacieron y crecieron las hierbas de la rivalidad y de la envidia. Jesús necesitó un extraordinario tacto y delicadeza para suavizar las tensiones y superar las rivalidades con criterios de eternidad. Con infinita paciencia, en innumerables oportunidades, les corrigió su mentalidad mundana.

Les lavó los pies. Fue delicado con el traidor, tratándolo con una palabra de amistad. Fue comprensivo con Pedro, con una mirada de misericordia. Fue cariñoso con Andrés y Bartolomé. Sobre todo fue un sembrador infatigable de la esperanza. Se manifestó paciente con todos y en todo momento. Sólo en un momento aparece un destello de impaciencia: «¡Hasta cuándo!» (Lc 9,41). Fuera de ese momento, la paz para con ellos fue la tónica general.

Y así nació la primera fraternidad evangélica, modelo de todas las comunidades religiosas.

Ejemplo y precepto

Lo que estamos afirmando en todo momento, a saber, que Jesús trató a los suyos como el Padre lo había tratado a Él, se lo declaró al final en términos explícitos:

«Así como el Padre me amó a mí, de la misma manera yo os amé a vosotros. Ahora haced lo mismo entre vosotros» (Jn 15,9).

Jesús hace ahora una transmisión: yo recibí el amor del Padre y os lo comuniqué a vosotros. Ahora comunicaos mutuamente ese mismo amor y trataos unos a otros como el Padre me trató a mí y como yo os traté a vosotros. Vivid amándoos.

Jesús, sabiendo que había llegado su Hora y la hora de regresar al Hogar del Padre y que disponía de pocos minutos para estar con ellos, abrió para ellos todas las puertas de su intimidad, en una apertura total.

En un gesto dramático se arrodilló ante ellos y les lavó los pies, suprema expresión de la humildad y amor. Y les dijo: ahora haced vosotros lo mismo: trataos con veneración y cariño.

Nunca se vio que un simple obrero ocupara el lugar ni la función del patrón. Nunca se ha visto tampoco que un recadista o enviado tenga mayor categoría que aquel que lo envió. Vosotros me llamáis maestro y señor, y lo soy efectivamente. ¿Visteis alguna vez que el Señor esté sirviendo a la mesa? Sin embargo, yo, a pesar de ser maestro y señor, rompí todos los precedentes y me visteis en el suelo, a vuestros pies, y ahora sirviéndoos la comida. Ya os he dado ejemplo. Tengo autoridad moral para daros ahora el precepto: ¡amaos!

¿Queréis saber quién es el grande? Los hombres de este mundo, para afirmar su personalidad y su autoridad, dan golpes de fuerza, ponen los pies sobre la cabeza de sus súbditos y los oprimen con la fuerza bruta. Así se sienten hombres superiores. Vosotros no. Si alguno de vosotros quiere ser grande, hágase como el que está a los pies de los demás para reverenciarlos, servirlos a la mesa, lavarles y secarles los pies. ¡Amaos!

* * *

¿Sabéis cuál es el distintivo por el que os identificarán como discípulos míos?: el amor fraterno. Si os amáis como yo os amé y el Padre me amó, hasta los más recalcitrantes sacarán la conclusión de que yo soy el Enviado.

No tengáis miedo. No os dejaré huérfanos. Cuando yo llegue a mi Casa, os enviaré un soplo de fortaleza y consolación que os transformará en murallas invencibles frente a cualquier adversidad. Y si, en una suposición imposible, fallara todo esto, sabed que yo mismo, personalmente, estaré entre vosotros hasta el fin del mundo.

Me voy. Como recuerdo os dejo una herencia: mi propia felicidad. ¿Me visteis alguna vez triste? En medio del combate, siempre me visteis en paz, nunca resentido. Esa misma paz os dejo por herencia. Sed felices. Este es mi precepto fundamental: ¡amaos los unos a los otros!

* * *

Jesús levantó sus ojos. Y, con una expresión hecha de veneración y cariño, dirigió al Padre esta súplica:

Padre Santo,

sacándolos del mundo, los depositaste a todos estos

en mis manos, a mi cuidado.

Yo les expliqué quién eres Tú.

Ahora ellos saben quién eres Tú

y saben también que yo nací de tu Amor.

