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3. Solidaridad

Esencialmente relación

Desde las profundidades de su conciencia de finitud e indigencia, surge en el hombre, explosiva e inevitable, la necesidad y el deseo de relación. Si, en hipótesis, imagináramos un hombre literalmente solo en una selva infinita, su existencia sería un círculo infernal que lo llevaría a la locura, o el tal sujeto regresaría a las etapas prehumanas de la escala vital.

Al perder el vínculo instintivo que lo ligaba vitalmente a las entrañas de la creación, emergió en el hombre la conciencia de sí mismo. Entonces se encontró solo, indigente, desterrado del paraíso, destinado a la muerte, consciente de sus limitaciones. ¿Cómo salvarse de esa cárcel? Con una salida. La necesidad de relación deriva de la esencia y conciencia de ser hombres.

Al tomar conciencia de sí mismo, nacen en la persona dos vertientes de vida: ser él mismo y ser para el otro. La única salvación, repetimos, es la salida (relación) hacia los demás. Hablamos de «salida» porque, cuando la persona se autoposee, toma conciencia de sí misma, se siente como encerrada en un círculo. Habría otras «salidas» para liberarse de ese temible círculo: la locura, la embriaguez –que es una locura momentánea– y el suicidio. Pero estas «salidas» no salvan sino que destruyen. Son alienación.

Si ser soledad (interioridad, mismidad) es constitutivo de la persona, también lo es, y en la misma medida, ser relación. Es, pues, el hombre un ser constitutivamente abierto, esencialmente referido a otras personas: establece con los demás una interacción, se entrelaza con ellos y se forma un nosotros: la comunidad.

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Los demás tienen también su «yo» diferenciado, inefable e incomunicable. Los demás son también misterio. Yo tengo que ver en ellos su «yo»; ellos tienen que ver en mí mi «yo». Los demás no son, pues, el «otro», sino un «tú». Yo no debo ser «cosa» para ellos, ni ellos tienen que ser «objeto» para mí.

Del hecho de que los demás sean un «tú» –por consiguiente, un misterio sagrado– surgen las graves obligaciones fraternas, sobre todo ese decisivo juego apertura-acogida, y también aquellos dos verbos que san Francisco utiliza, cuando habla de relaciones fraternas: respetarse y reverenciarse. ¡Qué formidable programa de vida fraterna: reverenciar el misterio del hermano!

Dicen que la persona hace la comunidad y que la comunidad hace la persona. Por eso mismo, yo no encuentro contraposición entre persona y comunidad. Cuanto más persona se es, en la doble dinámica de su naturaleza, la comunidad irá enriqueciéndose. Y en la medida en que la comunidad crece, se enriquece la persona como tal. Ambas realidades –persona y comunidad– no se oponen, pues, sino que se condicionan y se complementan.

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En este juego de apertura-acogida, yo tengo que ser simultáneamente oposición e integración en mi relación con un «tú». Me explicaré. En una buena relación tiene que haber, en primer lugar, una oposición, es decir, una diferenciación: tengo que relacionarme siendo yo mismo. De otra manera, habría una absorción o fusión, lo que equivaldría a una verdadera simbiosis, y eso a su vez constituiría la anulación del «yo».

Cuando la relación entre dos sujetos se establece en forma de absorción, ya estamos metidos en un cuadro patológico: se trata de una enfermedad por la que los dos sujetos se sienten felices (subjetivamente realizados), el uno dominando y el otro siendo dominado. En los dos queda absorbida y anulada la individualidad. Y esto ocurre mucho más frecuentemente de lo que parece.

En la verdadera relación tiene que haber integración de dos integridades y no absorción. Tiene que haber unión, no identificación, porque en toda identificación cada uno pierde su identidad. En la absorción se da un desdichado juego de pertenencia y posesión. Ambos sujetos son dependientes. Ninguno de los dos puede vivir sin el otro.

Los dos tratan de escaparse del aislamiento, el uno haciendo del otro una parte de sí mismo y el otro haciéndose pertenencia. Persona madura es aquella que no domina ni se deja dominar. Y esta clase de personas no maduras puede asumir, alternada y casi indistintamente, la función de ser dominados o de dominar. Renuncian a su libertad para instrumentalizar o para ser instrumentos de alguien.

Ser relación significa, pues, tendencia, apertura o movimiento hacia un «tú», pero salvaguardando mi integridad, siendo yo mismo. Como dice Fromm, esta relación constituye la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos. En una palabra, nuestra relación debe constar de oposición y de implicación.

Encuentro

Cuando los dos sujetos navegan –cada uno por su parte– en la corriente apertura-acogida, nace el encuentro, que no es otra cosa sino apertura mutua y acogida mutua. Tenemos en el diccionario una bella palabra para designar el encuentro: es la palabra intimidad.

¿Cómo nace la intimidad? Si nos ponemos a la tarea de percibir nuestra mismidad, va a acontecer lo siguiente: comenzamos por desligarnos de todo (inclusive recuerdos, preocupaciones...) menos de mí mismo. Como en círculos concéntricos de un remolino, vamos avanzando, cada vez más adentro, hacia el centro. No es imaginación, menos aún análisis; es percepción.

Y en la medida en que se van esfumando todas las demás impresiones, vamos a arribar, al final, a la simplicidad perfecta de un punto: la conciencia de mí mismo. En este momento podemos pronunciar, verdaderamente, el pronombre personal «yo». Y en la simplicidad de ese punto, y en ese momento, quedan englobados los millones de componentes de mi persona: miembros, tejidos, células, pensamientos, criterios... Todo queda integrado en ese «yo» mediante el adjetivo posesivo: mi mano, mi estómago, mis emociones...

En una palabra, la persona es, primeramente, interioridad. Pero esta palabra es un tanto equívoca. Diría, más exactamente, que la persona es interiorización, esto es, el proceso incesante de caminar hacia el núcleo, hacia la última soledad de que hablaba Escoto. Toda persona, auténticamente hablando, es eso.

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Ahora bien, dos interioridades que «salen» de sí mismas y se proyectan mutuamente dan origen a una tercera «persona», que es la intimidad, que no es otra cosa sino el cruce y proyección de dos interioridades. Ya estamos en el encuentro.

Vamos a explicarnos con un ejemplo. La intimidad que existe entre tú y yo –esa intimidad– no «es» tú, no «es» yo. Tiene algo de ti; tiene algo de mí. Es diferente de ti; es diferente de mí. Es dependiente de ti; es dependiente de mí. Hasta cierto punto, es independiente de ti; es independiente de mí. Digo esto, porque nos nació una «hija», como fruto de nuestra mutua proyección. Y, ¡oh maravilla!, nuestra «hija» –la intimidad– se nos transformó sin saber cómo en nuestra «madre», ya que ella –la intimidad– nos personaliza a ti y a mí, nos realiza, nos da a luz a la madurez y a la plenitud.

Esta intimidad es, para hablar con otras expresiones, una especie de clima de confianza y cariño que, como una atmósfera, nos envuelve a ti y a mí, haciéndonos adultos y alejándonos de las peligrosas quebradas de la solitariedad.

Hay otras palabras para significar lo que acabo de explicar, por ejemplo, intersubjetividad, intercomunicación, interacción...; pero, al final, es lo dicho: dos personas mutuamente entrelazadas. Eso es el encuentro.

Donde hay encuentro, hay trascendencia porque se superaron las propias fronteras. Donde hay trascendencia, hay pascua y amor. Donde hay amor, hay madurez, que no es otra cosa sino una participación de la plenitud de Dios, en quien no existe soledad.

A imagen trinitaria

En el principio, Dios nos creó a su imagen y semejanza. Pero no solamente eso. Fuimos modelados sobre todo según el estilo de vida que se «vive» en el seno insondable de la Santa Trinidad. Aquí nace la Fuente de todos los misterios. Y el misterio de la persona y de la comunidad humanas sólo puede ser entendido en el reflejo de esa Fuente profundísima y clarísima.

Todo cuanto hemos dicho en el presente capítulo sobre el misterio de la persona puede ser aplicado, en perfecta analogía y paralelismo, a las divinas personas. ¿Por qué? Porque la persona humana es una copia exacta de las personas trinitarias.

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En la Trinidad, cada persona es relación subsistente. Quiero decir: cada persona, en aquel Abismo, es pura relación respecto a las otras personas. Por ejemplo: el Padre no es propiamente padre, sino paternidad, es decir, un proceso interminable de dar a luz –al Hijo–, de relacionarse. Inclusive, para hablar con exactitud, tendríamos que inventar, aquí, una nueva palabra, pateracción, proceso de hacerse padre.

El Hijo no es propiamente hijo, sino filiación, es decir, proceso eterno de ser engendrado. El Padre no sería padre sin el Hijo. El Hijo no sería hijo sin el Padre.

Pues bien, el Padre y el Hijo se proyectan mutuamente y nace una tercera persona, que, en el lenguaje que estamos usando, se llamaría Intimidad (Espíritu Santo). Esta tercera persona no sería nada sin las dos anteriores. De manera que el Espíritu Santo es como el fruto de una relación: es como la Plenitud, la Madurez, la Personalización acabada.

Esta tercera persona constituye en aquel Abismo lo que llamaríamos el Hogar, y origina una corriente vital, en forma de circuito, entre las tres divinas personas; una corriente infinita e inefable de simpatía, conocimiento y amor. Toda esa Vitalidad, Jesús la resume diciendo que los tres son Uno.

Y así, en aquella Casa, todo es común. Dicho en nuestro lenguaje, cada persona es esencialmente mismidad (interioridad), y esencialmente relación, pero una relación subsistente; quiere decirse que de la relación depende el Ser.

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Esta comunicación (relación) hace de las tres personas una común-unidad («como nosotros somos Uno»), de tal manera que las tres divinas personas tienen, repito, todo en común: tienen el mismo conocimiento y el mismo poder. Pero, a pesar de tenerlo todo en común, cada persona no pierde su mismidad sino que subsiste como realidad diferenciada, toda entera. No existe, pues, fusión. Existe unión: identidad de persona y comunión de bienes.

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Aquí está la clave de la fraternidad: ser distintos en la intercomunicación de sí mismos, porque no se trata sobre todo de intercambiar bienes o palabras sino interioridades. Cada persona divina, como cada persona humana, son sujetos verdaderos. Sin embargo, son, deben ser, sujetos que dan y reciben todo lo que tienen y todo lo que son.

En otras palabras: en aquella inefable Comunidad, cada persona, permaneciendo subsistente en sí misma, es al mismo tiempo Don de sí; de tal manera que el Verbo, al proceder del Padre, posee y retiene las mismas perfecciones del Padre. Y el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, posee y retiene las mismas perfecciones de las personas de quienes procede. Así se «realizan» aquellas personas dando y recibiendo.

Si aplicamos esto a la realidad humana, podríamos concluir que una persona humana se «realiza» tanto al recibir de otro sujeto todo cuanto tal sujeto es, como al dar a ese sujeto todo cuanto aquella persona es.

De cuanto acabamos de explicar en este capítulo, surge la necesidad de corresponsabilidad, participación e interdependencia, entre los miembros de una comunidad. En una palabra, la solidaridad.

«El hombre no puede encontrar su plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS 24).

«A través del trato con los demás, en la reciprocidad de servicios, en el diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades, y le capacita para responder a su vocación» (GS 25).

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