Eran tuyos, y Tú me los entregaste como hermanos, y yo los cuidé

más que una madre a su niño.

Conviví con ellos

durante estos años:

como Tú me trataste,

así los traté yo.

Pero ahora tengo que dejarlos, con pena,

voy a salir del mundo y regresar junto a Ti,

porque Tú eres Mi Hogar.

Pero ellos quedan en el mundo.

Padre querido, tengo miedo por ellos, el mundo está dentro de ellos:

temo que el egoísmo, los intereses y las rivalidades

desgarren la unidad entre ellos.

Eran tuyos y me los entregaste,

ahora que me alejo de ellos vuelvo a entregártelos.

Guárdalos con cariño.

Cuando estaba con ellos

yo los cuidaba.

Ahora cuídalos Tú.

Tengo miedo por ellos, los conozco bien.

No permitas que los intereses los dividan

y que las rivalidades acaben por extinguir la paz.

Que sean uno, Padre amado, como Tú y Yo.

No es necesario que los retires del mundo.

Derriba en ellos las altas murallas

levantadas por el egoísmo.

Cubre los fosos y allana los desniveles

para que sean verdaderamente unidad y santidad.

Como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, también ellos sean consumados en lo uno nuestro.

«Mis hermanos»

Después de vivir durante tres años en el seno de aquella familia itinerante, poniendo en práctica todas las exigencias del amor, al final, antes de levantar el vuelo para subir al Padre, Jesús dio la razón profunda de aquella singular convivencia:

«Anda y diles a mis hermanos que subo a mi Padre que es vuestro Padre, a mi Dios que es vuestro Dios» (Jn 20,17).

¡Extraño! Antes de morir, cuando la semejanza de Jesús con los suyos era total, los llama como gran privilegio amigos, porque les había abierto su intimidad y manifestado los secretos arcanos de su interioridad.

Pero ahora, una vez muerto y resucitado, cuando ya Jesús no pertenecía a la esfera humana, sorpresiva y repentinamente comienza a llamarlos mis hermanos. Aquí está el secreto: Jesús, durante aquellos años, los cuidó con tanto cariño y luchó para formar con ellos una familia unida, porque el Padre de Jesús era también el Padre de los Apóstoles, y el Dios de aquellos pescadores era también el Dios de Jesús.

Existía, pues, una raíz subterránea que mantenía en pie todos aquellos árboles. Más allá de las diferencias temperamentales o sociales, una corriente elemental unificaba, en un proceso identifícate, a todos aquellos que tenían un Padre común.

* * *

El misterio existencial de la vida fraterna consistirá siempre en imponer las convicciones de fe sobre las emociones espontáneas.

Este tipo no me gusta, el instinto me impulsa a separarme de él. Este otro mantiene respecto de mí no sé qué reticencia o ceño fruncido; mi reacción espontánea es ofrecerle la misma actitud. Sé que aquel otro habló mal de mí; desde ese momento no puedo evitar mirarlo como enemigo y tratarlo como tal...

Será necesario imponer, por encima de esas reacciones naturales, las convicciones de fe: el Padre de ese hermano es mi Padre. El Dios que me amó y me acogió es el Dios de ese hermano. Será necesario abrirme, aceptarlo y acogerlo como al hijo de «mi Padre».

Signo y meta

Hubo, pues, en los últimos tiempos una explosión de la benignidad y amor de nuestro Salvador a los hombres (Tit 3,4). Los redimidos por el amor, sintiéndose admirados, emocionados y agradecidos por tanta predilección, pasan decididamente a esta conclusión:

«Si Dios nos ha amado

de esta manera,

nosotros

debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4,7).

Cuando el hermano haya experimentado previamente ese amor primero, no habrá dificultades especiales en la vivencia de amor diariamente; todo queda solucionado o en vías de solución: problemas de adaptación, tensiones y crisis, dificultades de perdón o de aceptación.

* * *

Al desaparecer la fraternidad itinerante de Jesús, con la dispersión de los Apóstoles en el mundo, surge en Jerusalén una copia de aquella familia apostólica. Y Los Hechos nos presentan la comunidad de Jerusalén como el ideal de la existencia cristiana.

Vivían unidos. Tenían todo común. Se los veía alegres. Nunca hablaban con adjetivos posesivos: «mío», «tuyo». Acudían diariamente y con fervor al templo. Gozaban de la simpatía de todos. En una palabra, tenían un solo corazón y una sola alma. Y todo esto causaba una enorme impresión en el pueblo.

La fraternidad evangélica tiene en sí misma su razón de ser: la de ser un ambiente en el cual los hermanos tratan de establecer verdaderas relaciones interpersonales y fraternas.

Fraternidad no significa tan sólo que vivamos juntos, unos y otros, ayudándonos y completándonos en una tarea común, como en un equipo pastoral, sino que sobre todo tenemos la mirada fija los unos en los otros para amarnos mutuamente. Y más que eso, quiere indicar que vivimos unos-con-los-otros, así como el Señor nos dio el ejemplo y el precepto.

* * *

Este amor, vivido por los hermanos en medio del mundo, constituirá el toque de atención y argumento palpable de que Jesús es el Enviado del Padre y de que está vivo entre nosotros. Cuando las gentes observen a un grupo de hermanos vivir unidos, en una feliz armonía, acabarán pensando que Cristo tiene que estar vivo. De otra manera no se podría explicar tanta belleza fraterna. Así, la fraternidad se torna sacramento, señal indiscutible y profética de la potencia libertadora de Dios.

El pueblo posee una gran sensibilidad. Percibe con certeza cuándo entre los hermanos reina la envidia, cuándo la indiferencia y cuándo la armonía.

La gente sabe por propia experiencia cuánto cuesta amar a los difíciles, cuánta generosidad presupone el amor oblativo. Una comunidad unida se transforma rápidamente para el Pueblo de Dios en un signo de admiración, y también en un signo de interrogación que lo cuestiona –a ese Pueblo– y lo obliga a preguntarse por la acción redentora de Jesús cuyos frutos quedan a la vista.

* * *

Muchas tareas señaló Jesús a los suyos. Les dijo que se preocuparan de los necesitados y que lo que hicieran por ellos lo habían hecho por Jesús mismo. Les dijo cómo tenían que defenderse cuando fueran llevados a los tribunales. Les pidió que limpiaran leprosos, sanaran enfermos, resucitaran muertos. Les mandó que recorrieran el mundo anunciando las noticias de última hora.

Pero al final, en el último momento y con carácter urgente de testamento final, les comunicó que, entre todas las actividades señaladas o preceptuadas, la actividad esencial habría de ser vivir amándose unos a otros, en cuanto y hasta que Él regresara.

Es, pues, la fraternidad la meta para los seguidores de Jesús.

Aceptar a Jesús como «Hermano»

Dios es amor porque amar significa dar. Y Dios nos ha dado lo que más quería: su Hijo. Jesucristo es, pues, el don de los dones o el colmo de los regalos.

Si el amor es el fundamento de la fraternidad y Jesús es el centro de ese amor, es preciso concluir que Jesucristo es el Misterio Total de la Fraternidad. Y el secreto del éxito comunitario está en aceptar a Jesús, en el seno de la comunidad, como Don del Padre y Hermano nuestro.

* * *

Impresionan las insistencias de Bonhoeffer. El pastor luterano sabía por propia experiencia qué significa vivir en comunidad. Casi desde los comienzos de su actividad ministerial había sido orientador espiritual de los seminaristas teólogos de la Iglesia Confesante de Pomerania. Y en sus orientaciones comunitarias insiste, de forma casi exclusiva, en el carácter espiritual de la comunidad.

A aquel hombre, que se equilibró entre la «resistencia y la sumisión» y acabó su vida como Testigo de Jesús a manos de los coroneles de las SS, no le parecía que el hermano debe buscar a Dios en el otro hermano, como se dice hoy, sino que un hermano solamente puede llegar al otro hermano mediante Jesucristo.

Y añade que nosotros, desde la eternidad, hemos sido elegidos como hermanos en Jesucristo, fuimos aceptados en el tiempo y unidos para la eternidad.

«Sólo mediante Jesucristo es posible que uno sea hermano del otro.

Yo soy hermano para el otro gracias a lo que Jesucristo hizo por mí y en mí. El otro se ha convertido en mi hermano gracias a lo que Jesucristo hizo por él y en él.

El hecho de que sólo por Jesucristo seamos hermanos, es de una trascendencia inconmensurable. Porque significa que el hermano con quien me enfrento en la comunidad no es aquel otro ser grave, piadoso, que anhela hermandad. El hermano es aquel otro redimido por Cristo, absuelto de sus pecados, llamado a la fe y a la vida eterna.

Nuestra comunión consiste exclusivamente en lo que Cristo ha obrado en ambos. Estoy y estaré en comunidad con el otro, únicamente por Jesucristo.

Cuanto más auténtica y profunda se haga, tanto más retrocederá todo lo que mediaba entre nosotros, con tanta más claridad y pureza vivirá en nosotros, sola y exclusivamente, Jesucristo y su obra.

Nos pertenecemos únicamente por medio de Jesucristo. Pero por medio de Cristo nos poseemos también realmente los unos a los otros, para toda la eternidad»[4].

La comunidad llegará a la madurez y unidad en tanto cuanto aceptemos a Jesús como Hermano y lo acojamos como un componente, uno más, de nuestra fraternidad.

Aceptar a Jesús significa que la comunidad lo reconoce vitalmente y admite su presencia invisible y real. Significa también que la comunidad no sólo lo integra como un miembro vivo sino que, sobre todo, lo considera el elemento principal de integración.

Aceptar a Jesús significa que su presencia nos incomoda, cuestiona y desafía cuando en el seno de la comunidad hacen su aparición aquellas reacciones que perturban la paz. Aceptarlo significa también que el Hermano nos hace sentirnos realizados en nuestro proyecto de vida, que El desvanece nuestros temores interiores y nos «obliga» a salirnos de nosotros mismos para perdonar, aceptar y acoger.

Aceptar a Jesús significa que respetamos y reverenciamos a cualquier hermano como al mismo Jesús, y que nos esforzamos para no hacer, en el trato general, ninguna diferencia entre el hermano y el Hermano.

«Sin Cristo, hay discordia entre Dios y el hombre, y entre el hombre y el hombre. Cristo se convirtió en mediador e hizo la paz con Dios y entre los hombres.

Sin Cristo no reconoceríamos al hermano ni podríamos llegar a él. El camino está bloqueado por el propio yo.

Cristo ha franqueado el camino que conduce hacia Dios y hacia el hermano. Ahora los cristianos pueden convivir en paz, amarse y servirse unos a los otros; pueden llegar a ser un solo cuerpo.

Únicamente en Jesucristo somos un solo cuerpo. Únicamente por medio de Él estamos unidos»[5].

Sin Jesucristo, ¿qué será de un grupo de hombres o de mujeres, sin ningún fundamento que los una, sin consanguinidad, sin intereses comunes, muchas veces sin afinidad? Podemos imaginar un posible cuadro: el predominio de los intereses, personalismos e individualismos.

Más aún. Me atrevo a decir que la institución fraterna, sin un Jesús vivo y verdadero, es un invento artificial y absurdo, fuente de represión, neurosis y conflictos, en una palabra –como ya hemos dicho– una escuela de mediocridad y egoísmo.

Nuestro Bonhoeffer pasó año y medio preso, vigilado por la Gestapo, en la sección militar de Berlín.

Desde allí escribió a sus parientes varias cartas, que hoy son páginas de sabiduría. Más tarde fue trasladado a otra prisión y sometido a una vigilancia más estricta. Un día, su familia se dio cuenta de que Dietrich había desaparecido. La Gestapo negó toda explicación. Nunca se supo más de él. Mucho más tarde se hizo luz sobre su final: acabó sus días, como un verdadero Testigo de Jesús, a manos de la Gestapo.

«Cuando Dios se hizo misericordioso, revelándonos a Jesús como hermano; cuando nos ganó. el corazón mediante el amor, comenzó también la instrucción en el amor fraterno.

Habiéndose Dios manifestado misericordioso, hemos aprendido al mismo tiempo a ser misericordiosos con nuestros hermanos.

Habiendo recibido el perdón en lugar de juicio, estábamos preparados para perdonar al hermano.

Lo que Dios obrara en nosotros lo debíamos, en consecuencia, a nuestro hermano.

Cuanto más habíamos recibido, tanto más debíamos dar. De este modo, Dios mismo nos enseña a encontrarnos, los unos a los otros, tal como Dios nos encontrara en Cristo. “Por tanto, recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios” (Rom 15,7)»[6].

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